El sonámbulo

Dreams. Foto por Alex Knight en Unsplash
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Rodríguez descubrió su vocación el día en que lo trasladaron para el Servicio Secreto. Había trabajado en distintos departamentos y todos estuvieron satisfechos con su labor. No había quejas. Siempre cumplía las ór­denes tal como se las daban. Y por eso ascendió hasta segundo teniente. Y aunque nunca había sido oficial de inteligencia, en el fondo todos los hombres cabían den­tro del juego de policías y bandidos, un juego que du­rante años hizo correr a los muchachos entre los patios del vecindario v más allá. Pero como le sucedía de mu­chacho, volvieron a darle pesadillas en las noches, y no se preocupaba. No se preocupaba a pesar de que su mujer le decía que fuera al médico, y no iba al médico por falta de tiempo, porque estaba soñando despierto. Parecía un sueño de niño convertido en realidad. Ahora era algo así como un hombre misterioso. Como un ser que tenía una doble vida. La vida que se veía y la vida que se vivía pero no se comentaba, no se mencionaba nunca. Ni en la casa, ni con los amigos. Era una Sub-vida. Una vida misteriosa, clandestina, vivida pero no evocada. Era un trabajo incitante, pero no era como cuando Rodríguez estaba en el Departamento de Tránsito que le po­día contar a su mujer por qué le puso una multa a un conductor, o cuál de las luces era la que tenía mala el vehículo de un amigo suyo. 0 esas tonterías que cuentan los maridos a sus mujeres al regresar del trabajo. No. Rodríguez no podía darse el lujo. Porque en la puerta del Servicio de Inteligencia Militar había un letrero que decía: “Lo que usted ve u oye aquí no lo repita”.

Exactamente, Rodríguez. Tu otra vida es una vida que no existe. Que no existe como para que puedas de­cir en una reunión de amigos: “Ayer le caí a patadas en los cojones a un maldito comunista que no quería hablar”. Porque ya tú tienes pocos amigos. Y tienes po­cos amigos porque hace tiempo, es más… creo que des­de que te trasladaron tienes miedo. Mucho miedo. Mie­do de ir a meter la pata diciendo más de lo que debas o conversar sobre las cosas secretas del Departamento Secreto y entonces vayas tú a ir a caer preso sabiendo las cosas que hacen para que una gente hable cuando se cree que un preso sabe algo que les interesa y no quiere hablar. O en muchos casos resulta que el preso no sabe nada. No sabe nada a pesar de la obstinante preocupación de algún oficial que quiere demostrarle al preso que él sabe de lo que no sabe y entonces con el calar del cuarto de los interrogatorios va subiendo el encojonamiento del oficial hasta que… Quizá por eso es que te has alejado de; tus amigos y de tus parientes. Te has convertido en un hombre solo. Solo y miedoso. Solo y acechón. Acechón y curioso y averiguador de, vidas ajenas. Rodrí­guez, cualquiera no te conoce ahora. Cuando estabas en Tránsito eras otra persona. Has cambiado, Rodríguez. Ahora sólo tienes el misterio y el aire de persona que; anda al acecho. Es posible que tengas en la cabeza el nombre y la figura de mucha gente a quien andan buscando para investigar o también que cuando caminas por las calles y piensas en las personas a quienes has tenido que golpear en tu trabajo. Porque son cosas del trabajo. ¿eh Rodríguez? Yo no creo que a tí te gusta golpear a nadie. Pero no te lo he podido preguntar porque ya has abandonado a tus amigos y a tus familiares. Y nos has abandonado porque tienes temor. Y tienes temor porque sabes lo que se le hace a la gente que sabe cosas que interesan y no quiere hablar, con el miedo a decir cosas indebidas, a hablar de más. Así fueron surgiendo temores que se habían adormecido en tu interior. Quéséyo dónde. Pero fueron surgiendo de nuevo y de pronto me encontré teniendo temor a la oscuridad. A una puerta abierta, porque detrás podía haber alguna persona acechándome para darme una puñalada o esperando mi llegada para coserme a balazos y rellenarme de plomo has­ta convertirme en carne mechada. No, ¡qué va! Ahora todo ha cambiado. Pero a pesar del cambio estoy contento. Estoy contento porque estoy haciendo algo que me gusta. Y cuando un hombre trabaja en algo que le gusta rinde más. Quizá por eso es que estoy pagando con algunas corazonadas y ahora espero un ascenso. Todo eso está muy bien. El trabajo y las corazonadas y descubrir a tanto bandido que le hace daño a la sociedad. Como aquel muchacho cuya mamá decía que era casi un santo y se murió en mis manos sin querer hablar. Golpes, golpes, golpes, golpes y agua fría en la cabeza y golpes y despierta, y más golpes y los párpados que se le caen. “No lo deje, sargento, no lo deje que se duerma”. Y golpes y la mamá suplicando que su hijo era un santo. Un santo que, no quiere hablar, ¡carajo!, haciéndose el guapo. “Sargento, no le deje que se duerma. Golpes, agua fría y enciendan el foco grande y tráiganme el guebo de toro para darle una pela de calzón quitao a este bandido”, y luego viene la mamá a decir que él era ino­cente y que si lo teníamos preso aquí… Por eso es que uno tiene que alejarse hasta de los amigos, vecinos, fami­liares, de todo el mundo, no vaya a ser que se le zafe en una conversación que el maldito muchacho era un flojo, quiso jugar al que aguantaba y cuando le pusimos la mano se le ocurrió morirse al muy pendejo y luego la mamá que decía: “Teniente, que m’ijo es bueno”, y yo “Que no lo tenemos preso aquí, que nunca estuvo preso aquí”, aunque casi se murió en mis manos y la vieja lloraba co­mo una bendita. Al hijo había que darle una lección pe­ro no nos dejó; se murió el muchacho; se murió y no nos dijo nada a pesar de que, estábamos seguros de que él fue quien puso la bomba en el cine. Sólo hay una de dos: o cl muchacho era flojo o no sabía. Y finalmente, cuando mueren, uno nunca sabe en que paró la cosa, si sabía o si no sabía, aunque las investigaciones se lleven hasta las últimas consecuencias porque para eso tenemos que de­fender a la sociedad de tanto maleante y bandido que camina tranquilamente por la calle sin que nadie tenga idea de quiénes son. Para eso estamos nosotros, para evitar que los terroristas cometan sus fechorías. Por eso es que hay que ser duro a veces, y uno no quisiera, por­que siempre me, sigo acordando del muchacho del carajo y de la mamá y de sus lágrimas y de su angustia y de que; arrugaba el rostro regado por las lágrimas de la impotencia de su búsqueda, porque el muchacho no fue anotado en la lista de presos. Sabíamos que era un tipo peligroso y el capitán ordenó que no lo asentaran en el libro de in­greso de detenidos, por eso pudimos decir que el tipo no había estado preso. Y me acuerdo mucho de él porque se parecía a mi hijo. Tenía más o menos su edad y su ta­maño y su sonrisa. Lo recuerdo la mañana que me lo llevaron a la oficina y me encargaron del caso. Lo ví y sonreí, pensé “Un muchacho, un muchacho como Luis”. Pero luego leí el expediente y me; dí cuenta de que mi Luis y ese tipo no tenían nada en común porque éste era un político pone bombas a quien había que investigar para que dijera cuál era su partido o su grupo o su co­mando o su organización y quiénes lo formaban y dónde vivían… en fin, todo lo que se investiga para acabar con el terrorismo. Y el tipo se puso duro, durísimo, y por las buenas nada y por las malas tampoco. Y golpes y agua fría por la cabeza y chucho y coño y muchacho de mierda habla y él diciendo que no sabía nada, que nunca había puesto una bomba y casi se me murió en las ma­nos, aunque siempre le dije a su mamá que no lo había visto. Ahora lo que me preocupa, por lo que lo recuer­do es porque me han vuelto las pesadillas que había de­jado en la niñez.

Las pesadillas volvieron después que ingresé al Departamento Secreto y comencé, a tener temor de mis amigos y a alejarme ele personas que pudieran perjudicar mi carrera. La soledad y el exceso de trabajo y las pesadillas y las preocupaciones por los casos no resueltos. Todo eso y las pesadillas. De noche despierto sudado, con el corazón golpeándome en la boca. Así, simplemente, el corazón que se sale y la mente que ordena que no, que no se salga, que a qué se le tiene miedo, y la mano que busca el botoncito de la luz y la pared vacía y fría que no responde a la mano y la mujer que despierta de mal humor y los muchachos que protestan porque la mano encuentra el botoncito y entonces mi mujer que me mira atravesado y que aunque no lo dice lo pregunta: “¿Tienes miedo?” Y mi mirada que se cruza con la suya y me hago el gallo y le contesto con los ojos que nunca he tenido miedo, que yo soy un macho, pero los sudores y el corazón saliéndose por la boca me traicionan. Y mi mujer me conoce muy bien y sabe que tengo miedo pero lo que me recomienda es que vaya al médico, porque ya tenemos menos confianza que antes. Ella dice que vaya al médico porque para justificar ese miedo, esos sudores, esas pesadillas le digo que tengo exceso de trabajo. Y voy a aprovechar para ir al médico ahora que mi mujer se fue de vacaciones y sólo está mi hijo en la casa. Está mi hijo porque se quemó en una materia y de castigo lo dejé aquí, estudiando. Porque si se, va con su mamá no estudia por allá. Ahora voy a ir al médico a ver qué me recomienda. Sí, tengo que ir. Podré decir allá en el Departamento Secreto que estaba en donde el médico cuando mataron a Luis. Porque yo sólo recuerdo que ele pronto desperté y vi que, mi hijo estaba muerto entre mis manos. Igual. Exactamente igual que cuando el muchacho terrorista, el de la bomba, se quedó muerto en mis manos. Y yo creo, que a mi hijo lo mató una pesadilla. No sé. Creo que debo ir al médico…

Fin

Bonaparte Gautreaux Piñeyro. Escritor dominicano. Nació en Sabana de Chavón, La Romana, en 1937. Estudió derecho y periodismo en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue cónsul en La Guaira, Venezuela y viceministro de la Presidencia del gobierno que encabezó el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó.