El mono científico
En cierta Isla de las Antillas había una casa y una playa cerca de una arboleda. En esa casa habitaba un vivisector y, en los árboles, un clan de simios antropoides. Resultó que el vivisector atrapó a uno de ellos y lo encerró durante algún tiempo en una jaula del laboratorio. Allí quedó profundamente aterrado por lo que vio, muy interesado por todo lo que oyó; y como tuvo la fortuna de escapar en una fase temprana de su caso (que quedó clasificado con el número 701) y de regresar con su familia con tan solo una lesión insignificante en un pie, consideró que, en suma, había salido beneficiado.
En cuanto regresó se hizo llamar “doctor” y empezó a importunar a sus vecinos con esta pregunta: ¿Por qué los simios no son progresistas?
-No sé qué quiere decir progresista – dijo uno y le lanzó un coco a su abuela.
-Yo no lo sé ni me importa -dijo otro y se columpió en un árbol cercano.
-¡Ya cállate! -exclamó un tercero.
-¡Maldito progreso! -dijo el jefe, que era un viejo político conservador, a favor de la fuerza física-. Procuren portarse mejor como lo que son.
Pero cuando el mono científico lograba reunirse a solas con los machos jóvenes, estos lo escuchaban con más atención.
-El hombre es tan solo un simio que ha sido promovido -decía, colgando su cola desde una elevada rama-. Dado que el registro geológico está incompleto, es imposible afirmar cuánto tardó en ascender y cuánto podríamos tardar nosotros en seguir sus pasos. Pero si nos lanzamos de lleno in media res en mi propio sistema, creo que los dejaremos a todos atónitos. El hombre perdió siglos por culpa de la religión, la moral, la poesía y otros desvaríos; tardó siglos antes de alcanzar la ciencia y apenas ayer empezó a realizar vivisecciones. Nosotros recorreremos el camino en sentido inverso y empezaremos por la vivisección.
-¿Qué cocos es la vivisección? -preguntó un simio.
El doctor explicó con todo detalle lo que había visto en el laboratorio; y algunos de sus oyentes quedaron encantados, más no todos.
-¡Nunca había escuchado semejante bestialidad! -exclamó un mono que había perdido una oreja en un pleito con su tía.
-¿Y para qué sirve eso? -inquirió otro.
-¿Qué no se dan cuenta? -dijo el doctor-. Al hacer vivisecciones en los hombres, descubriremos cómo están hechos los simios y así avanzaremos.
-Pero, ¿por qué no las hacemos en nosotros mismos? -preguntó uno de sus discípulos que era discutidor.
-¡Ay, qué vergüenza! -dijo el doctor-. No pienso quedarme aquí escuchando semejantes despropósitos; al menos, no en público.
-Pero, ¿y los criminales? -inquirió el discutidor.
-Es muy dudoso que exista algo que pueda considerarse bueno o malo; entonces, ¿cómo definirías a un criminal? -repuso el doctor-. Y además, el público no lo toleraría. Y los hombres nos serán igual de útiles; somos del mismo género.
-Me parece que sería brutal hacerles eso a los hombres -dijo el simio que solo tenía una oreja.
-Bueno, para empezar – dijo el doctor-, ellos afirman que nosotros no sufrimos y que somos, como dicen, unos “autómatas”; así que tengo todo el derecho de decir lo mismo de ellos.
-Ese es un disparate -dijo el discutidor-; y, además, es autodestructivo. Si ellos solo son unos autómatas, no pueden enseñarnos nada acerca de nosotros mismos; y si pueden hacerlo, ¡por todos los cocos!, entonces deben sufrir.
-Comparto bastante tu forma de pensar -dijo el doctor-, y, en efecto, ese argumento solo es válido para las revistas mensuales. Supongamos que sí sufren. Bueno, pues sufren en el interés de una raza inferior que necesita ayuda; no puede haber nada más justo que eso. Y además, sin duda haremos descubrimientos que también a ellos les serán de utilidad.
-Pero, ¿cómo descubriremos algo cuando no sabemos qué hay que investigar? -inquirió el discutidor.
-¡Bendita sea mi cola! -gritó el doctor, perdiendo los estribos y la dignidad-. ¡Tienes la mente menos científica de todos los monos de las Islas Windward! Saber qué investigar… ¡qué tontería! La verdadera ciencia no tiene nada que ver con eso. Tú solo debes realizar vivisecciones cada vez que tengas la oportunidad; y, si realmente llegas a descubrir algo, ¿quién estará más sorprendido que tú?
-Tengo una objeción más -dijo el discutidor-, aunque aclaro que concuerdo en que sería una diversión mayúscula. Pero los hombres son muy fuertes y además tienen armas.
-Por eso mismo tomaremos a los bebés -concluyó el doctor.
Esa misma tarde, este regresó al jardín del científico; se robó una de sus navajas a través de la ventana del cuarto de vestir y, en una segunda incursión, sacó al bebé de su cuna.
Hubo gran algarabía en las copas de los árboles. El mono que solo tenía una oreja y que era de buenos sentimientos, acunó al niño en sus brazos; otro le metió nueces en la boca y se afligió porque no quiso comérselas.
-Carece de inteligencia -dijo.
-Pero cómo me gustaría que no llorara -dijo el simio que solo tenía una oreja-, ¡se ve tan feo como un mono!
-Esto es absurdo -dijo el doctor-. Denme la navaja.
Al oír esto, al mono que solo tenía una oreja se le encogió el corazón, le escupió al doctor y huyó con el niño a la copa del árbol vecino.
-¡Hey, tú! -gritó el simio que solo tenía una oreja-, ¡vivisecciónate tú mismo!
Ante este desafío, todo el equipo empezó a perseguirlo y a dar voces; y el ruido llamó la atención del jefe, que se encontraba en los alrededores, matando pulgas.
-¿Por qué tanto alboroto? -exclamó el jefe. Y cuando le explicaron lo sucedido, se llevó la mano a la frente-. ¡Santos cocos! -exclamó-, ¿es esta una pesadilla? ¿Pueden los simios caer hasta semejante barbaridad? Devuelvan a ese niño al lugar de donde lo sacaron.
-Usted no tiene una mente científica -dijo el doctor.
-No sé si tenga una mente científica o no -repuso el jefe-, pero sí tengo un palo muy grueso y si le pones una garra encima a ese bebé, te romperé la cabeza.
Así que llevaron al bebé al jardín que estaba frente a la casa. El científico (que era un estimable padre de familia) no cupo en sí de gozo y, ya con el corazón ligero, inició tres experimentos más en su laboratorio antes de que el día llegara a su fin.
FIN
Robert Louis Stevenson.Conocido como uno de los más destacados novelistas británicos del siglo XIX, nació el 13 de noviembre de 1850 en Edimburgo, Escocia, y falleció el 3 de diciembre de 1894 en Samoa. Este prolífico autor, cuya influencia en la literatura perdura hasta el día de hoy, dejó una marca indeleble en el mundo literario con su versatilidad y su pasión por la narración.
Stevenson es ampliamente reconocido por su contribución a géneros literarios diversos, desde novelas de aventuras e históricas hasta cuentos y poesía. Su obra más icónica, "La isla del tesoro", es un ejemplo magistral de narrativa de aventuras que ha cautivado a lectores de todas las edades a lo largo de generaciones. Además, su novela de horror psicológico, "El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde", explora temas profundos sobre la dualidad de la naturaleza humana y ha dejado una huella duradera en la literatura de terror.
Stevenson también demostró un interés apasionado por los viajes, lo que se refleja en sus crónicas de viaje y sus aventuras personales por el Pacífico Sur. Estas experiencias se tradujeron en obras como "Cuentos de los Mares del Sur", que ofrecen una visión fascinante de las culturas y paisajes de las islas del Pacífico.
Además de su destreza como novelista, Stevenson era un ensayista perspicaz, y su obra ensayística abordó temas diversos, desde la moralidad hasta la política. Su compromiso con cuestiones sociales y su valiente defensa del Padre Damián, un misionero católico en Hawai, en su carta abierta, demuestran su disposición a utilizar su voz para abordar temas importantes de su tiempo.
A lo largo de su vida, Stevenson luchó contra problemas de salud, incluida la tuberculosis, pero su determinación por vivir y crear fue insuperable. Su capacidad para combinar aventura, misterio y profundidad emocional en sus escritos le ha ganado un lugar perdurable en la literatura universal. La figura de Stevenson sigue siendo un faro de inspiración para escritores y amantes de la literatura en todo el mundo, y su legado literario perdura como un tesoro invaluable en la historia de la literatura británica.