El pequeño monstruo blanco
En el barrio de Marylebone había en otro tiempo una casa habitada por un fantasma muy especial.
El espectro solo aparecía intermitentemente y en épocas muy distanciadas.
En realidad, solamente estaba ocupada la planta baja de la casa, pues los departamentos estaban realquilados como oficinas, cuyo personal se retiraba a las siete u ocho de la tarde.
Un día, un tal señor L…, agente de seguros sobrecargado de trabajo, decidió quedarse hasta altas horas de la noche en su oficina y rogó a su empleado M. B. que permaneciera con él.
Hacia la una de la madrugada se quedaron muy extrañados al oír que alguien llamaba a la puerta. El empleado abrió, pero no había nadie. Al cabo de unos minutos se volvieron a escuchar los golpes, pero esta vez en la ventana, cosa mucho más sorprendente, ya que el despacho estaba situado en un tercer piso y la ventana se encontraba a gran altura sobre un patio estrecho y profundo.
El señor L… fue personalmente a ver lo que ocurría, pero no alcanzó a ver a nadie.
Poco después volvieron a escucharse los golpes, pero esta vez en el interior de la habitación. Se oían dentro de una vitrina cuyos cristales estaban cubiertos por una lustrina verde; allí se guardaban los expedientes.
El señor L… y su empleado no tuvieron que molestarse en abrir la vidriera, ya que se abrió por sí sola y todos los expedientes se desparramaron por la habitación.
Al mismo tiempo los dos aterrorizados hombres vieron una horrible criaturilla correr velozmente a lo largo de las paredes.
Apenas de dos pies de alto, de una blancura enfermiza de criptógama, tenía los brazos y las piernas cubiertos de viruela, esqueléticos, y culminaban en manos y pies enormes; la cabeza, muy grande y peluda, no tenía rostro, aparte de algo semejante a un hocico que surgía del centro de lo que debería ser la cara. El monstruillo blanco dio seis o siete veces la vuelta a la habitación a una velocidad extraordinaria, sin chocar con ningún mueble. Luego se lanzó por la ventana y desapareció.
El señor L… y su empleado decidieron montar guardia durante las noches siguientes, pero la horripilante criatura no volvió a aparecer.
Seis meses después, hacia el anochecer, el empleado se disponía a marcharse, cuando oyó llamar a la puerta, luego a la ventana y casi al mismo tiempo en el armario.
Esta vez el armario permaneció cerrado, pero el pequeño fantasma surgió bruscamente del escritorio y empezó a correr a lo largo de las paredes. El señor B…, aunque asustado, intentó coger al hombrecillo. Al segundo o tercer intento, le puso la mano encima, pero no tocó más que aire, o mejor dicho, «sumergió sus manos en un aire muy frío y de mínima consistencia».
La tercera aparición tuvo lugar algunas semanas más tarde, igualmente a la hora de cerrar la oficina, pero esta vez estaban presentes el señor L…, el empleado B… y un cliente, M. W.
El monstruo fantasma no se había anunciado por la serie de golpes habituales, incluso había cambiado de táctica y se mantenía inmóvil en el ángulo de la chimenea. Únicamente su hocico se movía de un modo repugnante. El señor L… le lanzó un libro, y el monstruillo dio un salto extraordinario y desapareció literalmente en el aire.
Una investigación estableció que, alrededor de treinta años antes, una mujer había muerto al dar a luz, en esa misma casa, a un niño horriblemente deforme que solo vivió unos minutos.
A estos hechos turbulentos por sí mismos, añadiremos otro con cierta reserva, pues hasta tal punto nos desconcierta. Pero a las declaraciones formales de los señores L… y B… se añaden las no menos formales de dos testigos dignos de crédito: el conocido solicitante F… y el inspector de la policía fluvial M…
El señor L… no había escondido estos acontecimientos a los demás inquilinos de la vivienda y empezaron a divulgarse.
A raíz de ello recibió la visita de una tal señora M… que vivía en Bow, miembro de una sociedad de investigaciones físicas, de sólida reputación.
La señora M… afirmó que podía acabar con la siniestra actividad del monstruillo blanco y añadió que no quería recompensa alguna. Aceptó, incluso requirió la presencia de testigos dignos de confianza. Fueron, tal como acabamos de explicarlo, además del señor L… y el señor B…, el solicitante F… y el inspector M…
El día fijado, la señora M… llegó con una enorme cestilla, de la que hizo salir un gato blanco con los ojos rojos. Declaró que era un animal albino y que prestaba importantes servicios para ciertas experiencias ocultas.
El gato empezó de inmediato a dar vueltas a la habitación, oliendo la puerta, la ventana y al fin el armario, por el que se interesó vivamente.
La señora M… rogó a los mencionados señores que no hicieran el menor movimiento, que permanecieran tranquilos; después de esta advertencia abrió el armario.
Al mismo tiempo el gato empezó a correr a lo largo de las paredes a una velocidad inimaginable. Luego, de súbito, se le vio saltar sobre algo invisible y empezar una encarnizada lucha. Todo esto duró dos o tres minutos, que a los presentes les parecieron siglos.
De golpe, los testigos oyeron un furioso gruñido, luego un grito tan horripilante que por poco pierden el sentido.
El gato se tranquilizó inmediatamente, lamió con calma sus patas y se metió otra vez en la cestilla.
—El fantasma —explicó seriamente la señora M…— ha vuelto allí de donde jamás debió salir. Puedo garantizarles que no volverá nunca más.
Dijo la verdad, ni el señor L… ni el señor B… volvieron a ver al monstruillo blanco.
FIN
Catherine Crowe. Nació en 1803 en Borough Green, Kent, Inglaterra. Gran parte de su vida residió en la gótica ciudad escocesa de Edinburgo. Defensora de los derechos educacionales de la mujer, fue una de las pocas escritoras de su época en no usar seudónimo masculino para poder publicar su obra. Escribió libros infantiles, obras de teatro, novelas y cuentos de terror, género en el que se convirtió en uno de los iconos de su tiempo por su estilo gótico.