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El traidor

Reunión en Cuba, por Jules Pascin

Reunión en Cuba, por Jules Pascin

Hablaré rápido y mal. Así que no se haga ilusiones con su aparatico. No piense que le va a sacar mucho partido a lo que yo diga, y después coserlo aquí y allá, ponerle esto o lo otro, hacer un mamotreto, o que sé yo, y hacerse famoso a mis costillas… Aunque no sé, a lo mejor si hablo mal la cosa sea aún mejor para usted. Puede gustar más. Puede usted explotarlo mejor. Pues usted, ya lo veo, es el diablo. Pero ya que está aquí, y con esos andariveles, hablaré. Poco. Nada casi. Sólo para demostrarle que sin nosotros ustedes no son nada. El cenicero está ahí, encima del lavabo, cójalo si quiere… Mucho aparato, mucha camisa limpia —¿es seda?, ¿ahora ya hay seda?—, pero tiene usted que quedarse ahí, de pie, o sentarse en esa silla sin fondo —sí, ya sé que están vendiendo fondos— y preguntarme.

¿Qué sabe usted de él? Qué sabe nadie… Ahora que Fidel Castro se cayó, lo tumbaron o se cansó, todo el mundo habla, todo el mundo puede hablar. El sistema ha cambiado otra vez. Ah, ahora todo el mundo es héroe. Ahora todo el mundo resulta que estaba en contra. Pero entonces, cuando en cada esquina había un Comité de Vigilancia: algo que observaba noche y día las puertas de cada casa, las ventanas, las tapias, las luces, y todos nuestros movimientos, y todas nuestras palabras, y todos nuestros silencios, y lo que oíamos por la radio, y lo que no oíamos, y quiénes eran nuestras amistades, y quiénes eran nuestros enemigos, y cuál era nuestra vida sexual, y nuestra correspondencia, y nuestras enfermedades, y nuestras ilusiones… También todo eso era chequeado. Ah, ya veo que no me cree. Soy vieja. Piense de ese modo, si quiere. Soy vieja, deliro. Piense así. Es mejor. Ahora se puede pensar —no me entiende—. ¿Es que no comprende que entonces no se podía pensar? Pero ahora sí, ¿verdad? Sí. Y eso sería ya un motivo de preocupación, si es que algo aún me pudiese preocupar. Si se puede pensar en voz alta, es que no hay nada que decir. Pero, óigame, ellos están ahí. Ellos lo han envenenado todo y están por ahí. Y ya cualquier cosa que se haga será a causa de ellos, en su contra o en su favor —ahora no— pero por ellos… ¿Qué digo. qué estoy diciendo? ¿Es cierto que puedo decir lo que me da la gana? ¿Es verdad? Dígamelo. Al principio me parecía mentira. Ahora tampoco lo creo. Cambian los tiempos. Oigo hablar otra vez de libertad. A gritos. Eso es malo. Cuando se grita de ese modo: «¡Libertad!», generalmente lo que se desea es lo contrario. Yo sé. Yo vi… Por algo ha venido usted, me ha localizado, y está aquí, con ese aparato.

Funciona, ¿verdad? Mire que no voy a repetir. Ya sobrará por ahí quien invente… Ahora vienen los testimonios, claro, todo el mundo cuenta, todo el mundo alborota, todo el mundo chilla, todo el mundo era, qué bonito, contrario a la tiranía. Y no lo dudo. Ah, pero entonces, ¿quién no lucía un distintivo político, acuñado lógicamente por el régimen? Averigüelo bien, su padre ¿acaso no fue miliciano?, ¿acaso no fue al trabajo voluntario? Voluntario, ésa era la palabra. Yo misma, cuando el derrocamiento de Castro, estuve a punto de ser fusilada por castrista. Qué horror. Me salvaron las cartas que le había enviado a mi hermana en el exilio. ¿Y si no hubiesen existido esas cartas?… Rápido me las tuvo que enviar, si no me pelan… Yo, que no he vuelto a salir a la calle, porque algo (mucho) de aquello se ha quedado en el tiempo. Y no quiero olerlo. Yo… Así que me pide usted que hable, que aporte, que coopere —perdón, sé que ese lenguaje no es de esta época— con lo que sepa, pues pretende hacer un libro o algo por el estilo, con una de las víctimas. Una víctima doble, tendrá que decir. O triple. O mejor, una víctima víctima. O mejor, una víctima víctima de las víctimas. En fin, arregle eso. Ponga lo que se le ocurra. No es necesario que yo lo revise. No quiero revisar nada. Aprovecho, sin embargo, esta libertad de «expresión» —¿aún se dice así?— para decirle que es usted una riñosa. Auras les decían. ¿Las han eliminado a todas? ¿Ya no son necesarias? Qué pájaros: se alimentaban de la carroña, de los cadáveres, y después se elevaban hasta el mismo cielo. ¿Y cuál fue la causa de que los exterminaran? ¿Higienizaban la Isla bajo todos los regímenes? Cómo engullían… Tal vez murieron envenenados al comerse los cadáveres de los criminales ajusticiados (ajusticiados, ¿ésa es aún la palabra?) por ustedes… Pero, oiga, acerque más el aparato. Pronto, que estoy apurada, vieja y cansada, y para serle franca, también estoy envenenada… Antes ese aparato (¿funciona?) tenía mucho uso, aunque la gente, generalmente, no sabía cuándo ellos lo estaban utilizando… Usted me explica lo que va a hacer y para qué ha venido. Hablamos. Y nadie en la esquina vigila, ¿verdad? Y no me registrarán la casa luego que usted se haya marchado, ¿verdad? De todos modos, qué puedo yo esconder ya. Y puedo decir si estoy en contra o a favor, ¿es cierto? Puedo ahora mismo hablar si quiero contra el gobierno, ¿y nada pasaría?… Es posible. ¿Es posible?… Sí, todo es así. Ahí, en la esquina, hoy vendieron cerveza. Hubo ruido. Música, le dicen. La gente ya no se ve tan desgreñada, ni tan furiosa. Los árboles ya no sostienen consignas. Se pasea, lo veo, se puede ser auténticamente triste, con tristeza propia, quiero decir. Se come, se aspira, se sueña (¿se sueña?), se ven telas brillantes. Pero yo no creo, ya se lo dije. Yo estoy envenenada. Yo vi… Pero, en fin, debemos ir al grano, que es lo que a usted le interesa. Ya no se puede perder tiempo. Ahora se trabaja, ¿verdad? Antes, lo importante era aparentarlo. Se aspira… La historia es simple. Ya lo digo. Pero de todos modos, esas cosas usted no las va a entender. Ni nadie ya casi. Ésas son cosas que no se pueden comprender si no se han padecido, como casi todo… Escribió varios libros que deben andar por ahí. O no. Quizás al principio del aniquilamiento del sistema los quemaron. Entonces, muy al principio, claro, se hacían esas cosas. Vicios heredados. Trabajo ha costado, bien lo sé, superar esas «tendencias» —¿así se las llama todavía?—. Todos esos libros, usted lo sabe, hablaban bien del sistema derrocado. Y sin embargo, todo eso es mentira… Había que ir al campo, y él iba. Nadie sabía que, cuando más furiosamente trabajaba, no lo hacía por adhesión al sistema, sino por odio. Había que ver con qué pasión escarbaba la tierra, cómo sembraba, desyerbaba, guataqueaba. Ésos, entonces, eran méritos grandes. ¡Jesús!, y con qué odio lo hacía todo, con qué odio cooperaba con todo. Cómo aborrecía todo aquello… Lo hicieron —se hizo— «joven ejemplar», «obrero de avanzada», se le entregó el «gallardete». Había que hacer una guardia extra, él la hacía; había que irse a la zafra, él se iba. En el servicio militar, ¿a qué podía negarse?, si todo era oficial, patriótico, revolucionario, es decir, inexcusable. Y fuera del servicio militar todo era también un servicio obligatorio. Con el agravante de que entonces ya no era un muchacho. Era un hombre y tenía que vivir; es decir, necesitaba un cuarto, una olla de presión, por ejemplo, un pantalón, por ejemplo. ¿No me creería si le digo que la entrega, la autorización para comprar una camisa, revestía un privilegio político? Ya veo que no me cree. Qué le vamos a hacer. Ojalá siempre pueda ser usted ser así… Como odiaba tanto al sistema, se limitó a hablar poco; y como no hablaba, no se contradecía, como los otros, que lo que decían hoy, mañana tenían que rectificarlo o negarlo —problemas de la dialéctica, se decía—. Y en fin, como no se contradecía, se convirtió en un hombre de confianza, de respeto. En las asambleas semanales jamás interrumpía. Había que ver qué expresión de asentimiento lucía mientras navegaba, viajaba, soñaba que estaba en otro sitio, en «tierras enemigas» (como ellos decían), y que regresaba en un avión, con una bomba; y allí mismo, en la asamblea, en la plaza repleta de esclavos, donde tantas veces él, ominosamente, había también asistido y aplaudido, la dejaba caer… Así que, «por su disciplina y observancia en los Círculos de Estudios» (así se llamaba a las clases obligatorias de adoctrinamiento político), se le entregó otro diploma. A la hora de leer el Granma (aún recuerdo ese título), él era el primero, no porque le atrajera, sino porque su aborrecimiento a ese diario era tal que para salir rápido de él (como de todo lo que se detesta) lo hacía inmediatamente. Al levantar la mano para donar esto, aquello, lo otro —todo lo donábamos públicamente—, cómo se reía por dentro de sí mismo; cómo, por dentro, reventaba… Cuatro o cinco horas extras siempre hacía, voluntarias —pero si no las hubieses hecho, ¡habrías visto!—. En la guardia obligatoria, con el fusil al hombro, paseándose por el edificio que el régimen anterior había construido —custodiando su infierno—, cuántas veces no pensó en volarse los sesos gritando: «Abajo Castro», o algo por el estilo…

Pero la vida es otra cosa. La gente es otra. ¿Sabe usted lo que es el miedo? ¿Sabe usted lo que es el odio? ¿Sabe usted lo que es la esperanza? ¿Sabe usted lo que es la impotencia?… Cuídese, no confíe, no confíe. Ni siquiera ahora, ahora menos. Ahora que todo ofrece confianza es el momento oportuno para desconfiar. Después será demasiado tarde. Después tendrá que obedecer. Es usted joven, no sabe nada. Pero su padre, sin duda, fue miliciano; su padre, sin duda… No participe en nada, váyase —¿se puede ir uno ahora?—. Es increíble. Irse… «Si pudiera irme», me decía él, me lo susurraba, luego de haber llegado de una jornada infinita; luego de haber estado tres horas aplaudiendo, «si pudiera irme, si pudiera, a nado, otra cosa es ya imposible, remontar este infierno y perderme…» Y yo: Cálmate, cálmate, bien sabes que es imposible, pedazos de uñas traen los pescadores. Hay orden de disparar en alta mar a bocajarro, aunque te entregues. Mira esos focos… Y él mismo tenía a veces que cuidar de los focos, de las armas, limpiarlas, darles brillo, celar los objetos de su sometimiento. Y con cuánta disciplina lo hacía, con cuánta pasión, diríase que trataba de que su autenticidad no sobresaliese por sobre sus actos. Y regresaba fatigado, sucio, lleno de palmaditas y condecoraciones… «Ah, si tuviera una bomba», me decía entonces —me susurraba, mejor dicho—: «ya hubiese volado con todo esto. Una bomba potente que no dejase nada. Nada. Ni a mí mismo». Y yo: Cálmate, por Dios, espera, no hables más, te pueden oír, no lo eches a perder todo con tu furia… Disciplinado, atento, trabajador, discreto, sencillo, normal, natural, absolutamente natural, adaptado precisamente por ser todo lo contrario, cómo no lo iban a hacer miembro del Partido.

¿Qué tarea no realizaba? Y rápido. ¿Qué crítica no aceptaba humildemente?… Y aquel odio tan grande por dentro, aquel sentirse vejado, aniquilado, sepultado, y nada poder decir, sino aceptar calladamente, ¡qué calladamente!, ¡entusiastamente!, para no ser aún más vejado, más aniquilado, absolutamente fulminado. Para poder, quizás un día, ser uno, vengarse: hablar, actuar, vivir… Ah, cómo lloraba, muy bajito, por las noches, en su cuarto, ahí, en ese que está al lado, a esta mano. Lloraba de furia y de odio. Jamás podré enumerar, aunque viva sólo para eso, las injurias que pronunciaba contra el régimen. «No puedo más, no puedo más», me decía. Y era la verdad. Abrazado a mí, abrazado a mí, que era también joven, éramos jóvenes, así como usted; aunque no sé, a lo mejor usted ya no es tan joven: ahora todo el mundo está tan bien alimentado… Abrazado a mí me decía: «No voy a poder más, no voy a poder más. Voy a gritar todo mi odio. Voy a gritar la verdad», me susurraba ahogado. Y yo, ¿qué hacía yo? Yo lo calmaba. Le decía: ¿Estás loco? —y le ajustaba las insignias—. Si lo haces te van a fusilar. Aparenta, como lo hace todo el mundo. Aparenta más que el otro, así te burlas de él Cálmate, no digas barbaridades… Siguió cumpliendo con sus tareas, siendo solamente él a veces, por las noches, sólo un rato, cuando venía a mí, a desahogarse. Nunca, ni siquiera ahora que se tiene la benevolencia y el estímulo oficiales, escuché a una persona hablar tan mal de aquel sistema. Él, como estaba dentro del mismo, conocía todo el aparato, sus atrocidades más sutiles… Por el día volvía enfurecido y silencioso a la guardia, a la asamblea, al campo, a la mano levantada. Se llenó de «méritos»… Fue entonces cuando el Partido le orientó —no sabe usted lo que significaba ese verbo en aquella época— que escribiese una serie de biografías de sus más altos dirigentes. Hazlo, le decía yo, o todo lo que hasta ahora has conseguido se pierde. Sería el fin… Se hizo famoso —lo hicieron famoso—. Se mudó de aquí, le dieron una casa amplia. Se casó con la mujer que se le orientó. Yo tenía una hermana en el exilio… Venía, sin embargo, a visitarme —con mucha cautela—, sus libros bajo el brazo. Me los entregaba y me decía la verdad: todos eran monstruos… ¿Eran? o ¿éramos?… ¿Qué cree usted? ¿Ha averiguado algo sobre su padre? ¿Sabe algo más? ¿Por qué escogió para su trabajo precisamente a este personaje tan turbio? ¿Quién es usted? ¿Por qué me mira de esa manera? ¿Quién era su padre?… Su padre. «En la primera oportunidad que tenga, me asilaré», me decía, «sé que la vigilancia es mucha, que prácticamente es imposible quedarse, que son muchos los espías, los criminales dispersos; que aun después, en el exilio, seré asesinado. Pero antes hablaré. Antes diré al fin lo que siento, la verdad»… Cálmate, cállate, le decía yo —y ya no éramos tan jóvenes—, no vayas a hacer una locura. Y él: «¿Es que crees que puedo pasarme toda una vida representando? ¿Es que no te das cuenta de que a fuerza de tanto traicionarme voy a dejar de ser yo mismo? ¿Es que no ves que ya soy una sombra, un fantoche, un actor que no desciende nunca del escenario donde representa además un papel sucio?» Y yo: Espera, espera. Yo, comprendiendo, llorando también con él, odiando tanto o más que él —soy, o era, mujer—, aparentando como todo el mundo, secretamente conspirando con el pensamiento, con el alma, y suplicando que esperara, que esperara. Y supo esperar. Hasta que llegó el momento.

El momento en que fue derrocado el régimen. Y él, procesado y condenado como agente directo de la tiranía castrista (todas las pruebas estaban en su contra) a la pena máxima por fusilamiento. Entonces, de pie ante el pelotón libertario que lo fusilaría gritó: «¡Abajo Castro! ¡Abajo la tiranía! ¡Viva la Libertad!»… Hasta que la descarga cerrada lo enmudeció, estuvo repitiendo aquellos gritos. Gritos que la prensa y el mundo calificaron de «cobarde cinismo». Pero que yo, escríbalo ahí por si no funciona el aparatico, puedo asegurarle que fue lo único auténtico que dijo su padre en voz alta durante toda su vida.

Fin

Libros

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