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El reencarnado

Confucius presenting the young Gautama Buddha to Laozi, China, Qing Dynasty. http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Confucius_Laozi_Buddha.jpg

Con el tiempo superarás el complejo de inferioridad. Tal vez. No depende de ti. Toma la precaución de salir a la calle cuando ya haya anochecido. Sin duda el calor del sol representa un problema. Y las noches de verano no son el mejor aliado. Por lo tanto, lo más conveniente es esperar a que refresque. Los primeros seis meses son la época perfecta. En el séptimo mes el agua se filtrará y comenzarán a aparecer los gusanos. Al final del octavo mes tu utilidad disminuirá. Cuando llegue el décimo mes yacerás exhausto y afligido y comprenderás que no volverás a moverte nunca más.

Pero antes de que eso ocurra tienes mucho en que meditar, y que terminar. Tienes que renovar muchos pensamientos y revisar muchas de las cosas que te gustan o disgustan antes de que tu cráneo comience a caerse a trozos.

Esto es nuevo para ti. Has vuelto a nacer. Y el útero en el que esperas está forrado de seda y huele a nardos y a ropa limpia, y sólo se oye el latido del corazón de los miles de millones de insectos que pueblan la Tierra. Tu útero es de madera, de metal y de satén, y no ofrece sustento salvo una implacable reserva de aire cerrado, una bolsa dentro de la madre tierra. Y ahora sólo hay una manera de vivir. Para moverte necesitas que una emoción, como si fuera una mano, te dé un empujón. Un deseo, un anhelo, un afecto. Primero te agitas, te levantas y te golpeas la frente contra la madera forrada de seda. Esa emoción recorre tu cuerpo, te llama. Si no es lo suficientemente fuerte te derrumbarás, agotado, y no volverás a despertar. Pero si creces con ella, si utilizas los dedos para trepar y trabajas aplicadamente un tedioso día detrás de otro, encontrarás la manera de abrirte paso por la tierra centímetro a centímetro, y entonces una noche desmenuzas la oscuridad, completas la salida y te retuerces para ver las estrellas.

Ahora estás de pie y dejas que la emoción te guíe como una delgada antena que vibra con las ondas de radio. Pones recta la espalda, das un paso como si fueras un niño pequeño, te tambaleas y buscas cualquier cosa a lo que agarrarte, y encuentras una plancha de mármol contra la que apoyarte. Debajo de tus dedos temblorosos está grabada la breve historia de tu vida contada de manera concisa: Nació… Murió.

Eres como un tronco de leña. No es fácil volver a aprender a relajarse, a caminar de un modo natural, pero no te preocupes. La atracción de esa emoción dentro de ti es demasiado fuerte y avanzas para salir de la tierra de los monumentos hacia las calles crepusculares, a solas en las aceras pálidas, rodeado de muros de ladrillo y por caminos pedregosos.

Tienes la sensación de que hay algo pendiente: una flor todavía no vista en algún lugar que te apetece visitar, un estanque que espera a que te zambullas en él, un pez aún no pescado, unos labios no besados, una estrella todavía por descubrir. Vas a volver para terminar lo que has dejado a medias.

Todas las calles te parecen extrañas. Caminas por una ciudad que no has visto nunca, una especie de ciudad soñada a orillas de un lago. Ahora te mueves con más seguridad y tus pasos son rápidos. Recuperas la memoria.

Conoces hasta el último adoquín de esta calle, en qué puntos el asfalto salía borboteando de bocas de cemento en el aire abrasador del verano. Sabes que ataban los caballos sudorosos a estos postes de hierro en la verdeante primavera, pero hace tanto tiempo de eso que te parece un gusano pequeñísimo dentro de tu cerebro. Conoces este cruce de calles, donde una luz cuelga en lo alto como si fuera una radiante araña que teje una tela luminosa que cubre este lugar solitario. Pronto escapas de esa telaraña y buscas la sombra de los sicomoros. Bajo los dedos tanteantes sientes la danza de una cerca de madera; cuando eras niño pasabas por allí corriendo con un palo en la mano y reías mientras reproducías el ruido de una metralleta.

Estas casas, con la gente dentro, y los recuerdos de la gente. El olor a limón de la vieja señora Hanlon, que vivía allí, ¿lo recuerdas? Una mujer arrugada, con las manos arrugadas y las encías también arrugadas cuando su dentadura reluciente reposaba en el estante del armario, sonriendo a las figuritas de porcelana. Todos los días te reprendía por atajar a través de sus petunias. Ahora está completamente arrugada, como una hoja de papel quemada. ¿Recuerdas cómo es un libro mientras está quemándose? Así está ella ahora en su tumba, descompuesta en capas arrugadas, retorcida en su agonía negra, putrefacta y muda.

Sólo los pasos de un hombre quiebran el silencio de la calle. El hombre gira en una esquina y chocáis inesperadamente.

Los dos dais un paso atrás y os miráis un momento. Ambos desentrañáis algo del otro.

Los ojos del desconocido parecen dos hogueras en unos profundos recipientes desgastados. Es un hombre alto y delgado vestido con un impoluto traje oscuro; es rubio y la tez en sus pómulos prominentes es de una blancura cegadora. Al cabo de un momento hace una leve reverencia y sonríe.

—Usted es nuevo —dice—. Nunca le había visto.

Y entonces comprendes qué es ese hombre. También él está muerto. Y también camina. Es «diferente», como tú. Percibes su diferencia.

—¿A dónde va con tanta prisa? —⁠pregunta cortésmente.

—No tengo tiempo para hablar —⁠respondes. Tienes la garganta seca y encogida⁠—. Voy a un sitio, es todo lo que puedo decir. Por favor, apártese.

Pero él te agarra el codo con firmeza.

—¿Sabe qué soy? —Se inclina hacia ti⁠—. ¿No se da cuenta de que pertenecemos a la misma legión? La de los muertos que caminan. Somos como hermanos.

Te revuelves con impaciencia.

—No… no tengo tiempo.

—Tampoco yo —dice el otro—. No podemos perder el tiempo.

Pasas ante él e intentas dejarlo atrás, pero camina contigo.

—Sé a dónde va.

—¿De verdad?

—Sí —dice casi con indiferencia⁠—. A un sitio de su infancia. A un río, o a una casa, o algún otro lugar de sus recuerdos. Tal vez en busca de una mujer. La casa de un viejo amigo. Créame, lo sé todo sobre nuestra especie. Lo sé. —⁠Asiente con la cabeza mientras avanzan por la alternancia de claridad y sombras.

—Así que usted lo sabe.

—He comprendido por qué los muertos caminan. Resulta extraño si se piensa en todos los libros que se escribieron sobre muertos, vampiros, cadáveres reanimados y cosas así. Ni uno sólo de los autores de las obras más destacadas dieron con el verdadero secreto que explique por qué los muertos caminan. El motivo siempre es el mismo: un recuerdo, un amigo, una mujer, un río, un trozo de pastel, una casa, una copa de vino, cualquier cosa relacionada con la vida y con los… ¡VIVOS! —⁠Apresó con la mano las palabras⁠—. ¡Los vivos! ¡La vida REAL!

Aprietas el paso sin decir nada, pero te sigue su voz susurrante:

—Esta noche tiene que venir conmigo, amigo. Nos encontraremos con los demás, esta noche, y mañana por la noche, y todas las noches hasta que consigamos la victoria.

—¿Quiénes son los demás? —te apresuras a preguntar.

—Los otros muertos —responde con seriedad⁠—. Estamos uniéndonos para combatir la intolerancia.

—¿La intolerancia?

—Somos minoría. Somos muertos recientes, nos embalsamaron y enterraron hace poco. Somos una minoría en el mundo. Y nos persiguen. Hay leyes contra nosotros. ¡No tenemos derechos! —⁠declara arrebatadamente.

Sientes que el hormigón se ralentiza bajo tus talones.

—¿Minoría?

—Sí. —Te agarra el brazo con confianza y te lo aprieta un poco más con cada nueva declaración⁠—. ¿Nos quieren? ¡No! ¿Les gustamos? ¡No! ¡Nos temen! ¡Nos llevan hacia una cantera de mármol como si fuéramos ovejas, nos gritan, nos lapidan y nos persiguen como a los judíos en Alemania! Nos odian porque nos temen. No deberían hacerlo, se lo aseguro. ¡Es injusto! —⁠grazna. Levanta las manos con rabia y golpea el aire. Tú te quedas inmóvil, atenazado por su sufrimiento, que arroja sobre ti físicamente⁠—. ¡Justicia, justicia! ¿Qué es la justicia? No. ¿Es justo, le pregunto, que nosotros, una minoría, nos pudramos en la tumba mientras el resto del continente canta, ríe, baila, juega, da vueltas y se emborracha? ¿Es justo, le pregunto, que ellos amen mientras nuestros labios fríos se marchitan, que se acaricien mientras nuestros dedos sólo pueden tocar piedra, que se hagan cosquillas unos a otros mientras nosotros sólo recibimos la visita de los gusanos?

»¡No! ¡Respondo yo gritando! ¡Es tremendamente injusto! ¡Abajo los vivos, abajo aquellos que torturan a nuestra minoría! ¡Merecemos los mismos derechos! —⁠grita⁠—. ¿Por qué tenemos que ser nosotros los muertos y no ellos?

—Quizá tenga razón.

—Nos tiran al hoyo y echan paladas de tierra sobre nuestra cara blanca, nos colocan una losa con una inscripción encima del pecho para que no nos escapemos y luego, una vez al año, cavan un agujero en el suelo y colocan una lata con flores. ¿Una vez al año? ¡A veces ni eso! ¡Oh, cómo los odio, cómo me devora este odio contra los vivos que crece dentro de mí! ¡Idiotas, malditos idiotas! ¡Se pasan la noche bailando y haciendo el amor mientras nosotros yacemos en la sepultura, impotentes, llenos de pasiones que nos consumen! ¿Acaso no tengo razón?

—Nunca lo había pensado —respondes con aire pensativo.

—Bueno, bueno —dice resoplando—. Pues vamos a arreglarlo.

—¿Cómo?

—Está noche nos reuniremos a millares en el Elysian Park. ¡Yo soy el líder! ¡Vamos a destruir la humanidad! —⁠grita echando los hombros hacia atrás y levantando la cabeza con gesto desafiante⁠—. Llevan mucho tiempo despreciándonos y vamos a matarlos. Es lo justo. ¡Si nosotros no podemos vivir, ellos tampoco tienen derecho a hacerlo! Y usted vendrá, ¿verdad, amigo? —⁠pregunta esperanzado⁠—. He convencido a mucha gente, he hablado con decenas y decenas de personas. Usted vendrá y nos ayudará. Usted también está resentido con este embalsamiento y esta represión, ¿verdad? De lo contrario no habría salido esta noche. Únase a nosotros. ¡Las sepulturas del continente reventarán como manzanas demasiado maduras y los muertos saldrán para invadir los pueblos! ¿Vendrá?

—No lo sé. Sí. Tal vez —respondes⁠—. Pero ahora tengo que irme. Debo encontrar un lugar que hay cerca de aquí. Iré.

—Bien —dice el otro hombre cuando echas a andar y lo dejas atrás, sumido en las sombras⁠—. Bien, bien, bien.

Subes la colina todo lo rápido que eres capaz. Gracias a Dios la noche es fresca en la tierra. Si hiciera calor sería espantoso estar en la superficie dado tu estado.

Lanzas un grito ahogado de felicidad. En medio de este esplendor rococó está la casa en la que la abuela acogía a sus huéspedes. De niño te sentabas en el porche a mirar los fuegos artificiales del Cuatro de Julio, los cohetes que ascendían vertiginosamente por el cielo y las ruedas chispeantes, mientras en tus oídos retiñían los petardos que salían disparados del cañón metálico del tío Bion, a quien le gustaba tanto el ruido que se gastaba cincuenta dólares en petardos sólo por el placer que le procuraba encenderlos con el cigarrillo de liar.

Ahora, con el cuerpo tembloroso por la emoción de los recuerdos, comprendes por qué se han levantado los muertos: para volver a ver esta clase de cosas. En este mismo lugar, en noches en las que el rocío recubría la hierba, aplastabais con vuestros cuerpos juveniles los pétalos de las flores y las hojas mientras jugabais a luchas y disfrutabais del placer del ahora, ahora, ¡ESTA NOCHE! ¡Qué importa el mañana! El mañana no existe, el ayer ya ha pasado, ¡esta noche es la vida!

En el interior de esa casa alta y espléndida la noche de los sábados era una fiesta, con las alubias estofadas sumergidas en espesas salsas y coronadas con lonchas de beicon. Sí, así era. Y el enorme piano negro que gritaba cuando ejercías de dentista con sus dientes…

Y allí, ¿lo recuerdas? Ésa es la casa de Kim. Esa luz amarilla en la parte de atrás es la ventana de su habitación. Piensas que ahora podría estar allí, pintando o leyendo un libro. Un momento después lanzas una mirada al porche de la casa, al balancín que hay delante de la puerta en el que te sentabas en las noches de agosto. Piénsalo. Kim, tu amor. ¡Enseguida volverás a verla!

Empujas la puerta de la cerca y corres hasta la puerta principal de la casa. En un primer momento piensas en llamar, pero rodeas sigilosamente la casa. Su madre y su padre se volverán locos si te ven. Kim ya se llevará una fuerte impresión.

Delante de ti tienes la habitación iluminada, cuadrada, acogedora y vacía. Nutritiva. ¿No te alegras de volver a verla?

Tu aliento plasma tu nerviosismo en la ventana: el vidrio frío se cubre de vaho y oculta los detalles precisos y maravillosos de la existencia de Kim. A medida que el vaho desaparece, emerge la forma de la habitación. La colcha rosada sobre la cama baja y mullida; el resplandeciente suelo encerado de madera de cerezo; las alfombras como perros lanudos estirados en el centro del cuarto; el espejo; el pequeño tocador, donde la magia femenina se representa como una sencilla pantomima. Esperas.

Ella entra en la habitación.

Su cabello, recogido detrás de las orejas, es un como una lámpara encendida. Parece cansada y tiene los ojos entrecerrados, azules a pesar de la débil luz. Lleva puesto un vestido corto y ceñido.

Escuchas a través del panel frío de la ventana conteniendo la respiración y, como si te hallaras en la profundidad del mar, oyes una canción. Canta en voz tan baja que antes de abandonar sus labios la canción ya es un eco. Te preguntas qué estará pensando mientras canta y se peina delante del espejo.

El mar frío que eres se agita y palpita. ¡Es imposible que Kim no oiga los latidos de tu corazón helado!

No te lo piensas dos veces y das unos golpecitos al cristal de la ventana.

Ella piensa que sólo es el viento otoñal y continúa peinándose delicadamente.

Vuelves a golpear la ventana con ansiedad y un poco de miedo.

Esta vez deja el cepillo y se levanta con calma y determinación para investigar el ruido.

Al principio no ve nada porque estás en sombra. Mientras camina hacia la ventana, los ojos de Kim están fijos en los relucientes cuadrados de cristal. Pero entonces ve a través de ellos la figura imprecisa que queda fuera de la luz. Aún no te ha reconocido.

—¡Kim! —gritas sin poder contenerte⁠—. ¡Soy yo! ¡Estoy aquí!

Tu cara con expresión ansiosa penetra en la zona iluminada como emergería un cuerpo sumergido en un mar negro y de repente flota, triunfante, con unos radiantes ojos oscuros.

El color desaparece de las mejillas de Kim, que abre las manos y su cordura echa a volar de ellas con alas extrañas. Vuelve a cerrarlas para capturar un último pensamiento sensato antes de que se le escape para siempre. No grita, pero tiene los ojos abiertos como las ventanas de una casa blanca iluminadas por un relámpago durante una repentina tormenta de verano: ventanas sin sombras, vacías y plateadas a causa del tremendo rayo.

—¡Kim! —gritas de nuevo—. ¡Soy yo!

Ella pronuncia tu nombre con la boca entumecida. Ninguno de los dos lo oye. Quiere correr, pero tu insistencia hace que levante la ventana y tú, sollozando, entras en la habitación iluminada. Vuelves a cerrar la ventana y te balanceas ligeramente, y entonces descubres que Kim se ha refugiado en el fondo de la habitación, crucificada en la pared por el miedo.

Tus sollozos son irregulares. Levantas las manos hacia ella en un gesto de avidez y deseo antiguos.

—Kim, ha pasado tanto tiempo…

El tiempo no existe. Durante cinco minutos no recuerdas nada, pero luego sales de ese estado y te encuentras sentado en el blando borde de la cama, con la mirada fija en el suelo.

Oyes su llanto.

Está sentada delante del espejo y sus hombros se mueven como si fueran unas alas que intentan volar con gran dolor mientras ella llora.

—Sé que estoy muerto, lo sé, pero ¿cómo puedo aplacar este frío que tengo? Quiero acercarme a tu cuerpo caliente como si fuera una hoguera en un bosque gélido, Kim…

—Seis meses —suspira ella con incredulidad⁠—. Ése es el tiempo que llevas muerto. Vi con mis propios ojos cómo ponían la tapa al ataúd. Vi caer la tierra sobre la tapa con un ruido de redoble de tambores. Lloré. Lloré hasta vaciarme. No es posible que ahora estés aquí…

—¡Estoy aquí!

—¿Qué puedo hacer? —pregunta, abrazándose.

—No lo sé. Ahora que te he visto, no quiero volver a meterme en aquella caja. Es una horrible crisálida de madera, Kim, y no deseo sufrir esa clase de metamorfosis…

—¿Por qué… por qué… por qué has venido?

—Estaba perdido en la oscuridad, Kim, y en la profundidad de mi tumba soñé contigo. Me retorcía como una langosta de diecisiete años mientras soñaba. Tenía que encontrar la manera de salir y regresar.

—Pero no puedes quedarte aquí.

—Sólo hasta que amanezca.

—Paul, no te bebas mi sangre. Quiero vivir.

—Estás equivocada, Kim. No soy uno de ésos. Soy yo, el de siempre.

—Estás diferente.

—Soy el mismo. Todavía te quiero.

—Tienes celos de mí.

—No, Kim, no estoy celoso.

—Ahora somos enemigos, Paul. Ya no podemos amarnos. Yo estoy viva; tú, muerto. Estamos enfrentados por causa de nuestra naturaleza. Somos enemigos por naturaleza. Yo soy lo que más deseas y tú representas lo último que deseo en el mundo, la muerte. La muerte es lo opuesto al amor.

—¡Pero yo TE quiero, Kim!

—Lo que tú quieres es mi vida y lo que significa la vida, ¿no lo entiendes?

—¡No, no lo entiendo! ¿Qué hacemos aquí los dos, sentados, hablando como si fuéramos filósofos o científicos, cuando deberíamos estar riendo y felices de volver a vernos?

—Entre nosotros hay una barrera de celos y de miedo. Yo te amé, Paul. Amé las cosas que hacíamos juntos. La dinámica, los procesos de nuestra relación, las cosas que decías, que pensabas. Aún amo todo eso. Pero, pero…

—¡Todavía pienso las mismas cosas, Kim, una y otra vez!

—Pero estamos separados.

—Ten corazón, Kim. ¡Ten piedad!

La expresión de Kim se suaviza. Encierra la cara en una jaula de dedos temblorosos. Las palabras escapan de la jaula:

—¿La piedad es amor, Paul? ¿Lo es?

Se percibe un cansancio amargo en su respiración.

Tú te pones de pie.

—¡Si esto continúa así voy a volverme loco!

Ella responde con la voz cansada:

—¿Pueden enloquecer los muertos?

Vas hasta ella rápidamente, le coges las manos, le levantas la cara y ríes con toda la falsa alegría que eres capaz de reunir.

—¡Escúchame, Kim! ¡Escúchame, cariño, puedo venir todas las noches! ¡Conversaremos como antes, haremos todo lo que hacíamos antes! ¡Todo volverá a ser como hace un año, jugaremos, nos divertiremos! Daremos largos paseos a la luz de la luna, montaremos en el tiovivo de White City, comeremos perritos calientes en Coral Beach, navegaremos por el río…

Ella interrumpe tu desbordada y lastimera alegría:

—Es inútil.

—¡Kim! Una hora todas las noches. Sólo una. O media. El tiempo que tú quieras. Quince minutos. Cinco. Un minuto para verte. Es lo único que te pido.

Sepultas la cabeza en sus manos tiesas e inertes y notas el temblor involuntario que recorre su cuerpo al contacto repentino contigo. Al cabo de un momento Kim se atreve a moverse, ligeramente. Se inclina hacia atrás con los ojos cerrados y dice:

—Tengo miedo.

—¿Por qué?

—Me han enseñado a tener miedo, sólo es eso.

—¡Maldita sea la gente, sus costumbres y sus cuentos de vieja!

—Hablar no me quitará el miedo.

Quieres agarrarla, sujetarla, detenerla, zarandearla para que piense con claridad, aplacar sus temblores y consolarla como si fuera un ave salvaje que intenta escapar de tus dedos.

—¡Quiera, quieta, Kim!

Sus temblores cesan gradualmente, como si fueran el agua agitada de una charca que recupera su calma. Se deja caer sobre la cama y la voz que sale de su garganta joven suena vieja.

—Está bien, cariño. —Una pausa—. Lo que tú digas. —⁠Traga saliva⁠—. Será lo que tú quieras. Si… eso te hace feliz.

Intentas estar feliz, deberías estallar de alegría. Te esfuerzas por sonreír y la miras mientras ella continúa hablando con aire ausente.

—Será como tú digas, cariño. Haré lo que me pidas.

—No tendrás miedo —te atreves a decir.

—Oh, no —murmura con un estremecimiento⁠—. No lo tendré.

—Necesitaba verte, ¿lo entiendes? —⁠dices disculpándote⁠—. ¡Tenía que hacerlo!

Sus ojos brillantes están fijos en ti.

—Sé cómo debes sentirte. Espérame fuera, me reuniré contigo dentro de unos minutos. Tengo que inventar una excusa para cuando mis padres me vean salir.

Levantas la ventana, sacas una pierna y te vuelves a mirarla antes de desaparecer.

—Kim, te quiero.

Ella no dice nada, simplemente se queda mirándote y cierra la ventana cuando estás fuera. Luego se aleja y atenúa la luz. Lloras en la oscuridad, pero no es exactamente de pena, tampoco de alegría. Caminas hasta la esquina para esperarla.

Al otro lado de la calle, detrás de un arbusto de lilas, ves pasar a un hombre que camina con cierta rigidez. Hay algo en él que te resulta familiar. Lo recuerdas. Es el hombre que te ha abordado un rato antes. Él también está muerto y se mueve por un mundo que le es ajeno porque está vivo. Avanza por la calle como si buscara algo.

Ahora Kim está a tu lado.

La copa de helado es algo maravilloso. Consiste en una montañita blanca bañada en sirope de chocolate, todo ello dentro de un vaso de cristal que miras con la cuchara preparada.

Te metes un poco de helado en la boca y absorbes el frío. Haces una pausa, hasta que las luces de tus ojos se apagan. Te recuestas, como ausente.

—¿Qué pasa? —El anciano que está detrás del viejo surtidor de helado te mira con preocupación.

—Nada.

—¿Le sabe raro el helado?

—No, está bien.

—¿Ha encontrado una mosca en él? —⁠El hombre se inclina hacia ti.

—No.

—¿No va a comérselo? —pregunta.

—No me apetece. —Apartas la copa y tu corazón inerte desciende peligrosamente entre las lúgubres paredes de tus pulmones⁠—. No me encuentro bien. No tengo hambre. No puedo comer.

Kim está sentada a tu izquierda, comiendo lentamente. Al verte, también deja la cuchara y dice que no puede comer.

Estás sentado con la espalda muy recta y miras al vacío. ¿Cómo hacerles entender que los músculos de tu garganta ya no se contraen como es debido para tragar? ¿Cómo vas a hablarles del hambre frustrada que te devora mientras contemplas los músculos perfectos de la mandíbula de Kim cuando abre y cierra la boca, disfrutando del frescor del helado y degustándolo con placer?

¿Cómo decirles que tu estómago yace arrugado como un albaricoque seco, apoyado contra el peritoneo? ¿Cómo describirles la cuerda putrefacta que ahora tienes por intestino, pulcramente enroscada, como si la hubieras dejado caer al fondo de un pozo frío?

Te levantas, pero no llevas dinero encima y Kim paga. Luego salís juntos, tú empujas la puerta y camináis bajo las estrellas.

—Kim…

—No te preocupes, lo entiendo —⁠dice ella. Te coge del brazo y enfila hacia el parque. No dices nada, pero te das cuenta de que apenas notas su mano. Está ahí, pero tú has perdido la capacidad para sentirla. Debajo de tus pies, la acera pierde solidez. Ahora se mueve sin sacudidas ni baches, como en un sueño.

Sólo por continuar hablando, Kim dice:

—¿No huele maravillosamente bien el aire esta noche? Las lilas han florecido.

Olfateas el aire. No hueles nada y el pánico se apodera de ti. Vuelves a intentarlo, pero es en vano.

Os cruzáis con otras dos personas en la oscuridad y os saludan con la cabeza. Cuando se han alejado un poco, uno de ellos comenta, aunque ya casi no puedes oírlo:

—¿No hueles algo… raro? Como a perro muerto…

—Yo no noto nada…

—Ya, bueno…

—¡KIM, VUELVE!

Aferras su mano, que ya está abandonándote. Da la impresión de que éste es el momento que había estado esperando con tensión, miedo y un silencio apenas complaciente. Dos personas y un comentario inocente desencadenan la reacción que la aleja de ti casi gritándote.

Le agarras el brazo y forcejeas con ella sin decir nada. Ella te golpea, se retuerce y aporrea tus dedos. Tú no sientes nada. ¡No sientes sus golpes!

—¡Kim, no, cariño! ¡No huyas, no tengas miedo!

Se le cae el broche al cemento como si fuera un escarabajo. Sus tacones rascan la dura superficie del suelo. Respira con jadeos y tiene una expresión de pánico en los ojos. Suelta un brazo y lo estira hacia atrás con el fin de utilizar todo el peso de su cuerpo para zafarse de ti. Las sombras envuelven vuestra lucha y sólo se oye tu respiración. La luz ilumina su rostro, ahora tenso y sin asomo de ternura. No os decís nada. Tú tiras hacia ti y ella en sentido contrario.

—No permitas que la gente alimente tu miedo de mí —⁠le susurras intentando tranquilizarla⁠—. Cálmate.

—Suéltame. Suéltame. Suéltame —⁠espeta entrecortadamente.

—No puedo hacerlo.

De nuevo los movimientos silenciosos y oscuros de cuerpos y brazos. Agotada, Kim se deja caer entre tus brazos sollozando. El contacto contigo le provoca unos intensos temblores. Tú la aprietas contra ti.

—Te quiero, Kim. No me dejes. Tengo muchos planes para nosotros. Iremos a Chicago una noche, sólo está a una hora en tren. Escúchame. Piensa en lo bien que lo pasaremos. ¡Cenaremos en un restaurante elegante, sentados el uno enfrente del otro a una mesa con mantel de lino y cubertería de plata! Nos pondremos las botas. Ahora… —⁠añades con un tono severo y los ojos brillantes en la penumbra⁠—. Ahora… —⁠Te aprietas el estómago traidor, marchito y retorcido como si fuera un tubo de pintura⁠—. Ahora no percibo que el helado está frío, ni si unas moras están maduras, ni si una tarta de manzana está deliciosa, ni… ni…

Kim habla.

Ladeas la cabeza.

—¿Qué has dicho?

Ella lo repite.

—Habla más alto —le pides, acercándotela⁠—. No te oigo.

Ella vuelve a hablar y tú gritas y te inclinas hacia ella. Al principio no oyes absolutamente nada, pero entonces, como a través de una gruesa cortina de algodón, su voz dice:

—Paul, es inútil. ¿Es que no lo ves? ¿No te das cuenta?

La sueltas.

—Quería ver las luces de neón, oler las flores como antes, tocar tu mano, tus labios. Pero, oh, Dios mío, primero pierdo el gusto, luego no puedo comer, y ahora tengo la piel como si fuera cemento. Tampoco oigo tu voz, Kim. Es como el eco de un mundo extinguido.

Un vendaval sacude el universo, pero tú no lo notas.

—Paul, ésta no es la manera. Así no puedes conseguir lo que quieres. Hace falta algo más que el deseo de obtenerlo.

—Quiero besarte.

—¿Tus labios sienten?

—No.

—El amor no depende sólo de la mente, Paul, porque los pensamientos se elaboran a partir de las sensaciones. Si no podemos hablar ni oír lo que decimos, si no sentimos nada cuando nos tocamos ni podemos disfrutar de la fragancia de la noche ni del sabor de la comida, ¿qué nos queda?

Sabes que es inútil, pero con la voz quebrada argumentas:

—Todavía puedo verte. ¡Y aún recuerdo cómo ERA antes!

—Ilusiones. La memoria es una gran ilusión, nada más. Es un fuego que exige una atención constante, y es imposible vigilarlo si no cuentas con los sentidos.

—¡Qué injusto! ¡Yo quiero vivir!

—Y vivirás, Paul, te lo prometo. Pero no de esta manera, así es imposible. Llevas muerto más de medio año, y yo iré al hospital dentro de un mes…

Te quedas parado. Tienes mucho frío. La agarras por los hombros y miras fijamente su rostro inexpresivo.

—¿Cómo?

—Sí, al hospital. Nuestro hijo. Nuestro hijo. No tenías por qué regresar. Siempre estarás conmigo, Paul. Estás vivo. —⁠Te hace dar media vuelta⁠—. Ahora te pido que te vayas. Todo está en equilibrio. Ten fe en mí. Déjame un recuerdo de ti más bonito que éste, Paul. Al final todo saldrá bien. Vuelve al lugar del que has salido.

Ni siquiera puedes llorar. Tus conductos lacrimales se han marchitado. Piensas en el bebé y llegas a la conclusión de que Kim tiene razón. Pero no es tan fácil aplacar el sentimiento de rebelión que te devora por dentro. Te das la vuelta para gritar a Kim, pero, sin previo aviso, ella se agacha lentamente. Te inclinas a su lado y la oyes decir con debilidad:

—Ha sido la impresión. Al hospital. Rápido. La impresión.

Avanzas por la calle con ella en brazos. Una capa grisácea te cubre el ojo izquierdo.

—¡No veo, el aire me hace daño! ¡Pronto estaré ciego de los dos ojos, Kim! ¡No es justo!

—Ten fe —suspira ella. Apenas la oyes.

Comienzas a correr, a trompicones. Pasa un coche y gritas hacia él. El vehículo se detiene y un momento después Kim, tú y el conductor emprendéis una carrera hacia el hospital, en completo silencio.

—Ten fe, Paul. —La voz de Kim destaca en medio de la tempestad⁠—. Ten fe en el futuro, creas o no en él. La naturaleza no es tan cruel ni injusta. Te compensará de alguna manera.

Ya no ves nada con el ojo izquierdo y con el derecho sólo percibes unas manchas que no presagian nada bueno.

¡Kim ha desaparecido!

Las enfermeras del hospital se la llevan. ¡Ni siquiera te has despedido de ella ni ella lo ha hecho de ti! Te quedas en la calle, solo. Echas a andar y te alejas del edificio. Los contornos del mundo se difuminan. Del hospital salen unas pulsaciones que tiñen de un pálido color rojo tus pensamientos. Te martillea la cabeza como si fuera un gran tambor rojo con un ritmo estruendoso, dulce, duro, natural.

Caminas por las calles como un bobo, los coches te esquivan por los pelos. Contemplas a la gente mientras come al otro lado de ventanas resplandecientes. En un restaurante griego ves los perritos calientes que sueltan sus jugos. Observas a la gente que levanta tenedores y cuchillos. Todo brilla en el mudo lubricante del silencio. Tienes la impresión de que flotas. Tienes los oídos taponados y la nariz obstruida. El tambor rojo suena más fuerte, con un ritmo regular. Anhelas, echas de menos y te esfuerzas por percibir el aroma de las lilas, el sabor del beicon, intentas recordar cómo era el canto de un sinsonte cuando recortaba pedazos de cielo con las gorjeantes tijeras de su pico. Tratas de capturar todos esos recuerdos maravillosos.

Amargado, sacudido por un terremoto de pensamientos y de confusión, te das cuenta de que estás recorriendo a trompicones un sendero del Elysian Park. Los muertos, los muertos han salido esta noche. Se reúnen hoy. ¿Recuerdas al hombre que se paró a hablar contigo? ¿Recuerdas lo que dijo? Sí, sí, en tu memoria todavía quedan fragmentos de recuerdos. ¡Los muertos unen fuerzas esta noche para invadir los hogares calientes de los vivos con el propósito de matarlos y diezmarlos!

Eso también incluye a Kim. A Kim y al bebé.

Ella morirá y tendrá que caminar a tientas y a trompicones como ahora lo haces tú. Apestará, la carne se desprenderá de sus huesos, no oirá, no verá ni olerá con su nariz seca y marchita. Como tú ahora.

—¡No!

El sendero pasa a toda velocidad a uno y otro lado de ti, debajo de tus pies. Caes, te levantas, vuelves a caer.

El líder está solo junto al silencioso arroyo cuando avanzas con paso tambaleante hacia allí. Te detienes resollando delante de él. Aprietas los puños y, al no ver a nadie, te preguntas dónde está la horda de muertos.

—No han venido —explica el líder encogiéndose de hombros con rabia⁠—. Ni uno solo de aquellos muertos fríos se ha presentado. Usted es el único recluta. —⁠Se deja caer con aire exhausto contra un árbol, como si estuviera borracho⁠—. Serán cobardes esos cerdos perseguidos.

—Bien. —Tu respiración, o la ilusión de una respiración, se tranquiliza. Sientes sus palabras como si fueran una lluvia fría que trae confianza y calma⁠—. Me alegro de que no le hayan hecho caso. Tiene que haber una razón para que no le hayan obedecido. Quizá… —⁠Buscas una explicación lógica⁠—. Quizá les ha ocurrido algo que todavía no comprendemos.

El líder hace una mueca amarga con los labios y echa la cabeza hacia atrás.

—Tenía grandes planes. Pero ahora estoy solo y me doy cuenta de su inutilidad. Aunque todos los muertos se levantaran de sus tumbas, no seríamos lo suficientemente fuertes. Sólo haría falta un golpe para que cayeran uno encima del otro como si fueran troncos de leña devorados por el fuego. Enseguida nos cansamos, y en la superficie nuestras deficiencias se acentúan. Algo tan simple como arquear una ceja requiere tiempo y es doloroso. Estoy cansado…

Abandonas al líder. Su voz murmurante desaparece y en tu cabeza vuelve a resonar el tambor rojo como si fueran cascos de caballo pisoteando hierba blanda. Dejas atrás el sendero y regresas a la calle para dirigirte al cementerio en un silencio cargado de determinación.

En la lápida aún está tu nombre. El hoyo está esperándote y te deslizas por el estrecho túnel hasta la caja de madera. Ya no tienes miedo, no estás celoso ni emocionado. La pérdida de los sentidos te ha dejado poco más que la memoria, y ésta parece diluirse en el satén roído y en la madera reblandecida que se ha vuelto casi maleable. Yaces suspendido en la calidez rotunda de la oscuridad. Eres capaz de mover los pies. Te relajas.

Te invade el placer de un cálido sustento, de pensamientos agradables y de una apacible despreocupación. Eres como un gran trozo de levadura que se contrae, el perímetro exterior de la masa fétida comienza a descomponerse erosionada por una susurrante marea, una pulsación y una serie de movimientos suaves.

El ataúd ya no es rectangular, sino una concha oscura y redonda. Respiras con facilidad, no tienes hambre ni estás preocupado, y te sientes amado. Te aman profundamente. Estás seguro. El lugar en el que sueñas cambia, se contrae, se mueve.

Tienes sueño. Tu enorme cuerpo se ve inmerso en unos movimientos que lo empequeñecen hasta reducirlo a algo diminuto, compacto y sólido. La corriente hipnótica y musical acrecienta tu somnolencia. Lentitud. Quietud. Quietud.

¿A quién intentas recordar? Un nombre juega en la orilla del mar. Corres para atraparlo, pero la marea se lo lleva. Intentas pensar en algo o en alguien bello. Un momento, un lugar. Oh, qué sueño. El cansancio, la oscuridad acogedora y agradable. El receptáculo silencioso. El vaivén de la marea oscura. La tranquila contracción.

Un torrente de oscuridad arrastra tu cuerpo débil por una serie de recodos y curvas, cada vez más rápido.

Apareces en un lugar abierto y descubres que estás suspendido cabeza abajo en una luz amarilla y brillante.

El mundo es inmenso, como una montaña blanca. El sol resplandece en una enorme mano roja que te agarra los pies mientras otra mano te da palmadas en la espalda para hacerte llorar.

Debajo de ti hay una mujer acostada, cansada, con el rostro bañado en sudor dulce, y en esta habitación, y en este mundo, se respira una sensación intensa y revitalizante de novedad maravillosa. Lloras con tu nueva voz. Sólo un momento antes estabas cabeza abajo, pero ahora te han dado la vuelta y te acunan contra un seno dulce y especiado.

Estás tan hambriento que has olvidado cómo se habla, ya no recuerdas lo que son las preocupaciones ni pensar en todas las cosas. La voz de ella, encima de ti, cansada pero cariñosa, susurra constantemente:

—Mi bebé. Te llamaré Paul, por él. Por él…

Tú no comprendes lo que dice. Una vez tuviste miedo de algo aterrador y negro, pero ya no sabes qué era; se ha perdido en ese cuerpo caliente y en esa felicidad desbordante. Pero un nombre se forma fugazmente en tu boquita e intentas pronunciarlo a pesar de que no sabes lo que significa. No puedes hacerlo; sólo eres capaz de balbucearlo con una felicidad que no sabes de dónde procede. La palabra se pierde rápidamente, y en su lugar aparece una imagen festiva de triunfo, que también se desvanece enseguida, y una risa aguda en tu cabeza diminuta, redonda y llena de actividad: «¡Kim! ¡Oh, Kim! ¡Oh, Kim!».

Fin

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