El mendigo de almas
Había gastado, en las primeras horas de la noche, los últimos cinco céntimos que me quedaban para un café sin que la habitual bebida me hubiese dado la inspiración que buscaba y de la cual tenía urgente necesidad. En aquellos tiempos padecía casi siempre de hambre, hambre de pan y de gloria, y ningún padre ni hermano existían para mí en el mundo. El director de una revista -un hombrón pálido y taciturno- aceptaba mis cuentos cuando no tenía nada mejor que publicar y me daba cada vez cincuenta liras, ni más ni menos, cualesquiera fuesen el valor y la extensión de lo que le llevaba. En aquella noche de enero el espacio estaba lleno de viento y de campanas; de un viento nervioso y gruñón y de campanas horriblemente monótonas. Había entrado en el gran café (luz blanca, caras soñolientas) y había vaciado lentamente mi taza, esforzándome por despertar en mi cerebro la reminiscencia de alguna curiosa aventura, obstinándome en aguijonear mi imaginación para que creara una historia cualquiera que me diese de vivir por algunos días. Tenía necesidad de escribir un cuento esa noche misma para llevárselo a la mañana siguiente al director, quien me anticiparía lo suficiente como para poder comer hasta saciarme. Por lo tanto, me hallaba dolorosamente atento al río de mis pensamientos, pronto a saltar sobre la primera idea, la imagen inicial que se prestara a llenar el montoncito de hojas blancas ya numeradas dispuesto ante mí. Pasaron así cuatro horas y cuarto de inútil y nerviosa espera. Mi alma estaba vacía, mi imaginación lenta, mi cerebro cansado. Renuncié: puse sobre la mesa las últimas monedas y salí. No bien estuve afuera, una frase imprevista se apoderó de mi mente -una frase que había escuchado repetir muchas veces y cuyo autor no recordaba. “Si un hombre cualquiera, incluso el más simple, supiese narrar su vida entera construiría una de las más grandes novelas que se hayan escrito nunca.” Durante cerca de diez minutos esta frase ocupó y dominó mi mente sin que yo fuera capaz de extraer de ella ninguna consecuencia. Pero cuando estuve cerca de casa me detuve y de improviso me pregunté: “¿Por qué no hacer esto? ¿Por qué no contar la vida de un hombre cualquiera, un hombre verdadero, del primer hombre común con que tropiece? Yo no soy un hombre común y, por otra parte, he contado mi vida tantas veces en mis cuentos que no sabría qué cosa nueva agregar. Es necesario que yo encuentre ahora, inmediatamente, a un hombre cualquiera, alguien que no conozca, un hombre normal, y que lo fuerce a decirme quién es y qué ha hecho. ¡Esta noche tengo absolutamente necesidad de una vida humana! ¡No quiero pedir a nadie una limosna en dinero pero pediré y exigiré por la fuerza una limosna biográfica!” Este proyecto era tan simple y singular que decidí ejecutarlo en seguida. Volví la espalda a mi casa y me dirigí hacia el centro de la ciudad, donde en esa hora tardía aún podría encontrar hombres. Y así marché, nuevo y extraño mendigo, en busca de la víctima que usufructaría. Caminé rápidamente, mirando hacia adelante, clavando la mirada en el rostro de los transeúntes y tratando de elegir bien a quien debía saciar mi hambre. Como un ladrón nocturno o un agresor ratero me situé al acecho en una encrucijada y esperé el paso de un hombre cualquiera, el hombre común a quien implorar la caridad de una confesión.
Al primero que pasó bajo el farol -estaba solo y me pareció de mediana edad- no quise detenerlo porque su cara surcada por extrañas arrugas era demasiado interesante y yo quería realizar la experiencia en las condiciones menos favorables. Pasó también un jovencito envuelto en un gabán pero sus cabellos revoloteantes y sus ojos de mascador de hashish me detuvieron porque adiviné en él a un soñador, un fantasioso, un alma no suficientemente usual y común. El tercero que pasó, viejo y completamente lampiño, canturreaba para sí, con inflexiones melancólicas, un motivo popular español que debía recordarle toda una vida plena de sol y de amor, una vida dorada, báquica, meridional. Tampoco él me servía y no lo detuve.
Yo mismo no sé recordar con exactitud mi exasperación de esos momentos. Imaginen a este singular bandolero mendicante, hambriento, excitado, que espera en una encrucijada a un hombre que no conoce, que desea escuchar una vida que ignora, que arde en el deseo de arrojarse sobre una presa desconocida. Y como por un absurdo y despectivo azar los hombres que pasan no son los que él busca: son hombres que llevan en la cara los signos de su originalidad y de su vida fuera de lo ordinario. ¡Cuánto había dado en esos instantes para ver ante mí a uno de aquellos innumerables filisteos de rostros rosados y tranquilos como los de los cerdos jóvenes que me habían provocado náuseas o divertido tantas veces! En esa época yo era empecinado y animoso y esperé todavía bajo el farol que a ratos se oscurecía o resplandecía según los vaivenes del viento. Las calles estaban ya desiertas a esa hora y el viento había alejado a los noctámbulos. Sólo algunas sombras presurosas animaban la ciudad. Una de ellas pasó finalmente bajo el farol donde esperaba e inmediatamente vi que me servía. Era un hombre ni joven ni viejo, ni demasiado buen mozo ni desagradable de rostro, de ojos calmos, bigotes bien rizados y cubierto de un pesado gabán en buen estado.
No bien pasó a mi lado di algunos pasos y lo detuve. El hombre se echó hacia atrás del susto y levantó un brazo como para defenderse pero lo calmé en seguida:
-No tema usted nada, señor -le dije con mi voz más suave-; no soy ni un asesino ni un ladrón ni tampoco un mendigo. Un mendigo, en realidad, sí, pero no pido monedas. No le pediré más que una cosa, y una cosa que no le costará nada: el relato de su vida.
El hombre abrió desmesuradamente los ojos y nuevamente se echó hacia atrás. Advertí que me creía loco y por eso continué con la mayor calma:
-No soy lo que usted cree, no estoy loco. Soy solamente algo parecido, o sea un escritor. Debo escribir para mañana un cuento y este cuento me salvará del hambre y quiero que me diga quién es y cuál ha sido su vida hasta ahora para que con ella pueda tener el argumento de mi relato. Tengo una total necesidad de usted, de su confesión, de su vida. No me niegue esta gracia, no rehúse ayudar a un miserable. ¡Usted es lo que yo buscaba y con la materia que me dé quizás escriba mi obra maestra!
Al oír estas palabras el hombre pareció conmoverse y no me miró ya con miedo, sino más bien con piedad.
-Si mi vida le es tan necesaria -dijo-, no tengo ninguna dificultad en contársela, tanto más que es de una simpleza absoluta. Nací hace treinta y cinco años de padres acomodados, honestos y bien pensantes. Mi padre era empleado, mi madre tenía una pequeña renta. Fui hijo único y a los seis años comencé a ir a la escuela. A los once completé los estudios primarios sin que hubiese estudiado mucho o poco. A esa edad ingresé en la escuela preparatoria, a los dieciséis en el liceo, a los diecinueve en la universidad, a los veinticuatro me gradué, siempre sin dar pruebas de inteligencia demasiado brillante o de necedad irremediable. Cuando obtuve el título mi padre me consiguió un empleo en el ferrocarril y me presentó a mi prometida. El empleo me absorbe ocho horas diarias y no requiere más que un poco de memoria y de paciencia. Cada seis años mi sueldo aumenta automáticamente en doscientas liras. Sé que a los 64 años tendré una jubilación de 3453 liras y 62 centavos. Mi prometida me convenía y me casé con ella al año. Nunca hubo entre nosotros inútiles sentimentalismos. Iba a visitarla tres veces por semana y dos veces al año -para su cumpleaños y en Navidad- le llevaba sendos regalos y le daba dos besos. De ella he tenido dos hijos: un varón y una niña. El varón tiene diez años y será ingeniero; la niña tiene nueve y será maestra. Vivo tranquilo, sin sobresaltos y sin mareos. Me levanto todas las mañanas a las ocho y a las nueve, por la noche, voy a un café donde hablo de la lluvia y de la nieve, de la guerra y del gobierno con cuatro compañeros de la oficina. Y ahora que le he contestado, déjeme irme porque han pasado diez minutos de la hora en que debo regresar a casa.
Y dicho esto, con gran calma el hombre hizo ademán de irse. Quedé por un momento perturbado por el miedo. Aquella vida monótona, común, regular, prevista, medida, vacía, me llenó de una tristeza tan aguda, de un temor tan intenso que casi estuve a punto de romper en llanto y escapar. Y sin embargo, me demoré todavía. “¡He aquí -me dije- el famoso hombre normal y común en nombre del cual los médicos austeros nos desprecian y nos condenan como dementes y degenerados! Aquí está el hombre modelo, el hombre tipo, el verdadero héroe de nuestros días, la pequeña rueda de la gran máquina, la piedrecita de la gran muralla; el hombre que no se nutre de sueños malsanos ni de locas fantasías. Este hombre que yo creía imposible, inexistente, imaginario, está ante mí, medroso y terrible en la inconsciencia de su incolora felicidad.” Pero el hombre no esperó al término de mis pensamientos y se adelantó para irse. Todavía aterrorizado, pero con obstinación, lo seguí y le pregunté:
-En verdad, ¿no hay nada más en su vida? ¿Nunca le sucedió nada? ¿Ninguno ha tratado de matarlo? ¿Su mujer no lo ha traicionado? ¿Sus jefes no lo han perseguido?
-Nada de eso me ha ocurrido -respondió con una cortesía algo molesta-; nada de lo que me dice. Mi vida ha transcurrido en calma, igual, regular, sin demasiadas alegrías, sin grandes dolores, sin aventuras…
-¿Sin ninguna aventura, señor -lo interrumpí-; por lo menos una? Trate de recordar bien, busque en su memoria; no puedo creer que no le haya sucedido nada, nunca, siquiera una sola vez. ¡Su vida sería verdaderamente demasiado horrible!
-Le aseguro que no he tenido nunca ninguna aventura -respondió el Hombre Común con un esfuerzo extremo de gentileza-, por lo menos hasta esta noche. Mi encuentro con usted, señor novelista, ha sido mi primera aventura. Si tiene necesidad de ella, cuéntela.
Y sin darme tiempo para contestarle se fue tocándose ligeramente el ala del sombrero. Yo permanecí todavía algunos momentos parado en ese lugar como bajo la pesadilla de una cosa increíble. Volví por la mañana a mi cuarto y no escribí el cuento. Desde esa noche no logro más reírme de los hombres comunes.
Fin
Giovanni Papini. Escritor italiano nació en Florencia en 1881 y falleció en 1956 en esa misma ciudad, a la edad de 75 años. Su obra más reconocida es la sátira Gog (1931), una novela acerca de un americano que hace fortuna recorriendo el mundo durante la Gran Guerra. Estudió para maestro, pero ejerció pocos años antes de ponerse a trabajar en una biblioteca, donde se rodeó de lo que más disfrutaba: los libros. Fue entonces cuando comenzó su trayectoria como escritor, y lo hizo con historias cortas como El crepúsculo de los filósofos (1906), en la que critica la filosofía de Kant, Hegel o Schopenhauer y proclama la muerte de los pensadores; El trágico cotidiano o El piloto ciego (1907), en las que deja entrever rasgos del futurismo y el modernismo.
También cultivó la poesía, a la que se dedicó sobre todo antes y durante la Gran Guerra con obras como Opera Prima (1917).
En la obra del autor italiano se aprecia su evolución personal de ateo a ferviente católico. Así, parte de su trayectoria final se dedica a la divinidad, empezando en 1921 con Historia de Cristo y continuando con otros textos como Los nietos de Dios, Cielo y tierra o El diablo. Su afinidad al fascismo le proporcionó en 1935 la cátedra de Literatura italiana en la Universidad de Bolonia, a pesar de estar cualificado académicamente para niveles mucho más bajos. En 1937 sería nombrado miembro de la Real Academia de Italia.
A lo largo de su vida fundó varias revistas literarias, como Il Leonardo o La Voce, y participó en un gran número de ellas.