El vaquero de la Walkers Brothers

Foto de Taylor Brandon en Unsplash

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Después de cenar, mi padre me dice:

—¿Quieres que bajemos a ver si el lago sigue ahí?

Dejamos a mi madre cosiendo bajo la luz del comedor, haciéndome ropa para la vuelta al colegio. Ha desarmado un viejo conjunto suyo y un vestido de tartán, y ahora tiene que cortar y combinar ingeniosamente los retales, y me pide que me ponga de pie y me dé la vuelta para las probaturas interminables, sudorosa, irritada con el picor y el calor de la lana, ingrata. Dejamos a mi hermano acostado en la pequeña galería acristalada al final del porche, y a veces se pone de rodillas en la cama y pegando la cara al vidrio grita con voz lastimera:

—¡Traedme un helado de cucurucho!

—Ya estarás dormido —le contesto sin ni siquiera volver la cabeza.

Entonces mi padre y yo bajamos poco a poco por una especie de calle larga, descuidada, con carteles de helados Silverwoods puestos en la acera, delante de las tiendecitas iluminadas. Estamos en Tuppertown, un viejo pueblo del lago Huron, antiguo puerto de cereales. Aquí y allá sombrean la calle varios arces, cuyas raíces han resquebrajado y levantado la acera y se han extendido como cocodrilos por los patios desolados. Hay gente sentada al fresco, hombres en mangas de camisa y camisetas interiores, y mujeres en delantal; no es gente a quien conozcamos, pero si alguien saluda con la cabeza y dice: «Qué buena noche», mi padre asiente y dice algo por el estilo. Los niños todavía están jugando. Tampoco los conozco, porque mi madre nos hace quedarnos en el patio de casa a mi hermano y a mí, dice que él es demasiado pequeño para salir y yo tengo que cuidarlo. No me da pena verlos jugar al anochecer, porque son juegos dispersos, sin ton ni son. Los niños se apartan cuando les da la gana, se van por su cuenta o de dos en dos debajo de los tupidos árboles, entreteniéndose a solas, igual que hago yo todo el día, clavando guijarros en el suelo o escribiendo en la tierra con un palo.

Enseguida dejamos atrás los patios y las casas, pasamos una fábrica con las ventanas cegadas con tablones, un aserradero donde los altos portones de madera se cierran de noche. En las afueras del pueblo hay una maraña decadente de cobertizos y solares llenos de chatarra, se acaban las aceras y seguimos caminando por un sendero de arena rodeado de bardana, llantén y otras humildes hierbas sin nombre. Llegamos a un descampado, una especie de parque en realidad, porque está limpio de chatarra y hay un banco al que le falta un listón en el respaldo, un sitio donde sentarse a mirar el agua. Que al anochecer generalmente es gris, bajo un cielo un poco cubierto, sin puestas de sol, el horizonte borroso. Un rumor sosegado lame las piedras de la orilla. Más allá, hacia el pueblo en sí, hay una playa de arena, un tobogán acuático, boyas flotando alrededor de la zona vigilada de baño, el trono desvencijado del socorrista. También un largo edificio verde, un galpón techado que se conoce como el Pabellón, donde los domingos van los granjeros y sus mujeres, con la ropa buena y almidonada. Esa es la parte del pueblo que conocíamos cuando vivíamos en Dungannon y veníamos aquí tres o cuatro veces cada verano, al lago. Esa, y los muelles donde íbamos a ver los barcos cargados de grano, viejísimos, oxidados, balanceándose tanto que nos preguntábamos cómo conseguían pasar la escollera, y no digamos llegar a Fort William.

Los vagabundos rondan por los muelles y a veces, en noches así, deambulan hasta la playa angosta y, agarrándose de los matorrales secos, suben el sendero cambiante y precario que han hecho los chicos y le dicen algo a mi padre que ni siquiera llego a captar, de tanto miedo que me dan los vagabundos. Mi padre dice que también anda un poco apurado.

—Puedo liarle un cigarrillo, si eso le vale —dice, y pone tabaco en uno de los finos papeles de fumar, pasa la lengua por el borde, lo pega y se lo da al vagabundo, que lo coge y se aleja.

Mi padre se lía uno también, lo enciende y se lo fuma.

Me cuenta cómo se formaron los Grandes Lagos. Toda la región donde ahora está el lago Huron, dice, antes era una planicie, una llanura inmensa. Después vino el hielo, arrastrándose sigilosamente desde el norte y decantándose en los terrenos bajos. «Así»: y estirando los dedos aprieta con la mano el suelo duro de roca donde estamos sentados. Sus dedos apenas dejan ninguna huella.

—Bueno —dice—, el antiguo casquete polar tenía mucha más fuerza que esta mano.

Y entonces el hielo volvió a retirarse, retrocedió hacia el polo norte de donde venía, y dejó unas lenguas de hielo en las hondonadas que había abierto, y ese hielo dio lugar a los lagos que estaban ahí hoy en día. Eran nuevos, si pensábamos en el paso del tiempo. Intento ver esa llanura allí delante de mí, poblada de dinosaurios, pero ni siquiera soy capaz de imaginar la orilla del lago cuando la habitaban los indios, antes de que existiera Tuppertown. Me impresiona pensar en la insignificante fracción de tiempo que tenemos, aunque mi padre parece tomárselo con calma. A veces me da la sensación de que mi padre está vivo desde que el mundo es mundo, pero solo lleva aquí un poco más que yo, en comparación con todo el tiempo desde que existe la vida. Igual que yo, tampoco ha conocido una época en la que al menos no existieran los automóviles y la luz eléctrica. Mi padre aún no había nacido cuando empezó este siglo. Yo estaré más muerta que viva —seré vieja, muy vieja— cuando acabe. No me gusta pensar en eso. Ojalá el lago sea siempre un lago, con las boyas que señalan la zona de baño seguro, y la escollera y las luces de Tuppertown.

Mi padre trabaja como vendedor para la Walker Brothers. Es una empresa que vende prácticamente por todo el país, en el interior. Sunshine, Boylesbridge, Turnaround: toda esa es su zona. No Dungannon, donde antes vivíamos, Dungannon está demasiado cerca del pueblo, y mi madre lo agradece. Vende jarabe para la tos, tónico de hierro, tiritas para los callos, laxantes, píldoras para los trastornos femeninos, enjuague bucal, champú, linimento, pomadas, concentrados de limón y naranja y frambuesa para preparar refrescos, vainilla, colorante alimentario, té negro y verde, jengibre, clavo y otras especias, matarratas. Tiene una canción, con este estribillo:

Aquí traigo mil aceites, linimentos,
curan callos y juanetes al momento…

A mi madre la canción no le hace mucha gracia, que digamos. La canción de un mercachifle, y justo eso es mi padre: un mercachifle que va de puerta en puerta por esos lugares remotos. Hasta el invierno pasado teníamos nuestro propio negocio, una granja de zorros. Mi padre criaba zorros plateados y vendía las pieles a los fabricantes de capas, abrigos y manguitos. Los precios cayeron, mi padre se aferró a la esperanza de que al año siguiente remontarían, pero cayeron de nuevo, y se aferró un año más, y otro, y al final no fue posible seguir aferrándose, todo se fue en la deuda con la compañía de los piensos. Más de una vez he oído cómo mi madre se lo explica a la señora Oliphant, que es la única vecina con la que habla. (La señora Oliphant también ha ido a menos en la vida: era maestra de escuela y se casó con el conserje). Pusimos todo lo que teníamos en el negocio, dice mi madre, y no sacamos nada. Muchos podrían decir lo mismo, hoy en día, pero mi madre no tiene tiempo para la catástrofe nacional, solo para la nuestra. El destino nos ha arrojado a una calle de gente pobre (no importa que antes también fuésemos pobres, era una pobreza distinta), y ella no ve otra manera de tomárselo que con dignidad, con amargura, sin resignación. No la consolará tener una bañera de patas y un inodoro con cisterna en el baño, ni agua corriente y una acera delante de casa, y leche en botellas, ni siquiera un par de salas de cine o el restaurante Venus o unos almacenes Woolworth tan maravillosos que hay pájaros de verdad cantando en los rincones que el aire de los ventiladores refresca y pececitos diminutos como uñas, brillantes como lunas, nadando en los tanques verdes. A mi madre todo eso le da igual.

Por las tardes a menudo va andando hasta la tienda de Simon y me lleva con ella para que la ayude a cargar la compra. Se pone un vestido bueno, azul marino con florecitas, muy fino, con una combinación del mismo color. También una pamela blanca de paja, bien calada, y zapatos blancos que yo acabo de enlucir encima de un periódico en los escalones de atrás. Llevo el pelo recién peinado en unos largos tirabuzones húmedos que por suerte el aire seco deshará enseguida, y un lazo enorme y tieso en la coronilla. Es totalmente distinto a salir después de cenar con mi padre. Aún no hemos pasado dos casas y ya siento que somos el hazmerreír de todo el mundo. Incluso las palabrotas garabateadas con tiza en la acera se ríen de nosotras. Mi madre no parece darse cuenta. Camina con la ceremonia de una señora que va a hacer la compra, una señora, al pasar por delante de las amas de casa que llevan batas sueltas y rotas por las sisas. Y yo voy a su lado como una muñeca, con los dichosos tirabuzones y el lazo cursi en el pelo, las rodillas restregadas y los calcetines blancos: todo lo que no quiero ser. Aborrezco hasta mi nombre cuando me llama en público con su voz de pito, orgullosa y estridente, deliberadamente distinta de la voz de las otras madres de la calle.

Mi madre a veces, para darnos un capricho, se lleva a casa una barra de helado de fresa, vainilla y chocolate; y como allí no tenemos frigorífico, despertamos a mi hermano y nos lo tomamos de una sentada en el comedor, siempre oscuro por la pared de la casa de al lado. Lo paladeo despacio, a cucharaditas, dejando el chocolate para el final y contando con que aún me quede un poco cuando el plato de mi hermano esté ya vacío. Entonces mi madre intenta imitar las conversaciones que teníamos en Dungannon, en una época más tranquila, antes de que naciera mi hermano, cuando me servía un poquito de té con mucha leche en una taza como la suya y nos sentábamos en el escalón del porche, delante de la bomba, del lilo, con las jaulas de los zorros al fondo. Es incapaz de dejar de mencionar aquellos tiempos: «¿Recuerdas cuando te pusimos en el trineo y Major tiraba de ti?» (Major, nuestro perro, que tuvimos que dejar con los vecinos cuando nos mudamos). «¿Recuerdas el cajón de arena que tenías fuera, junto a la ventana de la cocina?». Finjo recordar mucho menos de lo que en realidad recuerdo, por miedo a quedar atrapada en la nostalgia o emociones que no deseo.

Mi madre padece jaquecas. A menudo tiene que acostarse. Se acuesta en la cama estrecha de mi hermano en la pequeña galería acristalada, a la sombra de unas ramas frondosas.

—Miro ese árbol y creo que estoy en casa —dice.

—Lo que necesitas —le sugiere mi padre— es un poco de aire fresco y un paseo en coche por el campo.

Se refiere a que lo acompañe a hacer la ruta de reparto, pero esa no es la idea que tiene mi madre de un paseo por el campo.

—¿Puedo ir yo?

—Quizá tu madre te necesite para probarte la ropa.

—No puedo ni coser, esta tarde —dice mi madre.

—Pues entonces me la llevo. Me los llevo a los dos, para que descanses.

¿Qué hacemos para que necesiten descansar de nosotros? Da lo mismo. Me pongo tan contenta que voy a buscar a mi hermano y lo hago ir al lavabo, y nos subimos al coche, ambos con las rodillas sucias, mi pelo sin tirabuzones. Mi padre sale de la casa con sus dos pesadas maletas marrones, llenas de frascos, y las mete en el asiento de atrás. Lleva una camisa blanca, resplandeciente al sol, corbata, los pantalones claros de su traje de verano (su otro traje es negro, para los funerales, y era de mi tío antes de que se muriese) y un sombrero de jipijapa de color crema. Su ropa de vendedor, con lápices prendidos en el bolsillo de la camisa. Vuelve otra vez adentro, seguramente a decirle adiós a mi madre, a preguntarle si está segura de que no quiere venir, y oírla contestar: «No. No, gracias, mejor me quedo aquí echada con los ojos cerrados». Luego salimos marcha atrás por el sendero con la creciente esperanza de aventuras, el atisbo de esperanza al pasar el bache cuando entramos en la calle, el aire caliente empieza a moverse, se convierte en una brisa, las casas cada vez menos familiares mientras seguimos el atajo que mi padre conoce, la salida rápida del pueblo. Sin embargo, ¿qué nos aguarda esa tarde, salvo las horas de calor en los patios de las granjas azotadas por la miseria, puede que una parada en un almacén de abastos y tres cucuruchos de helado o botellas de soda, y las canciones de mi padre? La que se ha inventado sobre sí mismo tiene título —«El vaquero de la Walker Brothers»— y empieza así:

Ahora que el viejo Ned Fields ha muerto,
recorro su ruta de pueblo en pueblo…

¿Quién es Ned Fields? El hombre a quien ha sustituido, seguramente, y en tal caso está muerto; aun así, con esa voz de alegre melancolía, mi padre hace que su muerte parezca una especie de sinsentido, una calamidad cómica. «Ojalá pudiera volver al Río Grande, surcando la arena oscura…». Mi padre canta casi todo el rato mientras conduce. Incluso ahora, mientras salimos del pueblo, cruzamos el puente y tomamos el brusco desvío hacia la autovía, tararea algo, murmura para sí algún fragmento de una canción, afinando un poco, en realidad, preparándose para improvisar, porque a un lado de la carretera dejamos atrás el campamento de los baptistas, el campamento bíblico de verano, y se suelta:

¿Dónde están los baptistas, dónde están los baptistas,
dónde están que no los veo?
Están en el agua, en el agua del Huron,
lavando sus pecados, eso creo.

Mi hermano se lo toma al pie de la letra y se pone de rodillas intentando ver el lago.

—No veo a «ningunos baptistas» —dice acusadoramente.

—Ni yo tampoco, hijo mío —dice mi padre—. Ya te lo he dicho, han ido al lago.

No hay caminos pavimentados cuando salimos de la carretera. El polvo nos obliga a subir las ventanillas: es una tierra llana, abrasada, desierta. Detrás de las granjas hay parcelas de monte que conservan la sombra, sombra de los pinos negros como pozas insondables. Enfilamos un largo camino y, al llegar al final, ¿qué podría parecer más inhóspito, más desierto que la granja alta y sin pintar con la hierba crecida hasta la misma puerta, las persianas verdes bajadas y una puerta en la planta de arriba que se abre al vacío? Muchas casas tienen una puerta así, y nunca he sido capaz de averiguar por qué. Le pregunto a mi padre y me dice que son para sonámbulos. «¿Qué?». Bueno, por si andas en sueños y quieres salir a dar un paseo. Me ofendo al caer en la cuenta de que está bromeando, como de costumbre, pero mi hermano no se entera.

—¡No, se partirían el cuello! —contesta enérgicamente.

Los años treinta. Para mí esas granjas, esas tardes pertenecen a aquella década en concreto, igual que el sombrero de mi padre, su llamativa corbata acampanada, nuestro coche con su estribo ancho (un Essex que ya no estaba en su mejor momento). Se ven coches parecidos, muchos más viejos todavía, pero ninguno más cubierto de polvo en los patios de las granjas. Algunos ya no andan, o no tienen puertas, les han quitado los asientos para usarlos en los porches. No hay ni una criatura viviente a la vista, ni gallinas ni ganado. Salvo los perros. Hay perros tendidos a la sombra en cualquier sitio, soñando, con unos flancos escuálidos que suben y bajan agitadamente. Se ponen en guardia cuando mi padre abre la puerta del coche, tiene que hablarles.

—Buen chico, tranquilo, así, buen chico.

Se calman, vuelven a la sombra. Supongo que mi padre sabe calmar a los animales, ha sostenido en brazos a zorros desesperados con un cepo en el cuello. Una voz tranquilizadora para los perros, y otra, más alta y jovial, para llamar en la puerta.

—Hola, señora, soy el hombre de la Walker Brothers, ¿qué le falta hoy?

Una puerta se abre, él desaparece. Prohibido seguirlo, prohibido incluso salir del coche, solo podemos esperar e imaginar lo que les dice. A veces, en un intento de hacer reír a mi madre, finge que está en la cocina de una granja, desplegando la maleta del muestrario. «Y bien, señora, ¿tiene problemas de parásitos? En el cuero cabelludo de sus hijos, me refiero. ¿Todos esos bichitos que somos demasiado educados para mencionar y que aparecen en las cabezas de las mejores familias? El jabón solo no sirve de nada, el queroseno no es que deje un perfume muy agradable, pero aquí tengo…». O quizá: «Créame, después de pasarme el día sentado al volante, conozco el valor de estas magníficas píldoras. Alivio natural. Una molestia común en la gente mayor, además, una vez que abandonan la actividad… ¿Usted qué opina, abuela?». Sacude la caja de píldoras imaginarias delante de las narices de mi madre, hasta que al final ella se ríe, con desgana. «No dice esas cosas de verdad, ¿a que no?», le pregunté, y ella me dijo que por supuesto que no, que papá era todo un caballero.

Un patio tras otro, entonces, los coches viejos, las bombas, perros, vistas de graneros grises y cobertizos desmoronados y molinos de viento que no giran. Si los hombres están trabajando en los campos, son campos que no alcanzamos a ver. Los niños están lejos, siguiendo el cauce seco de los arroyos o buscando moras, o tal vez escondidos dentro de la casa, espiándonos a través de las rendijas de las persianas. El asiento del coche resbala con nuestro sudor. Desafío a mi hermano a tocar el claxon, porque, aunque a mí me gustaría hacerlo, no quiero cargar con las culpas. No se deja engañar. Jugamos al veo veo, pero no hay demasiados colores donde elegir. Gris para los graneros y los cobertizos y los excusados y las casas; marrón para el patio y los campos; negro o marrón para los perros. Los coches herrumbrosos tienen manchas variopintas, en las que intento distinguir el morado o el verde; observo también las puertas en busca de pintura antigua descascarillada, granate o amarilla. No podemos jugar con las letras, que sería mejor, porque mi hermano es demasiado pequeño para saberlas. El juego se desintegra de todos modos. Me acusa de hacer trampas con los colores, y dice que le toca otra vez.

En una casa no se abre ninguna puerta, aunque el coche está en el patio. Mi padre llama y silba.

—¡Buenas, buenas! ¡El hombre de la Walker Brothers! —grita, pero no contesta nadie por ningún lado.

Es una casa sin porche, solo hay un peldaño inclinado de cemento donde está mi padre. Se da la vuelta, buscando el corral, el pajar que debe de estar vacío porque por el otro lado se ve el cielo, y finalmente se agacha a recoger sus maletas. Justo entonces se abre una ventana del piso de arriba y alguien vacía un orinal blanco por la pared de la fachada. La ventana no está justo encima de la cabeza de mi padre, así que solo le salpica un poco. Recoge las maletas sin una prisa particular y camina, sin silbar, hasta el coche.

—¿Sabes lo que era eso? —le digo a mi hermano—. Pis.

Él se ríe sin parar.

Mi padre lía un cigarrillo y lo enciende antes de poner el coche en marcha. La ventana se ha cerrado de golpe, han bajado la persiana, no llegamos a ver una mano ni una cara.

—¡Pis, pis! —repite mi hermano, maravillado—. ¡Alguien ha tirado pis!

—No se lo contéis a vuestra madre —dice mi padre—. No creo que le vea la gracia.

—¿Sale en tu canción? —quiere saber mi hermano.

Mi padre dice que no, pero mirará cómo encajarlo.

Al cabo de un rato me doy cuenta de que ya no nos desviamos por ningún camino, aunque me da la sensación de que no nos dirigimos a casa.

—¿Por aquí se va a Sunshine? —le pregunto a mi padre.

—No, señorita, no es por aquí —me contesta.

—¿Todavía estamos en tu ruta?

Niega con la cabeza.

—Vamos rápido —se entusiasma mi hermano, y de hecho vamos botando en los baches de los charcos secos de manera que los frascos de las maletas entrechocan y borbotean alentadoramente.

Otro camino particular, una casa, también sin pintar, de una madera reseca que al sol parece de plata.

—Pensaba que ya no estábamos en tu ruta.

—Y así es.

—Entonces ¿para qué hemos venido aquí?

—Ya lo verás.

Delante de la casa hay una mujer regordeta recogiendo la colada, tendida a secar y a blanquearse sobre la hierba. Cuando el coche se detiene, lo mira fijamente un momento, se agacha a recoger un par de toallas más para añadir a la pila que tiene bajo el brazo y viene hacia nosotros; con una voz impasible, ni cordial ni antipática, dice:

—¿Se ha perdido?

Mi padre se toma su tiempo para apearse del coche.

—Creo que no —contesta—. Soy el hombre de la Walker Brothers.

—George Golley es nuestro hombre de la Walker Brothers —replica la mujer—, y estuvo aquí no hace ni una semana. ¡Oh, Dios mío de mi vida! —exclama de pronto—, eres tú.

—Por lo menos lo era la última vez que me miré en el espejo —dice mi padre.

La mujer recoge todas las toallas que tiene delante y abraza la ropa con fuerza, apretándola contra el vientre, como si le doliera.

—De toda la gente que jamás se me habría ocurrido que iba a ver. Y mira que decirme que eras el hombre de la Walker Brothers.

—Lo siento si tenías ganas de ver a George Golley —dice mi padre con humildad.

—Y mírame, estaba a punto de limpiar el gallinero. Pensarás que es solo una excusa, pero es la verdad. No creas que voy todos los días con esta facha. —Lleva puesto un gorro campestre de paja, por el que los destellos del sol se cuelan salpicándole la cara, un blusón ancho y sucio estampado, y zapatillas de correr—. ¿Quiénes son esos del coche, Ben? ¿No serán tuyos?

—Caramba, pues creo y espero que sí —contesta mi padre, y le dice nuestros nombres y edades—. Vamos, podéis bajar. Esta es Nora, la señorita Cronin. Nora, más vale que aún seas señorita, ¿o tienes a un marido escondido en el leñero?

—Si tuviera marido, no es ahí donde lo guardaría, Ben. —Ambos se echan a reír, la risa de ella abrupta y un poco airada—. Pensarás que, además de ir vestida como un vagabundo, no tengo modales —dice—. Vamos dentro, a la sombra. En la casa se está fresco.

Cruzamos el patio («Perdonad que os haga entrar por aquí, pero creo que la puerta principal no se ha abierto desde el funeral de papá, y temo que se caigan los goznes»), subimos los escalones del porche y entramos en la cocina, que realmente es fresca, de techo alto, las persianas por supuesto bajadas, una estancia sencilla, limpia, con mucho trote y un suelo de linóleo encerado, macetas de geranios, una tinaja y un cazo para beber, una mesa redonda con un hule bien restregado. A pesar de la limpieza, de las superficies fregadas y secas, se nota un tufillo acre; quizá sea del trapo o el cazo de hojalata o el hule, o quizá de la anciana, porque hay una anciana sentada en una mecedora debajo de la repisa del reloj. Vuelve ligeramente la cabeza hacia nosotros.

—¿Nora? —dice—. ¿Tenemos compañía?

—Ciega —le aclara rápidamente Nora a mi padre. Luego contesta—: No vas a adivinar quién es, mamá. A ver si reconoces su voz.

Mi padre se pone delante de ella y se agacha y dice esperanzado:

—Buenas tardes, señora Cronin.

—Ben Jordan —dice la anciana sin asomo de sorpresa—. Llevabas una eternidad sin venir por aquí. ¿Has estado fuera del país?

Mi padre y Nora se miran.

—Está casado, mamá —dice Nora de buen humor y agresivamente—. Casado y con dos niños, que están aquí.

Nos empuja hacia delante, nos hace tocar la mano seca y fría de la anciana, mientras dice el nombre de cada uno. ¡Ciega! Es la primera persona ciega que he visto de cerca. Tiene los ojos cerrados, los párpados muy hundidos, sin que se advierta la forma de la bola del ojo, solo las cuencas. De una de ellas sale una gota plateada, una medicina o una lágrima milagrosa.

—Deja que me ponga un vestido decente —dice Nora—. Habla con mamá, es un gusto para ella. Casi no vemos a nadie, ¿verdad, mamá?

—No muchos se aclaran con esta carretera —dice la anciana con un tono apacible—. Y de los que solía haber por aquí, nuestros vecinos, varios se han ido.

—Es así en todas partes —dice mi padre.

—¿Dónde está tu mujer, pues?

—En casa. No es muy amiga del calor, le pone mal cuerpo.

—Bueno. —Esa es una costumbre de la gente del campo, de la gente mayor, decir «bueno» cuando quieren decir «¡qué cosas!» con un poco más de educación y tacto.

Cuando vuelve a aparecer —bajando ruidosamente las escaleras del pasillo con unos tacones cubanos— el vestido de Nora es floreado, y más vistoso que cualquier ropa de mi madre, verde y amarillo sobre un fondo marrón, una especie de crespón fino y vaporoso, que le deja los brazos desnudos. Sus brazos son recios, y cada centímetro de piel que se le ve está cubierto de unas pequitas oscuras como las del sarampión. Tiene el pelo corto, moreno, grueso y rizado; los dientes, muy blancos y fuertes.

—No sabía que existieran las amapolas verdes, primera noticia —dice mi padre, mirando el vestido.

—Te sorprendería cuántas cosas no sabes. —Nora exhala un perfume a colonia con cada movimiento y despliega un cambio en la voz a juego con el vestido, algo más social y juvenil—. No son amapolas, de todos modos: son flores, sin más. Ve a la bomba a por un poco de agua bien fría, y les prepararé a estos niños un refresco.

Baja del armario un frasco de sirope de naranja Walker Brothers.

—¡Mira que decirme que eras el hombre de la Walker Brothers!

—Es la verdad, Nora. Ve y mira las maletas de muestrario que llevo en el coche si no me crees. Tengo la ruta justo al sur de aquí.

—¿Walker Brothers? ¡No me digas! ¿Estás vendiendo para la Walker Brothers?

—Sí, señora.

—Teníamos entendido que te dedicabas a criar zorros cerca de Dungannon.

—A eso me dedicaba, pero digamos que no me acompañó la suerte en ese negocio.

—Entonces ¿dónde vivís? ¿Cuánto tiempo llevas de vendedor?

—Nos mudamos a Tuppertown. Llevo con esto, ah… dos o tres meses. Da para mantenernos a flote. Con el agua al cuello, pero aguantando.

Nora se ríe.

—Bueno, considérate afortunado por tener trabajo. El marido de Isabel en Brantford estuvo mano sobre mano una eternidad. Ya me estaba temiendo que, si no encontraba pronto algo, iban a aterrizar todos aquí y me iba a tocar darles de comer, y te aseguro que no tenía ningunas ganas. Apenas me llega para salir adelante con mamá.

—Isabel se casó —dice mi padre—. ¿Muriel se casó también?

—No, está de maestra en una escuela en el oeste. Hace cinco años que no viene a casa. Supongo que tiene mejores cosas que hacer con sus vacaciones. Yo las tendría, en su lugar. —Saca unas instantáneas del cajón de la mesa y empieza a enseñárselas—. Este es el hijo mayor de Isabel, cuando empezó el colegio. Esa es la chiquitina sentada en su carricoche. Isabel y su marido. Muriel. La que está con ella es su compañera de piso. Ese es un tipo con el que salió, y su coche. Trabajaba en un banco por allá. Esa es su escuela, tiene ocho aulas. Ella da clase en quinto curso.

Mi padre niega con la cabeza.

—Solo puedo pensar en ella de colegiala, tan tímida que cuando a veces la recogía en la carretera, de camino a buscarte, no me articulaba una sola palabra, ni siquiera para decirme que sí hacía un buen día.

—Ya lo superó.

—¿De quién estáis hablando? —pregunta la anciana.

—De Muriel. Digo que ya ha superado la timidez.

—Estuvo aquí el verano pasado.

—No, mamá, la que vino fue Isabel. Isabel vino con su familia el verano pasado. Muriel está en el oeste.

—Me refería a Isabel.

Poco después la anciana se queda dormida, con la cabeza ladeada, la boca abierta.

—Perdona sus modales —dice Nora—. Es la edad.

La tapa con una mantita de crochet y dice que podemos ir todos al salón de delante, donde no la molestaremos con nuestra charla.

—Vosotros dos —dice mi padre—, ¿queréis ir fuera a divertiros?

A divertirnos ¿cómo? De todos modos, quiero quedarme. El salón es más interesante que la cocina, aunque más desnudo. Hay un gramófono y un armonio y una imagen en la pared de María, la madre de Jesús (eso lo sé), en vivos tonos azules y rosados con una franja de haces de luces alrededor de la cabeza. Sé que esas imágenes solo se encuentran en las casas de los católicos, así que Nora debe de serlo. Hasta ahora no conocíamos a ningún católico, al menos no tanto como para ir de visita. Pienso en lo que mi abuela y mi tía Tena, en Dungannon, solían decir para indicar que alguien era católico. «Fulano de tal cava con el pie equivocado», decían. «Esa mujer cava con el pie equivocado». Eso dirían de Nora.

Nora coge una botella medio llena de encima del armonio y sirve un trago en los dos vasos de refresco de naranja que mi padre y ella se han tomado.

—¿La tienes por si caes enferma? —pregunta mi padre.

—Qué va —dice Nora—. Nunca me pongo enferma. La tengo porque me da la gana. Una botella me dura bastante, de todos modos, porque no me gusta beber sola. ¡Salud!

Ella y mi padre beben y sé lo que es. Whisky. Una de las cosas que mi madre me ha contado en nuestras charlas es que mi padre nunca bebe whisky. Pero veo que sí. Bebe whisky y habla de personas a las que nunca he oído nombrar. Sin embargo, al cabo de un rato menciona un suceso conocido. Habla del orinal que han vaciado desde la ventana.

—Imagíname ahí —dice—, pregonando mi más campechano «Eh, señora, aquí está su hombre de la Walker Brothers, ¿hay alguien en casa?».

Se imita a sí mismo pregonando, sonriendo absurdamente, esperando, mirando hacia arriba entusiasmado, y entonces…, oh, recula, se cubre la cabeza con los brazos, con cara suplicante (y eso que yo estaba mirando y sé que no lo hizo), y Nora se ríe casi tanto como mi hermano en aquel instante.

—¡No es verdad! ¡No hay ni una palabra de verdad!

—Y tanto que sí, señora. Tenemos nuestros héroes en las filas de la Walker Brothers. Me alegro de que te parezca gracioso —dice con un aire sombrío.

—Canta la canción —le pido tímidamente.

—¿Qué canción? ¿Te has convertido en cantante, encima?

Avergonzado, mi padre dice:

—Bah, es solo una canción que me inventé mientras iba al volante, me distrae inventar rimas.

Pero después de que se lo pida, la canta, mirando a Nora con una expresión chistosa, compungida, y ella se ríe tanto que por momentos mi padre tiene que parar y esperar a que se le pase la risa para seguir cantando, porque a él también le hace reír. Entonces suelta varios trucos de su discurso de vendedor. Cuando se ríe, Nora se aprieta los enormes pechos entre los brazos cruzados.

—Estás loco —dice—. Loco de remate.

Ve a mi hermano observando su gramófono y se levanta de un salto y se acerca a él.

—Aquí estamos nosotros divirtiéndonos y te tenemos olvidado, ¡qué horror! —dice—. Quieres que ponga un disco, ¿a que sí? ¿Quieres oír un disco bonito? ¿Sabes bailar? Apuesto a que tu hermana sí sabe, ¿o no?

Digo que no.

—¡Una chica tan mayor y tan guapa como tú y no sabes bailar! —dice Nora—. Ya es hora de que aprendas. Apuesto a que serías una estupenda bailarina. Mira, voy a poner una canción que bailaba de joven, e incluso tu papá la bailaba, en sus tiempos mozos. No sabías que tu papá era un bailarín, ¿eh? ¡Bueno, es que tu papá es un hombre de talento!

Baja la tapa y de improviso me agarra por la cintura, me coge la mano y empieza a hacerme andar hacia atrás.

—Así es como se hace, ahora, así es como bailan. Sígueme. Este pie, mira. Uno, un-dos. Uno, un-dos. Muy bien, estupendo, ¡no te mires los pies! Sígueme, así, ¿ves qué fácil? ¡Vas a ser una bailarina estupenda! Uno, un-dos. Uno, un-dos. ¡Ben, mira cómo baila tu hija!

Whispering while you cuddle near me.
Whispering where no one can hear me…

Girando sin parar alrededor del suelo de linóleo: yo, orgullosa, concentrada; Nora, riéndose y moviéndose, boyante, envolviéndome en su extraña alegría, su olor a whisky, a colonia y a sudor. Bajo los brazos tiene el vestido empapado, y se le forman gotitas de transpiración en el labio superior, colgadas en el vello fino del bozo. Me da vueltas delante de mi padre, haciéndome tropezar, porque no soy ni mucho menos una aprendiz precoz como ella finge, y me suelta, sin aliento.

—Baila conmigo, Ben.

—Soy el peor bailarín del mundo, Nora, ya lo sabes.

—Nunca pensé que lo fueras, desde luego.

—Ahora lo pensarías.

Se queda de pie frente de él, invitándolo con los brazos, con sus pechos, que hace un momento me incomodaban por su calidez y su magnitud, que suben y bajan bajo su vestido suelto floreado, y la cara radiante con el ejercicio y el entusiasmo.

—Ben.

Mi padre deja caer la cabeza y dice en voz baja:

—Yo no, Nora.

Así que a ella no le queda más remedio que ir a quitar el disco.

—Puedo beber sola, pero sola no sé bailar —dice—. A menos que esté mucho más loca de lo que creo que estoy.

—Nora —sonríe mi padre—. Tú no estás loca.

—Quedaos a cenar.

—Oh, no. Ni se me ocurriría ponerte en ese apuro.

—No es ningún apuro. Me encantaría.

—Y su madre se preocuparía. Pensaría que hemos volcado en una cuneta.

—Ah, vaya. Sí.

—Ya te hemos robado mucho tiempo.

—Tiempo —dice Nora con amargura—. ¿Volverás alguna vez?

—Si puedo, sí —dice mi padre.

—Trae a los niños. Tráete a tu mujer.

—Sí, lo haré —dice mi padre—. Si puedo, lo haré.

Cuando nos acompaña hasta el coche, él dice:

—Ven tú también a vernos, Nora. Estamos justo en Grove Street, a mano izquierda según entras, o sea, en dirección norte, y dos puertas a este lado, el lado este, de Baker Street.

Nora no repite las indicaciones. Se queda junto al coche con su vestido suave y llamativo. Toca el guardabarros cubierto de polvo y deja una huella ininteligible.

En el camino de vuelta a casa mi padre no compra helado ni refrescos, pero entra en un almacén en medio del campo a por un paquete de regaliz, que comparte con nosotros. «Esa mujer cava con el pie equivocado», pienso, y las palabras me parecen tristes como nunca antes, oscuras, perversas. Mi padre no me dice que no mencione nada en casa, pero sé, solo por su aire meditabundo y pausado cuando nos pasa el regaliz, que hay cosas que no deben mencionarse. El whisky, tal vez el baile. Por mi hermano ningún problema, no se entera. A lo sumo quizá se acuerde de la anciana ciega, de la imagen de la Virgen María.

—Canta —le pide mi hermano a mi padre.

—No sé —contesta él, muy serio—, parece que acabo de quedarme sin canciones. Mira la carretera y avísame si ves algún conejo.

De modo que mi padre conduce y mi hermano mira la carretera en busca de conejos, y yo siento que la vida de mi padre se escapa de nuestro coche mientras cae la tarde, oscura y extraña, como un paisaje sobre el que pesara un hechizo, y que mientras lo miras parece amable, corriente y familiar, pero apenas te das la vuelta se transforma en algo que nunca conocerás, con toda clase de inclemencias y distancias que no alcanzas a imaginar.

Según nos acercamos a Tuppertown, el cielo va cubriéndose ligeramente de nubes, como siempre, como casi siempre, en los anocheceres de verano junto al lago.

Fin

Alice Munro. La laureada escritora canadiense Alice Munro, una autora que ha dejado una huella indeleble en la literatura contemporánea, es aclamada por su habilidad única para capturar la profundidad de la vida cotidiana en sus relatos. Nacida en Wingham, Ontario, en 1931, Munro se erige como un faro literario, merecidamente galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2013.

Con una narrativa magistralmente sencilla pero rica en emociones subyacentes, Munro transforma lo mundano en una exploración fascinante de las complejidades humanas. Sus cuentos, a menudo ambientados en escenarios rurales y pequeñas comunidades, revelan un profundo entendimiento de la psicología humana y las tensiones que yacen bajo la superficie. Su enfoque en personajes femeninos, sus anhelos y luchas, añade un matiz distintivo a su trabajo, resonando con un público amplio.

A lo largo de su prolífica carrera, Munro ha publicado numerosas colecciones de relatos, como "Secretos a voces", "El progreso del amor" y "Demasiada felicidad". Su prosa meticulosa y sus tramas intrincadas exploran temas universales como el amor, la pérdida, la memoria y la autodescubrimiento. Sus historias a menudo poseen un final enigmático, incitando a la reflexión y dejando a los lectores sumidos en pensamientos profundos.

Munro es una maestra de la economía narrativa, destilando complejas emociones en frases precisas. Su enfoque en la vida ordinaria, pero llena de matices, brinda autenticidad a sus relatos, resonando en un nivel personal con los lectores. Su habilidad para capturar momentos fugaces de revelación y transformación ha establecido un estándar que pocos pueden igualar.

En resumen, Alice Munro trasciende la etiqueta de "escritora de cuentos" para convertirse en una observadora de la condición humana. Su estilo distintivo y su profundidad emocional la han consagrado como una de las voces literarias más influyentes de nuestro tiempo. Munro, con su poder para tejer complejidad en las fibras de lo común, ha dejado una marca perdurable en el tejido de la literatura contemporánea.