Site icon ISLIADA: Portal de Literatura Contemporánea

Él siempre metiendo la pata

Foto de Álvaro Serrano en Unsplash

Querida señorita Rose:

Casi empecé por «Mi querida niña», porque, en un sentido, lo que le hice hace treinta y cinco años nos hace al uno hijo del otro. De vez en cuando me acuerdo de que hace mucho tiempo gasté una broma pesada a costa suya y me he sentido mal por ello, pero hace poco me aclararon que lo que le dije fue tan malvado, tan asqueroso, tan grosero, insultante, insensible y salvaje que ni en mil años podría usted superarlo. Yo la herí de por vida, al menos eso me dicen, y mi culpa aún es mayor porque aquel ataque fue absolutamente gratuito. Solo nos habíamos encontrado de paso, apenas nos conocíamos. Ahora bien, la persona que me acusa de semejante crueldad no carece de prejuicios contra mí, se ha propuesto acabar conmigo, eso está claro. Sin embargo, desde que leí sus acusaciones he estado nervioso. Yo no estaba exactamente en la mejor de las formas cuando me llegó su carta. Como muchos ancianos, tengo que tragar todo tipo de pastillas. Tomo Inderal y quinidina para la hipertensión y las afecciones cardiacas, y también, por diversas razones psicológicas, me encuentro en este momento profundamente abatido y sin ninguna defensa del ego.

Puede que añada más sustancia a mis motivos para escribirle en este momento decirle que durante algunos meses he estado visitando a una anciana que lee a Swedenborg y a otros autores ocultos. Según ella (y un hombre con más de sesenta años no puede fácilmente resistirse a esas sugerencias), existe una vida en el futuro (espere y verá) y en esa vida sentiremos los dolores que hemos infligido a otros. Sufriremos todo lo que hemos hecho sufrir a otros, porque después de la muerte todas las experiencias se invierten. Entramos dentro de las almas de aquellas personas que conocimos en vida. Ellos también entran en nosotros y nos sienten y nos juzgan desde dentro. Suponiendo que esta vieja canadiense tenga razón, debo tratar de solucionar este asunto con usted. No es como si hubiera intentado asesinarla, pero sin embargo mi ofensa sigue siendo palpable.

Lo diré todo y luego revisaré y le enviaré a la señorita Rose solo las partes adecuadas.

En esta vida, entre el nacimiento y la muerte, mientras sigue siendo posible enmendar lo que uno ha hecho…

Me pregunto si usted me recuerda siquiera, de algún modo distinto que la persona que la hirió —un hombre alto y, en aquella época, muy moreno, con bigote (no muy grueso)—, físicamente una persona singular, con un aire de camello, y un toque divertido en su conjunto. Si es capaz de recordar al Shawmut de aquellos días, debería verlo ahora. La edad con sus desgracias es el título que le dio Goya al aguafuerte de un anciano que lucha para levantarse del orinal, con los pantalones caídos hasta los tobillos. «Junto a los comediantes más malos», como le dice perversamente Hamlet’a Polonio, en un comentario despiadado con los ancianos. A los trastornos que acabo de mencionar cabrían añadir los dientes con raíces podridas, y un arreglo en los dientes que exige la toma de antibióticos, que a su vez me provocaron diarrea y tuvieron como consecuencia unas hemorroides del tamaño de una avellana, además de la artritis galopante que tengo en las manos. En la Columbia Británica el invierno es triste y húmedo y cuando una mañana me desperté en esta tierra de exilio desde la que me expongo a la extradición, descubrí que algo le había pasado al dedo medio de mi mano derecha. La articulación había dejado de funcionar y el dedo estaba contraído como un caracol: una aflicción nueva y dolorosa. Bastante ridícula para mí. Y lo de la extradición es real. Ya me han enviado los papeles.

De manera que por lo menos puedo tratar de reducir los tormentos de la vida futura.

Puede parecerle que me dirijo a usted para quejarme de una historia de mala suerte después de treinta y cinco años, pero, como verá, no es eso en absoluto.

La he localizado gracias a la señorita Da Sousa del Ribier College, donde fuimos todos colegas a finales de los años cuarenta. Ella sigue allí, en Massachusetts, donde se conservan tantas cosas del siglo x1x, y fue ella la que me escribió cuando mis embarazosos y tontos problemas aparecieron en la prensa. Se trata de una mujer amable e inteligente que, como usted, ¿debería decir eso?, nunca contrajo matrimonio. Le respondí con gratitud preguntándole qué había sido de usted, y ella me dijo que era una bibliotecaria retirada y que vivía en Orlando, Florida.

Nunca creí que fuera a envidiar a las personas retiradas, pero aquello fue cuando el retiro todavía era una opción. Para mí ya no existe esa posibilidad. La muerte de mi hermano me deja en un agujero profundo desde el punto de vista jurídico y financiero. No la molestaré con los detalles del caso, que ya se han tergiversado bastante en la prensa. Baste con decir que sus delitos y mis propios defectos o vicios han acabado conmigo. Mal aconsejado desde el punto de vista legal, busqué refugio en Canadá, y los tribunales serán duros conmigo porque pretendí escapar. Es posible que no me envíen a prisión, pero tendré que trabajar durante el resto de mi vida en esta tierra, moriré al pie del cañón, y un cañón estúpido y maldito, arreando mi burro hacia una meta peculiar. Una de las parábolas favoritas de mi padre trataba de un caballo débil al que su conductor laceraba cruelmente. Un transeúnte trata de interceder: «La carga es demasiado pesada y la colina es empinada, es inútil que golpee a ese viejo caballo, ¿por qué lo hace?». «Porque ser caballo fue idea suya», responde el carretero.

Yo siempre he sentido debilidad por este tipo de humor judío, que puede resultarle extraño no solo porque es usted de origen escocés-irlandés (eso me dice la señorita Da Sousa) sino también porque usted, como bibliotecaria (de la era anterior a los ordenadores), estará en otra esfera o zona de calma, dentro de la circunferencia del sistema decimal de Dewey. Es posible que a usted le haya disgustado la vida de monja o pastora que una vez sugirió la palabra «bibliotecaria». Puede que esté resentida porque la han dejado fuera de la «acción» en el sentido moderno del término: la acción erótica, narcótica, dramática, peligrosa, picante. Quizá haya odiado distribuir los éxtasis ilegales de otras personas, o tratar con libros malvados (que en su mayoría eran falsos, créame, señorita Rose). Pero permítame suponer que es usted lo bastante anticuada como para no estar furiosa por haber llevado una vida útil. Si no es usted una persona anticuada no la habré herido tanto. Después de todo, ninguna mujer moderna guardaría durante cuarenta años la herida causada por una broma estúpida. Al contrario, diría: «¡Piérdete ya!».

¿Quién es el que me acusa de haberla herido? Eddie Walish, ese es. Eddie se ha convertido en inspector jefe de las escuelas superiores de humanidades del estado de Missouri, o eso me dicen. En ese trabajo es maravilloso; un genio. Pero, aunque ahora vive en Missouri, parece que no piensa en otra cosa más que en el Massachusetts de los viejos tiempos. No puede olvidar todo el mal que yo hice. Él estaba allí cuando lo hice (sea lo que sea lo que hice), y me escribe: «No puedo evitar recordar cómo heriste a Carla Rose. Es tan característico de ti, cuando ella solo trataba de ser agradable, no solo no apreciar sus amables intenciones sino encima darle una patada en la cara. Da la casualidad de que yo sé que la traumatizaste para toda la vida». (Obsérvese cómo se utiliza el vocabulario liberal norteamericano como instrumento de tortura: por «característico» hay que entender: «No eres una buena persona, Shawmut».) Ahora bien, ¿la traumaticé realmente, señorita Rose? ¿Cómo «da la casualidad» de que Walish lo sabe? ¿Se lo contó usted? ¿O solo se trata, como imagino, de los rumores? Me pregunto si recuerda la ocasión siquiera. Sería una bendición que no la recordara. Y no quiero arrojarle a la cara unos recuerdos no deseados, pero si de verdad la herí de manera tan cruel, ¿hay alguna manera de evitar recordar?

Volvamos entonces al Ribier College. Walish y yo éramos muy amigos por entonces, jóvenes profesores, él de Literatura y yo de Bellas Artes: mi especialidad era la historia de la música. Como si esto fuera una novedad para usted: mi libro sobre Pergolesi está en todas las bibliotecas. Es imposible que no se haya tropezado alguna vez con él. Además, hice aquellos programas sobre musicología en la televisión pública, que eran bastante populares.

Pero volvamos a los años cuarenta. El trimestre había empezado justo después del Día del Trabajo. Era mi primer puesto como enseñante. Después de siete u ocho semanas, seguía muy excitado. Déjeme que empiece recordando el hermoso paisaje de Nueva Inglaterra. Yo acababa de llegar de Chicago y de Bloomington, Indiana, donde había conseguido mi título. Nunca había visto abedules, helechos a los lados de la carretera, profundos bosques de pinos, pequeños campanarios blancos. ¿Qué podía ser yo mas que un desplazado? Me hacía llorar de risa el que me llamaran «doctor Shawmut». Me sentía absurdo, como un camello en un campo de césped. Soy un hombre alto y de piernas largas, susceptible de tener imágenes paradójicas y ridículas de sí mismo. Tampoco había empezado a conocer Ribier realmente. No era la auténtica Nueva Inglaterra, era una escuela bohemia para niños ricos de Nueva York que eran demasiado nerviosos para ir a escuelas mejores, niños inadaptados.

Pero bueno: Eddie Walish y yo paseábamos junto a la biblioteca de la escuela. Era un día cálido de otoño con el fondo del frío de los bosques que nos rodeaban, lo recuerdo como si fuera ayer. La biblioteca era un edificio de imitación del estilo clásico griego y la luz del porche recordaba al musgo y al sol: un musgo verde brillante, la luz del sol reflejada en él, y el liquen en las columnas. Yo estaba muy excitado, casi volando. En aquella época mis relaciones con Walish son fáciles de describir: muy alegres, sin ningún problema a la vista, ningún indicio de oscuridad. Yo estaba deseoso de aprender de él, porque nunca había visto una escuela progresista, nunca había vivido en el este y nunca había estado en contacto con el sistema del este del que tanto había oído hablar. ¿De qué hablábamos? Una chica a la que me habían asignado como pupila pidió a otra persona porque a mí no me habían psicoanalizado y ni siquiera me conocía. Y esa misma mañana había pasado dos horas en una reunión de profesores para decidir si la clase de historia debía ser obligatoria para los alumnos que se especializaban en Bellas Artes. Tony Lemnitzer, profesor de Pintura, había dicho: «Está muy bien que los niños lean la historia de los reyes y reinas pero ¿qué les importa eso a ellos?». El bueno de Tony, que se había criado en Brooklyn, y había huido de casa para dedicarse al circo, después se dedicó a pintar carteles y por último fue un expresionista abstracto. «No sientas pena por Tony —me aconsejó Walish—. Se casó con una millonaria. Ella le construyó un estudio digno de Miguel Angel. A él le da vergüenza pintar allí, solo hace esculturas. Esculpió dos bolas de madera dentro de una jaula de pájaro.» El propio Walish, antiguo hippy que había estudiado en Harvard, sospechó al principio que mi ignorancia era fingida. Era un hombre bajo que cojeaba ligeramente. Cuando me miraba, hacia arriba, era con auténtica astucia y una mueca de incredulidad en la boca. Soy de Chicago y tengo un doctorado de Bloomignton, Indiana. ¿Puedo ser tan idiota como parezco? Pero soy buena compañía, y por fin él me cuenta (¿acaso era un secreto?) que, aunque viene de Gloucester, Massachusetts, no es un auténtico yanqui. Su padre, norteamericano de segunda generación, es maquinista de tren jubilado, sin estudios. En una de las cartas del viejo dice: «Tu pobre madre, el médico dice que tiene un tumor en la vagina y que tendrá que operarla. Cuando entre en el quirófano espero que tú y tu hermana estéis allí a mi lado».

Había dos hombres que cojeaban en aquella comunidad, y sus nombres eran similares. El otro era Edmund Welch, juez de paz, y llevaba bastón. Nuestro Ed, que padecía de desviación de la columna, no quería llevar bastón, mucho menos un zapato con alza. Su comportamiento era despreocupado y divertido, y desafiaba a los ortopedas que lo advertían de que su espina dorsal se vendría abajo como un montón de fichas de dominó. Su estilo era desenfadado y ágil. Había que tomarlo como era, sin concesiones. Yo lo admiraba por eso.

Ahora, señorita Rose, ha salido usted de la biblioteca para respirar un poco de aire fresco y se apoya, con los brazos cruzados y la cabeza en una de las columnas griegas. Para parecer más alto, Walish lleva el cabello peinado hacia arriba. No se podría meter un sombrero en esa cabeza. Pero yo llevo puesta una gorra de béisbol. Entonces, señorita Rose, dice usted, sonriendo: «Oh, doctor Shawmut, con esa gorra parece usted un arqueólogo». Y yo, antes de pensarlo, le respondo: «Y usted parece algo que acabaran de desenterrar».

¡Espantoso!

Nosotros dos, Walish y yo, nos apresuramos por continuar nuestro camino. Eddie, con sus caderas desaliñadas, hizo un esfuerzo por caminar más deprisa, y cuando nos habíamos alejado lo suficiente de su pequeño templo bibliotecario vi que me sonreía, su cálido rostro mirándome con alegría, con admiración acusadora. Había sido testigo de algo extraordinario. Lo que pudiera ser esto, si entraba dentro de la diversión, de la psicopatología o de la maldad, todavía nadie podía juzgarlo, pero él estaba contento. Aunque no perdió tiempo en descargarse de toda culpa, aquel era precisamente su tipo de broma. Le encantaba hacerse el Groucho Marx, o darle a sus frases un tono del estilo de S. J. Perelman. En cuanto a mí, me había puesto muy serio, como generalmente me pongo después de uno de mis chistes. A mí me sorprenden tanto como a los demás. Puede que sean síntomas histéricos en el sentido clínico. Yo solía creer que era absolutamente normal, pero hace mucho tiempo que me di cuenta de que en determinados momentos mi risa bordea la histeria. Yo mismo era capaz de oír la nota anormal en aquel asunto. Pero Walish sabía muy bien que a mí me daban aquellos ataques y, cuando sentía que se acercaba uno, me azuzaba. Después de haberse divertido solía decir, con una sonrisa de sátiro: «Qué hijo de puta eres, Shawmut. ¡Las puñaladas sádicas que eres capaz de dar!». Como ven, siempre tenía buen cuidado de que no lo acusaran de complicidad.

Y mi broma ni siquiera había sido inteligente, solo malvada, no había ninguna excusa; desde luego, no tenía nada que ver con la «inspiración». ¿Por qué tenía que ser tan idiota la inspiración? Era simplemente idiota y malvada. Walish solía decirme: «Eres un surrealista a pesar de ti mismo». Su interpretación era que yo me había elevado a mí mismo con dolorosos esfuerzos de mis orígenes inmigrant6s de clase media pero que me vengaba de aquellos tormentos y falsificaciones de mis saludables instintos, deformidades que me había impuesto esta adaptación a la respetabilidad, la presión del ascenso social. En aquella época era popular en Greenwich Village hacer análisis inteligentes e intrincados como aquel, y Walish había adoptado la costumbre. Su carta del mes pasado estaba llena de análisis de ese tipo. La gente rara vez abandona el capital mental acumulado en sus «mejores» años. Con sesenta y tantos, Eddie sigue siendo un juvenil habitante del Village y se junta con jóvenes sobre todo. Yo he aceptado la vejez.

No es fácil escribir con artritis en los dedos. Mi abogado, cuyo fatal consejo seguí (es el hermano menor de mi mujer, que falleció el año pasado), me animó a que fuera a la Columbia Británica, donde, gracias a la corriente del Japón, crecen las flores en mitad del invierno y el aire es más puro. Es verdad que es primavera en medio de la nieve. Pero mis manos están impedidas y temo que me tengan que poner inyecciones de sales de oro si no mejoran. Sin embargo, enciendo el fuego y me siento en la butaca para concentrarme porque necesito que para usted valga la pena examinar estos hechos conmigo. Si de verdad tengo que creer lo que dice Walish, desde aquel día usted ha estado temblando como una llama en un altar de clase media de humillación no merecida. Es usted uno de los insultados y heridos.

Por mi parte, tengo que admitir que me resultó duro adquirir unos modales decentes, no porque fuera naturalmente grosero sino porque sentía la presión de mi posición. Durante un tiempo llegué a creer que no podía continuar viviendo hasta que yo también tuviera una personalidad falsa como todos los demás, y por tanto me esforcé especialmente para ser considerado, deferente y educado. Y por supuesto exageraba las cosas y me lavaba dos veces cuando la gente de mejor educación que yo solo se lavaba una vez. Pero ningún programa de mejoramiento podía durarme mucho tiempo. Yo lo establecí y luego lo rompí y lo quemé en una hoguera ardiente.

Debo confesar que Walish me regaña duramente en su carta. Me pregunta por qué, cuando la gente vacilaba en las conversaciones, yo introducía las palabras que faltaban y terminaba sus frases con pedantería burlona. Él afirma que yo solo estaba fanfarroneando, desprendiéndome de mis orígenes vulgares, fingiendo ser gentil y acumulando méritos como un judío aceptable (justo) para la sociedad cristiana de los sueños de T. S. Eliot. Walish me pinta como un paria socialmente-ascendente y que busca unos lazos que me sujeten como otros buscarían la salvación. Según él, en reacción a esto, yo experimentaba ataques de rebelión y me ponía tremendamente insultante. Esto lo señala con gran claridad, pero nunca me lo dijo en los años en que estuvimos más próximos. Lo guardó todo para decírmelo después. En Ribier College nos agradá bamos el uno al otro. De algún modo éramos amigos. Pero al final, también de algún modo, él trató de ser para mí un enemigo mortal. Todo aquel tiempo estuvo haciendo los gestos de un amigo cercano y valioso, pero en realidad estaba preparando mi alma para que estuviera lista para ser asesinada. Quizá fue mi éxito en la musicología lo que a fin de cuentas fue demasiado para él.

Eddie le contó a su mujer lo que yo le había dicho a usted (en realidad, se lo contó a todo el mundo). Desde luego, todo el campus lo sabía. La gente se reía, pero yo estaba deprimido. Remordimientos: usted era una mujer pálida con brazos delgados, que absorbía los colores del musgo, el liquen y la piedra en su piel. Las pesadas puertas de la biblioteca estaban abiertas, y allí dentro había lámparas de lectura verdes y pesadas y pulidas mesas, y libros apilados hasta la galería y más arriba. Algunos de esos libros eran elevados, otros eran útiles e informativos, pero la mayoría de ellos solo eran capaces de bloquear la mente. Mi querida ancianita swedenborgiana dice que los ángeles no leen libros. ¿Por qué deberían hacerlo? Como tampoco pueden ser los bibliotecarios grandes lectores, imagino yo. Tienen demasiados libros, y la mayoría de ellos son pesados. Las abarrotadas estanterías despiden un halo atrayente, consolador y seductor que también está ligeramente teñido de algo pernicioso, de veneno y fatalidad. Los seres humanos pueden perder la vida en las bibliotecas. Alguien debería avisarlos. Y usted, una suma sacerdotisa de este templo, salía para mirar el cielo, y el señor Lubeck, su jefe, un amable refugiado que siempre estaba tropezando con su gran perro senil y pidiéndole disculpas al animal: «¡Ay, perrdone!» (pronunciando con fuerza la erre).

Nota personal: la señorita Rose nunca fue bonita, ni siquiera lo que los franceses llaman une belle laide, o belleza fea, una mujer cuyo control sobre las fuerzas sexuales hace que la propia frialdad contribuya a su poder erótico. Una belle laide (¡tenía que ser una idea de los franceses!) ha de ser una especie de molino de pasiones. Sin embargo, en ella esa fuerza no se encontraba. No había ninguna base orgánica para ello. Cincuenta años antes, la señorita Rose se habría encontrado tomando el compuesto vegetal de Lydia Pinkham. No obstante, aunque su aspecto era verdoso, era posible que un hombre la hubiera amado, por su tímida calidez o por el valor que había tenido que reunir para felicitarme por mi gorra. Hace treinta y cinco años yo podría haber rechazado esa timidez con cumplidos y decirle: «Piense usted, señorita Rose, cuántos objetos de rara belleza han sido desenterrados por los arqueólogos: la Venus de Milo, los toros alados de Asiria con el rostro de los grandes reyes. Y Miguel Ángel incluso llegó a enterrar una de sus estatuas para que adquiriera el aspecto de antigüedad y después la desenterró». Pero ahora ya es demasiado tarde para galanterías retóricas. M e daría vergüenza. Ni bonita ni casada, y además la desagradable pequeña comunidad aprovechando mi broma. Y la pobre señorita Rose debía de estar desesperada.

Eddie Walish, como ya le he dicho, se negaba a hacerse el inválido aunque tenía la espalda retorcida. A pesar de que no iba derecho y caminaba con el pie izquierdo hacia fuera, tenía un cierto estilo. Llevaba ropa de buen tejido inglés y zapatos de cuero de Lloyd & Haig. Él mismo decía que había tantas mujeres masoquistas como para animar a cualquier hombre a acicalarse y ponerse guapo. Los hombres discapacitados tenían mucho éxito con las chicas de cierto tipo. A usted, señorita Rose, le habría convenido más guardarse su cumplido para él. Pero en aquella época su mujer esperaba ya un hijo; y yo era soltero.

Durante los primeros días soleados del trimestre, salíamos a pasear casi todos los días. Por aquel entonces, yo encontraba a Eddie misterioso.

Solía pensar: pero ¿quién es este hombre, este amigo tan bueno (de repente)? ¿Quién es esta figura tan extraña, con la gran cabeza muy baja a mi lado, cuyo cabello crece espeso y alto? También le crece en las orejas, en un estilo diferente, como los hilos de la pana. Una de las señoras del campus me ha sugerido que le diga que se las afeite, pero ¿por qué tendría que hacerlo? A ella no le gustaría mucho más si lo hiciera, solo se imagina que sería así. Él tiene una especie de risa hueca, más parecida al sonido del oboe que al del clarinete, y la imparte tanto desde la nariz como desde la boca tallada en forma de calabaza. Sonríe como Alfred E. Neuman desde la portada de la revista Mad, el sucesor del chico malo de Peck. Sin embargo, sus ojos son cálidos y me incitan a acercarme cada vez más, pero retienen lo que más deseo. Yo deseo su afecto, desconfío de él y al mismo tiempo lo amo, por eso intento ganármelo con mis bromas. Porque es un tipo listo a su manera posmoderna, existencialista y taimada. También parece amable. Parece toda suerte de cosas. Le gustan Brecht y Weill, pero canta «Mackie Messer» y destroza la melodía muy derecho al piano. Esto, sin embargo, son simplemente las cosas de la época: el jazz del cabaret alemán de los años veinte, la respuesta de Berlín ante la guerra de trincheras y la explosión del humanismo. ¡Y pillar a Eddie dejándose pillar de esa manera haciendo algo anticuado! Porque él siempre ha estado en la vanguardia. Fue uno de los primeros admiradores de los poetas Beat, y el primero en citarme el maravilloso verso de Allen Ginsberg: «América, estoy arrimando mi extraño hombro».

Eddie me contagió el gusto de leer a Ginsberg, del que aprendí mucho sobre el ingenio. Puede que usted lo encuentre extraño, señorita Rose (a mí mismo me lo parece), pero sigo enganchado con Ginsberg desde hace muchísimo tiempo. Permítame, sin embargo, que le cite un ejemplo de uno de sus libros más recientes, que es memorable y también encantador. Ginsberg escribe que Walt Whitman se acostaba con Edward Carpenter, el autor de La mayoría de edad del amor. Después Carpenter se convirtió en amante del nieto de uno d nuestros presidentes más oscuros, Chester A. Arthur; cuando ya era muy viejo, Gavin Arthur fue amante de un homosexual de San Francisco, quien, cuando se enredó con Ginsberg, completó el ciclo y puso al sabio de Camden en contacto con su único y auténtico sucesor y heredero. Todo se parece un poco al relato que hace el doctor Pangloss de cómo se contagió de la sífilis.

Por favor, perdóneme esto, señorita Rose. Me parece que vamos a necesitar el mayor fondo humano posible para esta investigación que puede afectar tanto a sus emociones y a las mías. Usted debería saber con quién estaba hablando aquel día cuando reunió el valor, sonriendo y temblando, para hacerme un cumplido: para darme, darnos, su bendición. Y yo se lo pagué con una ocurrencia mala que había sacado, típicamente, de lo más profundo de mi naturaleza, ese pozo de extrañas formulaciones. De modo que había olvidado aquel suceso cuando recibí en Canadá la carta de Walish. Para escribir esa carta (una extraña megillah de la que yo fui el chamán) debió de reflexionar con resentimiento durante décadas sobre mi carácter, dibujando el perfil de mi alma más profunda una y otra vez. Reunió una lista de todos mis defectos y mis pecados, y los detalles son tan sutiles, y el inventario tan amplio, el resumen tan condensado, que debió de dedicarse a coleccionar, archivar, formular y pulir furiosamente durante los años más cálidos y dorados de nuestra amistad. Recibir un documento así y —le pido que imagine, señorita Rose, cómo me afectó en un momento en el que yo sufría dolor y me hacía mucho daño, estaba de luto por mi esposa (y, lo que es bastante gracioso, también por el sinvergüenza de mi hermano)—, y experimentar La edad con sus desgracias, descubrir que ya no podía estirar el dedo corazón, recibiendo la carga del trabajo y la pena de los setenta años (que pronto llegarán). A nuestra edad, querida, nadie puede inclinarse ni sorprenderse cuando el mal se manifiesta, pero yo me pregunto una y otra vez: ¿por qué saca ahora Eddie Walish mis defectos de treinta y tantos años para echármelos en cara? Esto es lo que excita mi mayor interés, tanto que me hace gritar por dentro. La supina comedia que representa me asalta por las noches con la intensidad de los dolores del parto. Estoy acostado en la habitación de atrás de esta pequeña casa canadiense en forma de caja, que apenas está aislada, y me aguanto con fuerza para no gritar. Lo que me faltaba es que los vecinos oyeran esos ruidos a las tres de la mañana. Y no hay ni un alma en la Columbia Británica con la que yo pueda hablar de esto. Mi única conocida es la señora Gracewell, la anciana (y es muy anciana) que estudia la literatura oculta, y no puedo molestarla con una rama tan distinta de la experiencia. Nuestras conversaciones son completamente teóricas… Sin embargo, ella hizo un comentario que me ayudó, que fue: «La conciencia más baja es aquello a lo que el salmista se refería cuando decía: “Soy un gusano y no soy un hombre”. La conciencia más elevada, poca gente puede observarla. Por eso es por lo que las personas hablan tan mal unas de otras».

Más de una vez en el documento de Walish (su denuncia) se hace referencia a la poesía y la prosa de Ginsberg, de manera que por fin me decidí y envié un pedido a City Lights, la librería de San Francisco, y desde entonces he pasado muchas veladas estudiando libros suyos que no había leído: publica tantos y tan pequeños… Ginsberg defiende la auténtica ternura y la inocencia plena. La inocencia plena significa la literalidad de los excrementos y los genitales. Lo que Ginsberg elige es la calidez de una comunidad que copula libremente, como hombre, como mujer, como camarada, en una «carretera abierta», pero que no descuida la meditación ni el rezo. Habla con horror de nuestra «cultura de plástico» que relaciona de algún modo obsesivamente con la CIA. Y además de la CIA hay otros nidos de espías, relacionados con la Exxon, la Mobil, la Standard Oil de California, el siniestro Occidental Petroleum con sus contactos en el Kremlin (eso desde luego es extraño, sin duda). El supercapitalismo y su tecnología petroquímica cancerígena están relacionados a través de James Jesus Angleton, alto funcionario de la comunidad de espionaje, con T. S. Eliot, su amigo. Angleton, que en su juventud fue editor de una revista literaria, tenía el objetivo declarado de revivir la cultura de Occidente contra los «llamados estalinistas». El fantasma de T S. Eliot, entrevistado por Ginsberg en la proa de un barco en algún lugar de las aguas de la muerte, reconoce haber hecho pequeños trabajos de espionaje para Angleton. Por el contrario, el Hijo de la Oscuridad, Ginsberg en persona, mete en el mismo saco a los gurús, los meditadores con barba, los poetas leales a Whitman y Blake, a esos «asquerosos santos» y a los homosexuales líricos y poco sofisticados cuyos pequeños grupos investiga la policía secreta en sus ordenadores, y entre ellos mete también a los provocadores y a los que tratan de corromper con heroína. Esta visión psicópata, tan enternecedora porque, desde un punto de vista realista, hay tanto que temer, y también por el hombre de bondad que refleja, es una defensa de la belleza que yo valoro más de lo que la valora mi acusador, Walish. Yo la comprendo plenamente. Ante los fuegos de artificio sexuales del 4 de julio de Ginsberg me entra la risa, pero después pienso con simpatía en sus obsesiones, mientras me atuso el bigote con los dedos, y mis ojos sienten la ansiedad mientras trato de imaginármelo. Yo soy un admirador de Ginsberg más desinteresado de lo que es Eddie. Eddie, por así decir, se acerca a la mesa con el rastrillo del croupier. Trabaja para la casa. Le saca punta a la poesía.

Uno de los problemas de siempre de Walish era que tenía un aspecto claramente judío. Algunas personas no se fiaban y se ponían en contra de él con una hostilidad gratuita, sospechando que intentaba pasar por un norteamericano completo. A veces decían, como si descubrieran la fuerza que les daba el ser descarados (la fuerza siempre gusta), «¿Cuál era su nombre antes de ser Walish?» (esa es una de las típicas preguntas que les hacen siempre a los judíos). Pero sus padres venían del norte de Irlanda. En realidad, eran protestantes, y el nombre de la familia de su madre era Ballard. Él siempre ha firmado como Edward Ballard Walish. Pero siempre fingió que lo del nombre no le importaba. El gusto por la persecución lo convertía en cercano a los judíos, o eso decía él. Y yo, como estaba encantado con su amistad, prefería creerlo.

Resulta que, después de muchos años de tambalearse en secreto, Walish llegó a la conclusión de que yo era tonto. Fue precisamente cuando el público empezó a tomarme en serio cuando él perdió la paciencia conmigo y su defecto se convirtió en rencor. Mis programas de televisión sobre historia de la música fueron la gota que colmó su vaso. Esto puede imaginarlo: Walish mirando la pantalla con un viejo batín de lana, agarrándose un codo con la mano y chupando un cigarrillo, mientras me ataca y yo en la pantalla sigo hablando sobre los últimos días de Haydn, o sobre Mozart y Salieri, o mientras surgen temas del clavicémbalo: «¡Superestrella! ¡Menudo idiota!». «¡Dios! ¿Hasta dónde vas a llegar?» «¡Mequetrefe!»

Evidentemente, mi propio nombre, Shawmut, también había sido objeto de bromas. Esto se hacía ya muchos años antes de que mi padre pusiera el pie en Norteamérica. Era su hermano Pynie, el que llevaba quevedos y copiaba música para Sholom Secunda. Es probable que llamaran a la familia Shamus, o, incluso más degradante, Untershamus. Los untershamus, lo más bajo de lo bajo en la antigua sinagoga, eran incompetentes y perezosos, con la barba enredada y malditos por afecciones cómicas como una gran hernia o una escrófula, los pobres entre los pobres. Orm, como diría mi padre, auf steiffieivent. Steiffieivent era el tejido tieso de lino y crin que los marinos ponían en el forro de las chaquetas para darles forma. No había nada más barato. «Era tan pobre que se vestía con tela tonta.» Era más barato que un sudario. Pero en Norteamérica resulta que Shawmut es el nombre de una cadena bancaria de Massachusetts. ¿Qué le parece eso? Puede que haya oído usted cosas encantadoras y sentimentales sobre el yídish, pero se trata de un idioma duro, señorita Rose. El yídish es severo y te ataca sin compasión. Sí, es verdad que a menudo es delicado, tranquilo, pero también puede ser explosivo. «Tienes la cara como un orinal» o «Tienes la cara como un cubo de comida para cerdos». (Las connotaciones relacionadas con cerdos les dan una fuerza especial a los epítetos yídish.) Si hay un demiurgo que me inspire a hablar salvajemente, puede que le haya atraído este lenguaje violento sin piedad.

Mientras le cuento todo esto, quiero creer que me está siguiendo de buen grado, y siento por usted el mayor de los afectos. Estoy muy solo aquí en Vancouver, pero eso es mi propia culpa, también. Cuando llegué aquí, los músicos locales me invitaron a una fiesta, y no les gusté. Me hicieron la prueba canadiense para los visitantes de Estados Unidos: ¿era yo seguidor de Reagan? Yo no podía serlo, pero la cuestión clave era si El Salvador no podía ser otro Vietnam, y yo perdí la mitad de mi público en un momento con mi respuesta: «Nada de eso. Los vietnamitas del norte son soldados experimentados con una tradición militar de muchos siglos: gente realmente dura. Los salvadoreños son campesinos indios». ¿Por qué no mantuve la boca cerrada? ¿Qué me importa a mí el Vietnam? Permanecieron a mi lado dos o tres invitados amables, pero a esos los aparté de mí de la siguiente manera: un profesor de la Universidad de Berkeley observó que coincidía con Alexander Pope en lo referente a la irrealidad suprema del mal. Desde el punto más elevado de la metafísica. Para una mente racional, nunca pasa nada realmente malo. Estaba diciendo tonterías. ¡Bobadas!, pensé yo. Y le dije: «¿Ah? ¿Quiere usted decir que cada cámara de gas tiene un forro plateado?».

Eso acabó conmigo, y ahora doy mis paseos diarios completamente solo.

Esto es muy hermoso, con montañas nevadas y puertos tranquilos. Dicen que las instalaciones portuarias son limitadas y que los cargadores tienen que esperar (a un precio diario de diez mil dólares). Es agradable verlos anclados. Me recuerdan la Invitation au Voyage y también «En cualquier sitio, en cualquier sitio. ¡Fuera del mundo!». Pero ¡qué ciudad tan limpia y civilizada, con sus aguas claras del norte y, más allá, el sentido de una naturaleza salvaje e ilimitada que empieza donde se revisa el bosque, y se extiende hacia el norte durante millones de kilómetros cuadrados y termina con voluntad de hielo alrededor del polo!

Los académicos provincianos se ofendieron con mis comentarios. Mala suerte.

Pero, para que no le parezca que siempre me estoy buscando problemas, déjeme decirle, señorita Rose, que otras veces me han dado palos a mí, que otros virtuosos han podido conmigo, artistas mayores que yo, en la misma línea. El difunto Kippenberg, príncipe entre los musicólogos, una vez que estábamos en una conferencia en la Villa Serbelloni, a orillas del lago Como, me invitó una noche a sus habitaciones para que le ofreciera un adelanto de mi conferencia. Bueno, en realidad no me invitó. Yo estaba deseando hacerlo. Se lo sugerí y él no tuvo el valor de negarse. Era un hombre enorme vestido de terciopelo, con un traje suntuoso, de color verde oscuro, encima del cual su gran, pálida e inteligente cabeza parecía haber sido depositada por una explosión. Aunque necesitaba dos bastones para caminar, era una especie de diable boiteux, no había nadie más rápido con la palabra. Había publicado la mayor obra sobre Rossini, y el propio Rossini había hecho bromas inmortales (como la famosa sobre Wagner: Il y a de beaux moments mais de mauvais quarts d’heure). También hay que imaginar la suite que ocupaba Kippenberg en la Villa, habitaciones dieciochescas, sofás de tafetán, brocados, frías estatuas, cálidas lámparas de seda. Los criados ya habían corrido las cortinas para la noche, de manera que la sala estaba muy cerrada. En todo caso, yo estaba allí leyéndole al mundano y sabio Kippenberg, todo hinchado y enfundado de verde, con la larga boca agradablemente sosegada. Aquel hombre tenía también unos ojos graciosos, colocados a los lados de la cabeza como si tuviera visión lateral, y unas cejas como gusanos del Árbol del Bien y del Mal. A medida que yo avanzaba en mi lectura noté que empezaba a mover la cabeza. Le dije: «Temo que lo estoy adormeciendo, profesor». «No, no, por el contrario, me mantiene despierto», respondió él. Aquello era genio, y además a mi costa, y era un privilegio haberlo provocado. Había estado sentado, con su enorme mole y sus dos bastones, como si estuviera en una ladera, esquiando hasta llegar a un profundo sueño. Pero incluso en el borde, cuando se estaba durmiendo, el tesoro único qe su conciencia aún podía deslumbrar. Yo habría recorrido medio mundo para que me dijeran aquello.

Déjeme, sin embargo, que vuelva a Walish por un momento. La familia Walish vivía en una pequeña casa de campo que pertenecía a la escuela. Estaba abajo en el bosque, que en aquella estación estaba lleno de polvo. Puede que usted recuerde, ahora que está en Florida, cómo son los bosques de Nueva Inglaterra en un otoño seco: polen, humo, hojas muertas y harinosas, telas de araña, quizá el polvo de las alas de las polillas muertas. Al llegar a los pilares de piedra de la puerta de los Walish, si encontrábamos botellas que había dejado el lechero las agarrábamos por el cuello y, dando un grito, las tirábamos a los arbustos. La leche la pedían para Peg Walish, que estaba embarazada pero odiaba aquel líquido y de todas formas no se lo bebía. Peg estaba socialmente por encima de su marido. Cualquiera podía estarlo en aquella época; Walish únicamente tenía por debajo a los negros y a los judíos, y, por su aspecto judío, ni siquiera estaba seguro de esta última ventaja. Por tanto, la bohemia le daba fuerza. A la señora Walish le gustaba el estilo bohemio de su marido, o por lo menos eso decía. Mi Pergolesi y mi Haydn me hacían menos inaceptable para ella de lo que podría haberlo sido en caso contrario. Además, yo era una compañía agradable para su marido. Créame, él necesitaba esa compañía. Estaba deprimido; su mujer estaba preocupada. Cuando me miraba a mí yo veía que se le encendía una luz en los ojos pidiendo ayuda.

Como Alicia después de haberse bebido la botella con la etiqueta BÉBEME en el país de las maravillas, Peg era muy alta; huesuda pero delicada, se parecía a una estrella del cine mudo llamada Calleen Moore, una ingenua de ojos redondos con flequillo. En su cuarto mes de embarazo, Peg seguía trabajando en Filene’s, y Eddie, que no tenía ganas de levantarse por las mañanas para llevarla en el coche hasta la estación; se pasaba los días en la cama bajo los descoloridos edredones de retales. El rosa, cuando no es fresco y vivo, puede ser un color de desesperación. El rosa de los edredones de Walish cuando yo iba a verlo me partía el corazón. La casita estaba revestida con paneles de color de avellano, y las habitaciones eran oscuras, especialmente la cocina. Yo lo encontraba arriba durmiendo, con la boca abierta y el labio prominente como un judío. La impresión que daba era tanto brutal como inocente. Dormido no tenía la confianza en sí mismo que le costaba tanto esfuerzo mantener. No muchos de nosotros estamos plenamente despiertos, pero Walish se enorgullecía en especial de estar siempre alerta. Su principal premisa era que él no era ningún tonto. Pero dormido no parecía inteligente.

Yo lo levantaba. Estaba avergonzado. Después de todo no era un bohemio completo. El estar tan embotado a una hora tan tardía le molestaba, y gruñía, sacando las piernas de la cama. Íbamos a la cocina y empezábamos a beber.

Peg insistía en que fuera a ver a un psiquiatra en Providence. Esto me lo ocultó mucho tiempo, y al final admitió que necesitaba un arreglo, algunos ajustes menores. El ser padre lo agitaba. Al final su mujer dio a luz a dos gemelos varones. Estos hechos son triviales y no siento que esté traicionando ninguna confianza al revelárselos. Además, a Walish no le debo nada. Su carta me ha disgustado mucho. ¡Vaya momento que escogió para mandarla! Treinta y cinco años sin cruzar palabra. Me permite que cuente con su afecto y entonces me larga la patada. ¿Cuándo se traiciona a un amigo, cuándo se le ofrece la copa de veneno? No mientras sigue siendo lo suficientemente joven como para recuperarse. Walish esperó hasta el mismo final: mi final, por supuesto. Él sigue estando joven, según me escribe. Como prueba de ello se interesa verdaderamente por las jóvenes lesbianas allí en Missouri, solo él conoce sus sentimientos más profundos y ellas le permiten que les haga el amor: a Walish, la única excepción masculina. Como el explorador McGovern, que fue a Lhasa disfrazado, y fue el único occidental en penetrar en los sagrados recintos. Ellas solo confían en la juventud, pero confían en él, de manera que no debe de estar viejo.

Pero esta carta suya me destroza por completo. Y estoy de acuerdo, objetivamente, en que mi carácter no es un éxito absoluto. Soy poco atento, espiritualmente perezoso, me desconecto. He tratado de hacer que esta indolencia mía tenga un lado bueno, me dice él. Por ejemplo, nunca comprobaría la cuenta de un camarero; me negué a calcular mis propias devoluciones de impuestos; y era demasiado «poco realista» para gestionar mis propias inversiones, por lo que contraté a expertos {léase «sinvergüenzas»). El realista de Walish no era demasiado bueno como para pelear por unas monedas; lo que contaba era el principio, como contaba el honor para los grandes soldados de Shakespeare. Cuando empezaron a usarse las tarjetas de crédito, Walish, después de contar los intereses y los costes de servicio hasta el cuarto decimal, destrozó las tarjetas de Peg y las tiró por el retrete. Todos los años se peleaba con los recaudadores de impuestos, tanto federales como del Estado. Nadie iba a ser más listo que Eddie Walish. Con esos malos ratos se conectó con los ricos más roñosos: Rockefeller, el fundador, que nunca daba una propina de más de diez centavos, o Getty el multimillonario, en cuya mansión se obligaba a los invitados a utilizar teléfonos con monedas. No es que Walish fuera mezquino, era duro, estricto, más estrecho que el culo de una rana. No era simplemente el capitalismo básico. En la medida en que Walish era admirador de Brecht, se trataba también de dureza leninista o estalinista. Como si yo fuera, o pareciera ser, confuso en lo tocante al dinero, era posible que fuera una «estrategia semiinconsciente», según merecía. ¿Quería decir que yo trataba de destacar como un judío que desdeñaba el sucio dólar? ¿Quería que me confundieran con alguien mejor que yo? En otras palabras, ¿era aquello asimilacionismo? La única pega era que yo nunca admití que los antisemitas de ningún tipo fueran mejores que yo.

No estaba tratando de ser un buenazo distraído en lo tocante a mis finanzas. De hecho, señorita Rose, ni siquiera les prestaba atención. Mi ineptitud con el dinet’o formaba parte del mismo síndrome histérico que me hacía meter la pata siempre. Ese síndrome lo padecía de verdad, y sigo padeciéndolo. El Walish de hoy día ha olvidado que, cuando fue un psiquiatra para que le curara el dormir dieciocho horas de golpe, yo le dije lo bien que comprendía su problema. Para consolarlo, le dije: «En un día bueno yo puedo ser agudo durante alrededor de media hora, entonces empiezo a declinar y cualquiera puede quedarse conmigo». Le estaba hablando de la condición soñadora o estado de turbulencia en el que existimos la mayoría de nosotros, con momentos aislados de claridad. Y nunca se me ocurrió adoptar una estrategia para corregirme. Ya le he dicho antes que en un momento dado me pareció una necesidad adoptar una personalidad falsa, pero que pronto abandoné la idea. Walish, sin embargo, supone que todo hombre moderno e inteligente es su propia invención de vanguardia. Estar en la vanguardia significa alterarte a ti mismo, tener un proyecto personal que requiere una rutina histriónica: en resumen, actuar. Pero ¿qué tipo de actuación consiste en confiar en un pariente cercano que resulta ser un delincuente, o dejar a mi difunta esposa que me convenza para poner mis problemas legales en manos de su hermano pequeño? Fue mi cuñado el que me engañó. Cuando otros eran simplemente sinvergüenzas y delincuentes, él, además, estaba loco. Paciencia, ya voy a llegar a eso.

Walish escribe: «Me pareció que ya era hora de que supieras lo que eras en realidad», y me larga un sermón de tales proporciones que pocos hombres habrán sufrido. Yo insultaba y me reía de todo el mundo. Yo no podía soportar que la gente se expresara (esto lo irritaba especialmente; lo menciona varias veces) sino que les ponía yo mismo las palabras en la boca, terminaba por ellos sus frases, haciéndoles olvidar lo que iban a decir (yo suministraba las tonterías que ellos buscaban decir). Según dice, yo era «un almacén móvil de piezas sueltas de la cláse media», con lo que quiere decir que yo estaba lleno de la información tonta y realmente loca que hace que la odiosa maquinaria social siga avanzando hacia un pozo sin fondo. Y continúa en ese tono. En cuanto a mi incondicional devoción por la música, eso era únicamente una tapadera. El auténtico Shawmut era un promotor astuto cuya Introducción a la apreciación de la música fue adoptada por un centenar de escuelas («cosa que no se produce por sí sola»), lo que le valió un millón de derechos de autor. Me compara a Kissinger, un judío que se hizo fuerte en el sistema, que no tenía ni clase política ni electorado pero logró colocarse gracias a su genio político, actuando como si fuera alguien famoso… Para Walish es imposible comprender la fortaleza de carácter, incluso la fuerza constitucional y biológica que necesitaría un logro de ese tipo; como apreciar (con el oído cubierto de pelo hundido en la almohada, y la pequeña figura doblada tres veces, como una pequeña salida de incendios, bajo los pliegues del rosado edredón) lo que necesita un hombre educado para lograr una posición de fuerza en medio de unos políticos semianalfabetos. No, la comparación es muy exagerada. Dedicarse a la música del siglo XVIII en la PBS no es lo mismo que hacerse cargo de la política exterior de Estados Unidos y hacer frente a borrachos y mentirosos en el Congreso o en el ejecutivo.

¿Un judío honrado? Ese podría ser Ginsberg el Confesor. Sin ocultar ni un solo hecho, Ginsberg agrada a los que odian a los judíos porque exagera todo lo que ellos les atribuyen a los judíos en sus fantasías patológicas. Los engaña, a mi parecer, con una simpleza absurda, con sus sueños reales de encontrar el ano de alguien en su sándwich o con sus poemas sobre clavarse un consolador a sí mismo. Ese erotismo materialista esencial atrae mucho a los estadounidenses, porque es prueba de sinceridad y autenticidad. Es a este nivel al que te dicen que se encuentran «al mismo nivel» que tú, aunque las deformidades y extremidades que se perciben deban asignarse por supuesto a otra persona, a algún marica morfinómano o a un yonqui raro. Cuando te dicen que están «a tu nivel», mi consejo es que escondas inmediatamente tu dinero.

Yo, sin embargo, veo que en Ginsberg hay algo más que eso. Es cierto que hace un papel de judío tradicional con su autodegradación cómica, exactamente como se hacía en la Roma antigua, y probablemente antes. Pero hay algo más, igualmente tradicional. Debajo de todo ese candor revelador (o de su autodestrucción con agravantes) se encuentra su pureza de corazón. Como judío norteamericano que es debe afirmar y justificar también la democracia. Estados Unidos está destinado a convertirse en uno de los mayores logros de la humanidad, una nación hecha con muchas naciones (sin excluir a la nación rara: ¿cómo puede dejarse a nadie fuera?). Los propios Estados Unidos han de ser el mayor de los poemas, como profetizó Whitman. Y el único representante vivo auténtico del trascendentalismo norteamericano es ese gordo, calvo y barbudo homosexual con gafas sucias, inocente en su suciedad. La pureza procede de la suciedad, señorita Rose. Ese hombre es un microcosmos judío de esta tierra de Midas cuyos cadáveres enterrados hacen surgir frutos dorados. No se trata de un judío que va a Israel para luchar con el Levítico en la mano a fin de justificar su homosexualidad. Es un marica con una profunda fe budista en Norteamérica, su tierra natal. El enemigo capitalista petroquímico (un enemigo que necesita redención sexual y religiosa) está justo aquí, en casa. ¡Quién puede dejar de amar a un comediante así! Además, Ginsberg y yo nacimos bajo el mismo signo, los dos teníamos madres locas y nos gustan las frases inspiradas. Yo, sin embargo, me niego a dar demasiado valor a la vida erótica. No creo que el camino de la verdad tenga que pasar por todas las zonas de la masturbación y la sodomía. Pero él es coherente; hay que decir en su descargo que va hasta el final, cosa que no puede decirse de mí. De los dos, él es el más norteamericano. Él es miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras, y a mí ni siquiera me han propuesto como candidato; y, aunque él haya insinuado que algunos de nuestros más recientes presidentes eran imbéciles, nunca le han pedido que devuelva sus premios y medallas nacionales. Cuanto más habla en contra de ellos (¿utilizaba LBJ el LSD?), es probable que le den todavía más medallas. Por tanto tengo que admitir que él está más cercano a la corriente principal de pensamiento norteamericano de lo que lo estoy yo. Yo ni siquiera tengo aspecto norteamericano. (Ginsberg tampoco, si vamos a eso.) Yo nací en Hammond, Indiana (justo antes de la ley seca mi viejo tenía allí un saloon), pero podría venir directo de Kiev. Desde luego, no tengo el cuerpo de un nativo de Indiana: soy alto pero encorvado, y mis nalgas están más arriba que las del resto de la gente. Siempre he tenido la impresión de que mis piernas eran desproporcionadamente largas: haría falta un ingeniero para averiguar la dinámica de este cuerpo. Aparte de negros y paletos, en Hammond hay sobre todo extranjeros, muchos de ellos ucranianos y finlandeses. Estos, sin embargo, tienen un aspecto completamente norteamericano, mientras que yo reconozco rasgos como los míos en las decoraciones de arte de las iglesias rusas: los rostros compactos, con ojos pequeños y redondos, las cejas arqueadas y las cabezas calvas de los iconos. Y, en las situaciones sumamente delicadas en las que se requieren rasgos primordiales del norteamericano como son la prudencia y la discreción, yo siempre pierdo el control y soy, como dicen los árabes, esclavo de mi propia lengua.

Hasta aquí ha sido divertido, con lo que quiero decir que he evitado un examen riguroso, señorita Rose. Pero necesitamos acercarnos más al tema. Tengo que disculparme con usted, pero también hay aquí un misterio (quizá de karrria, como sugiere la vieja señorita Gracewell) que está pidiendo a gritos que lo investiguen. ¿Por qué dice nadie unas cosas como las que yo le dije a usted? Bueno, es como si un hombre fuera a salir en un día hermoso, un día tan hermoso que lo presionara de manera incomprensible a hacer algo, a llevar a cabo una acción acorde con el día, porque si no se sentiría como un inválido en una silla de ruedas junto a la orilla del mar, un hipocondriaco cuya enfermera le dice: «Quédese aquí sentado y observe las olas».

Mi difunta esposa era una mujer amable, delgada, bastante pequeña, construida según un principio medieval estricto. Tenía una manera especial de juntar las palmas de las manos bajo la barbilla cuando yo la molestaba, como si estuviera rezando por mí, y su color rosado se volvía más intenso, casi rojo. Sufría muchísimo con mis ataques y asumía el deber de reparar lo que yo había hecho, protegiendo mi reputación y convenciendo a la gente de que en realidad yo no quería hacer ningún daño. Era morena y su cutis era fresco. Si debía ese color a su salud o a su excitabilidad era algo discutible. Tenía los ojos ligeramente prominentes, pero no había en ellos ninguna deformidad; por lo que a mí respecta, aquel era uno de sus rasgos más bellos. Era de origen austriaco (de Graz, no de Viena), refugiada. Nunca me atrajeron las mujeres de mi propio tamaño” dos personas altas formarían al juntarse un lío incomprensible. Además, yo prefería tener que buscar lo que quería. Cuando estaba en la escuela, nunca tuve ningún interés sexual por mis profesoras. Me enamoré de la chica más pequeña de la clase, y seguí con mis gustos primigenios casándome con una mujer pequeña del tipo de Van der Weyden o Lucas Cranach. El color rosado no se limitaba a su rostro. Tenía en la piel algo que no era exactamente de nuestra época, y su idea de la gracia también se remontaba a una época anterior. Había en ella un estilo inclinado: su figura se inclinaba cuando caminaba, las manos se inclinaban en la muñeca mientras cocinaba, comía así también, inclinaba la cabeza atentamente cuando se le decía algo serio y abría un poco la boca para instarte a que tuvieras más sentido común. En las cosas de principio, aunque fuera profundamente irracional, también era obstinada. La muerte ha puesto a Gerda fuera de la circulación, y ya la han envuelto y enviado lejos de manera definitiva. Ya no queda nada de aquel cuerpo rígido y sonrosado ni de los rosados pechos, como tampoco queda nada de aquellos ojos saltones y azules.

Lo que le dije a usted al pasar por la puerta de la biblioteca a ella la habría horrorizado. Le sentaba muy mal que yo fuera desagradable con la gente. Le pondré un ejemplo. Esto se produjo años después, en otra universidad (esta vez auténtica), una noche que Gerda organizó una cena para un gran grupo de académicos: los tres estamentos sociales estaban reunidos alrededor de nuestra mesa de cerezo escandinavo. Yo ni siquiera sabía quiénes eran los invitados. Después del plato principal, se mencionó a un cierto profesor Schulteiss. Era uno de aquellos tipos polivalentes y fanfarrones que molestaban a todo el mundo. Ya podía tratarse de cocina china o de física de las partículas o de las relaciones entre el bantú y el suahili (si es que había alguna), o de la razón por la que lord Nelson amaba tanto a William Beckford o del futuro de la ciencia de los ordenadores, uno no era capaz de interrumpirlo lo suficiente como para quejarse de que no te dejara meter ni una palabra. Era un hombre grande con barba, con un estómago que desafiaba los asaltos y las puntas de los dedos retorcidas, de manera que, si yo hubiera sido dibujante, lo habría retratado cantando al estilo tirolés, con unos mostachos negros y las puntas de los dedos echadas hacia atrás. Uno de los invitados me dijo que Schulteiss estaba terriblemente preocupado porque nadie sería lo bastante sabio como para escribir una esquela cuando él muriera. «No sé si yo estoy cualificado para ello —dije—, pero me encantaría hacerlo, si eso lo conforta en algo.» A la señora Schulteiss, que yo no podía ver por las flores que había encima de la mesa, le estaban sirviendo el postre en aquel momento. No importaba si me había oído o no, porque de inmediato cinco o seis de los invitados repitieron lo que yo había dicho, y la vi mover a un lado las flores para mirarme.

Por la noche traté de convencer a Gerda de que no se había hecho ningún daño real. Anna Schulteiss no era fácil de herir. Ella y su marido estaban siempre peleados… ¿Por qué si no había venido sin él? Además, era difícil de imaginar lo que pensaba y sentía; algunas de sus partículas (en referencia a los conocimientos de Schulteiss en el campo de la física de partículas) estaban seguramente fuera de sitio. Este tipo de comentarios solo empeoraba las cosas. Pero Gerda no me dijo eso, solo se quedó muy rígida en su lado de la cama. Era una artista consumada en lo tocante a respiración nerviosa por la noche, y cuando suspiraba con fuerza no había forma de dormir. Yo me dejé dominar por la misma rigidez y sufrí con ella. El adulterio, que rara vez me tentó, no me habría provocado más culpa. Mientras yo me tomaba mi café por la mañana, Gerda telefoneó a Anna Schulteiss y quedó con ella para comer. Más tarde, fueron juntas a un concierto. Antes de que pasara un mes ya estábamos cuidando a los niños de los Schulteiss en su pequeña y sucia casita de la universidad, que habían convertido en un montón de escombros de la edad de piedra. Cuando habíamos llegado a aquella fase de recoQciliación, Gerda se sintió mejor. Sin embargo, lo que yo creía era que un hombre que se permitía hacer aquellas bromas debería ser lo suficientemente desenvuelto como para llegar hasta el final, y no sucumbir ante la conciencia tan pronto como las palabras salían de su boca. Debía llevar las cosas hasta el fin como el principesco Kippenberg. En todo caso, ¿quién era el auténtico Shawmut, el hombre que gastaba bromas insultantes o el que se había casado con una mujer que no podía soportar que nadie resultara herido por sus insultos?

Se preguntará usted: con una mujer deseosa de luchar hasta la muerte para preservarlo de la venganza de las personas que usted quiere, ¿no se sentía perversamente tentado a causar problemas, solo para seguir avanzando? La respuesta es no, y la razón no es solo que yo amaba a Gerda (mi amor se vio terriblemente confirmado por su muerte), sino también que cuando yo decía las cosas las decía solo por el arte, es decir, sin perversidad ni malicia, ni tampoco como si la malicia tuviera un efecto parecido al alcohol y a mí me emborrachara esa maldad. Eso lo rechazo. Sí, tiene que haber algo de provocación en todo ello. Pero lo que sucede cuando me provocan sucede porque la tierra cede bajo mis pies, y entonces, aunque procedentes de lados opuestos de los cielos, recibo golpes simultáneos en ambos oídos. Me quedo sordo, y tengo que abrir la boca. Gerda, con su forma simple de ver las cosas, trataba de neutralizar los malos efectos de las palabras que salían de mi boca y trazaba planes para recuperar la amistad de todo tipo de personas poco probables cuyas partículas fundamentales faltaban y que no tenían capacidad para la amistad ni interés por ella. A esas personas les enviaba azaleas, begonias, flores cortadas, y llevaba a las mujeres a comer. Volvía a casa y me decía en serio cuántos hechos fascinantes había aprendido sobre ellos, lo poco que les pagaban a sus maridos, o que sus padres eran viejos y estaban enfermos, o que había locura en la familia, o chicos de quince años que robaban casas o que estaban enganchados a la heroína.

Yo nunca le dije nada malo a Gerda, solo a la gente que me provocaba. El suyo es el único caso que recuerdo en el que no hubo provocación. Señorita Rose…, de ahí esta carta de disculpa, la primera que he escrito nunca. Usted es la causa de mi examen de conciencia. Tengo intención de volver a esto más tarde. Pero ahora estoy pensando en Gerda. Por ella intenté controlarme, y al final empecé a aprender el valor de mantener la boca cerrada, y cómo puede fortalecer a un hombre bloquear las palabras inspiradas y dejar que la maldad (si en efecto es maldad) se absorba de nuevo en el sistema. Como el «discurso correcto» de los budistas, me imagino. Lo del «discurso correcto» es pura fisiología. Y ¿tenía mucho sentido escoger las palabras que uno iba a pronunciar en un momento en que las palabras se habían hundido en la grosería y la decadencia? Si volviera por aquí La Rochefoucauld, la gente se volvería de su lado a mitad de frase, y bostezaría. ¿Quién necesita máximas ahora?

Los Schulteiss eran colegas, y Gerda se dedicaba a ellos, tenía acceso a ellos, pero había ocasiones en que no podía protegerme. Por ejemplo, una vez estábamos en una cena formal de la universidad, y yo estaba sentado junto a una anciana que donaba millones de dólares a compañías de ópera y orquestas. Aquella noche yo era algo parecido a la estrella y llevaba frac con corbata blanca, porque acababa de dirigir un concierto del Stabat Mater de Pergolesi, seguramente una de las obras más conmovedoras del siglo XVIII. Uno podría haber pensado que esa música me había ennoblecido, por lo menos hasta la hora de irme a la cama. Pero no, pronto empecé a buscar problemas. No era por accidente que yo estuviera a la derecha de la señora Pergamon. Estaba destinada a recibir un empujón para que hiciera una gran contribución. Alguien había imaginado una schola cantorum, y se suponía que yo era el que tenía que convencerla (con tacto). El asunto se introduciría más tarde. Francamente, a mí no me gustaban los tipos que estaban detrás de aquel plan. No eran mala gente, pero una gran subvención les habría dado más poder del que era bueno para nadie. El viejo Pergamon le había dejado a su mujer una fortuna prodigiosa. Tener tanto dinero era casi un atributo sagrado. Y yo también había dirigido música sacra, de manera que era lo sacro contra lo sacro. La señora Pergamon me hablaba de dinero, ni siquiera había mencionado el Stabat Mater ni mi interpretación. Es cierto que en Estados Unidos el dinero predomina sobre todos los demás temas en una proporción de mil a uno, pero en aquella ocasión no se debía haber dejado de hablar de la música. La vieja me explicaba que los grandes filántropos tenían un acuerdo entre ellos, y cómo se repartían por campos entre Carnegie, Rockefeller, Mellon y Ford. En el extranjero estaban los diversos intereses de los Rotschild y la fundación Volkswagen. Los Pergamon se dedicaban fundamentalmente a la música. Mencionó las sumas gastadas en compositores electrónicos, música de ordenador, que yo detesto, y todo aquel tiempo yo estaba rabioso aunque a ella le dirigiese una mirada de perfecta cortesía desde Kiev. Había visto en la calle su limusina con los vigilantes del campus montando guardia, ayudando a la policía de la ciudad. Los diamantes en su pecho yacían como los lagos Finger entre las montañas. Me veo obligado a decir que aquella conversación sobre dinero tuvo sobre mí unos efectos curiosos. Llegó a lugares muy profundos. Mi difunto hermano, cuya vida estuvo enteramente dedicada al dinero, había sido el favorito de mi madre. Sigue siendo su favorito, y ella ya tiene más de noventa años. Al final oí cómo la señora Pergamon planeaba escribir sus memorias. Entonces le pregunté (y Nietzsche podría haber descrito aquella pregunta como surgida de mi fatum interior): «¿Utilizará usted una máquina de escribir o una calculadora?».

¿De verdad era necesario que yo dijera eso? ¿De verdad dije eso? Era demasiado tarde para preguntar, la tempestad había estallado. Me miró con bastante calma. Ella era una gran dama, y yo era de Bedlam. Como no había ninguna reacción visible en su viejo rostro difuso, y el azul de sus ojos estaba maravillosamente aclarado y aumentado por sus gafas, me sentí tentado a creer que no me había oído o que no me había comprendido. Pero no coló. Cambié de tema. Yo tenía entendido que, a pesar del interés casi exclusivo por la música, de vez en cuando ella había apoyado la investigación científica. La prensa informaba de que había dotado de fondos un proyecto para la investigación sobre la epilepsia. Inmediatamente traté de hablar de epilepsia. Mencioné el ensayo de Freud en el que se formulaba la teoría de que un ataque de epilepsia era una dramatización de la muerte del padre de uno. Por eso es por lo que te ponía tieso. Pero, dándome cuenta de que mi esfuerzo por escapar solo estaba empeorando las cosas, opté por dejarlo y me quedé allí en silencio y frío. Me concentré con toda mi alma en el fatum. Fatum significa que en cada ser humano hay algo inaccesible al examen. Ese no puede aprender nada. Quizá está basado en la Voluntad de Poder, y esa Voluntad de Poder no es nada menos que el Ser en sí. Conmovido, o, como dirían los jóvenes, Hipado por el Stabat M ater (la madre gloriosa que no me había defendido a mí), yo había sentido el impulso de hablar desde las profundidades de mi fatum. Me parece que no entendí en absoluto a la vieja señora Pergamon. Hablarme a mí de dinero era por su parte amabilidad, incluso magnanimidad: un hombre que conocía a Pergolesi era como si fuera rico y una podía dirigirse a él casi como a un igual. Y, a pesar de mí, hizo una donación a la schola cantorum. Uno no penaliza a una institución porque en una cena un imbécil le hable como un salvaje. Era tan sumamente vieja que ya había visto a todos los tipos de maniaco que existen. Quizá yo me sorprendí a mí mismo más que a ella.

Se estaba comportando con gracia, señorita Rose, y yo traté de ser más listo que ella, de adelantarla en una curva peligrosa. ¿Un concurso de fuerza? ¿Qué podía significar aquello? ¿Por qué necesitaba yo fuerza? Bueno, es posible que la necesitara porque desde una posición de fuerza uno puede decir lo que sea. Los hombres poderosos ofenden a quien quieren con impunidad. Por ejemplo, pongamos lo que dijo Churchill sobre un miembro del Parlamento de nombre Driberg: «Es el hombre que hizo que la pederastia cayera en descrédito». Y Driberg, en vez de sentirse ofendido, se sintió halagado, de manera que, cuando otro miembro del Parlamento proclamó que aquel comentario había sido hecho sobre él, insistió en que era su nombre el que había pronunciado Churchill, Dribcrg le dijo: «¿Tú? ¿Por qué reconocería Winston la presencia de un marica insignificante como tú?». Esta pelea divirtió a Londres durante varias semanas. Pero, claro, Churchill era Churchill, el descendiente de Marlborough, su gran biógrafo, y también el salvador de su país. Que él te insultara te garantizaba un lugar en la historia. Sin embargo, Churchill era un vestigio de una era más civilizada. El caso de Stalin era menos civilizado. Stalin, una vez que recibió a una delegación de comunistas polacos en el Kremlin, dijo: «Pero ¿qué ha sido de aquella mujer tan inteligente, la camarada Z?». Los polacos se miraron los pies. Porque, como el propio Stalin había ordenado el asesinato de la camarada Z, no había nada que decir.

Eso es desprecio, no ingenio. Es despotismo oriental, directamente, señorita Rose. Churchill era humano, Stalin solo un coloso. En cuanto a nosotros, aquí en Norteamérica, somos una civilización demótica, htbrida. Tenemos nuestras virtudes pero no conocemos el estilo. Únicamente porque en la sociedad norteamericana no hay lugar para el estilo (en el sentido del estilo de Voltaire o Gibbon, estilo al modo de Saint-Simon o Heine) es por lo que es posible para un hombre como yo hacer esas declaraciones, con las que no perjudica a nadie más que a sí mismo. Si la gente se siente ofendida, es por la «intención hostil» que incluyen, no por la agudeza de las palabras. Entonces me clasifican como una curiosidad filosófica, una personalidad retorcida. Nunca se les ocurre tener una visión completa o biográfica. En el sentido auténtico de la palabra, la biografía se ha apartado de nosotros. Todos revoloteamos como pollos recién nacidos entre los pies de los grandes ídolos, los monumentos del poder.

De manera que ¿qué son las palabras? Un abogado, el primero, aquel que me representó en el caso contra las propiedades de mi hermano (el segundo fue el hermano de Gerda), el abogado número uno, que se llamaba Klaussen, me dijo cuando hubo que redactar una carta importante: «Hágalo usted, Shawmut. Usted es el hombre que tiene las palabras».

—¡Y usted es la puta con diez coños!

Pero esto no lo dije. Él era demasiado poderoso. Yo lo necesitaba. Yo tenía miedo.

Pero era inevitable que lo ofendiera, y al final lo hice.

No sé decirle por qué. Es un misterio. Cuando traté de hablar del ensayo sobre epilepsia de Freud con la señora Pergamon, quería indicarle que yo mismo era objeto de extraños ataques que recordaban a la enfermedad. Pero no era solo patología cerebral, lesiones, o química con Q mayúscula. Era una especie de perversa gaieté de coeur. ¿Elementos de venganza, o blasfemias? Bueno, quizá. ¿Y dónde dejamos la inspiración demoniaca, los energúmenos, o al dios Dionisos? Tras un inquietante almuerzo con Klaussen en su formidable club, donde me intimidó en un comedor lleno de bravucones, una escena de Daumier (a mí me había vencido diez o doce veces, había echado abajo todas mis sugerencias, y yo le había pagado una fianza de veinticinco mil dólares, pero Klaussen todavía no se había molestado en enterarse de los hechos elementales del caso), después del almuerzo, como digo, cuando caminábamos por el vestíbulo del club, donde unos jueces federales, políticos de la gran máquina, vendedores de alimentos y presidentes de juntas diversas, conferenciaban en voz baja, se oyó un gran ruido. Unos obreros habían echado abajo todo un muro. Le dije a la recepcionista: «¿Qué sucede?». Ella contestó: «Están cableando todo el club de nuevo. Hemos estado teniendo problemas con el suministro de electricidad por culpa del viejo sistema eléctrico». Yo fui y le dije: «Mientras. lo hacen podrían aprovechar para electrocutar a la gente del corredor».

Al día siguiente Klaussen me notificó que, por una u otra razón, ya no podía representarme. Yo era un cliente incompatible.

El intelecto del hombre que declara su independencia del poder mundano: muy bien. Pero yo había ido a Klaussen en busca de protección. Lo elegí porque era grande y arrogante, como los tipos que había contratado la viuda de mi hermano. Mi difunto hermano me había engañado. ¿Quería yo recuperar mi dinero o no? ¿Estaba luchando o gateando? Porque en los tribunales uno necesita descaro, o es muy arrogante o no consigue nada. Y con Klaussen, como con la señora Pergamon, no había nada que Gerda pudiera hacer: no les podía enviar flores ni los podía sacar a comer. Además, ella ya estaba enferma. Se moría pero le preocupaba mi futuro. Discutía conmigo.

—¿Por qué tenías que pincharlo? Es un hombre orgulloso.

—Cedí ante mi debilidad. ¿Qué me pasa? ¿Es que soy demasiado bueno para ser un hipócrita?

—La hipocresía es una gran palabra … Más bien se trata de dar un poco de coba.

Y, una y otra vez, yo decía lo que no debía, especialmente teniendo en cuenta su estado de salud:

—Hay muy poca distancia entre dar coba y besar un culo.

—Ay, mi pobre Herschel, ¡nunca cambiarás!

Entonces se estaba muriendo de leucemia, señorita Rose, y tuve que prometerle que pondría mi caso en manos de su hermano Hansl. Ella creía que por ella su hermano me sería leal. Es cierto que a ella la quería. Quería a su hermana. Pero como abogado era un desastre, no por nada sino porque era en esencia un timador malo. Además, simplemente, estaba loco.

Aboga(!os, abogados. ¿Por qué necesitaba yo todos esos abogados?, me preguntará usted. Porque quería mucho a mi hermano. Porque hicimos negocios juntos, y no se pueden hacer negocios sin abogados. Se han construido una posición en el centro mismo del dinero: la fuerza en el centro de aquello que es más fuerte. Algunos de los pasajes más alegres de la carta de Walish se refieren a mi horrible litigio. Me dice: «Siempre supe que eras un tonto». Él mismo se preocupó mucho por no serlo nunca. Y no es que cualquier hombre pueda estar siempre absolutamente seguro de que su prudencia es perfecta. Pero contratar abogados es una prueba firme de que es uno un primo. En eso reconozco que Walish tiene razón.

Mi hermano, Philip, me había ofrecido una propuesta de negocio, y aquello también fue culpa mía. Cometí el error de decirle cuánto dinero me había aportado mi libro sobre la apreciación de la música. Esto lo impresionó. A su mujer le dijo: «Tracy, ¡adivina quién está cargado de dinero!». Y entonces me preguntó: «¿Qué vas a hacer con ese dinero? ¿Cómo te proteges contra los impuestos y la inflación?».

Yo admiraba a mi hermano, y no porque fuera un «hombre de negocios creativo», como decía él en la familia (eso para mí significaba bien poco), sino porque…, bueno, de hecho no hay ningún «porque», está solo lo dado, un sentimiento de toda la vida, un misterio. Su interés por mis finanzas me excitó. Por una vez me habló en serio, y eso me volvió loco. Le dije: «Yo ni siquiera he intentado nunca hacer dinero, y ahora estoy hundido en él». Una declaración así era muy poco ingenua. Si lo prefiere, era una mentira. Adoptar ese tono también era un error, porque significaba que el dinero no era tan difícil de ganar. El hermano Philip se había vuelto loco por ganarlo mientras que el hermano Harry lo había ganado a montones, como por casualidad, mientras tocaba el violín. Esto, ahora lo reconozco, era una provocación. Tomó nota de ello con mala cara. Incluso vi cómo tomaba esa nota mentalmente.

De niño, Philip era muy gordo. Teníamos que dormir juntos y era como compartir la cama con un manatí. Desde entonces, había adelgazado bastante. De perfil, su rostro era ancho, con bolsas bajo los ojos, un rostro astuto y serio encima de un cuerpo fuerte. Mi difunto hermano era un hombre habilidoso. Era capaz de hacer planes a largo plazo. Sobre mí tenía la suprema ventaja de la distancia. Mi debilidad era mi cariño por él, despreciable en un varón adulto. Él recordaba ligeramente a Spencer Tracy, pero era más astuto y agudo. Tenía un bronceado de Texas, el peinado «a la moda», no simplemente del barbero, y llevaba anillos mexicanos en todos y cada uno de sus dedos.

Nos invitaron a Gerda y a mí a visitar sus propiedades cerca de Houston. Allí vivía por todo lo alto, y cuando me mostró el lugar me dijo:

—Todas las mañanas cuando abro los ojos me digo: «Philip, vives justo en medio de un parque. Tienes todo un parque para ti».

Yo le respondí:

—Desde luego, es tan grande como el Douglas Park de Chicago.

Él me detuvo porque no deseaba oír hablar del viejo West Side, de nuestros deprimentes orígenes. Roosevelt Road con sus puestos de pollos apiñados en las aceras, el molinillo de rábano del Talmud en la puerta de la pescadería o el drama díario de la cocina de los Shawmut en Independence Boulevard. Él odiaba aquellos recuerdos míos, porque él estaba plenamente americanizado. Por otro lado, él no pertenecía más a esa ciudad de Texas que yo. Quizá era eso: nadie pertenecía a ese lugar. Numerosos empresarios fracasados lo habían precedido en este parque privado, petroleros y promotores inmobiliarios que habían hecho que este monumento se construyera. Uno tenía la sensación de que todos debían de haber muerto en refugios para los sin techo o en manicomios del Estado, maldiciendo el grandioso destino que ahora pertenecía a Philip, o parecía pertenecerle. La verdad era que a él tampoco le gustaba; no tenía más remedio que aguantarse con él. Lo había comprado por diversas razones simbólicas, y por la presión de su mujer.

En confianza me dijo que tenía una inversión estupenda para mí. La gente se acercaba a él con cientos de miles de dólares para que los dejara participar, pero él los rechazaba a todos por mí. Por una vez, estaba en posición de hacer algo por mí. Después me expuso sus condiciones. La primera condición era que nunca lo iba a cuestionar, así hacía él los negocios, pero yo podía estar seguro de que me protegería como un hermano y de que no había nada que temer. En aquellos jardines fragantes, pasó por un instante (no más) al yídish. Nunca iba a dejar que apoyara mi cabeza sensata en un lecho de enfermo. Entonces volvió a cambiar. Me dijo que su mujer, que era la mejor mujer del mundo y la propia alma del honor, respetaría sus compromisos y llevaría a cabo sus deseos con fanática fidelidad si algo le fuera a suceder a él. Su fidelidad fanática para con él era fundamental. Según él, yo nó entendía a Tracy. Era una mujer difícil de conocer pero auténtica, y él no iba a consentir que hubiera ninguna cláusula en nuestro acuerdo que la obligara a ella formalmente. Ella se ofendería y él también. Y no creerá usted, señorita Rose, cómo me impresionaron todos estos clichés. Respondí como si fuera el acelerador que estaba bajo sus gordos y elegantemente calzados pies, un acelerador que introducía sangre, y no gasolina, en mi motor mortal. Yo estaba loco por mis sentimientos y le dije que sí a todo, ¡sí, sí! El plan era crear una fábrica de piezas de repuesto de automóviles, la mayor de Texas, que suministraría piezas a todo el sur y también a América Latina. Los grandes exportadores alemanes e italianos buscaban piezas de repuesto, como todo el mundo sabía; yo había experimentado esto por mí mismo, ya que una vez tuve que esperar cuatro meses a que me enviaran un estabilizador de la rueda delantera para mi BMW que no se podía obtener en Estados Unidos. Pero no fue la propuesta de negocio lo que me embaló, señorita Rose. Lo que me afectó fue el hecho de que mi hermano y yo estuviéramos realmente asociados por primera vez en nuestras vidas. Como nuestra empresa conjunta no podría ser nunca algo relacionado con Pergolesi, tenía que ser necesariamente algún negocio. A mí me movían de manera irracional emociones que habían esperado toda una vida para expresarse; debieron de introducirse en mi corazón a una edad muy temprana, y ahora salían con toda su fuerza para arrastrarme hasta el fondo.

—¿Qué tienes tú que ver con las piezas de automóviles? —dijo Gerda—. ¿Y la grasa, y el metal, y todo ese ruido?

Yo le dije:

—¿Qué ha hecho nunca el Servicio de Impuestos por la música para poder quedarse con la mitad de mis ganancias?

Mi mujer era una mujer culta, señorita Rose, y lo que hizo fue empezar a releer algunos libros y a contármelos, especialmente a la hora de acostarnos. Repasamos gran parte de la obra de Balzac. Fere Goriot (lo que las hijas pueden hacerle a un padre), Le cousin Pons (cómo un inocente anciano fue hundido por sus parientes que ambicionaban su colección de arte)… Un pariente timador detrás de otro, y todos ellos sin piedad. Me relató la destrucción del pobre César Birotteau, el confiado perfumista. También me leyó pasajes de Marx sobre la destrucción del parentesco por el capitalismo. Pero nunca se me ocurrió que esos males pudieran afectar a un hombre que los había leído. Yo había leído sobre la enfermedades venéreas y nunca había contraído ninguna. Además, ya era demasiado tarde para hacer caso de un aviso.

En mi último viaje a Texas visité los enormes y humeantes terrenos de demolición de automóviles y, de vuelta en la mansión, Philip me contó que su mujer se dedicaba ahora a criar pit bulls. Puede que haya leído usted algo sobre estas criaturas, que han escandalizado a los norteamericanos amantes de los animales. Son los más terroríficos de todos los perros. Parte terrier, parte bulldog inglés, de piel suave y amplio pecho, inmensamente musculosos, atacan a todos los extraños, sean niños o adultos. Como no ladran no hay ningún aviso. Su intención es siempre matar, y una vez que han empezado contigo no hay nadie capaz de hacer que se retiren. La policía, si llega a tiempo, tiene que dispararles. En el foso, los perros luchan y mueren en silencio. Los aficionados apuestan millones de dólares en las peleas (que son ilegales, pero ¿qué importa?). Las sociedades de protección de animales y los grupos de defensa de las libertades civiles no saben muy bien cómo defender a estos animales asesinos o los derechos legales de sus propietarios. En Washington hay un grupo que trata de exterminar esta raza, y mientras tanto los entusiastas siguen experimentando y haciendo todo lo posible para crear el peor de todos los perros.

Philip estaba sumamente orgulloso de su mujer.

—Tracy es una joya, ¿verdad? —decía—. Estos animales te dan la posibilidad de ganar mucho dinero. Siempre confío en ella cuando se interesa por una nueva moda. Hay gente que viene de todo el país para comprarle cachorros.

Me llevó a las perreras para mostrarme los pit bulls con orgullo. Cuando pasábamos a su lado, colocaban las patas en las rejas de metal y nos enseñaban los dientes. No me gustó aquella visita. Mis propios dientes temblaban. El propio Philip no estaba cómodo con los animales en absoluto. Él era su propietario, eran activos que tenía, pero no era el amo. Tracy, apareciendo en medio de los perros, me saludó en silencio con una inclinación de cabeza. Los empleados negros que llevaban la carne eran tolerados.

—Pero Tracy —dijo Philip— es su diosa.

Es posible que me paralizara el miedo, porque no se me ocurrió decir nada satírico ni irónico. Ni siquiera fui capaz de recordar ninguna impresión graciosa para contarle luego a Gerda, cuya diversión me preocupaba mucho en aquellos tristes días.

Pero como un eco, que es mi verdadera naturaleza, traté de conectar la crianza de estos terribles perros con el tono general del país. Los pros y los contras de la cuestión añaden algunas líneas curiosas al perfil espiritual de Estados Unidos. No hace mucho, una señora escribió al Bastan Gabe que había habido un error de juicio en los Padres Fundadores al no considerar el bienestar de los perros y gatos en esta democracia, teniendo en cuenta cómo es la gente. Los fundadores fueron demasiado blandos con la maldad del hombre, según ella, y en la Carta de Derechos se tendría que haber previsto la seguridad de esos inocentes que están obligados a depender de nosotros. El primer contacto que se me ocurrió era que el igualitarismo se estaba extendiendo ahora a los perros y los gatos. Pero no era simple igualitarismo, sino una fusión de disintas especies; la línea entre el hombre y los demás animales se estaba volviendo confusa. Un perro te va a dar más autenticidad de la que sacarás nunca de un amante o de un padre. Me parece recordar que en los años treinta (¿habré leído esto en las memorias de Lionel Abel?) el surrealista francés André Breton quedó escandalizado cuando visitó a León Trotsky en su exilio. Mientras ambos hombres hablaban de la revolución mundial, el perro de Trotsky se acercó para que lo acariciaran y Trotsky dijo: «Este es mi único amigo auténtico». ¿Qué? ¿Un perro el amigo de este teórico marxista y héroe de la Revolución de Octubre, el organizador del Ejército Rojo? Los actos simbólicos surrealistas, como es disparar al azar a una muchedumbre en la calle, Breton podía recomendarlos públicamente, pero ponerse sentimental por un perro como cualquier burgués era algo chocante. Los psiquiatras de hoy día no se escandalizarían. Si se les pregunta a quién quieren más, sus pacientes responden cada vez más a menudo: «A mi perro». A este paso, se está convirtiendo en una auténtica posibilidad lo de ver a un perro en la Casa Blanca. No un pit bull, desde luego, pero sí un hermoso y dorado perro doméstico cuyo veterinario sería entonces el secretario de Estado.

No le comuniqué estas reflexiones a Gerda. Como tampoco le dije que Philip también estaba enfermo, porque habría sido inquietante para ella. Había estado yendo a un médico. Tracy lo había metido en un programa de forma física. Por las mañanas entraba en el anexo del dormitorio principal, en el que se había montado el equipo de gimnasia más moderno. Con unos calzones de boxeador de seda más largos de la cuenta (me parece que estaban decorados como un whisky amargo, porque tenían dibujos de trozos de naranja parecidos a ruedas), se colgaba con sus gordos brazos del brillante aparato, corría en una rueda con un metro, y tiraba de los pesos. Cuando se ejercitaba en el Exercycle, las ruedas como gajos de naranja de sus calzones ampliaban la fantasía del vehículo, pero no iba a ninguna parte. Qué cosas tan extrañas hacía ahora que era rico, ¡qué posición más falsa tenía! Sus hijos adolescentes eran sureños reaccionarios. El druídico musgo español vibraba al son de la música rock. Los perros criados para la crueldad esperaban su momento. Daba la impresión de que mi hermano era únicamente el administrador de su mujer y de sus hijos.

Y, sin embargo, le gustaba que yo lo observara mientras hacía sus ejercicios e impresionarme con su fuerza. Cuando hacía flexiones, sus caídas tetas tocaban el suelo antes de que lo hiciera su barbilla, pero su serio rostro censuraba cualquier comentario cómico que yo me pudiera sentir inclinado a hacer. Me llamaba para que presenciara que debajo de la grasa había un bloque de fuerza primitiva; en su torso, un corazón fuerte, unas grandes venas en su cuello, y en toda su espalda, bandas de músculo. «Yo no soy capaz de hacer nada de eso», le dije, y era verdad, señorita Rose. Mi trasero es como una mochila que ha perdido las correas.

No hacía ningún comentario porque yo era un socio general que había invertido seiscientos mil dólares en el despiece de automóviles oxidados. Tres kilómetros detrás de aquel parque privado había grúas y compactadores, y cientos de hectáreas llenas de restos metálicos y polvo. Para entonces yo entendía que la auténtica fuerza detrás de esta empresa era la mujer de Philip, un trozo redondo y bajo de rubia autosuficiencia, tan denso como un meteorito y que, de algún modo, estaba también en las nubes. Pero no, era yo quien estaba en las nubes, mientras que ella era sumamente astuta.

¡Y la mayoría de mis ideas conyugales procedían de la gentileza y atención de mi querida Gerda!

Durante esta última visita a mi hermano Philip, traté de hacerle hablar de nuestra madre. El interés que él se tomaba por ella era mínimo. Los sentimientos familiares no eran de su gusto. Todo lo que tenía era para la familia nueva; para la familia vieja, nada. Me dijo que no recordaba Hammond, Indiana, ni Independence Boulevard.

—Tú eras el único que me importaba —me dijo.

Él era consciente de que había dos hermanas que ya no estaban con nosotros, pero no se acordó de sus nombres. Sin intentarlo siquiera a medias, estaba por encima de André Breton, y nunca nadie lo podría superar. Para él el surrealismo no era una teoría, era una visión del futuro.

—¿Cuál era el nombre real de Chink?

Yo me eché a reír.

—Cómo, ¿has olvidado el nombre de Helen? Estás fanfarroneando. La próxima cosa que me digas será que no recuerdas tampoco a su marido. ¿Y qué pasa con Kramm? Fue él quien te compró tu primer par de pantalones largos. ¿Y Sabina? Fue ella la que te encontró el trabajo en la tienda de cubos del Loop.

—Se apagan en mi mente —respondió él—. ¿Para qué voy a mantener esas memorias polvorientas? Si quiero detalles puedo hacer que tú me los des. Tú tienes una memoria prodigiosa… ¿Para qué te sirve?

A medida que me hago viejo, señorita Rose, no discuto ese tipo de opinión o juicios sino que tiendo en vez de eso a estudiarlos. Es cierto que yo contaba con la memoria de Philip. Quería que él recordara que éramos hermanos. Yo había esperado invertir mi dinero de manera segura y vivir de los ingresos procedentes de las piezas de los coches: veranos en Córcega, viajes a Londres al comienzo de la temporada musical. Antes de que los árabes hicieran que se pusieran tan caros los edificios en Londres, Gerda y yo hablamos de comprar un apartamento en Kensington. Pero esperamos y esperamos, y no llegaba nada de aquella asociación.

—Estamos ganando mucho —decía Philip—. Para el año que viene podré comprar la hipoteca, y entonces tú y yo tendremos más de un millón para repartirnos. Hasta entonces, tendrás que conformarte con los descuentos en los impuestos.

Y empecé a hablar de nuestra hermana Chink, creyendo que mi único recurso consistía en conmover los sentimientos familiares que pudieran haber sobrevivido en esta atmósfera entre el musgo español electrónicamente preparado por la música rock (mientras, por detrás, los pit bulls se ahogaban en silencio en la violencia de sus instintos sanguinarios). Yo recordaba que en Independence Boulevard habíamos oído una música muy diferente. Chink tocaba por ejemplo «Jimmy tenía diez centavos» al piano, y todos los demás cantábamos a coro, o gritábamos. ¿Recordaba Philip que Kramm, quien conducía un camión de refrescos (era debido al afecto, porque quería mucho a Helen, por lo que la llamaba Chink, «Tintineo»), podía colocar exactamente una caja llena de botellas en una pequeña abertura en la mismísima cima de la pirámide? No, el camión no estaba exactamente lleno como una pirámide, era un zigurat.

—¿Qué es un zigurat?

Una construcción asiria o babilonia, le expliqué, con terrazas que no llegaban a una cima.

Philip dijo:

—Fue un error enviarte a la universidad, aunque no sé para qué otra cosa habrías servido. Ninguno de los demás pasamos del instituto… Kramm estaba bien, supongo.

Sí, le dije, Chink hizo que Kramm pagara los gastos de mi educación. Kramm había sido soldado de infantería, ¿lo recordaba Philip? Kramm era bajo pero fuerte, con la cara redonda, la piel suave como un tipo de Samoa, y llevaba el pelo negro aplastado contra la cabeza al estilo de Valentino o de George Raft. Él nos mantenía a todos, pagaba la renta de la casa. Nuestro padre, durante la Depresión, vendía por las casas alfombras a las extranjeras del norte de Michigan. Él no podía pagar el alquiler. De arriba abajo, aquella gran casa se convirtió en la responsabilidad de mi madre, y si antes había estado un poco tocada, un poco melodramática, después de los cincuenta parecía que se había vuelto loca. Había algo militar en la manera en que se hacía cargo de la casa. Su puesto de mando era la cocina. A Kramm había que alimentarlo porque nos alimentaba a todos, y comía desmesuradamente. Ella cocinaba bañeras de coles rellenas y de chop suey para él. Él era capaz de comer litros de sopa, o de tragarse entero él solo un pastel de piña. Mamá compraba, pelaba, troceaba, freía, hervía, asaba, horneaba; servía y fregaba. Kramm comía hasta que no podía más y entonces, por las noches, era capaz de salirse de los pantalones del pijama, andando sonámbulo. Iba directo a la nevera. Recuerdo una noche de verano en que lo vi cortar naranjas por la mitad y atacarlas con los dientes. En medio de su sonambulismo se tragó alrededor de una docena, y entonces lo vi volverse a la cama, siguiendo a su barriga hasta la puerta de la habitación.

—Y jugaba en un tugurio llamado La Herradura de Diamantes. Kedzie y Lawrence —dijo Philip. Sin embargo, no tenía intención de que yo lo arrastrara a ningún recuerdo. Empezó a sonreír un poco, pero siguió básicamente serio y reservado.

Por supuesto. Había empezado uno de sus golpes más grandes.

Cambió de tema. Me preguntó si no admiraba yo la manera en que Tracy administraba su gran fortuna. Era una maga. No necesitaba decoradores, lo había hecho todo ella misma. Toda la ropa de casa era portuguesa. Los jardines eran maravillosos. Las rosas que ella cultivaba ganaban premios. Los aparatos eléctricos nunca daban problemas. Era una cocinera de primera. Es cierto que los niños eran difíciles. Pero era así como eran los niños de hoy día. Ella era una psicóloga maravillosa, y en lo esencial aquellos pequeños monstruos estaban bien controlados. Simplemente eran jóvenes norteamericanos. Su mayor satisfacción era que todo fuera tan norteamericano. Y es verdad que lo era: una producción norteamericana de principio a fin.

Para el desayuno, si yo llamaba con insistencia a la cocina, podía tener un café al lado y una rebanada de pan de molde. Me los traía a la habitación una persona negra que no respondía a ninguna pregunta. ¿Había huevos, una tostada, una cucharada de mermelada? Nada. A mí me hiere profundamente que no me den de comer. Mientras, estaba allí esperando que el criado viniera con aquel café helado y el pan como algodón absorbente, preparando los comentarios que podría hacerle a ella, examinando cómo podía equilibrar la sátira y el atractivo humano. Era una pérdida de tiempo intentar alcanzar un nivel humano con los criados. Estaba claro que yo era un invitado de poca importancia, señorita Rose. Nadie me escuchaba. Casi podía oír cómo se daban instrucciones a los criados para que «descansaran por servicios anteriores» o «utilizaran toda la negligencia que les diera la gana»: las palabras de Goneril en El rey Lear. Además, la habitación que me habían asignado había sido ocupada por una de las niñas, que ahora era demasiado grande para ella. El papel de las paredes, ilustrado con Simón el Simple y el Ganso Goosey, en aquel momento me pareció inapropiado (ahora me parece agudamente pertinente).

Y encima estaba obligado a escuchar las alabanzas que hacía mi hermano de su mujer. Una y otra vez me contó lo buena y sabia que era, lo inteligente y buena madre, lo brillante que era como anfitriona y cómo la respetaban los mejores propietarios de las fincas de mayor tamaño. Además, era una consejera astuta. (¡Eso sí que podía creerlo!) Además era cálida cuando él estaba nervioso, era una amante enérgica y le daba a él lo que nunca antes había tenido: paz. Y yo, señorita Rose, con seiscientos mil dólares hundidos allí, me veía obligado a escucharlo, asintiendo como un bobo. Obligado a asentir ante todas aquellas mentiras, a dar mi visto bueno a todas aquellas bondades que él vendía, yo murmuraba las palabras que él necesitaba para terminar sus frases. (¡Cómo se habría reído Walish!) La muerte exhalaba su aliento sobre ambos hermanos, tan distintos, con la pura fragancia del aire subtropical: magnolia, madreselva, azahar, o lo que fuera aquello, golpeando en nuestros rostros. Lo más extraño de todo fue la última confidencia de Philip (¡farsante!). Solo para mí, susurró en yídish, que nuestras hermanas habían gritado como papagayos, que por primera vez en su vida tenía silencio aquí, tranquilidad doméstica. No era verdad. Allí había música rock amplificada.

Después de esta pausa, salió con una venganza. Para una cena familiar, fuimos en dos Jaguar a un restaurante chino, un enorme lugar construido en círculos, o pozos para cenar, con mesas elevadas como timbales sinfónicos. Allí Philip montó una escena. Pidió demasiados aperitivos, y cuando la mesa estaba llena de platos llamó al director para quejarse de que lo estaban presionando, él no había pedido porciones dobles de todos aquellos wan-tun fritos, rollitos de primavera y costillas asadas. Cuando el director se negó a retirarlos, Philip fue de mesa en mesa con los platos diciendo: «¡Tengan! ¡Gratis! ¡Yo invito!». Es cierto que los restaurantes siempre lo excitaban, pero aquella vez Tracy tuvo que llamarlo al orden. Le dijo: «Ya basta, Philip, hemos venido para comer, no para elevarle a todo el mundo la presión sanguínea». Pero a pesar de todo unos minutos más tarde él fingió que había encontrado una piedrecita en su ensalada. Yo ya había visto esto antes. Llevaba la piedrecita en el bolsillo adrede. Hasta los chicos estaban hartos de él, y uno de ellos dijo: «Siempre está haciendo lo mismo, tío». A mí me sobresaltó el oírme llamar tío.

Permítame un momento, señorita Rose. Estoy tratando de contarle todo lo antes posible. En toda Vancouver no hay ni un alma con la que poder hablar a excepción de la anciana señora Gracewell, y con ella me tengo que mover por los campos esotéricos. Philip fingió que se había roto un diente, con lo que pasó del americanismo de las revistas femeninas (mujer perfecta, hermosa casa, el más alto nivel de normalidad) al de los reaccionarios sureños de clase baja. Pegándoles gritos a los orientales, ordenándoles a sus hijos que llamaran a su abogado. La idiosincrasia ignorante de una bestia rica norteamericana. Pero ya no se puede ser un ignorante sin sofisticación, hay que ponerse a la altura de lo que uno odia.

Sin embargo, no sirve de nada hablar de «falsa conciencia» o de nada de toda esa basura. Phil se había puesto en manos de Tracy para una americanización plena. Para lograr este privilegio (obsoleto), pagó el precio de su alma. Pero, de todos modos, puede que nunca haya estado absolutamente seguro de que haya alguien así con alma. Lo que le molestaba de mí era que yo no dejara de indicar que las almas existían. ¿Qué era yo, un rabino reformista o algo así? A excepción de la ceremonia de un funeral, Philip no habría soportado a Pergolesi ni dos minutos seguidos. ¿Y acaso yo —olvidándonos de Pergolesi— no andaba buscando una buena inversión?

Cuando Philip murió poco después, puede que haya leído usted en los periódicos que estaba mezclado en negocios sucios en el Medio Oeste, con ladrones que robaban coches caros y los desguazaban para, exportarlos por piezas a América Latina y todo el Tercer Mundo. Sin embargo, el delito de Philip no era ese. Con el crédito conseguido con mi dinero, la sociedad compró y revendió tierras, pero muchas de aquellas propiedades carecían de un propietario claro, había derechos en contra. Los compradores defraudados pusieron pleito. Hubo muchos problemas. Cuando lo condenaron, Philip apeló, y después se saltó la fianza y huyó a México. Allí lo secuestraron mientras hacía deporte en el parque de Chapultepec. Sus secuestradores eran buscadores de fortuna. Las compañías que él había dejado a cargo de la Bolsa cuando escapó habían ofrecido un rescate por su extradición. Existen especialistas que son capaces de secuestrar a la gente, señorita Rose, si la recompensa es lo suficientemente grande como para hacer que el riesgo valga la pena. Después de que devolvieran a Philip a Texas, el gobierno de México inició el proceso de extradición basándose en que lo secuestraron ilegalmente, cosa que era cierta. Mi pobre hermano murió mientras hacía flexiones en la prisión de San Antonio durante la hora de los ejercicios. Aquel fue el fin de sus pintorescas aventuras.

Después de que hicimos luto por él, y yo tomé medidas para recuperar mis pérdidas de sus bienes, descubrí que sus bienes personales se elevaban a cero. Había entregado toda su riqueza a su mujer y sus hijos.

No me podían acusar de los delitos de Philip, pero, como él me había hecho socio general, sus acreedores me persiguieron. Conservé los servicios del señor Klaussen, y los perdí por el comentario que hice en la entrada de su club sobre electrocutar a las personas en el comedor. Aquella broma era dura, lo admito, aunque no más dura de lo que suele pensar la gente a menudo, pero el nihilismo también tiene sus escrúpulos, y los profesionales no pueden permitir que sus clientes gasten esas bromas. Klaussen trazó la línea. Por eso, después de la muerte de Gerda, me encontré en manos de su enérgico pero desequilibrado hermano, Hansl, quien decidió, con motivos suficientes, que yo era un incompetente, y como él creía en la acción rápida, adoptó medidas dramáticas y pronto me colocó en mi posición actual. ¡Menuda posición! Dos hermanos a la fuga, uno al sur y el otro al norte y haciendo frente a la extradición. Por mí ninguna compañía ofrecerá una recompensa. No lo valgo. E, incluso aunque Hansl me prometió que en Canadá estaría seguro, él mismo no se molestó en comprobar la legislación. Fue uno de sus estudiantes el que lo hizo, y como era una chica inteligente y sexy no le pareció necesario examinar sus conclusiones.

Los simpatizantes que saben de lo que hablan, cuando me preguntan quién me representa, quedan impresionados cuando se lo digo. Me responden: «¿Hansl Genauer? Un tipo realmente listo. Todo va a salir bien».

Hansl se viste de manera muy agresiva, con trajes y camisas de Hong Kong. Es un hombre delgado, y tiene el estilo de un violinista de concierto y unos movimientos que, para un abogado, son plenamente convincentes. Por su hermana («Ella tuvo una vida maravillosa contigo, eso lo dijo hasta el fin»), era, o trataba de ser, mi protector. Yo era un pobre viejo, de luto, incompetente, próspero por casualidad, confiado de manera tonta, al que habían estafado por completo.

—Tu hermano te jodió bien. Él y su mujer.

—¿Ella participó?

—Trata de pensar un poco. ¿Ha contestado ella a alguna de tus cartas?

—No.

Ninguna, señorita Rose.

—Déjame que te diga cómo lo reconstruyo yo —dijo Hansl—. Quería impresionar a su mujer. Le tenía miedo. Por terror, quería hacerla rica. Ella le dijo que era toda la familia que necesitaba. Para demostrar que la creía, él tenía que sacrificar a su propia carne y sangre ante la nueva familia. Algo así como: «Yo te doy la vida que soñabas, todo lo que tienes que hacer es cortarle la garganta a tu hermano». Él hizo su parte, apiló pasta sobre pasta sobre más pasta (de todas formas, supongo que no le gustabas) y puso todo el botín a nombre de ella. De manera que, cuando murió, cosa que nunca iba a suceder…

La inteligencia es el instrumento de Hansl: lo utiliza como un desconocido, y se inclina con elegancia, como si estuviera plantando la estructura de una sonata, frase a frase, para su retrasado cuñado. ¿Para qué necesitaba yo todo aquello? Dios mío, ¿es que no hay nadie de mi lado? Mi hermano me engañó por el afecto ciego que yo le tenía como levanta uno a un conejo por las orejas. Hansl, que ahora se hacía cargo del caso, analizó para mí aquella traición, hasta las fibras más finas de sus lazos fraternos, y esto demostraba que él estaba totalmente de mi lado…, ¿verdad? Examinó los libros de mi asociación, cosa que yo nunca me había molestado en hacer, y señaló los engaños de Philip.

—¿Ves? Le alquilaba tierras a su mujer, como propietaria nominal, para su uso por parte de la empresa de desguace, y todos los años ese cerdo se pagó a sí mismo una renta de noventa y ocho mil dólares. Ahí están tus ganancias. Y hay más tratos de ese tipo en todas estas hojas de balance. Mientras tú planeabas pasar los veranos en Córcega…

A mí no me hicieron para hacer negocios, eso lo puedo entender.

Tu querido hermano era un sinvergüenza a tiempo completo. Podría haber creado un servicio de fraudes a domicilio. Pero tú también provocas a la gente. Cuando Klaussen me entregó tus expedientes, me contó las cosas ofensivas y malvadas que decías. Entonces decidió que no podía representarte más.

—Pero no me devolvió la parte sin utilizar del grueso depósito que yo le había entregado.

—Yo me voy a ocupar de ti ahora. Gerda ya no está, y eso me deja a mí para vigilar que las cosas no empeoren: yo soy el único adulto de los tres. De mis clientes, los mayores lectores son siempre los que más problemas tienen. Si quieres que te diga la verdad, lo que se suele llamar cultura provoca más bien confusión e impide su desarrollo. Me pregunto si alguna vez comprenderás por qué dejaste que tu hermano te engañara de esa manera.

El mundo malo de Philip me tomó prestado para sus fines. Sin embargo, yo me había acercado a él esperando obtener ganancias, señorita Rose. Yo no estaba exento de culpa. Y si él y su gente —contables, directores, su mujer— me obligaron a sentir lo que yo sentía, me colonizaron con sus realidades, incluso con sus humores cotidianos, procuraron que yo sufriera todo lo que ellos tenían que sufrir, después de todo fue idea mía. Yo traté de utilizarlos a ellos.

Nunca volví a ver a la mujer de mi hermano, ni a sus hijos, ni la casa en que vivían, ni a los pit bulls.

—Esa mujer es un genio desde el punto de vista legal

—me decía Hansl.

Hansl me lo decía a mí:

—Será mejor que transfieras lo que te queda, la cuenta del fondo de inversiones, a mi banco, donde yo pueda cuidarlos. Tengo muy buenas relaciones con ese banco. Son eficientes, y no hay engaños. Se ocuparán de ti.

De mí ya se habían ocupado antes, señorita Rose. Walish tenía muchísima razón sobre «la vida de los sentimientos» y la gente que la vive. Los sentimientos son parecidos al sueño, y el sueño generalmente se hace en la cama. Era evidente que yo siempre estaba buscando un lugar seguro en el que acostarme. Hansl me ofreció buscarme un lugar seguro para que yo no tuviera que cansarme con las finanzas y los litigios, que me ponían demasiado nervioso, eran complicados y me molestaban; de manera que acepté su propuesta y nos encontramos con un empleado de su banco. En realidad, el banco tenía aspecto de ser una institución antigua y correcta, con alfombras orientales, pesado mobiliario tallado, cuadros del siglo XIX y docenas de metros cuadrados de atmósfera financiera por encima de nuestras cabezas. Hansl y el vicepresidente que se iba a ocupar de mí empezaron a hablar casualmente de l mercado de los productos básicos, los asuntos del ayuntamiento, las posibilidades de triunfo de los Chicago Bears, con la intimidad de un par de chicas en un bar de la calle Rush. Yo comprendí que Hansl necesitaba urgentemente los puntos que le iban a dar por conseguir mi cuenta. No le iba muy bien. Aunque se suponía que nadie tenía que decirlo, yo me di cuenta de ello. Pusieron delante de mí muchos impresos, y yo los firmé. Entonces extendieron delante de mí dos tarjetas definitivas justo cuanto mi ritmo de firma parecía irreversible. Pero apliqué el freno. Le pregunté al vicepresidente lo que eran y me dijo:

—Si está usted ocupado, o no está en la ciudad, estas tarjetas le darán al señor Genauer poderes para negociar por usted: comprar o vender existencias por cuenta suya.

Yo deslicé las tarjetas en mi bolsillo y dije que me las llevaría a casa y las enviaría por correo. Pasamos al siguiente punto de las negociaciones.

Hansl hizo una escena en la calle, arrastrándome fuera de las grandes puertas del banco y por una estrecha callejuela del Loop. Detrás de la cocina de un local de hamburguesas me echó la bronca. Me dijo:

—Me has humillado.

Yo le dije:

—Antes no habíamos hablado de un poder notarial. Me cogiste por sorpresa completamente. ¿Por qué me lo sacaste de ese modo?

—¿Me estás acusando de tratar de sacar un beneficio fácil? Si no fueras el marido de Gerda te mandaría a la porra. Me has hecho perder valor ante un socio. Así lo hiciste con tu propio hermano, y yo estoy más cercano a ti por afecto de lo que él lo estaba por sangre, idiota. No habría comerciado con tus valores sin avisarte.

Se le habían saltado las lágrimas de rabia.

—Por Dios, alejémonos del ventilador de esta cocina —dije yo—. Estoy asqueado con estos humos.

Él me gritó:

—¡Tú estás fuera! ¡Fuera!

—Y tú estás dentro.

—¿Y dónde demonios se puede estar si no?

Señorita Rose, usted nos ha entendido, de eso estoy seguro. Estábamos hablando del torbellino. Una palabra más agradable para nombrarlo es la francesa, le tourbillon, o la vorágine. Yo no estaba fuera de él, solo era mi proyecto salir de él. Ha sido un problema de desorientación, querida. Yo sé que existe un estado ideal para cada uno de nosotros. Y, mientras yo no esté en el estado adecuado, el estado de visión en el que se supone que estaba destinado a estar, debo asumir las responsabilidades por la infelicidad que otros sufran por mi desorientación. Hasta que esto termine, solo puede haber errores. Para decirlo de otro modo, mis sueños de orientación o de visión auténtica me tientan al sugerirme que el mundo en el que yo vivo —junto a otros— es una invención, un parque de atracciones que, sin embargo, no me divierte. Se parece, para que nos entendamos, al parque privado de mi hermano, que se supone que debía demostrar por signos externos que él consiguió llegar al propio centro de la realidad. Philip había preparado el escenario, lo había pagado con engaños, pero no tenía nada que poner en él. Se vio obligado a huir, perseguido por cazadores de fortuna que lo secuestraron en Chapultepec, etcétera. Con su peso, en aquella altura, en medio de la niebla de Ciudad de México, el salto era suicida.

Entonces Hansl se explicó, porque cuando yo le dije: «De todos modos esos valores no pueden negociarse. ¿Comprendes? Los acreedores han hecho una lista de todas mis posesiones», él estaba preparado para hablarme.

—Sobre todo son obligaciones —me dijo—. Ahí es precisamente donde yo puedo ser más listo que ellos. Esa lista la copiaron hace dos semanas, y ahora está en el expediente de sus abogados y no la comprobarán durante meses. Creen que te tienen en un puño, pero esto es lo que vamos a hacer: vamos a vender esas viejas obligaciones y compraremos nuevas para ponerlas en su lugar. Cambiaremos todos los números. Todo lo que te costará son los honorarios de los agentes de Bolsa. Entonces, cuando llegue el momento, se darán cuenta de que lo que tienen apuntado son unas obligaciones que ya no son de tu propiedad. ¿Cómo van a averiguar los nuevos números? Y para entonces tú ya estarás fuera del país.

En este punto, la piel de mi cabeza se puso insoportablemente tirante, lo que quería decir un error aún más grave, aún un mayor horror. Y, al mismo tiempo, la tentación. Hasta entonces, la gente me había pateado sin piedad y sin represalias. Mi idea era: es hora de que haga un movimiento atrevido. Estábamos allí en aquel callejón entre dos enormes instituciones del centro (el sitio de las hamburguesas estaba apretado en medio). Un camión blindado de la Brink difícilmente podría haber pasado entre aquellos dos colosales muros negros.

—¿Quieres decir que sustituya las viejas obligaciones por otras nuevas y que las venda desde el extranjero si lo necesito?

Viendo que yo empezaba a apreciar la exquisita sutileza de su plan, Hansl me dedicó una sonrisa terrorífica y me dijo:

—Y lo harás. Vivirás de esa pasta.

—Es una idea confusa —dije yo.

—Puede que lo sea, pero ¿quieres pasar el resto de tu vida peleando en los tribunales? ¿Por qué no vivir en el extranjero tranquilamente de lo que queda de tus bienes? Elegir un lugar en que el dólar sea fuerte y pasar el resto de tu vida estudiando música o lo que te dé la gana, maldita sea. Gerda, que Dios la bendiga, ya no está entre nosotros. ¿Qué es lo que te ata aquí?

—Nadie más que mi anciana madre.

—¿Con noventa y cuatro años? ¿Y siendo ya un vegetal? Puedes poner los derechos de tu libro a su nombre y esos ingresos servirán para mantenerla. De manera que lo siguiente que tenemos que hacer es comprobar algunas de las leyes internacionales. En mi oficina hay una chica sensacional. Ha salido en el Yale Law Journal. No las hacen más inteligentes. Ella te encontrará un país. Haré que me haga un informe sobre Canadá. ¿Qué te parece la Columbia Británica, donde se retiran los viejos canadienses?

—¿Y a quién conozco yo allí? ¿Con quién voy a hablar?

Y ¿qué pasa si los acreedores vienen a buscarme?

—No te queda tanto dinero. Tampoco les interesas tanto.

Te olvidarán.

Le dije a Hansl que estudiaría su propuesta. Tenía que ir a visitar a mi madre en el asilo.

El asilo estaba decorado con la intención de hacer que todo pareciera normal. La habitación era como cualquier habitación de hospital, con helechos de plástico y sábanas a prueba de incendio. Las sillas, con aspecto de sillas de jardín de hierro fundido, eran también sintéticas y ligeras. Yo tenía problemas con los helechos. Me desagradaba tener que tocarlos para ver si eran auténticos. Era un reflejo de mi relación con la realidad el hecho de que no pudiera decirlo solo con mirarlos. Pero bueno, mi madre tampoco me reconocía, lo cual era un asunto más complejo que lo de los helechos.

Yo prefería ir a las horas de las comidas, porque había que alimentarla. Para mí, alimentarla era muy importante. Me ocupaba personalmente cuando estaba allí. Hacía mucho tiempo que había renunciado a decirle: «Yo soy Harry». Como tampoco pretendía establecer un contacto al darle de comer. Yo solía creer que había heredado algo de su carácter rico y loco y de su amor por la vida, pero ahora resultaba inútil tener aquellas ideas. Trajeron la bandeja y el ordenanza le ató el babero. Se tragó voluntariamente la sopa de crema de zanahoria. Cuando yo la animaba, ella asentía con la cabeza. De reconocimiento, nada. Dos rostros de la antigua Kiev, como bultos similares en la frente. Vestida con su bata del hospital, llevaba incluso un hilo de lápiz de labios en la boca. La agrietada piel de sus mejillas también le daba color. En absoluto estaba en silencio, hablaba de su familia, pero no me mencionaba a mí.

—¿Cuántos hijos tienes? —le pregunté.

—Tres: dos hijas y un hijo, mi hijo Philip.

Los tres estaban muertos. Quizá ella ya estaba en comunicación con ellos. Le quedaba poco de realidad en su vida; quizá habían tomado contacto en otra. A mí no me contaba entre los vivos.

—Mi hijo Philip es un inteligente hombre de negocios.

—Lo sé.

Ella me miró fijamente pero no me preguntó cómo lo sabía. Mi inclinación de cabeza parecía decirle que yo era un tipo con muchos contactos, y eso le bastaba.

—Philip es muy rico —prosiguió.

—¿De verdad?

—Es millonario, y un hijo maravilloso. Siempre me daba dinero, y yo lo ahorraba. ¿Tiene usted hijos?

—No, no tengo.

—Mis hijas vienen a verme. Pero el mejor es mi hijo. Él es el que paga todas mis facturas.

—¿Tienes amigos en este lugar?

—Nadie. Y no me gusta. Me duele todo el tiempo, especialmente las caderas y las piernas. Lo paso tan mal que hay días en que pienso en saltar por la ventana.

—Pero no lo harás, ¿verdad?

—Bueno, siempre pienso: ¿qué van a hacer Philip y las chicas con una madre impedida?

Yo dejé que la cuchara se deslizara en la sopa y solté una risa. Fue tan abrupta y aguda que la incitó a examinarme.

En una época, nuestra cocina de Independence Boulevard había estado llena de aquellos gritos de cacatúa, sobre todo femeninos. En los viejos tiempos, las mujeres Shawmut se sentaban en la cocina mientras se cocinaban montones de comida, bañeras enteras de coles rellenas, trozos de pecho de ternera. Del horno salían pasteles de piña glaseados con azúcar moreno. En aquel lugar no había ninguna voz baja. En aquella jaula de pájaros uno no podía hacerse oír si no gritaba también, y cuando yo era niño había aprendido a gritar como el resto, como una de aquellas mujeres pájaro. Esto es lo que ahora oyó mi madre de mí, el sonido de una de sus hijas. Pero yo no tenía un peinado ahuecado, ya estaba calvo y tenía bigote, y en mis párpados no había lápiz de ojos. Mientras me miraba fijamente yo le sequé la cara con la servilleta y seguí dándole de comer.

—No saltes, madre, te harás daño.

Pero allí todo el mundo la llamaba madre; no había nada personal en ello.

Me pidió que encendiera la televisión para que pudiera ver Dallas.

Yo le respondí que aún no era la hora, y la entretuve cantándole trozos del Stabat Mater. Canté: Eja mater, fonsamooris. La música de cámara sacra de Pergolesi (distinta de sus misas formales para la iglesia napolitana) no era de su gusto. Por supuesto, yo quería a mi madre. Y ella me había querido en un tiempo. Recuerdo muy bien cómo me lavaba el pelo con una pastilla gruesa de jabón y lo que le molestaba que yo llorara porque tenía jabón en los ojos. Cuando me vestía con un traje de chino (pantalones cortos de seda china) para enviarme a una fiesta sorpresa, me besaba con éxtasis. Son acontecimientos que podrían haberse producido justo antes de la época de la rebelión Boxer o en las callejas de Siena hace seis siglos. El baño, el peinado, el vestido, los besos: ahora son todas antigüedades remotas. A medida que me fui haciendo mayor no hubo forma de mantenerlas.

Cuando estaba en la universidad (me enviaron a estudiar ingeniería eléctrica pero yo me dediqué a la música) solía gustarme decir, cuando los estudiantes bromeaban sobre sus familias, que, como yo nací justo antes del Sabbath, mi madre estaba demasiado ocupada en la cocina para perder tiempo, y fue mi tía la que tuvo que darme a luz.

Besé a la vieja, y me pareció más liviana que si fuera de mimbre. Pero me preguntaba qué había hecho yo para merecer su olvido, y por qué Philip, con su culo gordo y sus manejos dudosos, tenía que ser su favorito, su auténtico hijo. Es cierto que él no le mentía sobre Dallas, ni intentaba por su propio bien resucitar sus emociones, o apelar a su memoria materna con música cristiana (latín del siglo XIV después de Cristo). Mi madre, con dos tercios de su personalidad borrados, y mi hermano —¿quién sabe dónde lo habría enterrado su mujer?— habían sido los dos fieles al mundo norteamericano presente y a sus más livianos intereses materiales. Por tanto, Philip le hablaba al entendimiento de ella. Yo no. Al sacudir mis largos brazos, dirigiendo la Gran misa de Mozart o el Salomón de Handel, yo me había alejado hacia lo sublime. De manera que durante muchos años yo no había tenido lógica, le había hablado a mi madre de cosas extrañas. ¿Qué tenía ella para recordarme? Hace medio siglo yo me había negado a formar parte del teatro de su cocina. Ella había pertenecido al regimiento universal de madres de Stanislavski. Durante los años veinte y los treinta esas mujeres se hicieron fuertes en miles de cocinas en todo el mundo civilizado desde Salónica hasta San Diego. Habían advertido a sus hijas de que los hombres con los que se casaran serían violadores a cuya voluntad tendrían que someterse por deber. Y cuando yo le dije que me iba a casar con Gerda, mi madre abrió el monedero y me dio tres dólares, diciendo: «Si de verdad lo necesitas tanto, ve a una casa de putas». Por supuesto, no era todo más que una escena.

«Al darme cuenta de cómo sufrimos», como escribió Ginsberg en Kaddish, yo me sentía profundamente atormentado. Había llegado a tomar una decisión sobre mamá, y era posible que estuviera jugando con el mazo de cartas, amontonándolas, diciéndome a mí mismo, señorita Rose: «Siempre fui yo el que se ‘Jcupó de esta vieja madre, loca, afligida y calamitosa, no Philip. Philip estaba demasiado ocupado trepando para ser un norteamericano imperialista». Sí, así es como yo lo veía, señorita Rose, pero llegaba incluso más lejos. La consumación del proyecto de Philip era hundirme. Consiguió ponerme en una posición comprometida, debajo del agua, y después, con un golpe directo, acabó con mi fortuna, como sacrificio para con Tracy y sus hijos. Y ahora se supone que me tienen que remolcar para reparar el viejo buque.

Le digo la verdad, señorita Rose, me enloquecía aquella injusticia. Me parece que tendrá que reconocer conmigo no solo que yo había sido una figura estúpida y grotesca, sino que lo seguía siendo. Yo podría haber sido el modelo para Simón el Simple, el de la cancioncilla infantil, y decorar las paredes de la niña en Texas.

Como fui brutalmente ofensivo con usted sin provocación, es posible que estas revelaciones, el relato de mi situación actual, le agraden. De este modo cualquier anciano, elegido al azar, puede proporcionar ese tipo de satisfacción a aquellos a quienes ofendió en otro tiempo. Uno solo tiene que observar la lista de hechos auténticos, el doloroso inventario. Déjeme añadir sin embargo que, mientras yo también tengo motivos para desear venganza, no he experimentado la intoxicación dionisiaca de la venganza. De hecho, he experimentado sentimientos de una calma y de una fortaleza cada vez mayores: mi desarrollo emocional ha sido firme y constante, no desigual.

La asociación de Texas, o lo que quedaba de ella, estaba siendo administrada por el abogado de mi hermano, que respondía a todas mis peticiones de información con papeles impresos por un ordenador. Al menos en el papel había ganancias de capital, pero yo estaba obligado a pagar impuestos por ellas también. Los trescientos mil dólares que quedaban se gastarían completamente en el proceso, si yo seguía adelante, de manera que decidí seguir el plan de Hansl aunque me llevara al Gotterdammerung de los bienes que me quedaban. Si no entiende usted estas explicaciones, mejor para su inocencia y para la paz de su mente. Según Hansl, era el momento de golpear yo. Su aspecto astuto era una pose. Que un hombre que se las arreglaba para parecer tan astuto no fuera en realidad un genio de la intriga era lo más improbable del mundo. Las arrugas que se le formaban cuando sonreía con profunda astucia hicieron que yo confiara en Hansl. Las obligaciones que los acreedores tenían anotadas se cambiaron en secreto por otras nuevas. Se cubrieron mis huellas y yo me fui al Canadá, un país extranjero en el que se habla mi propio idioma, o algo que se le parece. Allí me iba para acabar mis días en paz y disfrutar de un tipo de cambio favorable para mi dinero. He desarrollado una cierta simpatía por Canadá. No es fácil compartir frontera con Estados Unidos. La principal diversión de Canadá —no tiene elección— consiste en observar (desde un escenario maravilloso) lo que ocurre en nuestro país. La desgracia es que solo hay un espectáculo. Una noche tras otra se sientan en la oscuridad para contemplarnos en la iluminada pantalla.

—Ahora que ya has hecho tus preparativos, puedo decírtelo —dijo Hansl—. Estoy muy orgulloso de que te atrevas a responder al golpe. Si hubieras seguido dejando que te castigaran esos estúpidos habría sido una pena.

El siempre ocupado Hansl estaba realmente loco, incluso antes de que yo me fuera a Vancouver empecé a comprenderlo. Me dije a mí mismo que sus rarezas privadas no se extendían a su vida profesional. Pero, antes de marcharme, él vino con media docena de cosas inquietantes que yo tenía que hacer por él. Estaba un poco resentido porque, según él, yo no le había dejado hacer uso de mi prestigio cultural. Eso me sorprendió y le pedí un ejemplo. Me dijo que, para empezar, yo nunca le había ofrecido recomendarlo como miembro del Club de la Universidad. Lo había llevado a comer allí y resultó que le impresionó profundamente la clase de la Ivy League, la dignidad de la procesión judicial, los asientos de cuero y los grandes ventanales del comedor, decorados con los sellos de las grandes universidades en vidrieras. Yo me había graduado en DePaul, en Chicago. Él esperaba que yo le preguntara si le gustaría unirse al grupo, pero yo había sido demasiado egoísta o demasiado esnob para hacerlo. Como ahora él me estaba salvando la vida, lo menos que yo podía hacer era usar mi influencia con el comité de admisión. Yo comprendí esto y lo propuse de todo corazón, incluso lo disfruté.

Lo siguiente que me pidió fue que le ayudara con una de sus mujeres.

—Son gente de los Kenwood, una fortuna antigua, hecha con ventas por correo. La familia es musical y artística. Babette es una atractiva viuda. Su primer marido tuvo la gran C, y, si quieres que te diga la verdad, me pone un poco nervioso llegar detrás de él, pero puedo luchar contra eso. No creo que yo lo coja también. Ahora bien, Babette está impresionada contigo. Ha oído decir que eres director de orquesta y ha leído algunas de tus críticas y te ha visto en el Canal 11. A ella la educaron en Suiza, sabe idiomas, y en este caso podría venirme bien su cultura. Lo que te sugiero es que nos lleves a Les Nomades, donde se puede cenar privadamente sin ruido de platos. Ya le ofrecí la mejor comida italiana de la ciudad en el Roman Rooftop, pero allí no solo voltean los platos sino que la envenenaron con glutamato de sodio en la ternera. De manera que danos de comer en Les Nomades. Puedes deducir el importe de la cuenta de mi próxima factura. Yo siempre he creído que la clase con la que impresionabas a la gente la tomaste de mi hermana. Después de todo, vosotros erais una familia de vendedores ambulantes rusos y tu hermano era un maldito delincuente. Mi hermana no solo te quería, también te enseñó algo de estilo. Algún día se reconocerá que si ese maldito Roosevelt no le hubiera cerrado las puertas a los refugiados judíos de Alemania hoy día este país no tendría tantos problemas. Podríamos haber tenido a diez Kissinger, y nunca sabrá nadie cuánto talento científico se difundió en el humo de los campos de concentración.

Bueno, pues en Les Nomades lo volví a hacer, señorita Rose. En vísperas de mi fuga era comprensible que yo estuviera nervioso. Si yo hubiera sido un recipiente, me empujaban hasta la última gota. La joven viuda con la que él tenía pretensiones era atractiva, de maneras con las que uno se tenía que reconciliar. Para mí resultaba fascinante que cualquiera con una boca de los Hapsburg hablara con tanta rapidez, y yo también habría dicho que era un poco demasiado alta como para estar cómodo con ella. Gerda, sobre cuyo modelo se había formado mi gusto, era una mujer baja y deliciosa. Sin embargo, no había ningún motivo para hacer comparaciones.

Cuando hay preguntas musicales yo siempre trato con mucho interés de contestarlas. Algunas personas me han dicho que resulta cómico lo testarudo que me vuelvo a este respecto, un hombre muy estricto. Babette había estudiado música, y su familia era patrocinadora de la ópera lírica, pero, después de que me hubiera pedido mi opinión sobre la producción de La coronación de Poppea de Monteverdi, tomó ella la palabra y se contestó sus propias preguntas. Es posible que su reciente pérdida le hiciera hablar demasiado. A mí siempre me alegra dejar que otro lleve el peso de la conversación, pero esta Babette, a pesar de sus grandes labios, era demasiado para mí. Conversadora incansable, repitió durante media hora lo que había oído de labios de parientes influyentes sobre la política relativa a las franquicias de la televisión por cable en Chicago. A esto le siguió una larga conversación sobre películas. Yo voy rara vez al cine. A mi mujer no le gustaba. También Hansl estaba perdido en todo este debate sobre directores, actores, novedades en el tratamiento de las relaciones entre los sexos, el progreso de las ideas sociales y políticas en la evolución del medio. Yo no tenía nada que decir. Pensé en la muerte y también en los mejores temas de reflexión apropiados para mi edad, la apertura agradable en general de las cosas hacia el final de la línea, los suburbios de la Ciudad de la Vida. No me importaba mucho la charla de Babette, admiraba su gusto para la ropa, las curvadas líneas blancas y ciruela de su encantadora blusa de Bergdorf. Ella estaba bien hecha. Puede que sus hombros fueran demasiado pesados, en proporción a la boca de los Hapsburg. A Hansl no le importaría; él estaba pensando en Cerebro Casado con Dinero.

Yo esperaba que no me diera un ataque en Canadá. No habría nadie para cuidarme, ni una discreta y gentil Gerda ni una charlatana Babette.

No era consciente de que se aproximaba uno de mis ataques, pero cuando nos encontrábamos a la altura de la puerta medio abierta del guardarropa y Hansl le decía al empleado que el abrigo de la señora era un tres cuartos de color arena, Babette dijo:

—Ahora me doy cuenta de que he monopolizado la conversación, he hablado sin parar toda la velada. Lo siento mucho…

—Exactamente —le respondí yo—. Además, no ha dicho nada.

Usted, señorita Rose, ocupa la mejor posición para juzgar los efectos de un comentario así. Al día siguiente Hansl me dijo:

—Simplemente no se puede confiar en ti, Harry, has nacido para traicionar. Yo sentía lástima por ti, porque te veías obligado a vender tu coche y tus muebles y tus libros, y porque tu hermano te engañó, y por tu anciana madre, y por mi pobre hermana fallecida, pero no hay en ti ni un ápice de gratitud ni de consideración hacia nadie. Tú insultas a todo el mundo.

—No me di cuenta de que iba a molestar a la dama.

—Yo podría haberme casado con esa mujer. Lo tenía todo preparado. Pero fui un idiota. Tuve que meterte a ti en ello. Y ahora, déjame que te diga que te has hecho un nuevo enemigo.

—¿Quién, Babette?

Hansl prefirió no contestar a eso. En lugar de ello dejó caer sobre mí un silencio pesado y ambiguo. Sus ojos, estrechándose y dilatados por su descubrimiento de mi mal hábito, me enviaban ondas de locura. El mensaje que llevaban esas ondas era que los cimientos de su buena voluntad habían desaparecido. En todo el mundo, yo solo lo había tenido a él para pedirle ayuda. Todos los demás se habían alejado de mí. Y ahora tampoco podía contar con él. No fue una novedad agradable para mí, señorita Rose. No puedo decir que no me preocupara, aunque yo ya no creyera en la fiabilidad de mi cuñado. Si se lo medía con los niveles de estabilidad que formaban el núcleo duro de la sociedad norteamericana de los negocios, Hansl mismo era un bicho raro. Aparte de sus extraños hábitos mentales, lo descalificaban la pose de violinista que adoptaba, las nobles manos y las uñas color avellana con la manicura hecha, y sus ojos, que eran como los ojos que se adivinan en los caldeados rincones púrpura de la jaula de los pequeños mamíferos en la que se reproduce la penumbra de las noches tropicales. ¿Habría sido cliente suyo cualquier funcionario de la ARAMCO? Hansl no tenía ningún plan razonable, solo fantasías astutas, inquietos planes. Se hinchaban como la garganta de un lagarto y después explotaban como un globo de chicle.

En cuanto a los insultos, yo nunca insulté a nadie queriendo. A veces pienso que no tengo que decir ni una palabra para que la gente se sienta insultada por mí, que mi propia existencia los insulta. Llego a esta conclusión a regañadientes, porque Dios sabe que me considero un hombre de instintos sociales normales y que no soy consciente de ninguna voluntad de ofender. He estado tratando de decirle esto de diversas maneras, utilizando palabras como ataque, embeleso, posesión demoniaca, frenesí, fatum, locura divina o incluso tormenta solar: a escala microscópica. Mientras más buena es la gente, menos se ofende ante este don, o maldición, y yo tengo la impresión de que usted me juzgará con menos dureza que Walish. Sin embargo, él acierta en una cosa: usted no hizo nada para ofenderme. Usted era la más dócil, la única entre todos aquellos a los que herí contra la que yo no tenía absolutamente ninguna razón para herirla. Eso es lo que más me apena. Pero aún hay más: la escritura de esta carta ha sido la ocasión de descubrimientos importantes sobre mí mismo, de manera que estoy aún más endeudado con usted, porque veo que me ha devuelto usted bien por el mal que yo le hice. Yo abrí la boca para hacer una broma de mal gusto a sus expensas y treinta y cinco años más tarde el resultado es una comunión.

Pero, para volver a lo que soy yo literalmente: un viejo básicamente sin importancia, achacoso, apartado de mis amistades, citado para una extradición, y con un futuro del que la visión más borrosa se justifica (¿debería quizá hacer que pongan otra cama en el dormitorio de mi madre y alegar enfermedad e incompetencia?).

Mientras paseaba por Vancouver este invierno, he considerado la posibilidad de editar una antología de dichos agudos. Sacaría así algún provecho de mi destino. Pero estoy demasiado desmoralizado para hacerlo. No consigo ponerme a ello. En vez de eso, me vienen constantemente fragmentos de cosas leídas o recordadas mientras voy y vengo de mi casa al supermercado. No están organizados como los nuestros. Tienen menos marcas. Productos como la lechuga o los plátanos tienen precios por las nubes mientras que artículos de lujo como el salmón congelado son baratos en comparación. Pero ¿qué iba yo a hacer con un gran salmón congelado? No cabría en mi horno, y ahora, con las manos artríticas, ¿podría cortarlo en trozos? Fragmentos persistentes, epigramas inspirados, o expresiones espontáneas de mala voluntad van y vienen. Clemenceau diciendo de Poincaré que era un hidrocefálico con botas de cuero. O Churchill respondiendo a una pregunta sobre la reina de Tonga mientras ella pasa en una carroza durante la coronación de Isabel II:

—¿Es ese pequeño caballero con uniforme de almirante el consorte de la reina? Parece más bien que es su almuerzo.

Disraeli en su lecho de muerte, cuando lo informaron de que la reina Victoria ha venido a verlo y está en la antecámara, le dice a su criado:

—Su Majestad solo quiere que le lleve un mensaje a su querido Albert.

Todos esos detalles podrían ser deliciosos si no fueran tan repetitivos ni fueran acompañados de un desesperante sentido de que yo ya no controlo nada.

—Parece usted pálido y exhausto, profesor X.

—He estado intercambiando ideas con el profesor Y me siento absolutamente seco.

Peor que esto es el juego de palabras nervioso al que no logro dejar de jugar.

—Esa es la mujer que puso el «día» en «diabólico».

—Ese es el hombre que puso la «ración» en «racional».

—El «oso» en «infructuoso».

—El «timo» en «timorato».

Son todas recreaciones de una mente que se derrumba, señorita Rose. Quizá síntomas de la elevada presión arterial, o pequeños indicios de resistencia privada a la mano gigante y pública de la ley (esa mano que se retirará solo cuando yo muera).

No es extraño, por tanto, que pase tanto tiempo con la anciana señora Gracewell. En su salita con el tictac de Meissen y las incómodas sillas. Yo me siento como en casa. Ella lleva cuarenta años viuda y sostiene unas opiniones curiosas, pero le gusta mi compañía. Pocos visitantes quieren oírla hablar del Espíritu Divino, pero yo estoy preparado en serio para reflexionar sobre las misteriosas e intrigantes descripciones que ella da. El Espíritu Divino, me dice, se ha retirado en nuestro tiempo del mundo externo y visible. Podemos ver lo que hizo en otro tiempo, estamos rodeados de las formas que creó. Pero, aunque los procesos naturales continúan, la Divinidad en sí está ausente. Su labor es brillante y divina pero la Divinidad ya no está activa dentro de ella. La grandeza del mundo se está disolviendo. Y este es nuestro escenario humano, vacío de Dios, me dice ella muy en serio. Pero en medio de esta desierta belleza el propio hombre sigue viviendo como un ser invadido por Dios. Dependerá de él —de nosotros— traer de vuelta la luz que se ha ido de estos moldes a su imagen, si no nos lo impiden las fuerzas de la oscuridad. El intelecto, al que todos adoran, nos lleva hasta la ciencia natural, y esta ciencia, aunque muy grande, está incompleta. La redención de la mera naturaleza es que trabaja para el sentimiento y el ojo despierto del Espíritu. El cuerpo, según ella, está sujeto a las fuerzas de la gravedad. Pero el alma la gobierna la levedad, que es pura.

Yo escucho todo esto y no siento ningún impulso malicioso. Echaré de menos a la pobre anciana. Después de tantas tonterías, querida señorita Rose, estoy dispuesto a escuchar palabras de gravedad definitiva. No me queda mucho tiempo. El jefe de la policía federal, cualquier día de estos, emprenderá camino desde Seattle.

FIN

Libros

Exit mobile version