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El milagro

Foto de Emmanuel Appiah en Unsplash

En el siglo II de la gloriosa encarnación del Señor, la pequeña ciudad de Nola se enorgullecía de encerrar en sus recintos la sepultura del santo más milagroso de Italia.

Cada año, en la época en que el sol comenzaba a derramar su calor benéfico por las fecundas campiñas y a fundir, entre irisados centelleos, los blancos copos de nieva que cubrían las ramas de los manzanos, millares de peregrinos acudían de todos los alrededores para conmemorar la fiesta de San Félix, el martirizado por los gentiles.

Los pórticos de su basílica, donde se habían pintado hermosos frescos que representaban escenas de la historia sagrada, eran en estos días el albergue de multitud de devotos venidos de Calabria, de Campania y aun de Roma, para ofrecer sacrificios y regalos al santo, cuyos milagros se habían hecho famosos en toda la península.

Todos sabían cómo, al acercarse a su sepulcro, los poseídos, que se veían errar por los caminos, comiendo gallinas crudas y cometiendo otros actos incoherentes, eran presos de horribles convulsiones, y cómo, después de luchas acerbas con el Maligno, estos desdichados eran liberados de los malos espíritus, entre los gritos de júbilo de la multitud.

Tan grande era su fama que Nicetas, el obispo de los dacios, había acudido de su lejana comarca para ver su santuario. Y los días de sus festejos la Vía Apia se llenaba de fieles, que saliendo de la puerta Capena, iba a Nola por el solo placer de ver la hermosa basílica que con sus bóvedas doradas, tendida de velos de nítida blancura, estaba iluminada por las lámparas labradas y las antorchas que en días tan solemnes se encendían en ella.

Si tanta era la fe que en las remotas regiones se sentía por san Félix, mucho mayor era el culto que le profesaban los sencillos campesinos de los alrededores.

Recordando los tiempos felices en que las ninfas bailaban sus ebúrneas desnudeces en las fuentes de claras aguas y en que colgaban cintas multicolores de alguna higuera sagrada, estos labriegos iban a Nola con las manos llenas de ofrendas y obsequiaban al santo con sacrificios hechos a usanza antigua.

El divino personaje, indulgente para estos crédulos y bienintencionados hombres, a cambio de sus regalos repartía mercedes y prosperidades sobre sus familias, casas y huertos.

Una vez le ocurrió con uno de estos campesinos, un hecho que los cronistas cristianos hallaron digno de ser relatado.

Un labrador pobre y piadoso poseía por toda fortuna dos bueyes blancos, de anchas testuces y ambarinos cuernos.

Fuertes y dóciles, eran su único medo de vida, tiraban de su arado y sus vecinos los alquilaban para la labranza de sus campos. Como tenía gran cuidado de ellos, los alimentaba mejor que a sí mismo y los amaba tanto como a sus hijos; y, para que no les ocurriera ningún percance deplorable, los había encomendado a la guardia omnipotente de san Félix.

Una noche obscura, el buen hombre se había acostado sobre su jergón, rendido por las faenas de un trabajoso día, y no había tardado en dormirse profundamente. Los bueyes reposaban también tranquilamente sobre la tibia paja del establo, cuando vieron la puerta abrirse y dar paso a dos sombras, que, pasándoles sogas al cuello, los llevaron sin resistencia, como dóciles y confiadas bestias que eran.

A la mañana siguiente, cuando el rústico se dio cuenta de al desaparición de sus animales, cayó en un estado de desesperación horrible, gritó, llamó, mas nadie sabía nada del robo.

Los labriegos, que al amanecer araban sus campos, lo vieron entonces correr por el camino de Nola, a la luz rosada de la aurora, gesticulando e insultando al santo en alta voz.

Al llegar a su blanco y labrado sepulcro, lo interpeló familiarmente: «¿Por qué lo había dejado dormir tan profundamente? ¿Acaso no habría podido asustar a los ladrones de algún modo?».

—¡Has faltado de culpable manera a todos sus compromisos! —exclamó—. Eres mi deudor. No pudiendo encontrar a los que me han robado mis bueyes, me dirijo al que debía guardarlos. Gran santo, te has hecho cómplice de ellos; no has cumplido tu palabra; no te perdono.

Como se creía ofendido, se volvió más exigente:

—Quiero mis bueyes, a mis blancos bueyes, no otros. Y pido que sean llevados a mi casa, sin darme el trabajo de irlos a buscar.

Calmándose un tanto, recordó que el santo en su bondad tenía la costumbre de no castigar a los ladrones y malhechores, deseando que esos se arrepintieran de sus faltas y pidiesen perdón a Dios o su glorioso Hijo.

«Sería capaz —pensó— de no devolverme los bueyes, por temor de que castigue a los ladrones…».

Entonces, arrodillándose en el marmóreo peldaño que rodeaba la sepultura, juntó las manos y dijo:

—Entendámonos, y que cada uno de nosotros tome su parte; salva a los ladrones si quieres, pero hazme el favor de devolverme mis bueyes.

Recitó una corta plegaria, y seguro de que el santo aceptaría el pacto volvió alegremente a su casucha de giboso techo.

Cuenta la leyenda que san Félix perdonó la rudeza del personaje en favor de su fe, y se rió con el Señor de las injurias que le habían dicho.

Y durante la noche, los blancos bueyes, de anchas testuces y ambarinos cuernos, volvieron solos al establo.

Y tal fue el milagro de san Félix de Nola, según nos lo relata san Paulino en uno de sus cadenciosos poemas.

Fin

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