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El rojo

HMS Captain

HMS Captain

El patrón metió la mano en uno de los bolsillos de sus pantalones y con dificultad, porque no estaban a los lados sino delante y era un hombre corpulento, sacó un gran reloj de plata. Lo miró y después volvió la vista hacia el sol poniente. El kanaka que estaba en el timón le echó una mirada, pero no despegó los labios. Los ojos del patrón se fijaron en la isla hacia la cual navegaban. Una blanca línea de espuma señalaba los arrecifes. Conocía la existencia de un canal lo suficientemente ancho para que pasase el barco, y esperaba verlo cuando se acercasen un poco más. Tenían aún casi una hora de luz. En la laguna el agua era profunda y podría fondear con toda comodidad. El jefe del poblado, que ya se alcanzaba a divisar entre los cocoteros, era amigo del contramaestre y le seducía la perspectiva de pasar la noche en tierra. El contramaestre se le acercó entonces y el patrón se volvió hacia él, diciéndole:

–Nos llevaremos una botella y podremos convidar a algunas muchachas para que bailen.

–No veo el canal –contestó el contramaestre.

Era un kanaka, un sujeto atrayente y moreno, con un cierto aire de los últimos emperadores romanos, propenso a la gordura; pero su rostro era de facciones correctas.

–Estoy completamente seguro de que debe haber una entrada –dijo el capitán mirando con sus gemelos–. No comprendo cómo no la veo. Manda un grumete al palo para que eche una mirada.

El contramaestre llamó a uno de la tripulación y le dio la orden. El capitán contempló cómo subía el kanaka y esperó a que hablase, pero este gritó que no veía otra cosa que la inalterable línea de espuma. El patrón, que hablaba el samoano como un indígena, le llenó de maldiciones.

–¿Se queda arriba? –preguntó el contramaestre.

–¿Qué diablos va a hacer? –contestó el capitán–. Ese condenado no ve más allá de sus narices. Apostaría cualquier cosa que si estuviera en su sitio no tardaría en descubrir la entrada.

Miró al delgado mástil con ira. No ofrecía ninguna dificultad para un indígena acostumbrado a trepar toda su vida por los cocoteros. Pero él era gordo y pesado.

–¡Baja! –le gritó–. No sirves para nada. Tendremos que navegar a lo largo de los arrecifes hasta que encontremos la entrada.

El barco, una goleta de setenta toneladas y con un motor auxiliar de aceite pesado, podía navegar, no teniendo el viento de proa, a unos cuatro o cinco nudos. Era un sórdido trasto que había sido pintado de blanco hacía mucho tiempo y que ahora estaba sucio y lleno de manchas. Olía fuertemente a petróleo y copra, que eran sus habituales cargamentos.

Entonces se hallaban a unos cien pasos de los arrecifes y el capitán ordenó al timonel que navegara a lo largo, hasta que viera el canal. Pero cuando habían avanzado unas dos millas comprendió que lo habían perdido. Viró en redondo y, trabajosamente, volvió hacia atrás. La blanca espuma de los arrecifes continuaba sin interrupción y el sol se estaba poniendo.

Con una maldición a la estupidez de su gente, el patrón se resignó a esperar al otro día.

–Alejémonos –dijo–. Aquí no podemos fondear.

Navegaron un rato mar adentro y cuando fondearon era ya completamente de noche. Al arriar las velas, el buque empezó a cabecear. En Apia decían que una vez cabecearía hasta volcar y su dueño, un germanoamericano, director de uno de los mayores almacenes, contestaba que no tenía bastante dinero para desprenderse de él.

El cocinero, un chino con unos pantalones blancos muy sucios y andrajosos y una túnica también blanca, vino a decir que la cena ya estaba dispuesta, y cuando el patrón entró en la cabina el mecánico ya estaba sentado a la mesa. Era un hombre alto y delgado, con un cuello esquelético. Iba vestido con un mono azul y un jersey sin mangas, dejando al aire sus brazos delgados, tatuados de la muñeca al codo.

–Es un infierno el tener que pasar la noche aquí –dijo el patrón.

El mecánico no contestó y comieron en silencio. La cabina estaba alumbrada por una pequeña lámpara de aceite. Cuando tomaron la compota de albaricoque con que terminaron la comida, el chino les trajo una taza de té. El patrón encendió un cigarro y salió al puente; la isla era entonces una masa oscura en la noche. Las estrellas brillaban intensamente y el único ruido que se escuchaba era el incesante rumor de las rompientes. El patrón se hundió en su butaca, fumando perezosamente. Tres o cuatro marineros habían subido a sentarse sobre cubierta. Uno tenía un banjo, otro una concertina. Empezaron a tocar, y otro cantó. La canción indígena parecía extraña con aquellos instrumentos. Después del canto una pareja se puso a bailar. El baile fue bárbaro, salvaje y primitivo; vertiginoso y con ágiles movimientos de las manos y de los pies y contorsiones del cuerpo; una danza sensual, sexual incluso, pero con un sexualismo ausente de pasión; una danza animal, fantástica, sin misterio; en una palabra, natural, casi se podría decir infantil. Al final se cansaron, tumbándose en el puente para dormir, y todo quedó en silencio.

El patrón se levantó pausadamente de su butaca y se dirigió a la cabina. Se desnudó, tumbándose en la litera, respirando afanosamente por el calor de la noche.

A la mañana siguiente, cuando la aurora iluminó el mar tranquilo, vieron un poco más hacia el Este la entrada a través de los arrecifes, que no habían podido descubrir en la noche pasada. La goleta entró en la laguna. No había en ella ni una ola que rizase la superficie del agua. Mirando al fondo se podía ver nadar, entre las rocas del coral, pequeños peces de colores. Cuando fondeó el barco, el patrón se desayunó, subiendo después al puente. El sol brillaba en un cielo sin nubes, pero el aire de la mañana era agradable. Era domingo y en todo había un sentimiento de quietud y silencio; esto le produjo al patrón una extraña sensación de reposo. Se sentó mirando la costa poblada de árboles, sintiéndose feliz.

Una lenta sonrisa cruzó sus labios y, tirando la colilla de su cigarro al agua, dijo:

–Voy a ir a tierra. Echen el bote.

Bajó erguido la escalera y le condujeron a la pequeña ensenada.

Los cocoteros crecían hasta el borde del agua, pero no en hileras, sino esparcidos, con una ordenada formalidad. Era como un coro de solteras maduras, pero alegres, manteniéndose en actitudes aceptadas con la eterna gracia de una edad perdida. Caminó a la ventura entre ellos, siguiendo una senda tortuosa, que apenas entreveía y que le llevó a una ancha caleta. Sobre ella había un puente tendido, pero un puente construido solamente con troncos de cocotero, por una docena de ellos, puestos unos a continuación de otros, sostenidos donde se yuxtaponían por una rama en forma de horquilla, hundida en el lecho de la caleta. Había que pasar sobre una superficie lisa, estrecha y resbaladiza, sin ninguna pasarela para agarrarse. Para cruzar un puente de esa naturaleza se necesitaba un pie seguro y un corazón firme. El patrón vaciló pero vio al otro lado, anidada entre los árboles, la casa de un hombre blanco. Al fin se decidió y con extraordinarias precauciones empezó a cruzar el puente. Colocaba sus pies con cuidado meticuloso, y titubeaba un poco allá donde un tronco se unía con el siguiente y había una diferencia de nivel. Con un suspiro de alivio pasó al otro lado. Estuvo tan abismado venciendo las dificultades de aquel paso, que no se dio cuenta de que alguien le había estado observando; así es que sintió la natural sorpresa cuando oyó que le decían:

–Se necesitan unos nervios templados para cruzar estos puentes cuando uno no está acostumbrado.

Levantó la vista y vio a un hombre delante de él que le miraba con actitud expectante.

Evidentemente procedía de la casa que había visto antes.

–Le he visto vacilar –continuó aquel hombre con una sonrisa en los labios–. Y estaba esperando verle caer.

–Por nada del mundo –repuso el capitán, que había recobrado su confianza.

–Yo ya me caí una vez. Recuerdo una tarde que volvía de cazar y me caí con escopeta y todo. Ahora tengo un muchacho para que me la lleve.

Era un hombre de edad mediana, con una pequeña barba gris, y de rostro delgado. Vestía una blusa sin mangas y unos pantalones blancos. Iba sin zapatos ni calcetines. Hablaba el inglés con un ligero acento extranjero.

–¿Es usted Neilson? –preguntó el patrón.

–Sí.

–He oído hablar de usted. Sabía que vivía por estos alrededores.

El patrón siguió a Neilson a un pequeño bungaló, sentándose pesadamente en la silla que le ofrecieron. Mientras Neilson fue a buscar whisky y vasos, echó una mirada a su alrededor. Los estantes ocupaban, desde el suelo hasta el techo, las cuatro paredes y estaban abarrotados. Había un piano materialmente cubierto de partituras y una mesa espaciosa con libros y revistas en desorden. La habitación le llenó de confusión. Recordó que Neilson era un sujeto extraño. Nadie sabía mucho acerca de él, a pesar de los años que llevaba en las islas, pero aquellos que le conocían estaban de acuerdo en que era un lunático. Era sueco.

–Ha reunido un buen montón de libros –le dijo a Neilson cuando volvió.

–No hacen daño –repuso este sonriendo.

–¿Los ha leído todos? –preguntó el patrón.

–La mayor parte.

–También a mí me gusta leer. Estoy suscrito al Saturday Evening Post.

Neilson sirvió un buen vaso de whisky al huésped y le dio un cigarro. El patrón le dijo espontáneamente:

–Llegué la noche última, pero no pude encontrar la entrada y tuve que fondear afuera. Nunca había hecho esta ruta, pero mi gente tenía que traer mercancías para Gray. ¿Lo conoce usted?

–Sí. Tiene un almacén cerca de aquí.

–Bien; quiere desprenderse de una partida de caña a cambio de copra. Era mejor venir que permanecer ociosos en Apia. Mi ruta habitual era de Apia a Pago-Pago, pero se ha declarado una epidemia de viruela y no se puede hacer nada por allá.

Bebió un sorbo de whisky y encendió el cigarro. Era un hombre taciturno, pero había algo en Neilson que excitaba su curiosidad, obligándole a hablar. El sueco le miraba con sus ojos grandes y oscuros, en los que brillaba una ligera expresión de regocijo.

–Ha logrado hacer este sitio agradable.

–He hecho lo que he podido.

–Los árboles deben darle un buen rendimiento con el valor que tiene ahora la copra. Me parecen inmejorables. Yo también tuve una pequeña plantación en Opolu, pero me vi obligado a venderla.

Miró de nuevo alrededor de la habitación donde todos aquellos libros le hacían sentir algo incomprensible y hostil, algo que le repelía.

–Sin embargo –añadió–, me parece que debe encontrarse un poco solo.

–Me he acostumbrado. Llevo veinticinco años aquí.

Al patrón no se le ocurrió nada más que decir y fumó en silencio. Neilson no parecía tener interés en romperlo. Miraba a su huésped con ojos pensativos. Era un hombre alto, de más de seis pies y bastante grueso. Su semblante tenía un color rojizo y estaba salpicado de granos, dejando ver una red de pequeñas venas carmesíes en sus mejillas. La gordura desfiguraba sus facciones. Tenía los ojos enrojecidos, el cuello revestido con flaccideces de grasa, y en su cabeza no había más que una franja de pelo rizado, casi blanco, en el cogote y la despejada y brillante superficie de su frente, que podía darle un aspecto de imbecilidad. Llevaba una camisa de franela azul sin abrochar, descubriendo su pecho robusto, cubierto con una mata de pelos rojizos, y unos viejos pantalones de estameña. Estaba sentado con una postura pesada y grosera, sobresaliendo su pronunciado abdomen y sus gruesas piernas, que no podía cruzar. Sus miembros habían perdido toda elasticidad. Neilson se preguntaba curiosamente qué clase de hombre debía haber sido en su juventud. Era casi imposible imaginarse a aquel hombre de tan corpulenta humanidad como un chiquillo corretón.

El patrón terminó su whisky y Neilson le acercó la botella.

–Sírvase usted mismo.

El patrón se inclinó hacia delante, cogiendo la botella con su gruesa mano.

–¿Cómo llegó a estos sitios? –preguntó.

–Vine a causa de mi salud. Mis pulmones no estaban sanos y me dijeron que no me quedaba un año de vida. Como usted ve, se equivocaron.

–Lo que quería preguntar es cómo ha llegado a aclimatarse tan bien.

–Soy un sentimental.

–¡Ah…!

Neilson sabía que el patrón no tenía la menor idea de lo que quería decir y le miró con un irónico brillo en sus ojos oscuros. Quizá porque era un hombre tan tosco y obtuso tuvo el capricho de seguir hablando.

–Estaba usted demasiado ocupado en conservar el equilibrio cuando cruzó el puente para darse cuenta de este sitio pero tiene fama de ser muy bello.

–La casa es muy agradable.

–No estaba cuando vine la primera vez. Había una choza indígena con techo de paja trenzada y pilares, sombreados por un árbol corpulento de flores rojas; las matas de crota, con sus hojas amarillas, encarnadas y doradas, formaban una abigarrada barrera a sus alrededores y en sus aledaños crecían los cocoteros, tan fantásticos y tan vanos como mujeres. Crecían hasta el borde del agua y se pasaban el día mirando sus reflejos. Entonces era joven… ¡Dios mío…! Hace un cuarto de siglo de todo esto y quería gozar de la hermosura del mundo en el corto tiempo que me quedaba antes de hundirme en las tinieblas. Para mí fue el sitio más bello que había visto. La primera vez que lo contemplé me dio una sacudida el corazón y creí que iba a llorar… No tenía más que veinticinco años, y aunque hacía todo lo posible para resignarme con mi suerte, no quería morir; sin embargo, en cierto modo me pareció que la pura belleza de este sitio me hacía más fácil la aceptación de mi destino. Al llegar sentí que toda mi pasada existencia se desvanecía. Estocolmo, su Universidad, y después Bonn, todo era como la vida de otro, como si al fin hubiese alcanzado la realidad que nuestros doctores en Filosofía -yo soy uno de ellos-, han discutido tanto. Un año, me dije a mí mismo, un año para vivir aquí, y después moriré contento. Somos locos o melodramáticos a los veinticinco años, pero si no lo fuésemos, quizá seríamos menos sabios a los cincuenta… Pero beba, amigo mío, y no se preocupe de las tonterías de mi charla.

Con su mano delicada señaló la botella y el patrón apuró su vaso.

–Usted no bebe –dijo alcanzando el whisky.

–Soy de hábitos sobrios –contestó sonriendo el sueco–. Pero a veces también me embriago con medios que me parecen más sutiles, aunque tal vez solo sea vanidad. De todas formas, los efectos son más duraderos y los resultados menos perniciosos.

–Dicen que importa mucha cocaína de los Estados Unidos –dijo el patrón. Neilson se rió interiormente.

–Pero como no veo a menudo a un hombre blanco –continuó–, por una vez no creo que pueda hacerme daño un solo whisky.

Se sirvió un poco, mezclándolo con soda, y bebió un sorbo.

–Y ahora he descubierto por qué este sitio es tan divinamente bello. Aquí el amor se detuvo por un momento, como uno de esos pájaros emigrantes, que a veces, en medio del océano, se posan sobre un barco, plegando durante unos instantes sus alas cansadas. La fragancia de una pasión sublime se cierne sobre él, como el perfume de la oxiacanta en mayo sobre las praderas de mi casa. Me parece que los sitios donde los hombres han amado o han sufrido guardan siempre un lejano aroma de algo que no acaba de morir. Es como si hubieran adquirido un significado espiritual, que intensamente afecta a aquellos que lo cruzan. Me gustaría explicarme mejor –Neilson se sonrió–, pero aunque lo hiciese no creo que usted me entendiera.

Hizo una pausa.

–Creo que este sitio es hermoso, porque aquí he amado con toda mi alma –pero se encogió de hombros–. Sin embargo, quizá sea solo mi sentido estético que gusta unir un amor hermoso con un digno decorado.

A un hombre menos obtuso que el patrón se le podría haber perdonado su asombro al oír las palabras de Neilson. Este parecía reírse ligeramente de cuanto decía. Como si hablase de una emoción que en su inteligencia consideraba ridícula. Había dicho él mismo que era un sentimental, y, cuando el sentimentalismo va unido al escepticismo, resulta una endiablada combinación.

Durante unos instantes permaneció silencioso, mirando al patrón con unos ojos en los que se leía una súbita perplejidad. Al fin, le dijo:

–¿Sabe usted que no puedo menos que pensar que yo le he visto a usted en algún sitio?

–Yo no recuerdo –repuso el patrón.

–Pues a mí me parece que su rostro me es familiar. Hace un rato que me está intrigando, pero no puedo situarlo.

El patrón encogió sus hombros pesados.

–La primera vez que vine a las islas fue hace treinta años. Un hombre no puede acordarse de todas las personas que ha visto en ese tiempo.

El sueco movió la cabeza.

–Usted sabe cómo a veces se tiene la sensación de que un sitio donde no hemos estado nunca nos es extrañamente familiar. De esta manera es como me parece verle a usted –se sonrió caprichosamente–. Quizá yo le conocía en alguna existencia pasada, quizá… quizá fuese usted el dueño de una galera en la antigua Roma y yo el esclavo que remaba. ¿Treinta años hace que estuvo usted aquí?

–Treinta y dos contados.

–¿Conocería a un hombre llamado el Rojo?

–¿El Rojo?

–Es el único nombre que sé de él. Personalmente nunca le conocí. Ni siquiera le he visto, y, sin embargo, me parece verle más claramente que a muchos hombres, más que a mis hermanos, por ejemplo, con quienes he pasado mi vida diaria. Vive en mi imaginación con la viveza de un Paolo Malatesta o un Romeo, pero me parece que usted no ha leído nunca a Dante ni a Shakespeare.

–No me atrevo a decir que los he leído –repuso el patrón.

Neilson, con el cigarro en la boca, se recostó en su silla, contemplando distraídamente los anillos de humo que flotaban en la calma del aire. Una sonrisa se dibujaba en sus labios, pero sus ojos permanecían graves. Después miró al patrón. Había en su obesidad algo extraordinariamente repulsivo. Tenía la pictórica satisfacción de su gordura y eso era como un insulto. Crispaba los nervios a Neilson. El contraste entre el hombre que tenía delante y aquel de su imaginación resultaba agradable.

–Al parecer, el Rojo era un hombre de extraordinaria belleza. He hablado con muchas personas que lo conocieron en aquel tiempo, blancos todos, y han coincidido en que, la primera vez que uno lo veía, atraía poderosamente la atención. Le llamaban el Rojo por el color de su pelo, naturalmente ondulado y que se había dejado crecer. Debía tener ese admirable colorido con el que soñaban los prerrafaelistas. No creo que se vanagloriase de él; era demasiado cándido; pero nadie hubiera podido censurárselo. Era alto, seis pies y una o dos pulgadas. En la choza indígena que aquí solía habitar estaba la marca de su estatura, señalada con un cuchillo en el tronco central que sostenía el techo. Tenía la figura de un dios griego: ancho de hombros y esbelto de caderas. Era como un Apolo, con la misma dureza suave que le dio Praxíteles, y aquella gracia ligera y casi femenina, que tiene algo de turbador y misterioso. Tenía la piel de una blancura asombrosa, como el satén, como la de una mujer.

–De joven también la mía era así –dijo el patrón con un pestañeo en sus ojos sanguíneos. Neilson no le prestó atención. Estaba contando su historia y las interrupciones le molestaban. No obstante, y sin dirigir una mirada a su interlocutor, prosiguió:

–Y su rostro era tan atractivo como su figura. Sus ojos eran de un azul oscuro, hasta parecer negros algunas veces, y, a pesar del color de su pelo rojo, sus cejas eran oscuras y sus largas pestañas del mismo tono. Tenía unas facciones perfectas y su boca era como una herida sangrienta. Tenía entonces veinte años.

El sueco hizo una pausa, dominado por un cierto dramatismo. Bebió un sorbo de whisky.

–Era único. Una belleza difícil de igualar y sin otra causa que la de un maravilloso capullo para florecer en una planta silvestre. Era una obra feliz de la Naturaleza.

»Y un día desembarcó en la misma caleta donde debe haber entrado usted esta mañana. Era un marinero norteamericano que había desertado de un barco de guerra en Apia. Había conseguido de algún tolerante indígena un pasaje en un barco que hacía la ruta de Apia a Safoto y lo había desembarcado en un bote. No sé por qué había desertado. Quizá la vida en un buque de guerra le fuera fastidiosa con toda su disciplina; quizá se encontraba en algún apuro o acaso fuesen los mares del Sur y estas románticas islas lo que había trastornado su cabeza. De vez en cuando suelen trastornar extrañamente a los hombres, que se encuentran cogidos como una mosca en la tela de una araña. Tal vez también hubiera en él una parte débil, y estas verdes colinas con sus brisas suaves, y este mar azul, le hubiesen arrebatado la fortaleza, lo mismo que Dalila se la quitó a Sansón.

» Sea por lo que fuera, solo quería esconderse y, hasta que su buque salió de Apia, no se sintió seguro en este rincón.

»Había una cabaña indígena en la caleta, y estando allí sin saber a dónde dirigirse, salió una muchacha invitándole a entrar. Él apenas sabía dos palabras en el lenguaje indígena y ella no mucho más en inglés, pero entendió perfectamente lo que significaban sus sonrisas y sus amables gestos, y la siguió. Se sentó en una estera y ella le ofreció unos pedazos de manzana. De el Rojo solo puedo hablar de oídas, pero a ella la vi tres años después de este encuentro y tenía diecinueve años escasos. No puede imaginarse lo exquisita que era. Tenía la apasionada gracia y el rico color del hibisco. Era más bien alta, esbelta, con las delicadas facciones de su raza y unos ojos grandes como las lagunas de agua quieta bajo los cocoteros. Su pelo negro ondulado le caía sobre la espalda y llevaba una corona de flores aromáticas. Sus manos eran exquisitas, y tan pequeñas, tan delicadamente formadas, que hacían estremecer. En aquel tiempo reía fácilmente y su sonrisa era tan delicada que extasiaba. Su tez era como un campo de trigo maduro en un día de verano. ¡Dios Santo! ¿Cómo podría describirla yo? Era demasiado bella para ser real.

»Y esos dos jóvenes –ella tenía dieciséis años y él veinte– se amaron desde el momento que se vieron. Este es el amor real, no el amor que llega por la simpatía, por los intereses comunes o por afinidad intelectual; el amor puro y simple. El amor que Adán sintió por Eva al despertarse y hallarla en el jardín mirándole con los ojos húmedos por el rocío. El amor que junta a los dioses y a las bestias. El amor que hace del mundo un milagro. El amor que da a la vida un sentido desgarrado. Usted nunca habrá oído hablar de aquel sabio y cínico duque francés que dijo que en dos amantes siempre hay uno que ama y otro que se deja amar: esta es la amarga verdad, a la cual tenemos que resignarnos muchos de nosotros. Pero, de vez en cuando, hay dos que aman y dos que se dejan amar a la vez, y entonces, uno puede imaginarse que el sol se ha detenido, como cuando Josué invocó al Dios de Israel.

»Y aún ahora, después de todos los años transcurridos, cuando pienso en ellos, tan jóvenes, tan bellos y tan sencillos, y en su amor, siento una vaga tristeza y sufro lo mismo que cuando en ciertas noches contemplo la luna brillar sobre la laguna en un cielo sin nubes. Siempre hay un dolor en la contemplación de la perfecta belleza.

»Fueron como niños. Ella era buena, dulce y amable. De él no sé nada, pero gusto de imaginármelo ingenuo y franco y de creer que su alma era tan bella como su cuerpo. Pero creo que su alma sería igual a las de las criaturas de los bosques y de las selvas que hacían flautas con las cañas y se bañaban en los arroyos de las montañas en la edad primera del mundo, cuando podían verse pequeños cervatillos galopando a través de los claros en pos de un barbudo centauro. El alma es algo molesto, y cuando el hombre la adquiere, pierde el jardín del Edén.

»Pues bien: cuando el Rojo llegó, esta isla acababa de sufrir una de sus epidemias que los blancos han traído de los mares del Sur, y había muerto un tercio de sus habitantes. Parece que aquella muchacha había perdido todos sus familiares y que vivía en la casa de unos parientes lejanos. Esta familia estaba compuesta por dos viejos encorvados y rugosos, dos mujeres jóvenes, un hombre y un niño. Durante unos días se quedó a vivir con ellos, pero quizá se sentía demasiado cerca de la costa, con la posibilidad de encontrarse con algún blanco que revelase su escondite; quizá los enamorados no podían sufrir que la compañía de otros les robase unos momentos del placer de estar juntos, y una mañana la pareja los abandonó con las pocas cosas que pertenecían a la muchacha, internándose por una verde senda bajo los cocoteros, hasta que llegaron a la caleta que ha visto. Tenía que cruzar el puente que usted cruzó y la muchacha se rió alegremente al verle asustado. Le cogió de la mano hasta que llegaron al final del primer tronco, y entonces le faltó el valor y tuvo que volverse. No se atrevió a intentar cruzarlo otra vez hasta haberse quitado la ropa, que ella llevó al otro lado sobre la cabeza, y se quedaron en una choza vacía que había aquí. Si la muchacha tenía algún derecho sobre ella –la propiedad territorial es un negocio complicado en las islas–, o si el dueño había muerto durante la epidemia, no lo sé, pero de todas maneras nadie les importunó, y tomaron posesión de ella. Sus muebles consistían en un par de esteras de hierba trenzada para dormir, un trozo de espejo y uno o dos cacharros. En esta bendita tierra esto es suficiente para una casa.

»Dicen que la gente dichosa no tiene historia y verdaderamente no la tiene un amor feliz. No hacían nada en todo el día y, sin embargo, los días les parecían demasiado cortos. La muchacha tenía un nombre indígena, pero el Rojo la llamaba Sally. Él aprendió rápidamente su fácil lenguaje y se pasaba las horas enteras echado en su estera, mientras ella hablaba alegremente. Su carácter era más bien callado y quizá su alma tuviera algo de mística. Fumaba incesantemente los cigarrillos que ella le hacía con tabaco indígena y hojas de pandáneo, y gustaba de contemplarla mientras con sus dedos hábiles tejía esteras de lianas. A menudo los indígenas venían a visitarles y les contaban largas historias de los tiempos pasados, cuando la isla era teatro de las guerras de las tribus. Algunas veces iba a pescar a los arrecifes y volvía con un cesto lleno de peces de colores. Otras, por la noche, salía con una linterna a coger langostas. Había plátanos alrededor de la choza y Sally los tostaba para sus frugales comidas. Sabía hacer deliciosos platos con los cocos, y el árbol de pan que crecía junto a la caleta les daba sus frutos. En los días de fiesta mataban un lechoncito y lo asaban sobre las piedras. Se bañaban juntos en las ensenadas y al atardecer solían ir a la laguna a remar en barca. Al ponerse el sol, el mar era de un azul profundo, del color del vino, como el mar de la Grecia homérica, pero en la laguna su color tenía una infinita variedad, de aguamarinas, de amatista y esmeralda, y el sol poniente, en un intervalo fugaz, lo transformaba en oro líquido. Entonces se percibía el color del coral, castaño, blanco, rosado, rojo, púrpura, adquiriendo formas maravillosas, convirtiéndose en un jardín mágico y los peces voladores en mariposa. Era todo irreal. Entre el coral había charcos de arena blanca y allí, donde el agua era cegadoramente clara, resultaba delicioso bañarse. Después, frescos y felices, regresaban por la verde senda iluminada, caminando con las manos cogidas, mientras los pájaros llenaban los cocoteros con sus trinos. Y entonces venía la noche, con su cielo inmenso, con un brillo de púrpura que parecía extenderse más inmenso que el cielo de Europa, y con la brisa leve que soplaba suavemente a través de la choza abierta, y la noche era también demasiado corta. Ella tenía dieciséis años y él escasamente veinte. La aurora llegaba filtrándose a través de los pilares de madera de la cabaña a contemplar a aquellos dos seres que dormían abrazados. El sol se escondía detrás de las grandes hojas de plátanos para no molestarles y después, con juguetona malicia, como la garra extendida de un gato de Persia, lanzaba un rayo dorado sobre sus rostros. Abrían sus ojos soñolientos y sonreían dando la bienvenida a un nuevo día. Las semanas se convirtieron en meses, y así pasó un año. Parecían amarse, vacilo en decir apasionadamente, porque la pasión lleva siempre una sombra de tristeza, un rasgo de amargura o de angustia, pero sí de todo corazón, tan sencilla y naturalmente como el primer día en que, al encontrarse, el uno halló un dios en el otro.

»Si usted les hubiera preguntado entonces, no tengo la menor duda que habrían juzgado imposible el suponer que su amor pudiera morir. ¿No es acaso un elemento esencial del amor la creencia en su propia eternidad? Y, sin embargo, quizás en el Rojo, había ya una pequeña semilla desconocida para él mismo e insospechada por ella, que con el tiempo se convertiría en hastío. Un día, uno de los dos indígenas que habitaban en la ensenada le dijo que, a lo largo de la costa, había un ballenero inglés. Una lucha de encontrados sentimientos trabose en su interior, mas al fin, decidiéndose, le propuso:

»–Iremos. A ver si puedo cambiar algunas nueces y plátanos por una o dos libras de tabaco.

»Los cigarrillos de pandáneo que Sally le hacía con sus manos incansables eran fuertes y agradables, pero le dejaban insatisfecho, y súbitamente tuvo deseo de gustar el verdadero tabaco, rudo, vigoroso y picante. Hacía muchos meses que no había fumado una pipa. Se le hacía la boca agua con solo pensar en ello. Quizá un presentimiento de desgracia indujo a Sally a disuadirle, pero el amor se había adueñado de ella tan completamente que siempre creyó que no había poder en la tierra que pudiera separarles. Subieron a las colinas juntos y cogieron un gran cesto de naranjas silvestres, que, aunque verdes, eran dulces y jugosas; plátanos de los que había alrededor de la cabaña, cocos, frutos de pan y mangos, y los bajaron a la ensenada. Cargaron con ellos la frágil canoa y el Rojo y el muchacho que le había traído la noticia del buque remaron hacia fuera de los arrecifes. Fue la última vez que ella le vio…

»Al día siguiente el muchacho regresó solo. Venía todo lloroso y compungido, y cuando se hubo calmado, esta fue la historia que contó:

»Cuando después de remar largo rato llegaron al buque, el Rojo gritó y un hombre blanco se asomó por la cubierta, diciéndoles que subiesen a bordo. Así que lo hicieron con todos los frutos que llevaban y que el Rojo amontonó en el puente. El blanco y él empezaron a hablar hasta que, al parecer, llegaron a un acuerdo. Le trajeron tabaco. El Rojo inmediatamente encendió su pipa. El muchacho remedó la feliz expresión con que lanzó una gran bocanada de humo. Entonces le dijeron algo, y se fue con ellos a la cabina. A través de la puerta abierta el muchacho, mirando curiosamente, vio sacar una botella y vasos. El Rojo bebió y fumó. Le pareció que le pedían algo, porque movió la cabeza negativamente y sonriendo. El blanco, el primero que les había hablado, se rió también y le llenó de nuevo el vaso. Así continuaron hablando y bebiendo, hasta que cansándose de mirar algo que no comprendía, el muchacho se acurrucó en el puente y se quedó dormido. Le despertaron de una patada y poniéndose en pie de un salto vio que el buque salía lentamente de la laguna. El Rojo, sentado a la mesa, con la cabeza descansando pesadamente en sus brazos, estaba profundamente dormido. Hizo un movimiento hacia él intentando despertarle, pero una mano ruda le cogió por un brazo y un hombre, con un gruñido y palabras que no entendía, le señaló la borda. Llamó al Rojo, pero en un momento se vio cogido y arrojado al mar. Impotente, nadó hacia la canoa que iba a la deriva, a poca distancia, y la empujó hacia los arrecifes. Se subió en ella y, sollozando todo el tiempo, regresó hacia la costa.

»Lo que había sucedido estaba claro. Al ballenero, por deserciones o enfermedades, le faltaba gente, y el capitán, cuando el Rojo fue a bordo, le pidió que se enrolase; ante su negativa, le emborracharon para secuestrarle.

»Sally quedó fuera de sí de dolor. Durante tres días gritó y lloró. Los indígenas hicieron cuanto pudieron para consolarla, pero ella no quería consuelo, ni siquiera comer, hasta que, exhausta, finalmente cayó en una triste apatía. Pasó muchos días en la caleta, contemplando la laguna con la vana esperanza de que el Rojo, de una manera o de otra, hubiera logrado escapar. Sentada en la arena blanca, permaneció hora tras hora con las mejillas bañadas en llanto, y por la noche se arrastraba trabajosamente a través de la caleta hacia la choza donde había sido feliz. Los parientes con quienes había vivido antes que el Rojo llegase a la isla deseaban que volviera con ellos, pero no quiso. Estaba convencida de que el Rojo volvería y quería que la encontrase donde la había dejado. Cuatro meses después dio a luz un niño, y la anciana que vino a atenderla se quedó con ella en su choza. Toda su alegría se la habían arrebatado y su angustia con el tiempo se hizo menos intolerable; se transformó en una constante melancolía. Nadie se hubiera podido imaginar que entre esta gente, cuyas emociones, aunque tan violentas, son tan fugaces, hubiera una mujer capaz de conservar así una pasión. Nunca perdió el profundo convencimiento de que, más pronto o más tarde, el Rojo volvería. Vigilaba, en eterna espera, mirando cada vez que alguien cruzaba este puente de troncos de cocotero… Siempre podía ser él.»

Neilson cesó de hablar, exhalando un débil suspiro.

–Y después, ¿qué sucedió? –preguntó el patrón. Neilson sonrió amargamente.

–Tres años después se fue con otro blanco.

El patrón hizo una cínica mueca.

–Esto es lo que generalmente les sucede a todas las mujeres –dijo.

El sueco le lanzó una mirada de odio. No sabía por qué aquel hombre despertaba en él una repulsión tan violenta. Pero sus pensamientos volaron hacia el pasado, llenando su mente de memorias perdidas. Volvió veinticinco años atrás. Fue cuando llegó a aquella isla, cansado de Apia, con su beber abundante, su juego y su grosera sensualidad; un hombre enfermo que trataba de resignarse a la pérdida de su carrera, en la que había cifrado tantas ambiciones. Resueltamente había tenido que dejar detrás de sí todas las esperanzas de hacerse un hombre, tratando de contentarse con los pocos meses de vida que era todo lo que le quedaba. Había vivido en la casa de un comerciante mestizo que tenía un almacén a un par de millas de la costa, junto a un poblado indígena, y un día, vagando sin destino por las sendas cubiertas de hierba, entre las alamedas de los cocoteros, llegó a la cabaña en que vivía Sally. La belleza del sitio le llenó de un entusiasmo tal que fue casi doloroso; y después vio a Sally. Fue la más bella criatura que había visto en su vida, y la tristeza de sus magníficos ojos oscuros le afectó de una manera extraña. Los kanakas son una raza hermosa y la belleza no es rara entre ellos, pero su hermosura es la de animales bien proporcionados. Una belleza vacía. Pero aquellos trágicos ojos estaban oscurecidos por el misterio y se adivinaba en ellos la amarga complejidad de la inquieta alma humana. El comerciante le contó la historia, que le dejó profundamente conmovido.

–¿Cree usted que volverá? –le preguntó Neilson.

–No hay cuidado. Antes de dos años el buque no habrá rendido viaje y para entonces la habrá olvidado completamente. Apuesto cualquier cosa a que casi se volvería loco cuando se despertó, y no me extrañaría que hubiese intentado liarse a puñetazos con todo el mundo. Pero no tenía más remedio que resignarse y aguantar; probablemente al cabo de unos meses pensaría que lo mejor que le podía haber sucedido era el haber salido de la isla.

Pero Neilson no pudo apartar la historia de su imaginación. Quizá porque estaba enfermo y débil, se sentía atraído por la radiante salud de el Rojo. Él, que era un hombre poco atractivo, de apariencia insignificante, admiraba mucho la belleza. Además, no había sentido nunca una de esas violentas pasiones de amor y tampoco había sido amado con esa violencia de sentimientos, y la mutua atracción de aquellos dos seres le produjo un gozo singular. Tenía algo de la inefable belleza de lo absoluto. Volvió de nuevo a la pequeña cabaña de la ensenada.

Poseía una gran facilidad para aprender las lenguas y una voluntad enérgica acostumbrada al trabajo, y ya había dedicado mucho tiempo al estudio de la lengua indígena. Las viejas costumbres estaban muy arraigadas en él y había estado reuniendo datos para su periódico sobre el lenguaje de Samoa.

La vieja que compartía con Sally la cabaña le invitó a entrar y sentarse. Le dio kawa para beber y cigarrillos. Era una satisfacción para ella el encontrar alguien con quien charlar, y, mientras, Neilson contemplaba a Sally. Ella le recordó a la Psique del museo de Nápoles. Sus facciones tenían la misma pureza de líneas y, aunque había tenido un niño, conservaba su aspecto virginal.

Hasta que la vio dos o tres veces no pudo inducirla a hablar y entonces fue solo para preguntarle si había en Apia un hombre llamado el Rojo. Dos años habían pasado desde su desaparición, pero era evidente que aún pensaba siempre en él.

No tardó mucho tiempo Neilson en descubrir que estaba enamorado de ella. Solo por un gran esfuerzo de voluntad no iba todos los días a verla, pero cuando no estaba con Sally, sus pensamientos estaban con ella. Al principio, sintiéndose un moribundo, solo pedía el contemplarla y oírla hablar de vez en cuando. Aquel amor ideal le producía una felicidad maravillosa. Su pureza misma le exaltaba. No le pedía más que la oportunidad de poder tejer a su alrededor una red de bellas fantasías. Pero el aire libre, la temperatura estable, el descanso y los alimentos sencillos empezaron a obrar un efecto inesperado en su salud. Su temperatura no se elevaba por las noches de una manera tan alarmante. Seis meses pasaron sin que tuviera una hemorragia y, de repente, vio la posibilidad de seguir viviendo. Había estudiado su enfermedad cuidadosamente y concibió la esperanza de que, con un gran cuidado, podría detener su curso. El poder mirar una vez más hacia el futuro le llenó de entusiasmo. Hizo planes. Tenía que descartar cualquier clase de vida activa, pero podía vivir en las islas y con su pequeña renta, insuficiente en cualquier otra parte, vivir holgadamente. Se haría plantador. Esto sería una ocupación, y, además, traería sus libros y un piano, pero pronto se dio cuenta de que con esto trataba de ocultar el deseo que le obsesionaba.

Necesitaba a Sally. Amaba no solamente su belleza, sino también aquella alma oscura que había adivinado detrás de sus ojos melancólicos. Su pasión le embriagaba. Al fin la haría olvidar. Y se imaginó que sería él quien le daría la felicidad que había creído perdida para siempre.

Le pidió que se viniera a vivir con él. Ella se negó. Se lo había imaginado, y no se desanimó. Estaba seguro que más tarde o más temprano cedería. Su amor era irresistible. A la anciana que vivía con ella le contó sus deseos y con gran sorpresa vio que desde hacía tiempo todos lo habían adivinado, y que aconsejaban a Sally que consintiera. Para las mujeres indígenas es como una honra vivir con un blanco, y Neilson, según la medida de aquellas gentes, era rico. El comerciante en cuya casa se hospedaba fue a ver a Sally también para convencerla, pues una oportunidad así era difícil que se presentase de nuevo. Además, después de tanto tiempo, no podía esperar ya que el Rojo volviera. La resistencia de Sally solo hizo aumentar los deseos de Neilson, y lo que había comenzado siendo un amor inocente se convirtió en una pasión angustiosa. Estaba decidido a que nada se le opusiese en su camino. No le dio tregua ni descanso. Hasta que, al fin, consintió, rendida por su insistencia y la persecución, a veces en forma de ruego y otras furiosa, de cuantos la rodeaban. Pero al día siguiente, cuando, triunfante, fue a verla, se encontró con que durante la noche Sally había incendiado la cabaña en la que había vivido con el Rojo. La vieja corrió hacia él, indignada por el abuso de Sally, pero él la calmó. No importaba. Construirían un bungaló en el sitio de la cabaña. Una casa europea sería, desde luego, más a propósito si quería traer un piano y sus libros.

Y así fue construida la pequeña casa de madera en la que ahora vivía desde hacía muchos años, y así es cómo Sally fue su esposa. Pero después de las primeras semanas de entusiasmo, durante las cuales estuvo satisfecho con lo que ella le daba, gustó de escasa felicidad. Sally había consentido por cansancio y solo le entregó lo que no apreciaba. El alma, que oscuramente había presentido, se le escapaba. Sabía que no era nada para ella. Aún amaba al Rojo y siempre estaba esperando su regreso. Neilson sabía que a una señal de el Rojo, a pesar de su amor, de su ternura, de su simpatía y generosidad, ella le habría abandonado sin un momento de vacilación. Ni un solo pensamiento le habría dedicado en su desgracia, y su corazón comenzó a llenarse de angustia.

En vano trató de vencer aquella impenetrabilidad que sombríamente se le resistía. Su amor comenzó a amargarse. Trató de ablandar su corazón con la bondad, pero ella no lo advirtió. Su cólera llegó a desbordarse y la golpeó, haciéndola llorar silenciosamente. Algunas veces pensó que en realidad ella no era nada, un sueño solamente, y su alma una simple invención suya, y que no podía penetrar en el santuario de su corazón porque en él no había santuario alguno. Y su amor se convirtió en una prisión de la que ansiaba escapar, pero no tuvo la fuerza necesaria, ni siquiera para abrir la puerta, que era lo único que se lo impedía, y salir al aire libre. Fue una tortura, hasta quedar finalmente transido y desesperanzado. Y en el fuego de su amor, él mismo se consumía a la postre, y cuando veía sus ojos fijos en el frágil puente, no era la ira lo que sentía su corazón, sino la impaciencia. Desde entonces, durante muchos años, habían vivido juntos, unidos por los lazos del hábito y de la convivencia, y solo con una sonrisa recordaba su antigua pasión. Ella era vieja, porque las mujeres, en aquellos climas, envejecen pronto, no sentía amor por ella pero la toleraba. Al menos le dejaba solo y se sentía satisfecho con su piano y sus libros.

Sus pensamientos le incitaban a seguir hablando.

–Cuando recuerdo el breve y apasionado amor de Sally y el Rojo, yo creo que, después de todo, deben estar agradecidos al cruel destino que los separó cuando su amor aún estaba en pleno florecimiento. Sufrieron, pero en su dolor hubo belleza. No conocieron la verdadera tragedia del amor.

»La tragedia del amor no es la muerte ni la separación. ¿Cuánto tiempo cree que hubiera sido necesario para que uno u otro dejara de amar…? ¡Ah, qué terrible amargura mirar a una mujer a quien se ha amado con toda el alma y con todo el corazón, a quien no se podía dejar de mirarla ni un momento y comprender de pronto que nada nos importaría si jamás la volviésemos a ver! La tragedia del amor es la indiferencia.»

Pero mientras estaba hablando sucedió una cosa extraordinaria. Aunque realmente se había estado dirigiendo al patrón, no hablaba con él; había estado traduciendo sus pensamientos en palabras para él solo, y aun con los ojos fijos en el hombre que tenía delante, no le había estado mirando. Pero una imagen apareció entonces delante de ellos, no la imagen que veía, sino la de otro hombre. Era como si estuviese mirando uno de esos espejos burlones que contorsionan las figuras, pero entonces ocurría lo contrario, pues en lugar de aquel hombre obeso y repugnante vio el esbozo de un mancebo. Lo miró haciéndole un rápido escrutinio. ¿Qué caprichoso destino le había llevado precisamente a aquel lugar? Una repentina sacudida de su corazón le cortó casi el aliento. Una absurda sacudida se apoderó de él. Lo que pensaba era imposible y, sin embargo, podía ser cierto.

–¿Cuál es su nombre? –le preguntó bruscamente.

El rostro del patrón se contrajo con un gesto malicioso y groseramente vulgar.

–Hace tanto tiempo que no lo oigo que yo mismo casi lo había olvidado, pero, hace treinta años, aquí me llamaban el Rojo.

Su corpachón se estremeció mientras soltaba una débil y silenciosa carcajada. Era obsceno. Neilson se estremeció. El Rojo parecía muy divertido y de sus ojos sanguíneos las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

En aquel momento entró una mujer. Neilson profirió un sonido inarticulado. Era una mujer indígena de una cierta presencia, gorda sin ser corpulenta, de tez ennegrecida, como les ocurre a los nativos a lo largo de los años, el pelo gris. Vestía una túnica indígena, a través de la cual se transparentaban sus pechos voluminosos. El momento había llegado…

Pero hizo una observación a Neilson sobre algo de la casa y él contestó temiendo que su voz le pareciera tan poco natural como a él. Al hombre que estaba sentado junto a la ventana apenas si le dedicó una mirada indiferente y salió de la habitación. El momento había llegado y había pasado. Neilson, durante unos momentos, no pudo ni siquiera hablar. Se sentía presa de una profunda alteración. Al cabo, y costándole un esfuerzo, dijo:

–Me gustaría que se quedase a cenar conmigo.

–No puedo –repuso el Rojo–. Tengo que ir a ver a Gray. Le entregaré sus mercancías y me marcharé después. Quiero estar mañana de regreso a Apia.

–Llamaré a un muchacho para que le acompañe y le enseñe el camino.

–Muy amable.

El Rojo se puso en pie mientras Neilson llamaba a uno de los muchachos que trabajaban en su plantación. Le dijo a dónde quería ir el patrón, y el muchacho echó a andar hacia el puente. El Rojo se dispuso a seguirle.

–No se caiga –le dijo Neilson.

–No, por Dios –le repuso sonriendo el otro.

Neilson le contempló mientras lo cruzaba, y cuando hubo desaparecido entre los cocoteros aún siguió con los ojos fijos en el mismo sitio. Después cayó pesadamente en su silla. ¿Era ese el hombre que le impidió ser feliz? ¿Era ese el hombre que Sally había amado durante tanto tiempo y a quien había aguardado tan desesperadamente? ¡Qué grotesco! Una súbita furia se apoderó de él, sintiendo el deseo de levantarse y destrozar cuanto hubiera a su alrededor. Había sido engañado. Se habían visto al fin y no se habían reconocido. Empezó a reírse sin alegría y su risa fue aumentando hasta una crisis de histeria. Los dioses le habían hecho una cruel jugarreta… Y ahora ya era viejo.

Al fin Sally entró a decirle que la comida estaba dispuesta. Se sentó enfrente de ella y trató de comer. ¿Qué es lo que diría si ahora le dijese que aquel hombre obeso que había estado sentado en aquella silla era el amante al cual aún recordaba con el apasionado amor de la juventud? Hace años, cuando aún la odiaba porque era la causante de su desgracia, hubiera gozado en decírselo. Entonces hubiera sido un placer herirla como ella le hería, porque su odio era solo una forma distinta de su amor, pero ahora nada le importaba. Se encogió de hombros con indiferencia.

–¿Qué quería ese hombre? –le preguntó ella.

Él tardó en contestar. La vio vieja, marchita su belleza. ¿Por qué la había amado tan locamente? Puso a sus pies todos los tesoros de su alma y los había despreciado. ¡Qué derroche! Ahora, al mirarla, solo sentía un profundo desprecio. Su paciencia, al fin, se había terminado y contestó a su pregunta.

–Es el capitán de una goleta que ha venido de Apia.

–¿Y qué?

–Me ha traído noticias de casa. Mi hermano está gravemente enfermo y tengo que volver.

–¿Estarás fuera mucho tiempo?

Él se encogió de hombros.

FIN

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