Si tuviera algún sentido —no lo tiene ni por asomo—, creo que me sentiría inclinado a dedicar este cuento, si es que algo vale, especialmente si tiene algunas partes un tanto subidas de tono, a la memoria de mi desaparecido y también subido de tono padrastro, Robert Agadganian hijo. Bobby —como lo llamaban todos, incluso yo—, murió de trombosis en 1947, seguramente con cierto pesar pero sin una queja. Era un hombre temerario, magnético en grado sumo y muy generoso. (Después de haberme pasado tantos años escatimándole laboriosamente esos picarescos adjetivos, siento que es cuestión de vida o muerte transcribirlos hoy aquí.)
Mi padre y mi madre se divorciaron durante el invierno de 1928, cuando yo tenía ocho años, y mi madre se casó con Bobby Agadganian a fines de esa primavera. Un año más tarde, en el desastre de Wall Street, Bobby perdió todo lo que tenían él y mamá, excepto, al parecer, una varita mágica. De todos modos, prácticamente de la noche a la mañana, Bobby se transformó de ex agente de bolsa y vividor incapacitado, en un tasador vivaz, si bien algo falto de conocimientos, de una sociedad norteamericana de galerías y museos de arte independiente. Unas semanas más tarde, a principios de 1930, nuestro terceto algo heterogéneo se trasladó de Nueva York a París, más conveniente para el nuevo trabajo de Bobby. Yo tenía a los diez años un carácter frío, por no decir glacial, y tomé la gran mudanza, por lo que recuerdo, sin ninguna clase de traumas. La mudanza de vuelta a Nueva York, nueve años después, a los tres meses de la muerte de mi madre, fue lo que me alteró, y de un modo terrible.
Recuerdo un incidente importante que ocurrió justo un día o dos después que Bobby y yo llegamos a Nueva York. Yo iba por Lexington Avenue, en un autobús repleto, aferrado al pasamanos esmaltado, cerca del asiento del conductor, culo contra culo con el tipo que tenía detrás. Desde hacía varias manzanas el conductor había ordenado varías veces a los que estábamos agolpados cerca de la puerta delantera que «nos corriéramos hacia atrás». Algunos de nosotros habíamos tratado de complacerlo. Los demás no. Por último, aprovechando una luz roja, el atribulado conductor se dio la vuelta en su asiento y me miró a mí, que estaba justo detrás de él. A los diecinueve años, yo iba sin sombrero, con el pelo aplastado, negro, no demasiado limpio, estilo pompadour continental, por encima de unos tres centímetros algo desiguales de frente. Se dirigió a mí en un tono de voz baja, casi prudente:
—Bueno, compañero —dijo—. A ver si movemos un poco ese culo.
Creo que fue lo de «compañero» lo que me molestó más. Sin tomarme siquiera el trabajo de inclinarme, o sea, de mantener por lo menos la conversación en el plano privado, de bon gout, en que él la había iniciado, le informé, en francés, que era un grosero, un estúpido, un imbécil prepotente, y que nunca sabría cuánto lo detestaba. Acto seguido, bastante satisfecho, me corrí hacia el interior del autobús.
Las cosas empeoraron. Una tarde, más o menos una semana después, yo salía del Hotel Ritz —donde nos alojábamos indefinidamente Bobby y yo— y me pareció que todos los asientos de todos los autobuses de Nueva York habían sido destornillados y colocados en la calle, donde se estaba realizando una gigantesca polka de sillas. Creo que habría estado dispuesto a incorporarme al juego si la Iglesia de Manhattan me hubiera concedido una dispensa especial, garantizándome que los otros jugadores permanecerían respetuosamente de pie hasta que yo me sentara. Cuando resultó claro que nada de ello ocurriría, me decidí a actuar en forma más directa. Recé para que la ciudad quedara desierta de gente, por el privilegio de estar solo, so-lo, que es la única plegaria neoyorquina que rara vez se pierde o sufre retrasos burocráticos, y en un santiamén todo lo que yo tocaba se transformaba en una maciza soledad. Por la mañana y las primeras horas de la tarde concurría —físicamente— a una escuela de arte en la esquina de Lexington Avenue y la calle Cuarenta y Ocho, un sitio que odiaba. (La semana antes de que dejáramos París, yo había ganado tres primeros premios en la Exposición Nacional Juvenil, realizada en las Galerías Friburgo. Durante el viaje de regreso a Estados Unidos, usé el espejo del camarote para observar mi notable parecido físico con El Greco.) Tres veces por semana, a última hora de la tarde, me instalaba en el sillón de un dentista, donde, en pocos meses, me fueron extraídos ocho dientes, tres de ellos delanteros. Las dos tardes restantes solía pasarlas recorriendo galerías de arte, generalmente en la calle Cincuenta y Siete, donde me faltaba poco para silbar las nuevas obras americanas. Al anochecer, generalmente leía. Compré una colección completa de los «Clásicos de Harvard» — sobre todo porque Bobby había dicho que no cabían en nuestro piso— y leí con cierta perversidad los cincuenta volúmenes. Por la noche, casi invariablemente, instalaba mi caballete entre las dos camas de la habitación que compartía con Bobby y me dedicaba a pintar. En un solo mes, según mi diario de 1939, terminé dieciocho cuadros. Merece señalarse que diecisiete de ellos eran autorretratos. Pero a veces, tal vez cuando mi musa se mostraba caprichosa, dejaba la pintura de lado y hacia dibujos. Aún conservo uno. Es la cavernosa vista de la enorme boca de un hombre a quien atiende su dentista. La lengua del hombre es un sencillo billete de cien dólares y el dentista está diciendo, tristemente, en francés: «Creo que podemos salvar la muela, pero tendremos que extirpar la lengua». Era uno de mis favoritos.
Como compañeros de habitación, Bobby y yo éramos tan poco compatibles como, por ejemplo, un estudiante avanzado de Harvard excepcionalmente libre de prejuicios y un chico nuevo de Cambridge particularmente desagradable. Y cuando más tarde, al cabo de unas cuantas semanas, descubrimos que ambos estábamos enamorados de la misma difunta mujer, no por ello mejoraron las cosas. La verdad es que debido a ello empezó a establecerse entre nosotros una horrible relación tipo pasa-tú-primero. Cuando nos tropezábamos a la entrada del cuarto de baño, empezábamos a intercambiar animadas sonrisas.
Un día de mayo de 1939, unos diez meses después de que Bobby y yo nos trasladamos al Ritz, en un diario de Quebec (uno de los dieciséis diarios y periódicos en francés a los que me había suscripto en un dispendioso arrebato) vi un anuncio de un cuarto de columna publicado por la dirección de una escuela de arte por correspondencia de Montreal. Aconsejaba a todos los profesores cualificados —en realidad decía que nunca podría hacerlo lo bastante fortement— que acudieran inmediatamente por un empleo a la escuela de arte por correspondencia más nueva y progresista del Canadá. Los aspirantes a profesores, decía el aviso, debían dominar perfectamente el francés y el inglés, y solo debían presentarse quienes tuvieran costumbres moderadas y una acrisolada honradez. La temporada de verano en Les Amis des Vieux Maîtres se iniciaría oficialmente el 10 de junio. Las muestras de trabajo, decía el aviso, debían comprender tanto el campo del arte académico como el del comercial, y serían examinadas por Monsieur I. Yoshoto, director, ex miembro de la Academia Imperial de Bellas Artes de Tokio.
Inmediatamente me sentí del todo apto para el puesto, saqué la máquina de escribir Hermes Baby de Bobby de debajo de la cama y redacté, en francés, una larga e intempestiva carta dirigida a Monsieur Yoshoto, por la cual me perdí todas las clases matinales en Lexington Avenue. Mi párrafo inicial, de unas tres páginas de extensión, prácticamente echaba humo. Decía que tenía veintinueve años y que era sobrino nieto de Honoré Daumier. Agregaba que después del fallecimiento de mi mujer había dejado mi pequeña propiedad en el sur de Francia, para volver a los Estados Unidos —temporalmente, tenía el cuidado de aclarar— con un pariente inválido. Había pintado, explicaba, desde mi primera infancia pero, siguiendo el consejo de Pablo Picasso, uno de los más viejos y queridos amigos de mis padres, nunca había expuesto. Sin embargo, varias de mis acuarelas y óleos estaban ahora en algunas de las casas más suntuosas y, por supuesto, no de nouveaux riches de París, donde habían merecido gran atención por parte de los críticos más formidables de nuestra época. Después —dije— de la muerte trágica y prematura de mi mujer, debida a una ulcération cancéreuse, había decidido sinceramente no volver a empuñar un pincel. Pero algunos recientes reveses financieros me habían llevado a modificar esa firme résolution. Decía, además, que me sentiría muy honrado de someter muestras de mi trabajo a Les Amis des Vieux Maîtres, tan pronto me fueran remitidas por mi agente de París, a quien escribiría, sin falta, très pressé. Saludaba, por fin, muy respetuosamente, Jean de Daumier-Smith.
Elegir el seudónimo me llevó casi tanto tiempo como redactar la carta.
La escribí en papel común, pero la metí en un sobre del Ritz. Después de haberle puesto un sello de urgente que encontré en el cajón superior de Bobby, eché la carta en el buzón del hotel. En el camino previne al empleado de recepción (que me odiaba sin duda alguna) que estuviera atento a cualquier carta que llegara a nombre de Daumier-Smith. Luego, a eso de las dos y media, me deslicé en la clase de anatomía de las dos menos cuarto en la escuela de arte de la calle Cuarenta y Ocho. Por primera vez mis compañeros me parecieron un grupo bastante simpático.
Durante los cuatro días siguientes, aprovechando todos mis ratos libres y algunos otros que no me pertenecían íntegramente, hice alrededor de una docena de dibujos que, a mi juicio, eran típicos del arte comercial norteamericano. Empleando sobre todo témpera, pero también la pluma, de vez en cuando, para deslumbrar, dibujé gente vestida de gala que descendía de imponentes automóviles en noches de fiesta —parejas erguidas, esbeltas, superelegantes, que obviamente jamás en la vida habían ofendido a alguien por descuidar sus axilas—, parejas que, en realidad, tal vez ni siquiera tenían axilas. Dibujé gigantescos y bronceados jóvenes en smoking blanco, sentados ante blancas mesas al borde de piscinas color turquesa, brindando entre ellos, algo exaltados, con grandes vasos de whisky, de una marca barata pero ostensiblemente muy de moda. Dibujé niños sonrosados, como de carteles publicitarios, enloquecidos de alegría y salud, mostrando sus vacíos tazones de cereales para el desayuno y pidiendo un poco más con excelentes modales. Dibujé chicas sonrientes, de altos pechos, practicando esquí acuático con la mayor tranquilidad del mundo, por haberse protegido ampliamente contra esas plagas nacionales como son las encías que sangran, los lunares faciales, los pelos antiestéticos, y los inadecuados o deficientes seguros de vida. Dibujé amas de casa que, hasta el momento de comprar el jabón en polvo ideal, dejaban la puerta abierta a los pelos hirsutos, las posturas ridículas, los niños malcriados, maridos indiferentes, manos ásperas (pero delgadas) y cocinas desordenadas (pero enormes).
Cuando las muestras estuvieron listas, se las remití en seguida a Monsieur Yoshoto junto a media docena de cuadros no comerciales que había traído conmigo de Francia. Incluí también lo que yo creía era una notita muy displicente que apenas empezaba a relatar la pequeña pero muy humana historia de cómo, totalmente solo y enfrentado a diversos obstáculos, dentro de la más pura tradición romántica, había alcanzado las frías, blancas y retiradas cimas de mi profesión.
Siguieron unos días de terrible incertidumbre, pero antes de terminar la semana llegó una carta de Monsieur Yoshoto aceptándome como profesor en Les Amis des Vieux Maîtres. La carta estaba escrita en inglés, pese a que yo había escrito en francés. (Después pude enterarme de que Monsieur Yoshoto, que sabía francés pero no inglés, había encargado la redacción de la carta, por algún motivo, a Madame Yoshoto, que tenía algunos conocimientos prácticos de inglés.) Monsieur Yoshoto me informaba que la temporada de verano sería probablemente la más agitada del año, y que se iniciaría el 24 de junio. Esto, según me indicaba, me concedía casi cinco semanas para arreglar mis asuntos personales. Me hacía saber sus ilimitadas condolencias por mis recientes reveses efectivos y financieros. Esperaba que yo arreglara mis asuntos para presentarme en Les Amis des Vieux Maîtres el domingo 23 de junio, a efectos de familiarizarme con mis obligaciones y establecer «una firme amistad» con los otros profesores (que, como me enteré después, eran dos: Monsieur y Madame Yoshoto). Decía lamentar profundamente que no fuese norma de la escuela adelantar los gastos de viaje a los nuevos profesores. El sueldo inicial era de veintiocho dólares por semana, estipendio que, como el mismo Monsieur Yoshoto reconocía, no era gran cosa, aunque, como incluía alojamiento y comida nutritiva, y como él había advertido en mí una verdadera vocación, confiaba en que no me desanimaría. Esperaba con ansiedad un telegrama de aceptación de mi parte, y con ánimo gozoso mi llegada, y se declaraba, sinceramente, mi nuevo amigo y patrono, I. Yoshoto, ex miembro de la Academia Imperial de Bellas Artes de Tokio.
A los cinco minutos ya había enviado mi telegrama de aceptación. Y, cosa curiosa, debido a mi excitación o posiblemente a mi sentimiento de culpa por usar el teléfono de Bobby para transmitir el telegrama, constreñí deliberadamente mi prosa y limité el mensaje a diez palabras.
Esa noche cuando, como de costumbre, me encontré con Bobby a la hora de cenar en el Salón Ovalado, me molestó ver que había traído una invitada. No le había dicho ni insinuado una palabra sobre mis recientes actividades extraoficiales, y me moría por comunicarle la noticia bomba —y dejarlo con la boca abierta— cuando estuviéramos solos. La invitada era una mujer joven muy atractiva, divorciada hacía unos pocos meses, con quien Bobby salía bastante a menudo y a quien yo había visto en diversas oportunidades. Era una persona verdaderamente encantadora, y todos los intentos que hizo para lograr mi amistad, para persuadirme amablemente a que me despojara de mi armadura, o por lo menos del yelmo, fueron interpretados por mí como una velada invitación a meterme en su cama en cuanto me viniera bien, es decir, apenas pudiéramos esquivar a Bobby, que notoriamente era demasiado viejo para ella. Durante toda la cena, aclaré sucintamente cuáles eran mis planes para el verano. Cuando terminé, Bobby me hizo un par de preguntas bastante inteligentes. Las contesté con frialdad, con excesiva brevedad, sintiéndome el rey incuestionable de la situación.
—¡Me parece muy interesante! —dijo la invitada de Bobby, y esperó, perversamente, a que le deslizara por debajo de la mesa mi nueva dirección en Montreal.
—Creí que ibas a ir conmigo a Rhode Island —comentó Bobby.
—¡Querido, no seas aguafiestas! —le dijo la señora X.
—No lo soy, pero no me importaría saber un poco más de todo esto —dijo Bobby.
Sin embargo, me pareció adivinar por su actitud que ya estaba cambiando mentalmente su reserva de camarote para Rhode Island por una sola cama.
—Es la cosa más maravillosa, más halagadora que he oído en mi vida —me dijo fervorosamente la señora X con ojos maliciosos.
Ese domingo, cuando pisé por primera vez la plataforma de Windsor Station, en Montreal, vestía un traje cruzado de gabardina beige (que me merecía una elevada opinión), una camisa de franela azul marino, una corbata amarilla de algodón, zapatos marrones y blancos, un sombrero Panamá (que era de Bobby y me quedaba pequeño), y un bigote pelirrojo de apenas tres semanas. Monsieur Yoshoto estaba allí esperándome. Era un hombre menudo, que no medía más de un metro cincuenta, y llevaba un traje de hilo algo sucio, zapatos negros y un sombrero de fieltro negro con el ala levantada. No sonrió ni dijo nada —según puedo recordar— cuando nos dimos la mano. Su expresión —y el término me vino de una versión francesa de la serie de Fu Manchú de Sax Rohmer— era «inescrutable». Por algún motivo, yo sonreía de oreja a oreja. No podía moderar la sonrisa y mucho menos suprimirla.
El viaje en autobús desde Windsor Station hasta la escuela era de varios kilómetros. No creo que Monsieur Yoshoto pronunciara más de cinco palabras en todo el trayecto. A pesar del silencio, o mejor dicho a causa de él, yo conversé, sin parar, con las piernas cruzadas (un tobillo sobre la rodilla, y empleando continuamente el calcetín para absorber el sudor de las manos). Me pareció imperioso no solo reiterar mis mentiras anteriores —sobre mi parentesco con Daumier, mi esposa fallecida, mi pequeña propiedad en el sur de Francia— sino además agregar algunos detalles. Por fin, para no insistir en estas reminiscencias (empezaban a resultarme un poco penosas), cambié de tema y empecé a hablar del amigo más viejo y más fiel de mis padres: Pablo Picasso. Le pauvre Picasso, como yo le decía. (Debo aclarar que elegí a Picasso porque lo consideraba el pintor francés más conocido en Estados Unidos. Tranquilamente incluí al Canadá dentro de los Estados Unidos.) Le recordé a Monsieur Yoshoto, con una manifiesta dosis de compasión por el gigante caído, las veces que le había dicho: Monsieur Picasso, où allez vous?, y cómo, en respuesta a esta penetrante pregunta, el maestro se dirigía siempre con un lento y pesado andar hasta la otra puerta de su estudio para mirar una pequeña reproducción de «Los Saltimbanquis», y la gloria, perdida desde hacía tiempo, que había sido suya. El problema de Picasso, le expliqué a Monsieur Yoshoto, mientras bajábamos del autobús, era que nunca escuchaba a nadie, ni siquiera a sus amigos más íntimos.
En 1939, Les Amis des Vieux Maîtres ocupaba el segundo piso de un edificio pequeño, de aspecto muy poco agraciado, de tres pisos, en el barrio Verdún, el menos atrayente de Montreal. La escuela estaba situada directamente sobre un negocio de ortopedia. En realidad, Les Amis des Vieux Maîtres se reducía a una sala grande y un pequeño excusado sin pestillo. Sin embargo, apenas entré, me pareció que el lugar no estaba nada mal. Había una poderosa razón para que así fuera. En las paredes de la «sala de profesores» lucían varias pinturas, todas acuarelas, cedidas por Monsieur Yoshoto. De vez en cuando todavía sueño con un ganso blanco que vuela en un cielo azul muy pálido con —y éste era el prodigio de destreza más atrevido y logrado que he podido ver— el azul del cielo, o un latido del azul del cielo, reflejado en las plumas del ave. Este cuadro colgaba justo detrás del escritorio de Madame Yoshoto. Era lo que daba su sello propio a la habitación, junto a dos o tres cuadros de similar calidad.
Madame Yoshoto, con un quimono de seda muy hermoso, color negro y cereza, se hallaba barriendo con una escoba de mango corto cuando Monsieur Yoshoto y yo entramos en la sala de profesores. Era una mujer de pelo gris, casi una cabeza más alta que su marido, con rasgos más malasios que japoneses. Dejó de barrer y se adelantó hacia nosotros, y Monsieur Yoshoto nos presentó brevemente. Ella me pareció tan inescrutable como Monsieur Yoshoto, si no más. En seguida Monsieur Yoshoto se ofreció para mostrarme mi habitación, la cual, según me explicó (en francés) acababa de quedar libre, pues su hijo —que era quien la ocupaba— se había trasladado a la Columbia Británica para trabajar en una granja. (Después de su prolongado silencio en el autobús, le agradecí que hablara con cierta continuidad y hasta lo escuché con atención.) Empezó a disculparse de que en la habitación de su hijo no hubiera sillas —solo cojines—, pero en seguida lo convencí de que eso era para mí una especie de don del cielo. (En rigor, creo que le dije que odiaba las sillas. Estaba tan nervioso que, si me hubiera dicho que en la habitación de su hijo había treinta centímetros de agua, tanto de noche como de día, probablemente hubiera dejado escapar una breve interjección de placer. Le hubiera dicho, tal vez, que padecía de una curiosa enfermedad de los pies que me obligaba a mantenerlos dentro del agua ocho horas por día.) Luego me llevó por una crujiente escalera de madera hasta mi habitación. Mientras subíamos le dije con especial énfasis que estaba estudiando budismo. Después descubrí que tanto él como Madame Yoshoto eran presbiterianos.
Por la noche, despierto todavía en mi cama, con la cena japonesa-malasia de Madame Yoshoto aún en masse y viajando por mi esternón como por un ascensor, uno de los dos Yoshoto empezó a quejarse en sueños, justo del otro lado de la pared divisoria. Era un quejido agudo, tenue, discontinuo, que parecía provenir no de un adulto sino de algún niño trágico y anormal o de un animal muy pequeño y deforme. (Esto llegó a ser la función de todas las noches. Nunca descubrí cuál de los Yoshoto era el responsable y menos aún el motivo.) Cuando me resultó intolerable seguir escuchando acostado, me levanté, me puse las pantuflas y me senté en la oscuridad en uno de lo de los cojines. Me quedé allí con las piernas cruzadas un par de horas, fumando un cigarrillo tras otro, apagándolos en la suela de las pantuflas y guardando las colillas en el bolsillo del pijama. (Los Yoshoto no fumaban y no se veían ceniceros por ninguna parte.) Me dormí a eso de las cinco de la mañana.
A las seis y media, Yoshoto llamó a la puerta y me advirtió que a las siete menos cuarto se serviría el desayuno. Me preguntó a través de la puerta si había dormido bien, y le contesté: «Oui». Después me vestí —poniéndome el traje azul, que consideré apropiado para un profesor en su primer día de clase, y una corbata roja de Sulka que me había regalado mi madre— y, sin lavarme, me apresuré a bajar a la cocina de los Yoshoto. Madame Yoshoto estaba junto al fogón, preparando pescado para el desayuno. Monsieur Yoshoto, en camiseta y pantalones, estaba sentado a la mesa de la cocina, leyendo un diario japonés. Me saludó con un movimiento de cabeza, como ausente. Nunca me habían parecido ambos tan inescrutables. En seguida me sirvieron un pescado de algún tipo con un resto leve pero discernible de salsa de tomate a lo largo de uno de sus bordes. Madame Yoshoto me preguntó en inglés —y su acento me resultó inesperadamente encantador— si no hubiera preferido un huevo, pero yo le dije «Non, non, Madame, merci». Agregué que nunca comía huevos. Monsieur Yoshoto apoyó su diario contra mi vaso de agua y los tres comimos en silencio… es decir, ellos comieron y yo tragué sistemáticamente en silencio.
Terminado el desayuno, y antes de salir de la cocina, Monsieur Yoshoto se puso una camisa sin cuello, Madame Yoshoto se quitó el delantal, y los tres bajamos con cierta ineptitud hasta la sala de profesores. Allí, en un desordenado montón, sobre el amplio escritorio de Yoshoto, se hallaba una docena o más de sobres, enormes, abultados y sin abrir. A mí me impresionaron como un montón de nuevos alumnos recién cepillados y peinados. Monsieur Yoshoto me designó mi escritorio, que estaba aislado en un extremo de la habitación, y me pidió que tomara asiento. Luego, con Madame Yoshoto a su lado, empezó a abrir algunos de los sobres. Los dos parecían examinar los diversos contenidos con cierto método, consultándose de vez en cuando, en japonés, mientras yo permanecía sentado en la otra punta de la sala con mi traje azul y mi corbata Sulka, tratando de parecer simultáneamente atento, paciente y, de algún modo, indispensable para la organización. De un bolsillo interior saqué varios lápices de mina blanda que había traído de Nueva York y los coloqué sobre el escritorio tratando de hacer el menor ruido posible. En un determinado momento, Monsieur Yoshoto me miró por algún motivo y le dediqué una sonrisa totalmente afable. Después, de improviso, sin dirigirme una palabra ni una mirada, los dos se sentaron ante sus respectivos escritorios y empezaron a trabajar. Eran como las siete y media.
A eso de las nueve, Monsieur Yoshoto se quitó las gafas, se levantó y vino hasta mi escritorio con un fajo de papeles en su mano. Yo había pasado una hora y media sin hacer absolutamente nada salvo tratar de que mi estómago no rezongara audiblemente. Me puse de pie con presteza cuando se acercó a mí, mientras me inclinaba un poco como para no parecer irrespetuosamente alto. Me tendió el manojo de papeles que había traído y me preguntó si sería tan amable de traducir al inglés las correcciones que había escrito en francés. Dije, «Oui, Monsieur». Se inclinó levemente y regresó a su escritorio. Puse a un lado mi colección de lápices de mina blanda, saqué mi estilográfica y —un tanto desolado— empecé a trabajar.
Como muchos artistas realmente buenos, Monsieur Yoshoto no enseñaba mejor que un artista corriente con ciertas dotes pedagógicas. Con su trabajo práctico —es decir, sus dibujos en papel de calcar superpuestos a los dibujos de los alumnos— junto a sus comentarios escritos al dorso de los dibujos, podía enseñarle a un alumno razonablemente dotado cómo dibujar un cerdo reconocible en una pocilga reconocible, y hasta un cerdo pintoresco en una pintoresca pocilga. Pero lo que no podía enseñar de ningún modo era a dibujar un hermoso cerdo en una hermosa pocilga (que era precisamente el pequeño detalle técnico que sus mejores alumnos ansiaban recibir por correo). No era —debo agregar— que consciente o inconscientemente escatimara su talento o que no quisiera prodigarlo, sino simplemente que no estaba a su alcance hacerlo. Para mí, esta cruda verdad no encerraba ningún elemento de sorpresa y, por lo tanto, no me pilló de improviso. Pero por fuerza debió tener cierto efecto acumulativo considerando dónde me hallaba sentado, y al acercarse la hora del almuerzo debía esmerarme para no emborronar las traducciones con mis manos sudadas. Para hacer aún más opresivas las cosas, la letra de Monsieur Yoshoto apenas era legible. De todos modos, a la hora de comer me excusé de acompañar a los Yoshoto. Dije que debía ir a correos. En seguida bajé la escalera, casi corriendo y empecé a caminar apresuradamente, sin rumbo fijo, por un laberinto de calles de aspecto extraño y descuidado. Cuando llegué a un bar, entré y engullí cuatro bocadillos de salchicha y tres tazas de café cenagoso.
Cuando volvía a Les Amis des Vieux Maîtres empecé a preguntarme —primero con un cierto temor que me resultaba familiar y que más o menos sabía por experiencia cómo contrarrestar, y luego con un pánico total— si no habría algo personal en el hecho de que Monsieur Yoshoto me hubiera usado toda la mañana exclusivamente como traductor. ¿Acaso el viejo Fu Manchú sabía desde el comienzo que yo usaba, entre otros accesorios y efectos engañosos, un bigote de muchacho de diecinueve años? Se trataba de una posibilidad prácticamente intolerable. También tendía a socavar por completo mi sentido de la justicia. Ahí estaba yo —un hombre que había ganado tres primeros premios, un amigo íntimo de Picasso (ya empezaba a creer que lo era)— y me utilizaban de traductor. El castigo no guardaba relación con el pecado. Para empezar, mi bigote, por más ralo que fuera, era mío; no lo había pegado con cola. Para confortarme lo palpé con los dedos mientras regresaba de prisa a la academia. Pero cuanto más pensaba en todo el asunto, más me apresuraba, hasta que eché a correr, como si temiera que en cualquier momento empezaran a apedrearme de todos lados.
Aunque solo había tardado unos cuarenta minutos en comer, cuando regresé los Yoshoto se encontraban trabajando ante sus escritorios. No levantaron la vista ni dieron señal de haberme oído entrar. Sudando y sin aliento, crucé la habitación y me senté en mi silla. Me quedé rígidamente inmóvil durante los quince o veinte minutos siguientes, repasando mentalmente toda suerte de nuevas anécdotas de Picasso por si a Monsieur Yoshoto se le ocurría de pronto levantarse y venir a desenmascararme. Y de improviso, en efecto, se incorporó y se acercó a mí. Yo me puse de pie para recibirlo desde toda mi altura, si era necesario, con una historia fresca de Picasso, pero cuando estuvo a mi lado comprobé con horror que me había olvidado el argumento. Aproveché el momento para expresarle mi admiración por el cuadro del ganso volando que colgaba detrás de la cabeza de Madame Yoshoto. Me explayé en profusas alabanzas. Dije que conocía a un hombre en París —un paralítico con mucho dinero, aclaré— que estaría dispuesto a pagar una elevada suma por esa pintura. Dije que podía ponerme inmediatamente en contacto con él si a Monsieur Yoshoto le interesaba. Pero por suerte, Monsieur Yoshoto dijo que el cuadro era propiedad de su primo, que en esos momentos estaba visitando a unos parientes en el Japón. Luego, antes de que pudiera comunicarle mi pesar, me preguntó — llamándome Monsieur Daumier-Smith— si tendría la amabilidad de corregir algunas lecciones. Fue a su escritorio y regresó con tres de los enormes y abultados sobres, que dejó sobre mi mesa. Mientras yo permanecía atontado, asintiendo incansablemente con la cabeza y palpando mi bolsillo, donde había vuelto a guardar los lápices de dibujo, Mr. Yoshoto me explicó el método de enseñanza de la academia (o, mejor dicho, su inexistente método de enseñanza). Cuando hubo regresado a su escritorio, necesité varios minutos para recobrarme.
Los tres alumnos que me adjudicaron escribían en inglés. La primera era una ama de casa de Toronto, de veintitrés años, cuyo seudónimo profesional era —según decía — Bambi Kramer, y solicitaba a la academia que la correspondencia le fuera dirigida a ese nombre. A todos los alumnos nuevos de Les Amis des Vieux Maîtres se les pedía que llenaran un cuestionario y adjuntaran sus retratos. La señora Kramer había enviado una foto en papel brillante, de formato grande, donde se la veía con un traje de baño sin tirantes, una ajorca en uno de los tobillos, y una gorra blanca de marinero. En el cuestionario declaraba que sus artistas preferidos eran Rembrandt y Walt Disney. Afirmaba que su única ambición era poder emularlos algún día. Los dibujos que incluía como muestra estaban unidos, con cierto criterio de subordinación, a su fotografía. Todos los dibujos resultaban impresionantes. Uno era verdaderamente inolvidable. El dibujo inolvidable era una acuarela florida, con un título que decía «Y perdona sus pecados». Se veían tres niños pequeños pescando en un curioso espejo de agua, mientras la chaqueta de uno de ellos tapaba un letrero que decía «Prohibido Pescar». El más alto, en primer plano, parecía tener raquitismo en una pierna y elefantiasis en la otra, efecto que —sin duda— la señora Kramer había usado para acentuar la postura del chico, con las piernas ligeramente separadas.
Mi segundo alumno tenía cincuenta y seis años y era un «fotógrafo de la vida de sociedad» de Windsor, Ontario, de nombre R. Howard Ridgefield, quien manifestaba que desde hacía años su señora le insistía en que se metiera en el asunto este de la pintura. Sus artistas preferidos eran Rembrandt, Sargent y «Titán», pero agregaba que a él no le interesaba particularmente hacer esa clase de pintura. Decía que le interesaba más el lado satírico del arte que el artístico. En apoyo de este parecer adjuntaba una buena cantidad de dibujos y óleos originales. Uno de sus dibujos —que creo era el más importante de todos— me ha sido tan fácil de recordar a través de todos estos años como la letra de «Dulce Susana» o «Déjame que te llame mi Amor». Satirizaba la tragedia familiar y cotidiana de una joven pura y casta, de pelo rubio largo hasta los hombros y pechos grandes como ubres, que era atacada criminalmente por el cura en la iglesia, a la sombra misma del altar. Las vestimentas de ambos personajes se veían gráficamente desordenadas. En realidad, me impresionaron menos los efectos satíricos del asunto que la calidad de la técnica utilizada. Si no hubiera sabido que los separaban centenares de kilómetros, habría podido jurar que Ridgefield había recibido algunos consejos puramente técnicos de Bambi Kramer.
Salvo en raras circunstancias, cuando tenía diecinueve años, ante cualquier crisis mi sentido del humor era siempre lo primero que se paralizaba total o parcialmente. Ridgefield y la señora Kramer me provocaron toda clase de sentimientos, pero ni por asomo llegaron a divertirme. Tres o cuatro veces, mientras examinaba el contenido de los sobres, me sentí tentado de levantarme para presentar una protesta formal a Monsieur Yoshoto. Pero no tenía una idea muy clara de cómo debía ser mi protesta. Pienso que lo que temía era llegar junto a su escritorio solo para comunicarle, gritando: «Mi madre ha muerto, y yo tengo que vivir con su encantador marido, y nadie habla francés en Nueva York, y en la habitación de su hijo no hay sillas. ¿Cómo espera que le enseñe a dibujar a estos dos chiflados?». Así que, entrenado como estaba a desesperarme sentado, no me levanté. Abrí el sobre de mi tercer alumno.
Se trataba de una monja de la orden de las Hermanas de San José, llamada Hermana Irma, que enseñaba «cocina y dibujo» en una escuela primaria de un convento situado en las afueras de Toronto. Y no tengo la menor idea sobre cómo o por dónde empezar a describir el contenido del sobre. Podría limitarme a mencionar que, en lugar de su retrato, la Hermana Irma había adjuntado, sin ninguna clase de explicación, una foto panorámica del convento. Recuerdo también que había dejado en blanco la línea del cuestionario en la que el estudiante debía hacer constar su edad. Aparte de eso, contestaba el resto del cuestionario como seguramente ningún otro cuestionario de este mundo se lo merece. Había nacido y se había criado en Detroit, Michigan, donde su padre era «probador de automóviles Ford». Su educación se reducía a un año de escuela secundaria. No había recibido ninguna lección de dibujo. Decía que la única razón por la que enseñaba dibujo era que la Hermana Fulana había fallecido y el Padre Zimmermann —ese nombre me quedó especialmente grabado porque así se llamaba también el dentista que me había sacado ocho dientes— la había elegido a ella para hacerse cargo de sus clases. Decía que tenía «treinta y cuatro gatitos en la clase de cocina y dieciocho gatitos en la de dibujo». Sus aficiones eran amar al Señor y la palabra del Señor, y «recoger hojas, pero solo cuando estaban en el suelo». Su pintor favorito era Douglas Bunting. (Nombre que, lo confieso, busqué durante años, y que me llevó a muchos callejones sin salida.) Decía que a sus gatitos «siempre les gustaba dibujar gente corriendo y para eso soy una calamidad». Decía que estaba dispuesta a estudiar muchísimo para mejorar, y que esperaba que nosotros no fuéramos muy impacientes con ella.
Había, en total, seis muestras de sus trabajos en el sobre. (Todas estaban sin firmar. Un detalle que no tenía gran importancia, pero que en ese momento resultaba desproporcionadamente refrescante. Todos los dibujos de Bambi Kramer y Ridgefield estaban firmados o —lo que resultaba aún más irritante— solo llevaban sus iniciales.) Al cabo de trece años, no solo recuerdo perfectamente las seis muestras de la Hermana Irma, sino que creo recordar a veces cuatro de ellas con demasiada nitidez para mi propia tranquilidad de espíritu. El mejor de sus trabajos era una acuarela sobre papel de estraza. (El papel de estraza, especialmente el de envolver, es muy agradable, muy cálido para dibujar. Muchos artistas experimentados lo han empleado cuando no trataban de hacer nada extraordinario ni grandioso.) La pintura, pese a su reducido tamaño (unos veinticinco centímetros por treinta), representaba muy detalladamente el traslado de Cristo a su sepulcro en el jardín de José de Arimatea. En primer plano, a la derecha, dos hombres que parecían criados de José transportaban el cuerpo con bastante torpeza. José de Arimatea marchaba detrás, con un aire quizá demasiado marcial, dadas las circunstancias. A respetuosa distancia venían las mujeres de Galilea, mezcladas con una multitud heterogénea —algunos con apariencia de no haber sido invitados— de plañideras, espectadores, niños, y no menos de tres juguetones e impíos perros barcinos. Para mí, la figura más importante del cuadro era una mujer que se hallaba en primer plano, a la izquierda, de frente al espectador. Con la mano derecha por encima de su cabeza, hacía frenéticas señas a alguien —tal vez a su hijo, o a su marido, o quizás simplemente al espectador— para que dejara todo en seguida y viniera corriendo. Dos de las mujeres, en la primera fila de la multitud, llevaban aureola. Sin una Biblia a mano, solo podía hacer una conjetura de quiénes se trataba. Pero identifiqué en seguida a María Magdalena. Al menos, estaba seguro de haberla identificado. Se hallaba en el centro del primer plano, al parecer apartada de la multitud, con los brazos caídos. No se esforzaba, por así decirlo, en demostrar su dolor. Más aún, no llevaba ninguna señal de duelo ni se veía en ella nada que recordara sus recientes y envidiables vinculaciones con el Difunto. Su cara, al igual que todas las otras caras del cuadro, estaba hecha con pinturas baratas color carne. Era dolorosamente evidente que la misma Hermana Irma había juzgado insatisfactorios los colores y había hecho todo lo posible —con la mejor voluntad pero con ignorancia— para rebajarlos un poco. El trabajo no tenía otros defectos importantes. Es decir, ninguno digno de mayor atención. Era, en definitiva, la obra de un artista, hecha con disciplinado talento y Dios sabe cuántas horas de arduo trabajo.
Desde luego, una de mis primeras reacciones fue correr hasta el escritorio de Monsieur Yoshoto con el sobre de la Hermana Irma. Pero, una vez más, permanecí sentado. No quería correr el riesgo de que me quitaran a la Hermana Irma. Por fin, me limité a cerrar el sobre con cuidado y lo dejé encima del escritorio, con el excitante plan de dedicarme a él por la noche, en mis horas libres. Luego, demostrando una tolerancia mayor de la que creía tener, casi diría con buena voluntad, me pasé el resto de la tarde corrigiendo por superposición algunos desnudos masculinos y femeninos (sin órganos genitales) que había dibujado R. Howard Ridgefield con obscenidad y decoro.
A la hora de la cena, desabroché tres botones de mi camisa y guardé el sobre de la Hermana Irma donde no pudieran introducirse los ladrones ni, para ser franco, los Yoshoto.
Una rutina tácita pero férrea imperaba en las cenas de Les Amis des Vieux Maîtres. Madame Yoshoto se levantaba de su escritorio a las cinco y media en punto y subía a preparar la cena, mientras Monsieur Yoshoto y yo nos reuníamos con ella —en fila, por así decirlo— a las seis en punto. No había ningún intermedio, por esencial o higiénico que fuera. Esa tarde, no obstante, sintiendo contra mi pecho la tibieza del sobre de la Hermana Irma, me sentí relajado como nunca. Durante la cena no pude estar más conversador y extravertido. Prodigué una historia fantástica sobre Picasso que se me acababa de ocurrir y que realmente podía haber dejado para un día de lluvia. Monsieur Yoshoto apenas bajó un poco su diario japonés para escucharla, pero Madame Yoshoto pareció más interesada o, por lo menos, no del todo desinteresada. En cualquier caso, cuando terminé la anécdota me habló por primera vez desde que me preguntara por la mañana si quería un huevo. Me preguntó si estaba seguro de que no quería una silla en mi habitación. Rápidamente dije: «Non, non, merci, madame». Dije que, como los almohadones estaban apilados contra la pared, me daban una excelente oportunidad de acostumbrarme a mantener derecha la espalda. Me levanté para mostrarle que tenía los hombros caídos.
Después de cenar, mientras los Yoshoto discutían, en japonés, algún asunto tal vez apasionante, pedí permiso para retirarme de la mesa. Monsieur Yoshoto me miró al principio como si no pudiera explicarse cómo había hecho yo para entrar en su cocina, pero luego asintió con la cabeza, y rápidamente me dirigí hacia mi habitación. Encendí la luz y cerré la puerta. Saqué del bolsillo los lápices de dibujo, me quité la chaqueta, me desabroché la camisa, y me senté en uno de los almohadones con el sobre de la Hermana Irma en la mano. Hasta pasadas las cuatro de la mañana, con todos los elementos necesarios desparramados a mi alrededor por el suelo, me dediqué a satisfacer las necesidades artísticas más urgentes de la Hermana Irma.
Lo primero que hice fue trazar diez o doce bocetos a lápiz. En vez de bajar a la sala de profesores para buscar papel de dibujo, recurrí a mi papel personal, usando ambas caras de la hoja. Cuando hube terminado, le escribí una larga, casi interminable carta.
Toda mi vida he guardado cosas como una urraca excepcionalmente neurótica, y todavía tengo el penúltimo borrador de la carta que escribí a la Hermana Irma esa noche de junio de 1939. Podría transcribirla aquí palabra por palabra, pero no es necesario. El grueso de la carta, y qué grueso, lo dediqué a explicarle dónde y cómo, en su trabajo principal, había cometido algunos errores, y sobre todo con los colores. Hice una lista de algunos materiales de dibujo que a mi juicio le eran indispensables, y hasta los costos aproximados. Le pregunté quien era Douglas Bunting. Pregunté dónde podía ver sus obras. Le pregunté (sabiendo cuán improbable era) si había visto una reproducción de algún cuadro de Antonello da Messina. Le pedí que, por favor, me dijera cuántos años tenía y le aseguré, reiteradamente, que la información, de ser suministrada, quedaría entre nosotros. Dije que se lo preguntaba solo porque la información me ayudaría a darle una enseñanza más adecuada. Sin cambiar de tono, le pregunté si en el convento admitían visitas.
Creo que las últimas líneas (o decímetros cúbicos) de mi carta podrían transcribirse aquí… con su puntuación, sintaxis y todo lo demás:
…De paso, si usted domina el francés, le agradecería que me lo hiciera saber, ya que puedo expresarme con gran precisión en ese idioma, pues he pasado la mayor parte de mi juventud en París, Francia. Como por lo visto usted está preocupada por el dibujo de personas que corren, a fin de poder trasmitir esa técnica a sus alumnas del convento, le adjunto algunos bocetos hechos por mí, que tal vez resulten útiles. Comprobará que los he hecho rápidamente y que no son en modo alguno perfectos, ni modelos encomiables, pero creo que le darán los rudimentos que a usted le interesan. Por desgracia, me temo que el director de la escuela carece de todo método pedagógico. Me alegro muchísimo de que esté usted tan adelantada, pero no tengo idea de lo que el director pretende que yo haga con los demás alumnos que están muy atrasados y que, en mi opinión, son, sobre todo, estúpidos.
Desgraciadamente, soy agnóstico, pero admiro mucho a San Francisco de Asís, desde lejos, claro está. Me pregunto si usted sabe, por casualidad, lo que dijo (San Francisco de Asís) cuando le iban a quemar un ojo con un hierro al rojo. Dijo así: «Hermano fuego, Dios te hizo hermoso y fuerte y útil; te ruego que seas amable conmigo». En mi opinión, usted pinta hasta cierto punto como él habló, en muchos agradables sentidos. A propósito, ¿puedo preguntarle si la joven de vestido azul en primer plano es María Magdalena? Me refiero a la composición que hemos estado analizando, por supuesto. Si no, me he equivocado tristemente. Aunque no sería una novedad.
Espero que me considere enteramente a su disposición mientras sea alumna de Les Amis des Vieux Maîtres. Francamente, creo que usted tiene mucho talento y no me sorprendería en absoluto si en unos pocos años se revela como un genio. Nunca me atrevería a alentarla sin fundamento. Ésta es una de las razones por las cuales le he preguntado si la mujer en el primer plano era María Magdalena, porque, de ser así, temo que usted está usando más su incipiente genio que sus inclinaciones religiosas. Pero, en mi opinión, esto no es motivo de preocupación.
Con sincera esperanza de que goce de perfecta salud, me despido de usted.
Con todo respeto, (firmado)
Jean de Daumier-Smith Profesor
Les Amis des Vieux Maîtres
P. D. Me olvidaba decile que los alumnos deben enviar trabajos cada dos semanas a la academia. ¿Sería usted tan amable de hacerme unos dibujos de exteriores como primer deber? Hágalos a su gusto, sin esforzarse. No sé, desde luego, cuánto tiempo le permiten dedicar al dibujo en el convento y espero que me informe al respecto. También le ruego que compre los materiales necesarios que me he tomado la libertad de señalarle, pues me gustaría que empezara a usar óleos lo más pronto posible. Si me permite que se lo diga, creo que es usted demasiado apasionada para pintar siempre a la acuarela, sin intentar el óleo. Se lo digo objetivamente y no quiero molestarla; en realidad, es algo así como un cumplido. Además mándeme, por favor, todos los trabajos anteriores que tenga a mano, pues me encantaría verlos. No necesito decirle que, hasta que llegue su próximo envío, los días serán insufribles para mí.
Si no me extralimito, me gustaría mucho que me dijera si le resulta satisfactorio ser monja, en un sentido espiritual, por supuesto. Francamente, soy aficionado al estudio de las religiones desde que leí los volúmenes 36, 44 y 45 de los Clásicos de Harvard, que usted posiblemente conozca. Me fascina sobre todo Martín Lutero, que era protestante, desde luego. Por favor, no se ofenda por esto. No abogo por ninguna doctrina; no está en mi carácter hacerlo. Para terminar, le ruego no se olvide de informarme sobre sus horas de visita, pues, si no me equivoco, tengo libres los fines de semana y tal vez algún sábado, por casualidad, me encuentre cerca de allí. Y no se olvide, por favor, de decirme si habla correctamente el francés, pues tengo poca soltura para expresarme en inglés debido a mi educación variada y en general bastante insensata.
Envié la carta y los dibujos a la Hermana Irma a eso de las tres y media de la mañana, para lo cual debí salir a la calle. Después, extasiado, me desvestí con dedos entumecidos y me desplomé en la cama.
Estaba a punto dormirme cuando oí otra vez a través de la pared el sonoro gemido que venía del dormitorio de los Yoshoto. Me imaginé que por la mañana los Yoshoto vendrían a pedirme, a suplicarme que escuchara hasta el más pequeño y espantoso detalle de su misterioso secreto. Me figuraba exactamente cómo ocurriría. Estaría sentado entre ellos a la mesa de la cocina, escuchándolos. Escucharía, escucharía, escucharía, con la cabeza entre las manos, hasta que, incapaz de seguir soportándolo, metería la mano por la garganta de Madame Yoshoto, le sacaría el corazón y lo abrigaría como si fuera un pájaro. Luego, cuando todo estuviera tranquilo, mostraría los trabajos de la Hermana Irma a los Yoshoto, y ambos compartirían mi alegría.
Siempre nos damos cuenta demasiado tarde, pero la mayor diferencia entre la felicidad y la alegría es que la felicidad es un sólido y la alegría es un líquido. Mi alegría empezó a derramarse de su recipiente a la mañana siguiente, cuando Monsieur Yoshoto se acercó a mi escritorio con los sobres de dos nuevos alumnos. En ese momento yo estaba trabajando en los dibujos de Bambi Kramer y bastante relajado, porque sabía que mi carta a la Hermana Irma estaba en el correo. Pero para lo que no me hallaba ni remotamente preparado era para hacer frente al hecho increíble de que en el mundo hubiera dos personas con menos talento para el dibujo que Bambi o R. Howard Ridgefield. Sintiendo que se me acababa la buena disposición, encendí un cigarrillo en la sala de profesores por primera vez desde que entrara a formar parte del cuerpo docente. Me sirvió de ayuda y de nuevo me enfrasqué en el trabajo de Bambi. Pero antes de la tercera o cuarta chupada sentí, sin necesidad de verlo, que Monsieur Yoshoto me estaba mirando. Efectivamente, empujó hacia atrás su silla. Como de costumbre, me puse de pie cuando estuvo junto a mí. Me explicó, en un irritante susurro, que él personalmente no tenía nada en contra del cigarrillo pero que, por desgracia, las normas de la escuela prohibían fumar en la sala de profesores. Interrumpió mis profusas disculpas con un magnánimo gesto de la mano y regresó al extremo de la habitación que compartía con Madame Yoshoto. Me pregunté con verdadero pánico cómo aguantaría sin volverme loco los trece días que faltaban hasta el próximo sobre de la Hermana Irma.
Eso fue el martes por la mañana. Pasé el resto de la jornada de trabajo y los dos días siguientes, febrilmente atareado. Desarmé, por así decirlo, todos los dibujos de Bambi Kramer y de R. Howard Ridgefield y los armé con piezas nuevas. Les preparé docenas de ejercicios anormales, insultantes, pero totalmente constructivos. Les escribí extensas cartas. Casi le supliqué a R. Howard Ridgefield que desistiera de la sátira por un tiempo. Le pedí a Bambi, con el máximo de delicadeza, que se abstuviera, temporalmente, de enviar dibujos con títulos como «Y perdona sus pecados». Entonces, el jueves por la tarde, sintiéndome en plena forma, empecé con uno de los alumnos nuevos, un norteamericano de Bangor, estado de Maine, que declaraba en su formulario, con locuaz y simple hostilidad, que su artista preferido era él mismo. Se consideraba un realista-abstracto. En cuanto a mis horas libres, el martes por la tarde tomé un autobús que me llevó al centro de Montreal y entré a ver un festival de dibujos animados en un cine de tercera categoría, lo que significó en gran medida asistir a una sucesión de gatos bombardeados con corchos de champaña por bandas de ratones. El miércoles por la tarde junté los almohadones de mi habitación, los apilé de a tres, y traté de reproducir de memoria el dibujo de la Hermana Irma sobre el entierro de Cristo.
Me siento tentado a decir que la tarde del jueves fue extraña, o quizá macabra, pero la verdad es que no tengo adjetivos vistosos para la tarde del jueves. Salí de Les Amis después de la cena y fui no recuerdo a dónde, posiblemente a pasear o al cine; no puedo recordarlo, y esta vez mi diario de 1939 también me falla, porque la página que necesito está totalmente en blanco.
Sin embargo, sé por qué está la página en blanco. Cuando regresaba de donde hubiera estado esa tarde —recuerdo que ya había oscurecido— me detuve en la acera de la academia y contemplé el escaparate iluminado de la casa de artículos ortopédicos. Entonces ocurrió algo verdaderamente horrible. Empecé a pensar que, por más que aprendiera algún día a vivir con frialdad, sensibilidad o gracia, siempre sería, en el mejor de los casos, un visitante en un jardín lleno de chatas y orinales esmaltados, donde había un maniquí ciego, de madera, con un braguero para hernia a precio rebajado. Solo pude soportar este pensamiento unos segundos. Recuerdo que subí corriendo a mi habitación, y me desnudé y me metí en la cama sin abrir siquiera el diario, y mucho menos anotar algo en él.
Permanecí despierto durante horas, temblando. Escuché los quejidos de la otra habitación y forzosamente pensé en mi mejor alumna. Traté de visualizar el domingo en que la iría a visitar al convento. La vi venir hacia mí —junto a una alta verja—, una tímida y hermosa muchacha de dieciocho años, que aún no había hecho los votos definitivos y que estaba por lo tanto libre para volver al mundo con el Abelardo que eligiese. Vi cómo caminábamos lenta, silenciosamente, hacia un lugar remoto y sombreado del convento donde, de pronto y sin pecado, yo pasaría mi brazo alrededor de su cintura. La imagen era demasiado sublime para retenerla, y por fin la dejé desvanecer y me dormí.
Pasé toda la mañana y la mayor parte de la tarde del viernes trabajando duro, tratando, con ayuda de papel de seda superpuesto, de convertir en árboles reconocibles una selva de símbolos fálicos que el hombre de Bangor, Maine, había dibujado en costoso papel de hilo. A eso de las cuatro y media de la tarde me sentía bastante agotado mental, física y espiritualmente, y solo me incorporé a medias cuando Monsieur Yoshoto se acercó un momento a mi escritorio. Me entregó algo, y lo hizo con la impersonalidad con que un camarero reparte el menú del día. Era una carta de la Madre Superiora del convento de la Hermana Irma informando a Monsieur Yoshoto que el Padre Zimmermann, por circunstancias ajenas a su voluntad, se veía obligado a modificar su decisión de permitir que la Hermana Irma estudiara en Les Amis des Vieux Maîtres. La Madre Superiora decía que lamentaba profundamente cualquier confusión o inconveniente que pudiera causar a la escuela este cambio de planes. Confiaba en que el primer pago de catorce dólares por las lecciones pudiera ser reintegrado a la diócesis.
Siempre he estado seguro de que el ratón que escapa de la trampa vuelve cojeando a casa con nuevos e infalibles planes para matar al gato. Después de leer y releer la carta y después de contemplarla fijamente durante largos minutos, reaccioné de pronto y escribí cartas a mis cuatro alumnos restantes, aconsejándoles que abandonaran la idea de hacerse artistas. Les dije, individualmente, que estaban malgastando su valioso tiempo y el de la escuela. Escribí las cuatro cartas en francés. Cuando terminé, salí inmediatamente y las eché al correo. La satisfacción duró poco, pero mientras duró fue magnífica.
Cuando llegó el momento de desfilar hacia la cocina, pedí que me excusaran. Dije que no me sentía bien. (Yo mentía, en 1939, con mucha más convicción que cuando decía la verdad, por lo que tuve el convencimiento de que Monsieur Yoshoto me miraba con suspicacia cuando dije que no me sentía bien.) En seguida fui a mi habitación y me senté en un almohadón. Estuve así seguramente durante una hora, contemplando un agujero de la persiana por donde entraba luz, sin fumar ni sacarme la chaqueta ni aflojarme la corbata. De pronto, me levanté, cogí papel y escribí tumbado en el suelo una segunda carta a la Hermana Irma.
Nunca eché al correo esa carta. Lo que sigue es transcripción directa del original.
Montreal, Canadá
28 de Junio de 1939
Querida Hermana Irma:
¿Le he dicho, por casualidad, en mi última carta, algo que le hay podido parecer molesto o irreverente al Padre Zimmermann y le haya causado a usted algún inconveniente? Si es así, le suplico que, por lo menos, me dé una oportunidad razonable de retractarme de cualquier cosa que haya podido decir involuntariamente en mi ferviente anhelo de llegar a ser su amigo y maestro. ¿Es pedir demasiado? Confío en que no.
La verdad lisa y llana es la siguiente: si usted no aprende algunos rudimentos más de la profesión, será una artista muy, muy interesante durante el resto de su vida, en lugar de ser una gran artista. En mi opinión, sería terrible. ¿Se da cuenta de la gravedad de la gravedad de la situación?
Es probable que el Padre Zimmermann la haya obligado a darse de baja de la escuela porque piensa que podría ser incompatible con su vocación religiosa. Si es así, no puedo por menos que decir que ha sido una gran imprudencia de parte del Padre Zimmermann en muchos aspectos. No es incompatible con el hecho de que usted sea monja. Yo mismo vivo como un mal monje. Lo peor que podría suponerle ser artista es que podría hacerla siempre un poquito infeliz. Pero, en mi opinión, no es ninguna situación trágica. El día más feliz de mi vida fue cuando tenía diecisiete años, hace mucho tiempo. Iba a encontrarme con mi madre para comer juntos. Ella salía a la calle por primera vez después de una larga enfermedad. Yo flotaba de felicidad cuando de pronto, al llegar a la avenida Víctor Hugo, que es una calle de París, me encontré con un tipo sin nariz. Le pido que considere ese factor, más aún, se lo ruego. Está lleno de significación.
También es posible que el Padre Zimmermann la haya obligado a renunciar a las clases por que el convento carece, quizá, de los fondos necesarios para abonar el cursoa. Espero de todo corazón que así sea, no solo porque me alivia el espíritu sino también por sus aspectos prácticos. De ser así, bastará con que usted me lo diga para que yo le ofrezca mis servicios gratis por un período indefinido de tiempo. ¿Podemos seguir discutiendo esta cuestión? ¿Puedo preguntar de nuevo cuáles son sus días de visita en el convento? ¿Puedo tomarme la libertad de visitarla en el convento el próximo sábado, 6 de julio, entre las tres y las cinco de la tarde, según el horario de trenes entre Montreal y Toronto? Espero su respuesta con enorme ansiedad.
Con respeto y admiración, sinceramente,
(firmado)
Jean de Daumier-Smith
Profesor
Les Ames des Vieux Maîtres.
P. D. En mi última carta le pregunté al pasar si la joven de vestido azul en el primer plano de su dibujo religioso era María Magdalena, la pecadora. Si hasta ahora no ha contestado mi carta, no lo haga. Posiblemente yo estaba equivocado y no quiero provocar más desilusiones en este momento de mi vida. Estoy dispuesto a seguir en la oscuridad.
Aún hoy, después de tantos años, no puedo evitar ruborizarme al recordar que había llevado conmigo un smoking cuando fui a Les Amis des Vieux Maîtres. Efectivamente, tenía uno y cuando terminé la carta a la Hermana Irma, me lo puse. Todo este asunto parecía reclamar imperiosamente que me emborrachara, y como jamás en la vida había estado borracho (por temor a que el exceso de alcohol hiciera temblar la mano que pintó aquellos cuadros que ganaron los tres primeros premios, etc.), me sentí impulsado a vestirme de etiqueta para tan trágica ocasión.
Mientras los Yoshoto aún estaban en la cocina, me escurrí escaleras abajo y llamé por teléfono al Hotel Windsor, que me había recomendado la señora X, la amiga de Bobby, antes de salir de Nueva York. Reservé una mesa individual para las ocho. Alrededor de las siete y media, vestido y bien peinado, asomé la cabeza por la puerta de mi habitación para ver si alguno de los Yoshoto estaba en el pasillo. No quería en modo alguno que me vieran con smoking. No estaban a la vista y bajé apresuradamente a la calle y me lancé en busca de un taxi. En el bolsillo interior de la chaqueta llevaba mi carta a la Hermana Irma. Me proponía leerla durante la cena, a la luz de las velas.
Anduve un buen rato sin encontrar un solo taxi y menos aún desocupado. Resultó desagradable. Verdún de Montreal no era lo que se dice un barrio elegante, y tenía la impresión de que cada transeúnte me miraba con desaprobación. Cuando llegué por fin al snack-bar donde el lunes anterior había engullido los bocadillos, decidí echar por la borda mi reserva en el Hotel Windsor. Entré en el snack-bar, me senté en uno de los compartimientos más apartados, y cubrí mi corbata de pajarita con una mano mientras pedía sopa, pan y café negro. Confiaba en que los demás parroquianos me tomaran por un camarero que se dirige a su trabajo.
Mientras tomaba la segunda taza de café, saqué mi carta, aún sin enviar, y la releí. El fondo del asunto parecía un poco insustancial y decidí volver en seguida a Les Amis para retocarla un poco. Consideré también mi plan de visitar a la Hermana Irma y me pregunté si no sería buena idea sacar los billetes de tren esa misma noche. Cavilando sobre ambas cosas —sin que mejorara por ello sensiblemente mi estado de ánimo— salí del bar y regresé rápidamente al colegio.
Quince minutos más tarde me ocurrió algo verdaderamente insólito. Me temo que la frase tiene todas las desagradables características de un «recurso estilístico», pero es precisamente todo lo contrario. Tengo que relatar una experiencia extraordinaria, que todavía me sigue pareciendo una visión sobrenatural, pero me gustaría, en lo posible, que no se tomara por un caso milagroso, ni siquiera un caso límite de auténtico milagro. (Lo contrario, pienso, equivaldría a afirmar o dar a entender que la diferencia de las apariciones espirituales entre un San Francisco y un vulgar besador de leprosos común, hiperestésico y dominguero, es solo cosa de matiz.)
En el crepúsculo de las nueve de la noche, cuando cruzaba la calle hacia el edificio de la academia, había una luz encendida en la casa de artículos ortopédicos. Me asombré de ver una persona de carne y hueso en el escaparate, una muchacha bastante corpulenta, de unos treinta años, que llevaba un vestido de color verde, amarillo y azulado. Le estaba cambiando el braguero al maniquí de madera. Cuando llegué frente al escaparate, acababa de quitarle el braguero anterior; lo tenía debajo del brazo izquierdo (me presentaba su perfil derecho) y le estaba colocando el nuevo. Me detuve a contemplarla, fascinado, hasta que de repente la chica sintió, y después vio, que alguien la miraba. La sonreí inmediatamente —como para demostrarle que la figura vestida de smoking que estaba del otro lado del vidrio no le era hostil—, pero no me dio resultado. La turbación de la chica era extraordinaria. Se sonrojó, dejó caer el braguero viejo, dio un paso hacia atrás, pisó un montón de irrigadores y perdió el equilibrio. Instantáneamente hice ademán de tenderle la mano, golpeándome los nudillos contra el vidrio. La chica aterrizó pesadamente sobre sus posaderas, como una patinadora. En seguida se incorporó sin mirarme. Con el rostro aún sonrojado, se alisó el pelo con una mano, y continuó atando los cordones del braguero. Fue precisamente en ese momento cuando tuve mi Experiencia. De pronto (y creo que digo esto con toda la lucidez necesaria) salió el sol y se precipitó sobre mi nariz a una velocidad de setenta y tres millones de kilómetros por segundo. Cegado y lleno de terror, tuve que apoyar una mano en el vidrio para no caerme. La cosa solo duró unos segundos. Cuando recuperé la visión, la chica había desaparecido del escaparate, dejando detrás un campo resplandeciente de exquisitas flores esmaltadas.
Me alejé del escaparate y di dos vueltas a la manzana, hasta que terminaron de temblarme las rodillas. Luego, sin atreverme a dirigir otra mirada hacia el escaparate de la tienda, subí a mi habitación y me tiré en la cama. Algunos minutos, algunas horas, más tarde, hice —en francés— la siguiente anotación en mi diario: «Le estoy dando a la Hermana Irma la libertad de seguir su propio destino. Todo el mundo es una monja».
Esa noche, antes de acostarme, escribí cartas a los cuatro alumnos que acababa de rechazar, reincorporándolos. Dije que en la sección administrativa se había cometido un error. En realidad era como si las cartas se escribieran solas. Tal vez influyó el hecho de que, antes de sentarme a escribir, había traído una silla desde la sala de profesores.
Parecerá que se rompe el encanto al mencionarlo, pero la academia Les Amis des Vieux Maîtres fue clausurada esa misma semana por no tener el permiso en regla (en realidad, por no tener ninguna clase de permiso). Hice las maletas y fui a reunirme con Bobby, mi padrastro, en Rhode Island donde pasé las seis u ocho semanas siguientes —a la espera de la reapertura de la academia de bellas artes— estudiando el más interesante de todos los animales activos en el verano: la Chica Americana en Shorts.
Para bien o para mal, nunca jamás volví a escribir a la Hermana Irma, aunque a veces me llegan noticias de Bambi Kramer. Lo último que supe es que se dedicaba a ilustrar sus propias felicitaciones de Navidad. Debe ser algo digno de verse, si no ha perdido la mano.
FIN