A Martínez de la Rosa
El campanario del pueblecito de Menda acababa de dar las doce. En aquel momento de la noche, un joven oficial francés, apoyado en el parapeto de una larga terraza que rodeaba los jardines del castillo de Menda, parecía abismado en una contemplación más profunda de lo que la despreocupación de la vida militar suele traer consigo. Pero hay que decir también que jamás hora, lugar y noche fueron más propicios a la meditación. El bello cielo de España extendía una cúpula azul por encima de su cabeza. El centelleo de las estrellas y la dulce luz de la luna iluminaban aquel valle delicioso que se abría coquetamente a sus pies. Apoyado en un naranjo en flor, el jefe de batallón podía ver, a cien pies por debajo de él, el pueblo de Menda, que parecía haberse situado al abrigo de los vientos del Norte, al pie de la loma donde se alzaba el castillo. Volviendo la cabeza podía mirar el mar, cuyas aguas brillantes enmarcaban el paisaje con una amplia hoja de plata. El castillo estaba iluminado. El alegre tumulto de un baile, los acentos de la orquesta, las risas de algunos oficiales y de sus parejas llegaban basta el solitario oficial mezclándose con el lejano murmullo de las olas. La brisa fresca de la noche inyectaba una especie de energía a su cuerpo fatigado por el calor diurno. Finalmente, los jardines estaban plantados de árboles tan fragantes y de flores tan suaves que el joven se encontraba como sumergido en un baño de perfumes. El castillo de Menda pertenecía a un grande de España, que lo habitaba en aquel momento con su familia. Duran le toda la velada, la mayor de las hijas había mirado al oficial con un interés impregnado de una tristeza tal, que el sentimiento de compasión expresado por la española, podía muy bien ser la causa de que el francés estuviera tan pensativo. Clara era bella y, aunque tuviese tres hermanos y una hermana, los bienes del marqués de Leganés parecían bastante considerables para hacer pensar a Víctor Marchand que la joven sería ricamente dotada. Pero, ¿cómo atreverse a creer que la hija del viejo más engreído de su grandeza de toda España pudiera ser concedida al hijo de un tendero de París? Además, los franceses eran odiados. El general G..t..r, que gobernaba la provincia, sospechaba que el marqués preparaba un alzamiento en favor de Fernando VII, por lo cual el batallón mandado por Víctor Marchand había sido acantonado en el pueblecito de Menda para contener a las comarcas vecinas que obedecían al marqués de Leganés. Un reciente despacho del mariscal Ney hacía temer un desembarco de los ingleses en la costa, y señalaba al marqués como hombre que mantenía inteligencia con el gabinete de Londres. Por eso, a pesar de la buena acogida que aquel español había dispensado a Víctor Marchand y a sus soldados, el joven oficial se mantenía constantemente alerta. Dirigiéndose hacia aquella terraza desde la que podía examinar la situación del pueblo y de las comarcas confiadas a su vigilancia, se preguntaba cómo debía interpretar la amistad que el marqués no había cesado de testimoniarle y cómo el aspecto tranquilo del país podía conciliarse con las inquietudes de su general; pero desde hacía un momento, aquellos pensamientos habían sido ahuyentados de la cabeza del joven comandante por un sentimiento de prudencia y por una curiosidad bien legítima. Acababa de ver en el pueblo una gran cantidad de luces. A pesar de la fiesta de Santiago, aquella misma mañana había ordenado que las luces se apagaran a la hora prescrita por el reglamento. Sólo el palacio había sido exceptuado de aquella medida. Vio brillar aquí y allá, en los puestos acostumbrados, las bayonetas de sus soldados, pero el silencio era solemne y nada revelaba que los españoles estuvieran entregados a la embriaguez en una fiesta. Después de haber tratado de explicarse la infracción de la que se hacían culpables los habitantes, encontró en aquel delito un misterio tanto más incomprensible cuanto que había dejado oficiales encargados de la policía nocturna y de las rondas. Con la impetuosidad de la juventud, iba a lanzarse por una brecha para descender rápidamente por las rocas, y llegar así, más pronto que por el camino ordinario, a un pequeño puesto colocado a la entrada de la ciudad por el lado del castillo, cuando un débil ruido lo detuvo en su carrera. Creyó oír el crujido de la arena bajo el paso ligero de tina mujer. Volvió la cabeza y no vio nada; pero sus ojos se quedaron sorprendidos por el resplandor extraordinario del océano. Vio en él de repente un espectáculo tan funesto, que lo dejó inmóvil de sorpresa, diciéndose que padecía un error de sus sentidos. Los rayos blanquecinos de la luna le permitieron distinguir velas a una gran distancia. Se estremeció y trató de convencerse de que esta visión era una ilusión óptica que le ofrecía el juego de las olas y de la luna. En este momento, una voz ronca pronunció el nombre del oficial; miró hacia la brecha y por ella vio aparecer lentamente la cabeza del soldado por el que se había hecho escoltar hasta el castillo.
—-¿Sois vos, mi comandante?
—Sí. ¿Pues qué hay? —le dijo en voz baja el joven, a quien una especie de presentimiento le inducía a proceder misteriosamente.
—Esos bribones se agitan como gusanos, y me apresuro, si me lo permitís, a participaros mis pequeñas observaciones.
—Habla —respondió Víctor Marchand.
—Acabo de seguir a un hombre del castillo que se ha dirigido por aquí con una linterna en la mano. ¡Hay que concebir grandes sospechas de una linterna!, no creo que este cristiano vaya a encender cirios a estas horas. ¡Quieren deshacernos!, me he dicho para mis adentros, y me he puesto a pisarle los talones. Así, mi comandante, a tres pasos de aquí, he descubierto cierto montón de leños.
Un grito espantoso que de pronto se oyó en el pueblo, interrumpió al soldado. Una claridad repentina iluminó al comandante. El pobre granadero recibió una bala en la cabeza y cayó. Una hoguera de paja y de leña seca brillaba como un incendio a diez pasos del joven. Los instrumentos y las risas dejaron de escucharse en la sala de baile. Un silencio de muerte, interrumpido por gemidos, había sustituido de pronto a los rumores y a la música de la fiesta. Un cañonazo retumbó en la llanura blanca del océano. La frente del joven oficial se cubrió de un sudor frío. Estaba sin espada. Comprendió que sus soldados habían perecido y que los ingleses iban a desembarcar. Pensó que, si salía con vida, caería en la deshonra y sería llevado ante un consejo de guerra; entonces midió con los ojos la profundidad del valle, e iba a despeñarse, cuando la mano de Clara le agarró por la suya.
—¡Huid! —le dijo ella—; mis hermanos me siguen para mataros. Por ahí llegaréis, acaso sin peligro, al fondo de la escarpadura. ¡Pronto!
Ella lo empujó; el joven, estupefacto, la miró durante un instante; pero, obedeciendo en seguida al instinto de conservación, que nunca abandona al hombre, ni aun al más fuerte, se lanzó al parque tomando la dirección indicada, y corrió a través de rocas que hasta entonces sólo habían hollado las cabras. Oyó a Clara gritar a sus hermanos que lo persiguieran; oyó los pasos de sus asesinos; oyó silbar junto a sus oídos las balas de varias descargas; pero alcanzó el valle, encontró el caballo, lo montó y desapareció con la rapidez del rayo.
A las pocas horas, el joven oficial llegó al cuartel del general G..t..r, a quien encontró rodeado de su estado mayor.
—¡Os traigo mi cabeza! —exclamó el jefe de batallón apareciendo pálido y deshecho.
Se sentó y contó la terrible aventura. Un silencio espantoso acogió su relato.
—Sois más desgraciado que culpable, —respondió al fin el general—. No se os puede achacar la fechoría de los españoles, y, a menos que el mariscal no decida de otro modo, yo os absuelvo.
Estas palabras sólo proporcionaron un débil consuelo al desgraciado oficial.
—¡Cuando el emperador sepa esto! —exclamó.
—Querrá que os fusilen, pero ya veremos. En fin, no hablemos más de ello —añadió severamente— más que para planear una venganza que imprima un terror saludable a este país, donde se hace la guerra de un modo salvaje.
Una hora más tarde, un regimiento entero, un destacamento de caballería y un convoy de artillería estaban en marcha. El general y Víctor iban a la cabeza de la columna. Los soldados, informados de la matanza de sus compañeros, estaban poseídos de un furor sin ejemplo. La distancia que separaba el pueblo de Menda del cuartel general fue salvada con una rapidez milagrosa. En su camino, el general encontró aldeas enteras bajo las armas. Cada uno de aquellos miserables caseríos fue sitiado y diezmados sus habitantes.
Por una de esas fatalidades inexplicables, los barcos ingleses se habían quedado quietos, sin avanzar; luego se supo que aquellos barcos no llevaban más que artillería y que habían andado más deprisa que los transportes. Así, el pueblo de Menda, privado de los defensores que esperaba, y que la aparición de las velas inglesas parecía prometerle, fue cercado por las tropas francesas casi sin disparar un tiro. Los habitantes, sobrecogidos de terror, ofrecieron una rendición sin condiciones. Por ese espíritu de nobleza que no ha sido raro en la Península, los asesinos de los franceses, previniendo, según la conocida crueldad del general, que Menda sería tal vez entregado a las llamas y la población entera pasada a cuchillo, propusieron denunciarse ellos mismos al general. Éste aceptó la oferta, poniendo como condición que los habitantes del castillo, desde el último criado hasta el marqués, serían puestos en sus manos. Convenida esta capitulación, el general prometió perdonar al resto de la población e impedir a sus soldados que saqueasen el pueblo o lo incendiaran. Impuso una contribución enorme y los vecinos más ricos de la localidad se constituyeron prisioneros para garantizar su pago, que debía efectuarse dentro de las veinticuatro horas.
El general tomó todas las precauciones necesarias para la seguridad de sus tropas, proveyó a la defensa de la comarca y dispuso que los soldados no se alojasen en las casas. Después de haberlos hecho acampar, subió al castillo y se apoderó de él militarmente. Los miembros de la familia Leganés y los criados fueron cuidadosamente vigilados, maniatados y encerrados en la sala donde se había celebrado el baile. Desde las ventanas de este salón se podía abarcar fácilmente la terraza que dominaba el pueblo. El estado mayor su estableció en una galería vecina, donde el general tuvo primero consejo sobre las medidas a tomar para oponerse al desembarco. Después de haber expedido un ayuda de campo al mariscal Ney y ordenado colocar baterías en la costa, el general y su estado mayor se ocuparon de los prisioneros. Doscientos españoles que los habitantes habían entregado, fueron inmediatamente fusilados en la explanada. Después de aquella ejecución militar, el general mandó colocar sobre la tierra tantas horcas como individuos había en la sala del castillo e hizo venir al verdugo del pueblo. Víctor Marchand aprovechó el tiempo que iba a transcurrir hasta la hora de la comida para ir a ver a los prisioneros. Volvió en seguida ante el general.
—Acudo —le dijo con voz alterada por la emoción— para pediros gracia.
—¡Vos! —replicó el general con un tono de ironía amarga.
—¡Ay! —respondió Víctor—, pido una gracia bien triste. El marqués, al ver colocar las horcas, espera que cambiéis este género de suplicio para su familia, y os suplica que hagáis decapitar a los nobles.
—¡Concedido! —dijo el general.
—Piden además que se les concedan los auxilios espirituales, y que se les liberte; de sus ligaduras. Prometen no intentar la huida.
—Consiento en ello —dijo el general—, pero vos me respondéis de todos.
—El viejo os ofrece además toda su fortuna si queréis perdonar a su hijo mayor.
—¡Ciertamente! Sus bienes pertenecen ya al rey José.
Se detuvo. Un pensamiento de desprecio, arrugó su frente.
—Voy a concederle más de lo que desea. Adivino la importancia de su última petición. ¡Pues bien!, que compre la eternidad de su nombre, pero que España entera se acuerde para siempre de su traición y de su suplicio. Dejaré su fortuna y la vida a aquel de sus hijos que haga las veces de verdugo. ¡Andad, no me habléis más de esto!
La comida estaba servida. Los oficiales, sentados a la mesa, satisfacían un apetito que el cansancio había aguijoneado. Sólo uno de ellos, Víctor Marchand, faltaba al festín. Después de largos titubeos, entró en el salón donde gemía la orgullosa familia de Leganés, y lanzó una triste mirada al espectáculo que ofrecía ahora aquella sala, donde, la antevíspera, había visto dar vueltas, embriagadas por el vals, a las cabezas de las jóvenes y de los muchachos.
So estremeció al pensar que, de allí a poco, aquellas cabezas debían rodar, segadas por el sable del verdugo. Atados a sus sillones dorados, el padre y la madre, los tres hijos y las dos hijas, permanecían en un estado «le inmovilidad completa. Ocho criados permanecían de pie con las manos atadas a la espalda. Aquellas quince personas se miraban gravemente, y sus ojos apenas traicionábanlos sentimientos que los animaban. Sobre algunas frentes se leía una resignación profunda y el pesar de haber fracasado en su empresa. Unos soldados inmóviles los miraban respetando el dolor de aquellos crueles enemigos. Un movimiento de curiosidad animó los rostros cuando Víctor apareció. Dio orden de desatar a los condenados, y fue él mismo a desanudar las cuerdas que retenían a Clara sujeta al sillón. La joven sonrió tristemente. El oficial no pudo evitar un ligero roce con los brazos de la muchacha, admirando su cabellera negra, y su cuerpo cimbreante. Era una auténtica española: tenía el color español, los ojos españoles, largas pestañas curvas y unas pupilas más negras que ala de cuervo.
—¿Habéis tenido éxito? —dijo ella, dirigiéndole una sonrisa fúnebre donde se translucía aún la mujercita.
Víctor no pudo evitar un sollozo. Miró alternativamente a los tres hermanos y a Clara. Uno de ellos, el mayor, tenía treinta años. Pequeño, bastante feo, con un aire orgulloso y un gesto de desdén, no carecía de cierta nobleza en sus maneras, y no parecía extraño a esa delicadeza de sentimientos que hizo tan célebre la galantería española. Se llamaba Juan. El segundo, Felipe, tendría unos veinte años. Se parecía a Clara. El último tenía ocho años. Un pintor hubiera encontrado en Manuel un poco de esa constancia romana que David ha prestado a los niños en sus páginas republicanas. El viejo marqués tenía la cabeza cubierta de canas, como salida de un cuadro de Murillo. Ante esa estampa el joven oficial bajó la cabeza, desesperando de ver aceptar por cualquiera de los cuatro personajes la proposición del general; sin embargo, se atrevió a confiarse a Clara. La española tuvo al pronto un escalofrío, pero recobró poco a poco su serenidad y fue a arrodillarse delante de su padre.
—¡Oh! —le dijo—, haced jurar a Juanito que cumplirá fielmente las órdenes que vais a darle, y estaremos satisfechos.
La marquesa se estremeció de esperanza; pero cuando, inclinándose hacia su marido, hubo oído la terrible confidencia de Clara, aquella madre cayó desvanecida. Juanito comprendió todo y saltó como un león enjaulado. Víctor cargó con la responsabilidad de retirar los soldados de vigilancia, después de haber obtenido del Marqués la seguridad de una sumisión perfecta. Los criados fueron entregados al verdugo, que los ahorcó. Cuando la familia no tuvo más que a Víctor por guardián, el viejo padre se levantó:
—¡Juanito! —dijo.
Juanito respondió solamente con una inclinación de cabeza que equivalía a una negativa, volvió a caer sentado y miró a sus padres con una mirada seca y terrible. Clara vino a sentarse en sus rodillas y, con un tono alegre:
—Mi querido Juanito —le dijo, pasándole los brazos alrededor del cuello y besándole los ojos—: si supieras lo dulce que me será la muerte, si viene de tus manos. No tendré que sufrir el odioso contacto del verdugo. Tú me curarás de los males que me esperaban y… mi buen Juanito, tú no querías verme de nadie, ¿entonces…?
Sus ojos aterciopelados lanzaron una mirada de fuego a Víctor, como para despertar en el corazón de Juanito su horror por los franceses.
—Ten valor —le dijo su hermano Felipe—, de otro modo nuestra estirpe casi real se extinguirá.
De repente Clara se levantó del grupo que se había formado alrededor de Juanito se abrió, y aquel hijo, rebelde con razón, vio ante él de pie a su anciano padre, que con un tono solemne exclamó:
—Juanito, te lo ordeno.
El joven conde continuó inmóvil y entonces el padre se postró de rodillas ante él. Involuntariamente, Clara, Manuel y Felipe lo imitaron. Todos tendieron las manos hacia el que había de salvar a la familia del olvido, y parecieron repetir estas palabras paternas:
—Hijo mío, ¿te faltaría a ti la energía de nuestra raza y una verdadera sensibilidad? ¿Quieres tenerme más tiempo de rodillas, y puedes tener en cuenta ahora tu vida y tus sufrimientos? ¿Es un hijo mío, señora?—añadió el anciano volviéndose hacia la marquesa.
—¡Accede! —exclamó la madre con desesperación, viendo a Juanito hacer con las cejas un movimiento que sólo ella conocía.
Mariquita, la segunda hija, estaba de rodillas estrechando a su madre en sus débiles brazos; y, como lloraba a lágrima viva, su hermanito Manuel vino a reñirla. En aquel momento el capellán del castillo entró, en seguida fue rodeado de toda la familia y se le entregó a Manolito. Víctor, no pudiendo soportar por más tiempo aquella escena, hizo una señal a Clara, y se fue corriendo a intentar un último esfuerzo con el general; lo encontró de buen humor, en medio del festín, y bebiendo con sus oficiales, que empezaban a contar chascarrillos.
Una hora después, cien de los más nobles habitantes de Menda, vinieron a la terraza para ser testigos, según las órdenes del general, de a ejecución de la familia Léganos. Un destacamento fue desplegado para contener a los españoles, a los que se puso bajo las horcas de donde habían sido colgados los criados del marqués. Las cabezas de aquellos burgueses tocaban casi los pies de los mártires. A treinta pasos de ellos se alzaba un tajo de madera y trillaba una cimitarra. El verdugo estaba allí para el caso en que Juanito se negase a cumplir lo pactado. Pronto los españoles oyeron en medio del más profundo silencio el paso de varias personas, el sonido mesurado de la marcha de un piquete de soldados y el ligero ruido de sus fusiles. Aquellos diferentes ruidos se mezclaban con los alegres acentos del festín de los oficiales como antes las danzas y la música habían disimulado los preparativos de la sangrienta traición. Todas las miradas se volvieron hacia el castillo, y pudieron ver a la noble familia que venía con paso firme. Todas sus frentes estaban tranquilas y serenas. Sólo un hombre, pálido y sin fuerzas, se apoyaba en el sacerdote que le prodigaba todos los consuelos de la religión. Este hombre era el señalado para continuar viviendo. El verdugo comprendió, como todo el mundo, que Juanito había aceptado su puesto por un solo día. El viejo marqués -y su mujer, Clara y Mariquita y sus dos hermanos vinieron a arrodillarse a algunos pasos del fatal emplazamiento. Juanito fue conducido por el sacerdote. Cuando llegó al tajo, el ejecutor tirándole por la manga, lo llamó aparte, y le dio probablemente algunas instrucciones. El confesor colocó a las víctimas de modo que no vieran el suplicio. Pero se trataba de verdaderos «españoles, que se mantuvieron de pie y sin debilidades.
Clara se adelantó la primera hacia su hermano.
—Juanito —le dijo—. ¡Ten piedad de mi poco valor! ¡Comienza por mí! En este momento se oyeron los pasos precipitados de un hombre. Víctor llegó al lugar de la escena. Clara estaba arrodillada, ya su cuello blanco se ofrecía a la cimitarra. El oficial palideció, pero aún tuvo fuerzas para seguir andando.
—El general te concede la vida si quieres casarte conmigo —le dijo en voz baja.
La española lanzó al oficial una mirada de desprecio y de orgullo.
—¡Vamos, Juanito! —dijo ella con un sonido de voz profundo.
Su cabeza rodó a los pies de Víctor. La marquesa de Leganés dejó escapar un movimiento convulsivo al oír aquel ruido; fue la única muestra de su dolor.
—¿Estoy bien así, querido Juanito? —fue la pregunta que hizo Manolito a su hermano.
—¡Ah, lloras, Mariquita! —dijo Juanito a su hermana.
—Sí —replicó la jovencita—, pienso en ti, mi pobre Juanito; serás bien desgraciado sin nosotros.
Pronto apareció la arrogante figura del marqués. Miró la sangre de sus hijos, se volvió hacia los espectadores, mudos e inmóviles, extendió las manos hacia Juanito y dijo con una voz fuerte:
—¡Españoles, doy a mi hijo la bendición paterna! Ahora, Marqués, da sin miedo, nada podrá reprochársete.
Pero cuando Juanito vio acercarse a su madre, sostenida por su confesor, exclamó:
—¡Es la que me ha dado el ser!
Su voz arrancó un grito de horror a la asamblea. El ruido del festín y las risas alegres de los oficiales se apaciguaron ante aquel clamor. La Marquesa comprendió que el valor de Juanito se había agotado, se lanzó de un salto por encima de la balaustrada y fue a estrellarse sobre las rocas. Un grito de admiración se produjo. Juanito cayó sin sentido.
—Mi general —dijo un oficial medio borracho—. Marchand acaba de contarme algo de esta ejecución; apuesto cualquier cosa a que no la habéis ordenado vos.
—¿Olvidáis, señores —exclamó el general G..t..r—, que dentro de un mes quinientas familias francesas verterán amargas lágrimas y que estamos en España? ¿Queréis que dejemos los huesos aquí?
Después de aquella alocución, no encontró, a nadie, ni siquiera un suboficial, que quisiera vaciar su vaso.
A pesar de los respetos de que está rodeado, a pesar del título de El Verdugo que el rey de España ha dado como título de nobleza, el marqués de Leganés no puede sacudir su tristeza, devorado por el dolor, y vive solitario mostrándose sólo muy rara vez. Abrumado por el peso de su horrible hazaña, parece esperar con impaciencia que el nacimiento de un segundo hijo le otorgue el derecho de reunirse con las sombras que le acompañan continuamente.
FIN