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El modelo millonario

Foto de Travis Essinger en Unsplash

A menos que se sea rico, no sirve de nada ser una persona encantadora. Lo romántico es privilegio de los ricos, no profesión de los desempleados. Los pobres debieran ser prácticos y prosaicos. Vale más tener una renta permanente que ser fascinante. Estas son las grandes verdades de la vida moderna que Hughie Erskine nunca comprendió. ¡Pobre Hughie!

Intelectualmente, hemos de admitir, no era muy notable. Nunca dijo en su vida una cosa brillante, ni siquiera una cosa mal intencionada. Pero era, en cambio, asombrosamente bien parecido, con su pelo castaño rizado, su perfil bien recortado y sus ojos grises. Era tan popular entre los hombres como entre las mujeres, y tenía todas las cualidades, menos la de hacer dinero. Su padre le había legado su espada de caballería y una Historia de la guerra peninsular, en quince volúmenes. Hughie colgó aquella sobre el espejo, puso esta en un estante entre la Guía de Ruff y la Revista de Bailey, y vivió con las doscientas libras al año que le proporcionaba una anciana tía. Lo había intentado todo. Había frecuentado la Bolsa durante seis meses; pero ¿qué iba a hacer una mariposa entre toros y osos? Había sido comerciante de té algo más de tiempo, pero pronto se había cansado del té chino negro fuerte y del negro ligero. Luego había intentado vender jerez seco; aquello no resultó; el jerez era tal vez demasiado seco. Por último, se dedicó a no hacer nada, y a ser simplemente un joven encantador, inútil, de perfil perfecto y sin ninguna profesión.

Para colmo de males, estaba enamorado. La muchacha que amaba era Laura Merton, hija de un coronel retirado que había perdido el humor y la digestión en la India, y que no había vuelto a encontrar ni lo uno ni la otra.

Laura le adoraba, y él hubiera besado los cordones de los zapatos que ella calzaba. Hacían la más bonita pareja de Londres, y no tenían ni un penique entre los dos. Al coronel le parecía muy bien Hughie, pero no quería oír hablar de noviazgo.

-Muchacho -solía decirle-, ven a verme cuando tengas diez mil libras tuyas, y veremos.

Y Hughie tomaba un aspecto taciturno en esos días, y tenía que ir a Laura en busca de consuelo.

Una mañana, cuando se dirigía a Holland Park, donde vivían los Merton, entró a ver a un gran amigo suyo, Alan Trevor. Trevor era pintor. En verdad, poca gente escapa de eso hoy día; pero este era artista, además, y los artistas son bastante escasos. Como persona era un individuo extraño y rudo, con una cara llena de pecas y una barba roja descuidada. Sin embargo, cuando cogía el pincel era un verdadero maestro, y sus cuadros eran muy solicitados. Hughie le había interesado mucho; en un principio, hay que reconocer, a causa enteramente de su encanto personal.

-Un pintor -solía decir- debiera conocer únicamente a las personas que son tontas y hermosas, a las personas que son un placer artístico cuando se las mira y un reposo intelectual cuando se habla con ellas. Los hombres elegantes y las mujeres amadas gobiernan al mundo, al menos debieran gobernarlo.

No obstante, cuando hubo conocido mejor a Hughie, le gustó otro tanto por su radiante optimismo y su generosa naturaleza atolondrada, y le dio entrada libre en su estudio.

Cuando llegó Hughie aquel día encontró a Trevor dando los últimos toques a un magnífico retrato de un mendigo en tamaño natural. El mendigo mismo estaba posando en pie, subido a un estrado, en un ángulo del estudio. Era un viejo seco, con una cara semejante a un pergamino arrugado y una expresión sumamente lastimera. De los hombros le colgaba una tosca capa parda, toda desgarrada y harapienta; sus gruesas botas estaban remendadas y con parches, y con una mano se apoyaba en un áspero bastón, mientras que con la otra sostenía su maltrecho sombrero, pidiendo limosna.

-¡Qué modelo tan asombroso! -susurró Hughie al estrechar la mano a su amigo.

-¿Un modelo asombroso? -gritó Trevor a plena voz-, ¡eso creo yo! No se encuentran todos los días mendigos como él. ¡Une trouvaille, mon cher; un Velázquez en carne y hueso! ¡Rayos!, ¡qué aguafuerte hubiera hecho Rembrandt con él!

-¡Pobre viejo! -dijo Hughie-, ¡qué aspecto tan triste tiene! Pero supongo que para ustedes, los pintores, su cara vale una fortuna.

-Ciertamente -replicó Trevor-, no querrás que un mendigo parezca feliz, ¿verdad?

-¿Cuánto cobra un modelo por posar? -preguntó Hughie, mientras encontraba cómodo asiento en un diván.

Un chelín por hora.

-¿Y cuánto cobras tú por el cuadro, Alan?

-¡Oh, por este cobro dos mil!

-¿Libras?

-Guineas. Los pintores, los poetas y los médicos siempre cobramos en guineas.

-Bueno, yo creo que el modelo debiera llevar un tanto por ciento -exclamó Hughie riendo-; trabaja tanto como ustedes.

-¡Tonterías, tonterías!; ¡mira, aunque solo sea la molestia de extender la pintura, y el estar de pie todo el santo día delante del caballete! Para ti es muy fácil hablar, Hughie, pero te aseguro que hay momentos en que el arte alcanza casi la dignidad del trabajo manual. Pero no debes charlar; estoy muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y estate callado.

Al cabo de un rato entró el sirviente y dijo a Trevor que el hombre que le hacía los marcos quería hablar con él.

-No te vayas corriendo, Hughie -dijo al salir-; volveré dentro de un momento.

El viejo mendigo aprovechó la ausencia de Trevor para descansar unos instantes en un banco de madera que había detrás de él. Parecía tan desamparado y tan desdichado que Hughie no pudo por menos de compadecerse de él, y se palpó los bolsillos para ver qué dinero tenía. Todo lo que pudo encontrar fue una libra de oro y algunas monedas de cobre.

«¡Pobre viejo! -pensó en su interior-, lo necesita más que yo; pero esto supone que no podré tomar un simón en dos semanas.»

Y cruzó el estudio y deslizó la moneda de oro en la mano del mendigo.

El viejo se sobresaltó, y una débil sonrisa revoloteó en sus labios marchitos.

-Gracias, señor -dijo-, gracias.

Entonces llegó Trevor, y Hughie se marchó, sonrojándose un poco por lo que había hecho. Pasó el día con Laura, recibió una encantadora reprimenda por su extravagancia, y tuvo que volver a casa andando.

Aquella noche entró en el Palette Club hacia las once, y encontró a Trevor sentado solo en el salón de fumadores bebiendo vino del Rin con agua de seltz.

-Bien, Alan, ¿terminaste el cuadro? -dijo, mientras encendía su cigarrillo.

-Está terminado y enmarcado, muchacho -contestó Trevor-; y a propósito, has hecho una conquista. El viejo modelo que viste te tiene verdadera devoción. He tenido que contarle todo acerca de ti: quién eres, dónde vives, de qué ingresos dispones, qué perspectivas de futuro tienes…

-Querido Alan -exclamó Hughie-, probablemente le encontraré esperándome cuando vaya a casa. Pero, naturalmente, estás solo bromeando. ¡Pobre viejo desgraciado! Desearía hacer algo por él; creo que es terrible que haya alguien tan desdichado. Tengo montones de ropa vieja en casa; ¿crees que le interesaría algo de ella? ¡Como sus harapos se le estaban cayendo a pedazos!

-Pero tiene un aspecto espléndido con ellos -dijo Trevor-. No le pintaría con levita por nada del mundo. Lo que tú llamas harapos, yo lo llamo atuendo romántico; lo que a ti te parece pobreza, a mí me parece aspecto pintoresco. Sin embargo, le hablaré de tu ofrecimiento.

-Alan -dijo Hughie gravemente-, ustedes los pintores son gente sin corazón.

-El corazón de un artista es su cabeza -replicó Trevor-; y, además, nuestra tarea es comprender el mundo como lo vemos, no reformarlo de acuerdo con el conocimiento que tenemos de él. A chacun son métier. Y ahora, dime, cómo está Laura. El viejo modelo se interesó mucho por ella.

-¿No querrás decir que le hablaste de ella? -dijo Hughie.

-Desde luego que sí. Él sabe todo respecto al inexorable coronel, la bella Laura y las diez mil libras.

-¿Contaste al viejo mendigo todos mis asuntos privados? -exclamó Hughie, enrojeciendo y enfadándose mucho.

-Mi querido muchacho -dijo Trevor, sonriendo-, ese viejo mendigo, como tú le llamas, es uno de los hombres más ricos de Europa. Podría comprar mañana todo Londres sin dejar al descubierto sus cuentas corrientes. Tiene una casa en todas las capitales; come en vajilla de oro, y cuando quiera puede impedir que Rusia entre en una guerra.

-¿Qué demonios quieres decir? -exclamó Hughie.

-Lo que digo -respondió Trevor-. El viejo que viste hoy en el estudio era el barón Hausberg. Es un gran amigo mío; compra todos mis cuadros y todas esas cosas, y hace un mes me encargó que le pintara de mendigo. Que voulez-vous? La fantaisie d’un millionnaire! Y he de reconocer que hacía una magnífica figura con sus harapos, o quizá debiera decir con los míos, pues es una ropa vieja que conseguí en España.

-¡El barón Hausberg! -exclamó Hughie-. ¡Cielo santo! ¡Y yo le di una libra!

Y se desplomó en un sillón, pareciendo la imagen de la consternación.

-¿Que le diste una libra? -gritó Trevor, lanzando una carcajada-. Mi querido muchacho, nunca volverás a verla. Son affaire c’est l’argent des autres.

-Creo que bien podías habérmelo dicho, Alan -dijo Hughie malhumorado-, y no haberme dejado que hiciera el ridículo.

-Bueno, para empezar, Hughie -dijo Trevor-, nunca se me hubiera ocurrido que fueras por ahí repartiendo limosnas de ese modo tan atolondrado. Puedo entender que des un beso a una modelo guapa, pero que des una moneda de oro a un modelo feo, ¡por Júpiter, no! Además, el hecho es que en realidad yo no estaba en casa para nadie, y cuando entraste tú yo no sabía si a Hausberg le gustaría que se mencionara su nombre. Ya sabes que no estaba vestido de etiqueta.

-¡Qué imbécil debe creer que soy! -dijo Hughie.

-Nada de eso. Estaba del mejor humor después de que te fuiste; no hacía más que reírse entre dientes y frotarse las viejas manos rugosas. Yo no podía explicarme por qué estaba tan interesado en saber todo lo referente a ti, pero ahora lo veo todo claro. Invertirá tu libra por ti, Hughie, te pagará los intereses cada seis meses, y tendrá una historia estupenda para contar después de la cena.

-Soy un pobre diablo sin suerte -refunfuñó Hughie-. Lo mejor que puedo hacer es irme a la cama, y tú, querido Alan, no debes decírselo a nadie; no me atrevería a dejar que me vieran la cara en el Row.

-¡Tonterías! Esto hace honor a tu alta reputación de espíritu filantrópico, Hughie. Y no te vayas corriendo. Fúmate otro cigarrillo, y puedes hablar de Laura tanto como quieras.

Sin embargo, Hughie no quiso quedarse allí; se fue a casa, sintiéndose muy desgraciado y dejando a Trevor con un ataque de risa.

A la mañana siguiente, cuando estaba desayunando, el sirviente le llevó una tarjeta en la que estaba escrito: «Monsieur Gustave Naudin, de la part de M. le baron Hausberg.»

-Supongo que habrá venido a pedir que me disculpe -se dijo Hughie.

Y ordenó al criado que hiciera pasar al visitante.

Entró en la habitación un señor anciano con gafas de oro y pelo canoso, y dijo con un ligero acento francés:

-¿Tengo el honor de hablar con monsieur Erskine?

Hughie asintió con la cabeza.

-Vengo de parte del barón Hausberg -continuó-. El barón…

-Le ruego, señor, que le ofrezca mis más sinceras excusas -balbuceó Hughie.

-El barón -dijo el anciano con una sonrisa- me ha encargado que le traiga esta carta.

Y le tendió un sobre lacrado, en el que estaba escrito lo siguiente: «Un regalo de boda para Hugh Erskine y Laura Merton, de un viejo mendigo.» Y dentro había un cheque por diez mil libras.

Cuando se casaron, Alan Trevor fue el padrino, y el barón pronunció un discurso en el desayuno de bodas.

-Los modelos millonarios -observó Alan- son bastante raros, pero, ¡por Júpiter!, los millonarios modelo son más raros todavía.

FIN

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