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El presidente del jurado

Martillo de juez

Foto por Tingey Injury Law Firm en Unsplash

Han pasado ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra un asesinato que atrajo poderosamente la atención pública. En nuestro país se oye hablar con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate. Advierto, desde luego, que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad de aquel hombre. 

Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó -o, mejor dicho, nadie insinuó públicamente sospecha alguna- del hombre que después fue procesado. Por la circunstancia antes expresada, los periódicos no pudieron, naturalmente, publicar en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho. 

Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención. Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba. Semejante visión, aunque instantánea, fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de la víctima en el lecho mortuorio. 

Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St. James Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida. 

En aquel instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de un estremecimiento tan fuerte, que la desplazó del lugar en que se encontraba; si bien procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas ruedecillas. A continuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en un segundo piso, tenía dos) a fin de tranquilizarme con la visión del animado tráfago de Piccadilly. 

Era una luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente y animada. Soplaba un fuerte viento. Al asomarme, el viento acababa de levantar numerosas hojas caídas en el parque, elevándolas y formando con ellas una columna en espiral. Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron, vi a dos hombres en el lado opuesto de la calle, caminando de oeste a este. Iban uno tras otro. El primero miraba con frecuencia hacia atrás, por encima del hombro. El segundo lo seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha levantada amenazadoramente. Al principio, la singularidad de tal actitud en una avenida tan frecuentada atrajo mi atención, pero en seguida se desvió hacia otra y más notable particularidad: nadie reparaba en ellos. Ambos hombres se movían entre los demás peatones con una suavidad increíble, aun sobre aquel pavimento tan liso, y nadie, según pude observar, los rozaba, los miraba o les abría paso. Al llegar ante mi ventana los dos dirigieron su mirada hacia mí. Entonces distinguí sus rostros con toda claridad y me di cuenta de que podría reconocerlos en cualquier parte; no se crea por esto que yo aprecié conscientemente nada de extraordinario en sus rostros, excepto el detalle de que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz de su perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar. 

Soy soltero y toda mi servidumbre se limita a un criado y su mujer. Trabajo en la filial de un banco, como jefe de un negociado, y debo agregar que desearía sinceramente que mis deberes fuesen tan leves como generalmente se supone. Lo digo porque esos deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hallarme muy necesitado de reposo y de un cambio de ambiente. No es que estuviese enfermo, pero no me encontraba bien. El lector se hará cargo de mi estado si le digo que me sentía cansado, deprimido por la sensación de llevar una vida monótona y “ligeramente dispéptico”. Mi médico, hombre de mucho prestigio profesional, me aseguró, a requerimiento mío, que éste era mi verdadero estado de salud en aquella época; que no padecía ninguna enfermedad ni grave depresión, y yo cito sus palabras al pie de la letra. 

A medida que las circunstancias del asesinato iban intrigando gradualmente al público, yo procuraba alejarlas de mi cerebro tanto como era posible alejar un objeto del interés y comentarios generales. Supe que se había dictado un veredicto previo de asesinato con premeditación y alevosía contra el presunto criminal, y que éste había sido conducido a Newgate para que estuviese presente cuando se dictara sentencia definitiva. Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba aplazado para una de las próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal, fundándose en algún precepto de la Ley y en la necesidad de dejar tiempo al abogado para preparar la defensa. Es posible también que yo me enterase, aunque creo que no, de la fecha exacta o aproximada en que debía celebrarse la vista de la causa. 

Mi salón, dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso. La última de dichas habitaciones sólo tiene entrada por el dormitorio. Cierto que tiene también una puerta que da a la escalera, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya que mi baño la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola de arpillera claveteada. 

Una noche, a hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, dando instrucciones al criado antes de acostarme; la puerta que comunicaba con el cuarto de baño que daba frente a mí, en aquel momento estaba cerrada. Mi criado daba la espalda a la puerta. Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparecer a un hombre que reconocí en el acto y que me hizo una misteriosa señal. Era el segundo de los dos que caminaban aquel día en Piccadilly, el que tenía la cara del color de la cera sin refinar. 

Hecho aquel signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nuevo. Rápidamente me acerqué a la puerta del tocador, la abrí y miré. Yo tenía en la mano una vela encendida. No esperaba encontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie. 

Comprendiendo que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije: 

-¿Creería usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la plenitud de mis facultades he imaginado ver…? 

Al hablar, apoyé mi mano en su hombro. Con un repentino sobresalto, él exclamó: 

-¡Oh, Dios mío, sí! Ha visto usted a un muerto que le hacía señales. 

No creo que Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte años, hubiese captado la situación antes de que yo lo tocase. Su reacción, cuando apoyé mi mano sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la provocó aquel contacto. 

Pedí a Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo tomé otra. No le dije ni una palabra sobre lo que me había sucedido anteriormente. Me sentía seguro de no haber visto nunca aquel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly. 

Pasé la noche muy inquieto, aunque sintiendo cierta certidumbre, difícil de explicar, de que la aparición no volvería. Al apuntar el día caí en un pesado sueño, del que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con una papel en la mano. 

Aquel papel había motivado una ligera discusión entre su portador y mi sirviente. Era una citación para concurrir como jurado a una próxima sesión de la Audiencia. Yo nunca había sido requerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía. Él opinaba -aun hoy no sé a punto fijo si con razón o no- que era costumbre nombrar jurados a personas de menor categoría que yo y no quiso, en consecuencia, aceptar la citación. El hombre que la llevaba tomó la negativa de mi criado con mucha frialdad. Dijo que mi asistencia o no asistencia al tribunal le tenía sin cuidado, y que su cometido se limitaba a entregar la citación. 

Durante un par de días estuve indeciso entre asistir o no. No sentí, en verdad, la menor influencia misteriosa en ningún sentido. Estoy tan absolutamente seguro de esto como de todo lo que estoy narrando. Por último, resolví asistir, ya que de este modo rompería la monotonía de mi vida. 

La mañana de la cita resultó ser una muy cruda del mes de noviembre. En Piccadilly había una densa niebla que se oscurecía por momentos hasta adquirir una negrura opresiva. 

Cuando llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y escaleras que conducían a la sala del tribunal iluminados por luces de gas. La sala estaba alumbrada de igual modo. Creo sinceramente que hasta que los ujieres no me condujeron a ella y vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista del proceso por el mencionado asesinato se celebraba aquel día. Incluso me parece que hasta que, no sin considerables dificultades por el mucho gentío, fui introducido en la sala de lo criminal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra. Pero lo que ahora señalo no debe considerarse como un aserto positivo, porque este extremo no está suficientemente aclarado en mi mente.

Me senté en el lugar de los jurados y, mientras esperaba, contemplé la sala a través del espeso vapor mixto de niebla y vaho de respiraciones que constituía su atmósfera. Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más allá de las ventanas, y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre la paja o el serrín que alfombraba el pavimento de la calle. Oí también el murmullo de la concurrencia, sobre el que a veces se elevaba alguna palabra más fuerte, alguna exclamación en voz alta, algún agudo silbido. Poco después entraron los magistrados, que eran dos, y ocuparon sus asientos. Se acalló el rumor en la sala, y se dio la orden de hacer comparecer al acusado. En el mismo instante en que se presentó lo reconocí como el primero de los dos hombres que yo viera caminando por Piccadilly. 

Si mi nombre hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo que no hubiese tenido ánimos para responder. Pero como lo mencionaron en sexto u octavo lugar, me encontré con fuerzas para contestar: “¡Presente!” 

Y ahora, lector, fíjese en lo que sigue. Apenas hube ocupado mi lugar, el preso, que nos estaba mirando a todos con fijeza, pero sin dar muestras de interés particular, experimentó una agitación violenta e hizo una señal a su abogado. Tan manifiesto era el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello provocó una pausa, en el curso de la cual el defensor, apoyando la mano en la barra, cuchicheó con su defendido, moviendo la cabeza. Supe luego -por el propio abogado- que las primeras y presurosas palabras del acusado habían sido éstas: “Haga sustituir a ese hombre como sea”. Pero, al no alegar razón alguna para ello, y habiendo de reconocer que no me conocía ni había oído mi nombre hasta que lo pronunciaron en la sala, no fue atendido su deseo. 

Como no deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel asesino, y también porque no es indispensable para mi relato narrar al detalle los incidentes del largo proceso, me limitaré a citar las particularidades que nos acontecieron a los jurados y a mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos juntos. Mencionaré, sobre todo, las curiosas experiencias personales que atravesé. Es en este aspecto, y no acerca del asesino, sobre lo que quiero despertar el interés del lector. 

Me designaron presidente del jurado. En la segunda mañana del proceso, después de invertir más de dos horas en examinar las piezas de convicción -yo podía saber el transcurso del tiempo porque oía la campana del reloj de una iglesia-, habiéndoseme ocurrido dirigir la mirada a mis compañeros de jurado, encontré una inexplicable dificultad en contarlos. Los enumeré varias veces y siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más. 

Toqué suavemente al más próximo a mí y le cuchicheé:

-Hágame el favor de contarnos. 

Él, aunque pareció sorprendido por la petición, volvió la cabeza y nos contó a todos. 

-¡Pero si somos trece! -exclamó-. No, no es posible. Uno, dos… Somos doce. 

A través de mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramos siempre doce si se nos enumeraba individualmente, pero que siempre salía uno de más si nos considerábamos en conjunto. Éramos doce, pero alguien se nos agregaba con insistencia, y yo, en mi fuero interno, sabía de quién se trataba. 

Nos alojaron en la London Taverns. Dormíamos todos en un amplio aposento, en lechos individuales, y estábamos constantemente atendidos y vigilados por un funcionario. No veo razón alguna para omitir el verdadero nombre de aquel funcionario. Era un hombre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado. Tenía una agradable apariencia, bellos ojos, patillas envidiablemente negras y voz agradable y bien timbrada. Se llamaba Harker.

Nos acostamos en nuestros lechos respectivos. El de Harker estaba colocado transversalmente ante la puerta. La segunda noche, como no sentía deseos de dormir y vi que Harker permanecía sentado en su cama, me acerqué a él, me senté a su lado y le ofrecí un poco de rapé. Su mano rozó la mía al tocar la tabaquera y en el acto le agitó un estremecimiento y exclamó:

-¿Qué es eso? 

Siguiendo la dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver: el segundo de los hombres de Piccadilly. Me incorporé, anduve unos cuantos pasos, me paré y miré a Harker. Éste, que ya no sentía la menor turbación, me dijo con toda naturalidad, riendo: 

-Me había parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin cama. Pero es un efecto de la luz de la luna. 

Sin hacer revelación alguna al señor Harker, me limité a proponerle que diéramos una paseíto de un extremo a otro de la habitación. Mientras andábamos procuré vigilar los movimientos de la misteriosa figura. Ésta se detenía por unos instantes a la cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado, acercándose mucho a la almohada. Seguía siempre el lado derecho de cada cama, y cruzaba ante los pies para dirigirse a la siguiente. Por los movimientos de su cabeza parecía que se limitaba a mirar, pensativo, a cada uno de los que descansaban. No reparó en mí ni en mi lecho, que era el más próximo al rayo de luz lunar que penetraba por una ventana alta. Aquella figura desapareció como por una escalera aérea. Por la mañana, al desayunar, resultó que todos habían soñado con la víctima del crimen, excepto Harker y yo. 

Acabé por quedar convencido de que el segundo de los hombres que yo viera en Piccadilly -si podía aplicársele la expresión “hombre”- era el asesinado, persuasión que tuve mediante su testimonio directo. Pero esto sucedió de una manera para la cual yo no estaba preparado. 

El quinto día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada una miniatura del asesinado que se había echado de menos en el lugar del crimen, encontrándose después en un lugar recóndito donde el asesino había estado practicando una fosa. Una vez identificada por los testigos, fue pasada al tribunal y examinada por el jurado. Mientras un funcionario vestido con una toga negra nos la iba entregando a todos, la figura del hombre que yo viera en segundo lugar en Piccadilly surgió impetuosamente de entre la multitud, asió la miniatura de manos del funcionario, la puso en las mías y, antes de que yo viera la miniatura, que iba en un dije, me dijo, en tono bajo y profundo: 

-Yo era entonces más joven y la sangre no había desaparecido de mi rostro como ahora. 

Luego la aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo había de entregar la miniatura, y a continuación entre éste y el otro jurado, y así sucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder. Ninguno, salvo yo, reparó en la aparición. 

Cuando nos sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos juntos bajo la custodia del señor Harker, los componentes del jurado discutíamos mucho acerca del asunto que nos ocupaba. El quinto día, terminado el capítulo de cargos y teniendo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente claro ante nosotros, nuestra discusión se hizo más reflexiva y seria. 

Figuraba entre nosotros cierto sacristán -el hombre más obtuso que he visto en mi vida- que oponía a las más claras evidencias las más absurdas objeciones, apoyado por dos hombres de poco carácter que le conocían por frecuentar su misma parroquia. Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan castigado por las fiebres epidémicas, que más bien debían haber solicitado un proceso contra ellas como causantes de quinientos asesinatos, por lo menos. Cuando aquellos testarudos se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia medianoche, y todos nos disponíamos a abandonarlos e irnos a la cama, volvía a ver al hombre asesinado. Se detuvo detrás de ellos y me hizo una señal. Al acercarme a aquellos hombres e intervenir en su conversación, lo perdí de vista. Éste fue el principio de una serie interminable de apariciones, limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado se hallaba reunido. En cuanto varios se agrupaban para hablar, yo veía surgir entre ellos la cabeza del asesinado. Siempre que los comentarios lo desfavorecían, me hacía imperiosos e irresistibles signos para que lo defendiera. 

Téngase en cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no había vuelto a ver la aparición en la sala del juicio. Tres novedades se produjeron en esta situación tan pronto como entramos en el tribunal para oír el alegato de la defensa. En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos. La figura permanecía continuamente en la sala y no me miraba nunca; dedicaba su atención a la persona que estaba hablando en el momento. El asesinato se había cometido mediante el degüello de la víctima, y en el curso de la defensa se insinuó la posibilidad de que se tratase no de un crimen, sino de suicidio. En aquel instante, la aparición, colocándose ante los mismos ojos del defensor, y situando la garganta en la horrible postura en que fuera descubierta, comenzó a accionar ante la tráquea, ora con la mano derecha, ora con la izquierda, como para sugerir al abogado la imposibilidad de que semejante herida pudiese ser causada por la víctima. La segunda novedad consistió en que, habiendo comparecido como testigo de descargo una mujer respetable, que afirmó que el asesino era el mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ella, mirándola al rostro, y señaló con el brazo extendido la mala catadura del asesino. 

Pero fue la tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con más intensidad. No trato de teorizar sobre ello: me limito a someterlo a la consideración del lector. Aunque la aparición no era vista por la persona a quien se dirigía, no es menos cierto que tal persona sufría invariablemente algún estremecimiento o desasosiego súbito. Me parecía que a aquel ser le estuviera vedado, por leyes desconocidas, hacerse visible, pero por el contrario podía influir sobre sus mentes. Así, por ejemplo, cuando el defensor expuso la hipótesis de una muerte voluntaria y la aparición se situó ante él realizando aquel lúgubre simulacro de degüello, es innegable que el defensor se alteró, perdió por unos instantes el hilo de su hábil discurso, se puso extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente con un pañuelo. Y cuando la aparición se colocó ante la respetable testigo de descargo, los ojos de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el fantasma y se fijaron, con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado. Bastarán, para que el lector se haga cargo completo de todo, dos detalles más. El octavo día de las sesiones, tras una pausa que hacía diariamente a primera hora de la tarde para descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás jurados poco antes que los jueces. Al instalarme en mi asiento y mirar en torno, no distinguí la aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna, vi al espectro inclinarse por encima de una mujer de atractivo aspecto, como para asegurarse de si los magistrados estaban ya en sus sitiales o no. Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y hubo que sacarla de la sala. Algo análogo sucedió con el respetable y prudente juez instructor que había incoado el proceso. Cuando la causa estuvo concluida y él comenzaba a ordenar los autos correspondientes, el hombre asesinado, entrando por la puerta de los jueces, se acercó al pupitre y por encima de su hombro miró los papeles que hojeaba el magistrado. En el rostro del magistrado se produjo un cambio, su mano se detuvo, su cuerpo se estremeció con el peculiar temblor que yo conocía tan bien, y al fin hubo de murmurar: 

-Perdónenme unos momentos, señores. Este aire tan viciado me ha producido cierta opresión… 

No se repuso hasta después de beber un vaso de agua.

A través de la monotonía de seis de aquellos interminables días, siempre los mismos jurados y jueces en el estrado, el mismo asesino en el banquillo, los mismos letrados en la barra, las mismas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la sala, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las mismas luces encendidas a la misma hora cuando el día había sido relativamente claro, la misma cortina de niebla fuera de la ventana cuando había bruma, la misma lluvia batiente y goteante cuando llovía, las mismas huellas de los pies de los celadores y del acusado sobre el serrín, las mismas llaves abriendo y cerrando las mismas pesadas puertas; a través, repito, de aquella fatigosa monotonía que me llevaba a sentirme presidente de jurado desde una época remotísima, y me recordaba el episodio de Piccadilly como si se hubiera producido en tiempos contemporáneos a los de Babilonia, la figura del hombre asesinado no perdió ni un ápice de nitidez ante mis ojos. No debo omitir tampoco el hecho de que la aparición que designo con la expresión “el hombre asesinado” no fijó ni una sola vez la vista en el criminal. Yo me preguntaba repetidamente: “¿Por qué no lo mira?” Pero no lo miró. 

Tampoco me miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatura, hasta los últimos minutos de la vista, ya conclusa del todo la causa. Nos retiramos a estudiarla a las diez menos siete minutos de la noche. El estúpido sacristán y sus dos amigos nos originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos veces a la sala para pedir que se nos releyesen los extractos de las notas del juez instructor. Ninguno de nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor duda sobre aquellos pasajes, pero el testarudo triunvirato, que no se proponía más que obstruir, discutía sobre ellos sólo por esta razón. Al fin prevaleció el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a las doce y diez. 

Esta vez el muerto permanecía de cara al jurado en el extremo opuesto de la sala. Cuando me senté, sus ojos se fijaron en mí con gran detenimiento. El examen pareció dejarlo satisfecho, porque a continuación extendió lentamente, primero sobre su cabeza y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevaba al brazo por primera vez. 

Cuando yo emití nuestro veredicto de culpabilidad, el velo se dibujó, todo desapareció ante mis ojos, y el lugar que ocupaba el hombre asesinado quedó vacío. 

El asesino, interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo que alegar antes de que se pronunciase la sentencia, murmuró algunas confusas palabras que los periódicos del día siguiente calificaron de “breves frases titubeantes, incoherentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse que se lamentaba de no haber sido condenado con justicia, ya que el presidente del jurado estaba predispuesto contra él”. Pero la extraordinaria declaración que el acusado hizo en realidad fue ésta: 

-Señoría: me constaba que yo era hombre perdido desde que vi sentarse en su puesto al presidente del jurado. Me constaba, Señoría, que no permitiría que saliese libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo, penetró una noche en mi habitación, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alrededor del cuello.

FIN

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