Me han entrado ganas de recordar un lai del que oí hablar. Os contaré lo ocurrido y os nombraré la ciudad en la que ocurrió y cómo se llamaba: Pobrecillo le decían, aunque hay muchos que lo llamaban Los cuatro dolores.
En Bretaña, en Nantes, habitaba una dama de gran valía, belleza y educación y con todo tipo de virtudes. No había caballero en la tierra, por poco que valiera, que con verla una vez no se enamorara de ella y la requiriera de amor. Ella no podía amar a todos, y tampoco los quería hacer morir. Resulta mejor amar y requerir a todas las damas de una tierra que privar a un loco de su pan, pues éste quiere golpear siempre; la dama le está agradecida a su enamorado por su buena voluntad, y aunque no lo quiere oír, no le recrimina sus palabras, sino que lo honra y estima y le agradece y da las gracias.
A la dama de la que os quiero hablar, que era tan requerida de amor por su belleza, por su valía la cortejaban noche y día. En Bretaña había cuatro nobles, aunque no sé cómo se llamaban; no eran demasiado mayores, y eran de gran belleza, caballeros nobles y valientes, generosos, corteses y liberales. Eran de gran fama, hombres gentiles del país. Los cuatro estaban enamorados de la dama y se esforzaban en obrar bien; por ella y por obtener su amor cada uno de ellos hacía todo lo que podía. La requerían y buscaban su afecto, y ninguno de ellos pensaba que cualquiera de los otros lo hiciera mejor. La dama era muy sensata: lo demoró y fue pensando para saber y averiguar cuál de ellos sería mejor de amar. Eran todos de tanto valer, que no se podía escoger al mejor. No quiso perder a los tres por uno: les ponía buena cara a todos, les daba prendas de amor, les enviaba mensajes. Los unos lo sabían de los otros, pero ninguno podía alejarse: mediante buenos servicios y ruegos creían poder lograr sus propósitos. Cuando se reunían los caballeros, todos querían ser el primero en obrar bien, si podía ser, para agradar a la dama. Todos la tenían por amiga, todos llevaban sus prendas, anillos o mangas o gonfalones, y todos gritaban su nombre.
A los cuatro amó y retuvo, hasta después de una Pascua, en que se convocó un torneo ante la ciudad de Nantes; para conocer a los cuatro enamorados acudieron desde otras tierras franceses, normandos, flamencos y brabanzones, boloñeses, angevinos y los que eran vecinos más próximos, todos acudieron con gusto: ¡mucho tiempo habían esperado!
La tarde del torneo se golpearon con violencia. Los cuatro enamorados estaban armados y salieron de la ciudad. Sus caballeros los seguían, aunque sobre ellos caía todo el peso. Los de fuera los reconocieron por las enseñas y los escudos; a ellos envían caballeros, dos flamencos y dos del Hinaut, dispuestos a atacar. No se negaron los caballeros enamorados a enfrentarse con los otros; los vieron venir, no tenían deseos de darse a la fuga: con la lanza bajada, picando espuelas, cada uno escogió a su compañero. Se golpearon con tal rapidez que los cuatro de fuera cayeron; ya no necesitaban los caballos, los dejaron abandonados; se quedaron junto a los caídos. Acudieron a socorrer a los derribados sus caballeros. En el rescate hubo un gran enfrentamiento, se dieron numerosos golpes de espada.
La dama estaba en una torre, bien distinguía a los suyos y a los otros; veía a los enamorados que se sabían valer bien, no sabía a cuál de ellos apreciar más. Comenzó el torneo, crecieron las filas, espesó mucho. Delante de la puerta muchas veces se enfrentaron en aquel día. Los cuatro enamorados lo hacían bien, de tal forma que tenían el reconocimiento de todos, hasta que llegó la hora de vísperas, cuando debían separarse. Demasiado alocadamente se enfrentaron lejos de su gente, lo pagaron caro, pues tres de ellos fueron muertos y el cuarto malherido y maltrecho, en el muslo y en el cuerpo, de tal forma que la lanza aparecía por el otro lado: les atacaron de costado y los cuatro cayeron. Los que los han herido de muerte han arrojado al suelo los escudos; están muy tristes por ellos: lo hicieron sin saber.
Se levanta el clamor y los gritos, nunca se oyó duelo semejante. Los de la ciudad acudieron, sin temer a los otros. Por el dolor de los caballeros había allí unos dos millares que se desataron la ventana, se mesaban los cabellos y las barbas; entre ellos el dolor era común. Cada uno fue colocado encima de su escudo; los llevan a la ciudad, ante la dama que los amaba. Desde que ella supo lo ocurrido, cae desmayada en la dura tierra. Al volver del desmayo, se lamenta sobre cada uno de ellos llamándolo por su nombre.
-Desdichada -exclama-, ¿qué voy a hacer? Nunca volveré a estar contenta. Amaba a estos cuatro caballeros y a cada uno de ellos lo quería por sí mismo. Grandes virtudes había en ellos. Me querían sobre todas las cosas; por su belleza, por su valor, por su atrevimiento, por su generosidad, hice que me amaran. No quise perderlos a todos por tomar a uno de ellos. No sé a cuál debo lamentar más, pero no puedo ocultarme ni fingir: veo a uno herido, otros tres están muertos, no hay nada en el mundo que me pueda consolar. Haré que entierren a los muertos y, si el herido se cura, con gusto me ocuparé de él y le procuraré un buen médico.
Lo hace llevar a sus habitaciones. Y luego ordenó que se ocuparan de los otros. Con gran amor y noblemente los vistió y con gran riqueza; en una abadía muy rica hizo una gran ofrenda y ricas donaciones, allí donde fueron enterrados. ¡Dios les tenga compasión! Luego, llamó a sabios médicos, y los puso al servicio del caballero que en su habitación yace herido, de tal forma que se cura. Ella iba a verlo frecuentemente y lo consolaba con buenas maneras, pero a los otros tres echaba de menos y sentía gran dolor por ellos.
Un día de verano, después de comer, estaba la dama hablando con el caballero; se acordó de su gran dolor, bajó la cabeza y el rostro; con tristeza se pone a pensar. Él la contempla; se da cuenta de que estaba pensando. Con delicadeza le dice:
-Señora, estáis afligida. ¿Qué pensáis? Decídmelo. Abandonad vuestro dolor, deberíais consolaros.
-Amigo -le contesta-, estaba pensando y acordándome de vuestros compañeros. Nunca una dama de mi situación, por muy bella, discreta y valiosa que fuera, había amado a la vez a cuatro iguales, y tampoco los perdió en un mismo día a todos salvo a vos, que fuisteis herido; gran miedo de morir tuvisteis. Y como os he amado tanto, quiero que se recuerde mi dolor; de los cuatro haré un lai y lo llamaré Cuatro dolores.
El caballero le respondió rápidamente al oírla:
-Señora, haced un lai nuevo, llamadlo El pobrecillo. Os quiero explicar por qué debe llevar ese nombre. Los otros hace tiempo que murieron y han vivido ya toda su vida, y ha terminado la gran pena que sufrían por el amor que hacia vos tenían; pero yo que he escapado vivo, pobre y desdichado de mí, veo con frecuencia que viene y se va lo que más amo en el mundo, que habla conmigo por la mañana y por la tarde, pero no puedo tener ninguna alegría, ni besarla ni abrazarla, ni ningún otro gozo más que hablarle. Cien veces tal dolor me hacéis sufrir. Preferiría tener la muerte; por eso el lai sería llamado por mí El pobrecillo; quien lo llame Cuatro dolores le cambiará su nombre propio.
-Por mi fe -le contesta ella-, me parece bien; lo llamaremos El pobrecillo.
Y así empezó el lai que después sería concluido y difundido. Los que lo llevan adelante de vez en cuando lo llaman Cuatro dolores;cualquiera de los nombres le va bien, pues la materia los permite, pero por lo común se llama El pobrecillo.
Aquí termina, no hay más, pues ni oí ni sé más, ni más os contaré.
FIN