El marido rural
Habrá que contar, para empezar por el principio, que el avión de Minneapolis en el que Francis Weed se dirigía hacia el este se encontró de pronto con graves problemas meteorológicos. El cielo había estado antes de un color azul brumoso, con nubes exclusivamente por debajo del avión, aunque tan juntas que no se veía la tierra. Luego empezó a formarse vaho en el exterior de las ventanillas, y penetraron en una nube blanca de tal densidad que reflejaba las llamas del escape de los motores. El color de la nube se oscureció hasta convertirse en gris, y el avión empezó a mecerse. Francis se había encontrado otras veces con fuertes perturbaciones atmosféricas, pero el balanceo no había sido nunca tan intenso. El hombre sentado junto a él sacó un frasco del bolsillo y echó un trago. Francis le sonrió, pero el otro apartó la vista; no estaba dispuesto a compartir con nadie su analgésico particular. El avión empezó a caer y a dar violentos tumbos. Un niño se puso a llorar. Hacía demasiado calor en la cabina, el aire estaba viciado, y a Francis se le durmió el pie izquierdo. Leyó unas líneas del libro de bolsillo que había comprado en el aeropuerto, pero la violencia de la tormenta distraía su atención. Por fuera de las ventanillas todo estaba negro. Las llamas del escape de los motores brillaban y lanzaban chispas en la oscuridad, y, dentro, las luces indirectas, la mala ventilación y las cortinas de las ventanillas daban a la cabina una atmósfera intensamente doméstica que estaba por completo fuera de lugar. Luego las luces parpadearon y se apagaron.
—¿Sabe usted qué es lo que siempre he querido hacer? —dijo de pronto el hombre que viajaba sentado junto a Francis—. Siempre he deseado comprar una granja en New Hampshire y criar ganado vacuno.
La azafata anunció que iban a hacer un aterrizaje de emergencia. Todos, excepto los niños, vieron extenderse en su imaginación las alas del Ángel de la Muerte. Se oía cantar al piloto en voz muy baja:
—Tengo seis peniques, espléndidos, espléndidos seis peniques. Tengo seis peniques para que me duren toda la vida… —No se oía ningún otro ruido.
El violento gemir de las válvulas hidráulicas se tragó la canción del piloto, se oyó una especie de chillido muy fuerte, como el de los frenos de un automóvil, y el avión dio con el vientre en un maizal y los zarandeó con tanta energía que un anciano que iba sentado en la parte delantera aulló:
—¡Mis riñones! ¡Mis riñones!
La azafata abrió la puerta de golpe, y alguien hizo lo mismo con la salida de emergencia en la parte de atrás, dejando entrar el grato ruido de su continuada mortalidad: el ocioso chapoteo y el olor húmedo de un fuerte chaparrón. Temerosos por sus vidas, los pasajeros salieron en fila por las puertas y se desperdigaron por el maizal en todas direcciones, rezando para que todo saliera bien. Y así fue. Nada sucedió. Cuando estuvo claro que el avión no se quemaría ni estallaría, la tripulación y la azafata reunieron a los pasajeros y los hicieron refugiarse en un granero. No estaban lejos de Filadelfia, y al cabo de un rato una hilera de taxis los llevó a la ciudad.
—Es exactamente igual que en la batalla del Marne —dijo alguien, pero, sorprendentemente, apenas se había modificado la actitud de desconfianza con que la mayoría de los norteamericanos miran siempre a sus compañeros de viaje.
En Filadelfia, Francis Weed tomó un tren para Nueva York. Al final de aquel viaje cruzó la ciudad y se subió, cuando ya estaba a punto de salir, al tren de cercanías que cogía cinco noches por semana para volver a su casa en Shady Hill.
Se sentó junto a Trace Bearden.
—¿Sabes? Yo iba en ese avión que ha tenido que hacer un aterrizaje forzoso a las afueras de Filadelfia —declaró—. Hemos ido a parar a un maizal…
Pero Francis había viajado más de prisa que los periódicos o la lluvia, y en Nueva York lucía el sol y la temperatura de aquel día de finales de setiembre, tan fragante y tan armonioso como una manzana, era muy agradable. Trace escuchó su relato, pero ¿cómo iba a emocionarse? Francis carecía de las dotes narrativas que le permitieran recrear su roce con la muerte… especialmente en la atmósfera de un tren de cercanías, que recorre un paisaje soleado donde, en las huertas de los barrios pobres, se veían ya indicios de cosechas. Su compañero de asiento cogió de nuevo el periódico, y Francis se quedó a solas con sus reflexiones. En el andén de Shady Hill dijo adiós a Trace y se trasladó en su Volkswagen de segunda mano al barrio de Blenhollow, donde vivía.
La casa de estilo colonial holandés de los Weed era más grande de lo que parecía desde el camino de entrada. El cuarto de estar era espacioso y estaba dividido en tres partes, como las Galias. A la izquierda, según se entraba desde el vestíbulo, estaba la mesa larga, puesta para seis, con velas y una fuente de fruta en el centro. Los sonidos y los olores que llegaban a través de la puerta abierta de la cocina eran estimulantes, porque Julia Weed era una buena cocinera. La parte más amplia del cuarto de estar tenía como centro la chimenea. A la derecha había algunas estanterías con libros y un piano. La habitación estaba muy limpia y tranquila, y por las ventanas que daban al este entraba un poco de sol de finales de verano, muy brillante y tan claro como agua. Nada se había descuidado; no había ningún objeto al que no se hubiera sacado brillo. No era el tipo de casa donde, después de conseguir abrir una caja de cigarrillos con la tapa pegada, solo se encuentra dentro el botón de una camisa y una oxidada moneda de cinco centavos. El hogar de la chimenea había sido barrido, las rosas colocadas sobre el piano se reflejaban en su brillante y amplia superficie, y había un álbum de valses de Schubert en el atril. Louisa Weed, una guapa niña de nueve años, miraba hacia el exterior por las ventanas de poniente. Henry, su hermano pequeño, estaba junto a ella. Toby, su otro hermano aún más pequeño, estudiaba las figuras de unos monjes tonsurados que bebían cerveza en los abrillantados metales del cajón para la leña. Al quitarse el sombrero y dejar el periódico, Francis no se sintió conscientemente satisfecho con la escena; no era demasiado propenso a la reflexión. Aquél era su elemento, creación suya y volvía a él con ese sentimiento de liberación y de fuerza con que cualquier criatura vuelve a su casa.
—Hola a todo el mundo —saludó—. El avión de Minneapolis…
Nueve de cada diez veces, Francis hubiese sido recibido afectuosamente, pero esa noche los niños se hallaban absortos en sus propios antagonismos. Francis no ha terminado la frase sobre el aterrizaje forzoso cuando Henry le da una patada a Louisa en el trasero. La niña gira en redondo, diciendo:
—¡Bestia, más que bestia!
Francis comete el error de reñir a Louisa por su manera de hablar antes de imponer un castigo a Henry. Acto seguido, la niña se vuelve contra su padre y lo acusa de favoritismo. Henry siempre tiene razón; ella se ve perseguida y abandonada; el destino siempre le es adverso. Francis se dirige a su hijo, pero el niño tiene una excusa para la patada: ella le ha pegado primero, y en la oreja, que es un sitio peligroso. Louisa asiente con pasión. Le ha dado un golpe en la oreja y además quería dárselo precisamente allí, porque ha estado enredando con su vajilla de juguete. Henry asegura que su hermana miente. El pequeño Toby se acerca desde la leñera para dar testimonio en favor de Louisa. Henry le tapa la boca con la mano. Francis separa a los dos niños, pero sin querer tira a Toby dentro del cajón de la leña. Toby se echa a llorar. Louisa ya lo ha hecho antes. Precisamente en este momento, Julia Weed entra en la parte de la habitación donde esta puesta la mesa. Es una mujer bonita e inteligente, con algunos cabellos prematuramente grises. No parece darse cuenta del alboroto.
—Hola, cariño —le dice serenamente a Francis—. Todo el mundo a lavarse las manos. La cena está lista. Coge una cerilla y enciende las seis velas para iluminar este valle de lágrimas.
Sus sencillas palabras, como los gritos de guerra de los jefes de los clanes escoceses, solo sirven para reavivar la ferocidad de los combatientes. Louisa le da un golpe en el hombro a Henry, quien, aunque no llora casi nunca, ha jugado al béisbol mucho rato y está cansado, por lo que se le saltan las lágrimas. El pequeño Toby descubre que se le ha clavado una astilla en la mano y comienza a aullar. Francis dice a gritos que ha sobrevivido a un aterrizaje forzoso y está cansado. Julia sale de nuevo de la cocina y, sin darse aún por enterada de la confusión, le pide a su marido que suba al piso de arriba y le diga a Helen que está todo listo. Francis se alegra de marcharse; es como volver a la sede central de la compañía. Quiere contarle a su hija mayor el aterrizaje forzoso, pero Helen está tumbada en la cama, leyendo un ejemplar de la revista Amores románticos, y lo primero que Francis hace es quitárselo de las manos y recordarle que le tiene prohibido comprarlo. Helen replica que no lo ha comprado: se lo ha prestado su mejor amiga, Bessie Black. Todo el mundo lee Amores románticos. El padre de Bessie Black también la lee. No hay una sola chica en la clase de Helen que no lea Amores románticos. Francis insiste en lo mucho que le desagrada, y luego le dice a su hija que la cena está lista, aunque por los ruidos que llegan de la planta baja no parece que sea así. Helen lo sigue escaleras abajo. Julia se ha sentado a la mesa iluminada por las velas y extiende la servilleta sobre su regazo. Ni Louisa ni Henry han acudido a cenar. El pequeño Toby sigue aullando, tumbado boca abajo en el suelo. Francis le habla cariñosamente:
—Papá ha tenido que hacer un aterrizaje forzoso esta tarde, Toby. ¿No quieres que te lo cuente?
Toby sigue llorando.
—Si no vienes ahora mismo a la mesa, Toby —dice Francis—, te mando a la cama sin cenar.
El niño se pone en pie, lanza a su padre una mirada cortante, sube corriendo la escalera y se encierra en su dormitorio dando un portazo.
—¡Vaya por Dios! —dice Julia, y se levanta para ir tras él.
Francis comenta que lo mima demasiado. Su mujer responde que el niño pesa cuatro kilos menos de lo normal y que hay que mimarlo para que coma. Se acerca el invierno, y Toby se pasará en la cama los meses fríos a no ser que se tome la cena. Julia sube la escalera. Francis se sienta a la mesa junto con Helen, que experimenta en este momento la desagradable sensación de haber estado leyendo con demasiada intensidad en un hermoso día, y obsequia a su padre y a la habitación en general con una mirada de hastío. No puede imaginarse el aterrizaje forzoso, porque en Shady Hill no ha caído ni una gota de lluvia.
Julia vuelve con Toby, todos se sientan a la mesa y se sirve la cena.
—¿Tengo que estar siempre viendo a esa bola de grasa? —dice Henry, refiriéndose a Louisa.
Todo el mundo excepto Toby interviene en la refriega, que se prolonga, de un extremo a otro de la mesa durante cinco minutos. Hacia el final, Henry se tapa la cabeza con la servilleta y, tratando de comer así, se le caen las espinacas sobre la camisa. Francis le pregunta a Julia si los niños no podrían cenar antes. Julia está perfectamente preparada para semejante pregunta: no puede preparar dos cenas ni poner la mesa dos veces. Describe con pinceladas relampagueantes el panorama de monótonas tareas que han acabado con su juventud, su belleza y su inteligencia. Francis dice que también hay que comprenderlo a él; ha estado a punto de morir en un accidente aéreo, y no le gusta volver a casa todas las noches y encontrarse con un campo de batalla. Ahora Julia se siente muy afectada. Le tiembla la voz. Francis no se encuentra todas las noches con un campo de batalla. Es una acusación mezquina y estúpida. Todo estaba tranquilo hasta que él llegó. Julia se interrumpe, deja el cuchillo y el tenedor sobre la mesa y contempla su plato como si fuera un abismo. Empieza a llorar.
—¡Pobre mamaíta! —dice Toby, y cuando se levanta de la mesa, secándose las lágrimas con la servilleta, él la acompaña—. ¡Pobre mamaíta! —dice—. ¡Pobre mamaíta! —Suben juntos la escalera.
Los otros niños se alejan del campo de batalla, y Francis sale al jardín de atrás para fumar un cigarrillo y respirar un poco de aire.
Era un jardín agradable, con senderos, macizos de flores y sitios para sentarse. La puesta de sol casi se había extinguido ya, pero aún había mucha luz. El accidente y la batalla campal en la mesa habían puesto a Francis Weed en la actitud meditativa con que se dispuso a escuchar los ruidos nocturnos de Shady Hill.
—¡Bribonas! ¡Sinvergüenzas! —les gritaba a las ardillas el anciano señor Nixon junto al comedero para los pájaros—. ¡Fuera! ¡Quitaos de mi vista!
Una puerta se cerró de golpe. Alguien estaba cortando hierba. Luego, Donald Goslin, que vivía en la esquina, empezó a tocar la sonata Claro de luna. Lo hacía casi todas las noches. Le traía sin cuidado el ritmo y la interpretaba en rubato desde el principio hasta el final, como un flujo de lloroso mal humor, soledad y autocompasión: todo lo que la grandeza de Beethoven le llevó a desconocer por completo. La música se derramaba de un extremo a otro de la calle bajo los árboles como una súplica de amor, de ternura, dirigida a alguna encantadora doncella: alguna chica de Galway de tez fresca y con morriña, que estaría mirando antiguas instantáneas en su cuarto del tercer piso.
—Aquí, Júpiter, aquí, Júpiter —llamó Francis al perdiguero de los Mercer.
El perro se abrió paso violentamente por las tomateras con los restos de un sombrero de fieltro entre los dientes.
Júpiter era una anomalía. Sus instintos de perdiguero y su incansable vitalidad estaban fuera de lugar en Shady Hill. Era tan negro como el carbón, con un rostro alargado, despierto, inteligente, de libertino. Había un brillo travieso en sus ojos, y llevaba siempre la cabeza muy alta. Era la cabeza ceñida con un pesado collar que aparecía en heráldica, en los tapices, y que solía utilizarse antes en los puños de los paraguas y en los bastones. Júpiter iba donde le apetecía, saqueando papeleras, tendederos, cubos de basura, y cajas de zapatos. Interrumpía las fiestas que se celebraban en los jardines y los partidos de tenis, y se metía los domingos en las procesiones de Christ Church, ladrando a los hombres vestidos de rojo. Atravesaba dos o tres veces al día la rosaleda del anciano señor Nixon, abriendo un amplio hueco entre las condesas de Sastagos, y tan pronto como Donald Goslin encendía la barbacoa el jueves por la noche, a Júpiter le llegaba el olor. Nada de lo que los Goslin hicieran lograba echarlo. Palos, piedras y voces destempladas solo conseguían situarlo en el borde de la terraza, donde perseveraba, con su airoso y heráldico hocico, esperando a que Donald Goslin volviera la espalda para coger la sal. Entonces, Júpiter saltaba a la terraza, retiraba limpiamente el bistec del fuego y salía corriendo con la cena de los Goslin. Sus días estaban contados. El jardinero alemán de los Wrightson o la cocinera de los Farquarson lo envenenarían pronto. Era incluso posible que el anciano señor Nixon pusiera un poco de arsénico en la basura que tanto le gustaba a Júpiter.
—¡Aquí, Júpiter, Júpiterl —llamó Francis, pero el perro hizo una cabriola alejándose, meneando vigorosamente el sombrero entre sus dientes blancos. Al mirar por la ventana de su casa, Francis vio que Julia había bajado y que estaba apagando las velas.
Julia y Francis Weed salían mucho. Julia era muy popular y sociable, y su gusto por las fiestas nacía de un temor perfectamente natural al caos y a la soledad. Examinaba el correo todas las mañanas con auténtica inquietud, en busca de invitaciones —y, de hecho, solía encontrar alguna—, pero era insaciable, y aunque hubiera salido siete noches por semana, no se habría curado de su aire pensativo —el aire de alguien que oye una música lejana—, porque siempre seguiría imaginándose la existencia de una fiesta más animada en algún otro sitio. Francis le había puesto el límite de dos durante la semana, con una mayor flexibilidad para los viernes, y surcando luego las aguas de los fines de semana como un esquife de fondo plano en una galerna. Al día siguiente del aterrizaje forzoso, los Weed estaban invitados a cenar con los Farquarson.
Francis llegó tarde de Nueva York, Julia se encargó de ir a buscar a la canguro, y luego lo sacó a toda prisa de casa. La fiesta era para pocas personas y muy agradable, y Francis se dispuso a disfrutar con ella.
Una nueva doncella ofreció los cócteles. Tenía pelo oscuro, rostro redondo y tez pálida, y a Francis le resultó familiar. Nunca había desarrollado la memoria como facultad sentimental. El humo de leña, las sillas, y otros perfumes parecidos no le estimulaban, y la memoria era para él algo así como el apéndice: un depósito atrofiado. Su problema no era que fuese incapaz de escapar al pasado, sino que lo dejaba atrás con demasiada facilidad. Quizá hubiese visto a la doncella en otras fiestas, o dando un paseo el domingo por la tarde, pero en ambos casos no estaría ahora buscándola en su memoria. Su rostro era, de una manera admirable, una cara de luna —normanda o irlandesa—, pero no lo suficientemente hermosa para explicar su sensación de haberla visto antes, en circunstancias que debería recordar. Le preguntó a Nellie Farquarson quién era. Nellie dijo que la habían contratado a través de una agencia, y que era natural de Trenon, un pequeño pueblo de Normandía con una iglesia y un restaurante; Nellie había estado una vez allí. Mientras su anfitriona seguía hablando de sus viajes por el extranjero, Francis recordó cuándo había visto antes a aquella mujer. Fue al final de la guerra. Había abandonado con otros compañeros un cuartel de reemplazo, y les dieron un pase de tres días para Trenon. Durante el segundo día se acercaron a un cruce de carreteras para ver el castigo de una joven que había vivido con el comandante alemán durante la ocupación.
Era una fresca mañana de otoño. El cielo estaba cubierto, y arrojaba sobre el cruce de caminos una luz muy deprimente. Se hallaban en un sitio alto, y veían el gran parecido existente entre las formas de las nubes y las de las colinas que se extendían hasta perderse de vista en dirección al mar. La prisionera llegó en un carro sentada sobre un taburete. Se quedó quieta junto al carro mientras el alcalde leía los cargos y la sentencia. Tenía inclinada la cabeza y el rostro inmovilizado en esa hueca semisonrisa detrás de la que queda suspendida el alma vapuleada. Cuando el alcalde terminó, la mujer se soltó el cabello y dejó que le cayera por la espalda. Un hombrecillo con bigote gris le cortó el pelo con unas tijeras y lo fue dejando caer al suelo. Luego, con un cuenco de agua jabonosa y una navaja, le afeitó la cabeza. Una mujer se acercó y empezó a desabrocharle la ropa, pero la prisionera la apartó y lo hizo ella misma. Cuando se sacó la camisa por la cabeza y la tiró al suelo, quedó desnuda. Las mujeres se burlaron de ella; los hombres permanecieron inmóviles. No se produjo el menor cambio en la falta de sinceridad o en la melancolía de la sonrisa de la prisionera. El aire frío le puso la carne de gallina y le endureció los pezones. Las burlas fueron cesando poco a poco, sofocadas por el reconocimiento de la común humanidad entre los presentes. Una mujer le escupió, pero cierta inexpugnable grandeza presente en su desnudez duró hasta el final de la prueba. Cuando la multitud se calmó, la mujer se dio la vuelta —había empezado a llorar— y, sin otra ropa que unos gastados zapatos negros y unas medias, echó a andar sola por el camino de tierra, alejándose del pueblo. La redonda cara de tez pálida había envejecido un poco, pero no cabía duda de que la doncella que ofrecía los cócteles y que más tarde sirvió la cena a Francis era la mujer que había sido castigada en el cruce de carreteras.
La guerra parecía ahora muy distante, y aquel mundo donde el precio de pertenecer a la resistencia había sido la muerte o la tortura quedaba terriblemente lejano. Francis había perdido la pista de los hombres que estuvieron con él en Vesey. No cabía contar con la discreción de Julia. No podía decírselo a nadie. Y si hubiera relatado su historia ahora, durante la cena, habría cometido una equivocación tanto social como humana. Las personas presentes en la sala de estar de los Farquarson parecían unidas en la implícita afirmación de que ni el pasado ni la guerra habían existido: que no había en el mundo ni peligros ni problemas. En la historia escrita del acontecer humano, aquel extraño encuentro hubiera hallado su sitio, pero la atmósfera de Shady Hill hacía que el recuerdo resultara inadecuado y poco cortés. La prisionera se retiró después de servir el café, pero su aparición en casa de los Farquarson logró que Francis se sintiera apático: le había abierto la memoria y los sentidos, dilatándoselos.
Cuando Julia entró en casa, Francis se quedó en el coche aguardando a la canguro para devolverla a su hogar. Como esperaba a la señora Henlein, la anciana señora que habitualmente se quedaba con los niños, Francis se sorprendió al ver que una chica joven abría la puerta y salía al porche iluminado. Se detuvo bajo la luz para contar sus libros de texto. Tenía el ceño fruncido y era muy hermosa. Es cierto que el mundo está lleno de muchachas hermosas, pero Francis reconoció en este caso la diferencia entre belleza y perfección. Todos esos atractivos defectos, lunares, marcas de nacimiento y cicatrices faltaban en este caso, y Francis experimentó en su interior el momento en que la música rompe los cristales, y sintió un relámpago de reconocimiento tan extraño, tan profundo y tan hermoso como la más intensa de sus vivencias. Era algo en su entrecejo, en la impalpable oscuridad de su rostro: un algo que a él le pareció una directa petición de amor. Después de contar los libros, la muchacha bajó los escalones y abrió la portezuela del coche. Con la luz, Francis vio que tenía mojadas las mejillas. La chica se subió al automóvil y cerró la portezuela.
—Eres nueva —dijo Francis.
—Sí. La señora Henlein está enferma. Yo soy Anne Murchison.
—¿Has tenido algún problema con los niños?
—No, no. —Anne se volvió hacia él y sonrió llena de tristeza, iluminada por la tenue luz del tablero de instrumentos. Su cabello claro quedó aprisionado por el cuello de la chaqueta, y agitó la cabeza para liberarlo.
—Has estado llorando.
—Sí.
—Espero que no sea por nada que haya sucedido en nuestra casa.
—No, no. No ha sido nada que haya pasado en su casa. —Su voz rebosaba desolación—. No es ningún secreto; en el pueblo lo sabe todo el mundo. Mi padre es alcohólico, y acaba de llamarme por teléfono desde algún bar para decirme lo que opina de mí. Cree que soy una persona inmoral. Llamó un momento antes de que volviera la señora Weed.
—Lo siento.
—¡Dios mío! —La chica jadeó y empezó a llorar.
Luego se volvió hacia Francis, y él la cogió entre sus brazos y la dejó que llorara sobre su hombro. Ella siguió agitándose entre sus brazos y ese movimiento acentuó la vivencia de lo delicado de su carne y de sus huesos. La ropa que los dos llevaban le pareció casi inexistente, y cuando los estremecimientos de la muchacha empezaron a disminuir, el efecto fue tan semejante a un paroxismo amoroso que Francis perdió la cabeza y la estrechó violentamente contra sí. Ella se apartó.
—Vivo en Belleview Avenue —dijo—. Baje por Lansing Street hasta el puente del ferrocarril.
—De acuerdo. —Francis puso el coche en marcha.
—Tuerza a la izquierda en aquel semáforo… Ahora gire aquí a la derecha y siga todo recto hacia la vía del tren.
El camino que Francis utilizó lo sacó de su barrio, llevándolo al otro lado de la vía, y en dirección al río, a una calle donde vivían los que estaban solo a un paso de la pobreza, en casas cuyos gabletes puntiagudos y adornos de tracería hechos en madera transmitían los más puros sentimientos de orgullo y de imaginación romántica, aunque las casas en sí mismas no podían ofrecer muchas comodidades ni espacio para la intimidad, porque eran todas extraordinariamente pequeñas. La calle se hallaba a oscuras, y Francis, conmovido por la gracia y la belleza de la angustiada muchacha, tuvo la impresión de haber alcanzado la parte más profunda de algún oculto recuerdo al entrar en ella. A lo lejos vio una luz encendida en un porche. Era la única, y la muchacha le dijo que allí vivía ella. Cuando Francis detuvo el coche, divisó, detrás del porche iluminado, un zaguán con muy poca luz y un perchero pasado de moda.
—Bien, ya hemos llegado —exclamó Francis, consciente de que un joven hubiese dicho algo distinto.
Ella no movió las manos que llevaba cruzadas encima de los libros, y se volvió para mirarlo. Había lágrimas de deseo carnal en los ojos de Francis. Con determinación, aunque sin tristeza, abrió la puerta de su lado y rodeó el coche para abrir la de Anne. Le cogió la mano libre, entrecruzando sus dedos con los de la muchacha, subió con ella dos escalones de cemento, y por un estrecho sendero atravesó un jardín donde dalias, caléndulas y rosas —flores que habían resistido las primeras heladas— aún florecían, embalsamando el aire de la noche con un olor agridulce. En los escalones de la casa, Anne retiró la mano, se volvió, y lo besó muy de prisa. Luego cruzó el porche y cerró la puerta. Primero se apagó la luz exterior, y luego la del vestíbulo. Un segundo después, se encendió otra luz en el piso de arriba, a un costado de la casa, iluminando un árbol que no había perdido aún las hojas. La chica tardó muy poco tiempo en desnudarse y acostarse, y en seguida la casa quedó a oscuras.
Julia se había dormido cuando su marido llegó a casa. Francis abrió una segunda ventana y se acostó para cerrar los ojos y olvidarse de aquella noche, pero tan pronto como los hubo cerrado —tan pronto como se durmió—, la muchacha irrumpió en su mente, moviéndose con absoluta libertad a través de sus puertas cerradas y llenando aposento tras aposento con su luz, con su perfume, con la música de su voz. Francis cruzaba el Atlántico con ella en el viejo Mauretania, y, después, vivían juntos en París. Cuando despertó de aquel sueño, se levantó y fumó un cigarrillo junto a la ventana abierta. Al volver a la cama, buscó en su mente por todas partes algo que deseara hacer y que no perjudicara a nadie, y pensó en esquiar. Entre las nieblas de su mente ofuscada surgió la imagen de una montaña cubierta de nieve. El día estaba ya muy avanzado. Mirara donde mirase, sus ojos veían cosas amplias y alentadoras. Por encima de su hombro había un valle cubierto de nieve, que se alzaba hasta unas colinas boscosas donde los árboles oscurecían la blancura del conjunto como una cabellera poco poblada. El frío mataba todos los ruidos, con la excepción del fuerte repiqueteo metálico de la maquinaria del telesquí. La luz en las pistas era azul, y tomar las curvas resultaba más difícil que uno o dos minutos antes, resultaba más difícil valorar —ahora que toda la nieve tenía un color azul marino— la capa exterior, el hielo, los sitios al descubierto y las acumulaciones de nieve poco compacta. Francis se lanzó montaña abajo, adaptando su velocidad al relieve de una pendiente que se había formado durante el primer período glaciar, buscando con ardor algo de sencillez en los sentimientos y en las circunstancias. Luego cayó la noche, y bebió un martini con algún viejo amigo en una sucia taberna rural.
A la mañana siguiente, la montaña cubierta de nieve había desaparecido, y Francis conservaba con toda claridad los recuerdos de París y del Mauretania. La infección era grave. Se lavó el cuerpo, se afeitó las mejillas, se bebió el café, y perdió el tren de las siete y treinta y un minutos, que abandonaba la estación en el momento en que él llegaba con el coche, y la nostalgia que sintió hacia los vagones que se alejaban testarudamente de él lo hizo pensar en los caprichos del amor. Esperó el tren de las ocho y dos minutos en lo que se había convertido ya en un andén vacío. Era una mañana clara, que parecía arrojada como un resplandeciente puente de luz sobre su confusa situación. Francis se sentía lleno de ardor y de buen humor. La imagen de la muchacha le proporcionaba una relación con el mundo que era a la vez misteriosa y subyugante. Los coches empezaban a llenar el aparcamiento, y se fijó en que los procedentes de zonas altas, por encima de Shady Hill, tenían una capa blanca de escarcha. Aquel primer signo irrefutable del otoño lo emocionó. Un tren nocturno —un expreso procedente de Buffalo o de Albany— pasó por la estación, y Francis vio que el techo de los primeros vagones estaba cubierto con una capa de hielo. Maravillado ante la milagrosa realidad física de todas las cosas, sonrió a los pasajeros del coche restaurante, a los que veía comer huevos y limpiarse la boca con la servilleta mientras viajaban. Los compartimentos del coche cama, con sus sábanas sucias, se arrastraban por la transparente mañana como una hilera de ventanas de una casa para huéspedes. Luego vio una cosa extraordinaria: ante una de las ventanillas del coche cama se hallaba una mujer desnuda de excepcional belleza, peinándose los rubios cabellos. Aquella mujer atravesó Shady Hill como una aparición, peinándose y repeinándose el cabello, y Francis fue siguiéndola con los ojos hasta que se perdió de vista. Luego la anciana señora Wrightson se reunió con él en el andén y empezó a hablar.
—Bueno, imagino que le sorprenderá verme aquí por tercera vez consecutiva —dijo—, pero gracias a los visillos de mi casa me estoy convirtiendo en una habitual de los trenes de cercanías. Los visillos que compré el lunes los devolví el martes, y los del martes voy a devolverlos hoy. El lunes conseguí exactamente lo que quería, un tejido de lana con rosas y pájaros, pero cuando llegué a casa descubrí que no eran de la longitud adecuada. Bien, pues ayer los cambié, y cuando llegué a casa me encontré con que seguían siendo cortos. Ahora estoy rogando al cielo con toda mi alma que el decorador los tenga de la longitud exacta, porque usted ya conoce mi casa, ha visto las ventanas de mi cuarto de estar, y puede imaginarse el problema que suponen. No sé qué hacer con ellas.
—Yo sí sé qué hacer con ellas —dijo Francis.
—¿Qué?
—Pintarlas de negro por dentro, y callarse.
La señora Wrightson se quedó boquiabierta, y Francis la miró para asegurarse de que se daba cuenta de que estaba siendo grosero intencionadamente. La anciana giró en redondo y se alejó de él, tan herida emocionalmente que lo hizo cojeando. A Francis lo envolvió un sentimiento maravilloso, como si estuvieran agitando luz a su alrededor, y pensó de nuevo en Venus, peinándose una y otra vez el cabello mientras cruzaba el Bronx a la deriva. La toma de conciencia de los muchos años transcurridos desde la última vez que había disfrutado mostrándose deliberadamente descortés sirvió para calmarlo. Entre sus amigos y vecinos había personas brillantes y con talento —lo vio claramente—, pero también muchos de ellos eran gente aburrida y estúpida, y él había cometido la equivocación de escucharlos a todos con idéntica atención. Había confundido el amor cristiano con la falta de discernimiento, y le pareció que se trataba de una confusión muy generalizada y destructiva. Le estaba agradecido a la muchacha por aquella reconfortante sensación de independencia. Los pájaros cantaban: cardenales y el último petirrojo. El cielo brillaba como esmalte. Incluso el olor a tinta del periódico de la mañana intensificó sus ganas de vivir, y el mundo que se extendía a su alrededor era, sin lugar a dudas, un paraíso.
Si Francis hubiese creído en cierta jerarquía en el amor —en espíritus armados con arcos para cazar, en los caprichos de Venus y Eros—, o incluso en pociones, filtros, y cocimientos mágicos, en escápulas y cuartos menguantes, eso quizá explicara su impresionabilidad y su febril optimismo. Los amores otoñales de la mediana edad son muy conocidos, y se imaginó que se enfrentaba con uno de ellos pero no había el menor rastro de otoño en lo que sentía. Deseaba retozar en bosques verdeantes, satisfacer sus deseos, y beber de la misma copa.
Su secretaria, la señorita Rainey, llegó tarde aquella mañana —iba al psiquiatra tres veces por semana— y cuando apareció, Francis se preguntó qué le aconsejaría a él un psiquiatra. Pero la muchacha prometía devolver a su vida algo parecido al embrujo de la música. Sin embargo, su felicidad desapareció al darse cuenta de que aquella música podía llevarlo directamente a un proceso en el juzgado del distrito por violación de una menor. La fotografía de sus cuatro hijos sonriendo a la cámara en la playa de Gay Head se convirtió en un vivo reproche. En el membrete de su empresa había un dibujo del Laoconte, y la figura del sacerdote y de sus hijos entre los anillos de la serpiente le pareció que encerraba el más profundo de los significados.
Almorzó con Pinky Trabert. A nivel de conversación, las actitudes morales de sus amigos eran flexibles y nada mojigatas, pero Francis sabía que el castillo de naipes de la moralidad se derrumbaría sobre todos ellos —sin exceptuar a Julia y a los niños— si lo sorprendían aprovechándose de una canguro. Repasó la historia de Shady Hill durante los últimos tiempos en busca de un precedente, y descubrió que no había ninguno. No existía depravación; no se había producido un divorcio desde que él vivía allí; ni siquiera una sombra de escándalo. Las cosas parecían arreglarse incluso con más decoro que en el Reino de los Cielos. Después de despedirse de Pinky, Francis fue a una joyería y compró un brazalete para la chica. ¡Qué feliz lo hizo aquella clandestina adquisición, qué pomposos y risibles le parecieron los dependientes de la joyería, qué bien olían las mujeres que pasaban a su alrededor! En la Quinta Avenida, al cruzar junto a Atlas, con los hombros doblados bajo el peso del mundo, Francis pensó en la gran dificultad que iba a suponerle contener su realidad física dentro de los moldes por él elegidos.
No sabía cuándo vería de nuevo a la chica. Llevaba el brazalete en el bolsillo interior de la chaqueta cuando llegó a casa. Al abrir la puerta se la encontró en el vestíbulo. Estaba de espaldas, y se volvió al oír el ruido de la puerta al cerrarse. Su sonrisa era sincera y afectuosa. Su perfección le impresionó como la de un día muy hermoso: un día después de una tormenta. La abrazó y empezó a besarla en la boca, y ella se debatió, pero no tuvo que hacerlo por mucho tiempo, porque justo en aquel momento la pequeña Gertrude Flannery salió de algún sitio y dijo:
—Oh, señor Weed…
Gertrude era una vagabunda. Había nacido con el gusto por la exploración, y no era capaz de organizar su vida en torno al afecto de sus cariñosos padres. Las personas que no conocían a los Flannery, al ver el comportamiento de Gertrude, llegaban a la conclusión de que se trataba de una familia terriblemente dividida, donde la regla eran las peleas entre borrachos. Aquello no era cierto. El hecho de que la ropa de la pequeña Gertrude estuviera rota y fuera escasa suponía un triunfo personal suyo al anular los esfuerzos de su madre por vestirla pulcramente y llevarla bien abrigada. Parlanchina, flacucha y sucia, Gertrude iba de casa en casa por el barrio de Blenhollow, creando y rompiendo alianzas basadas en su apego a bebés, animales, niños de su edad, adolescentes, y en algunos casos, personas adultas. Al abrir por la mañana la puerta de la calle, podías encontrar a Gertrude sentada en el porche. Al ir al cuarto de baño a afeitarte, podías encontrar a Gertrude usando el retrete. Al mirar en la cuna de tu hijo, podías encontrarla vacía, y, al seguir mirando, descubrir que Gertrude se lo había llevado en el cochecito hasta el pueblo de al lado. Gertrude era servicial, omnipresente, sincera, hambrienta y leal. Nunca volvía a su casa por decisión propia. Cuando llegaba la hora de irse, se mostraba insensible a todas las insinuaciones. «Vete a casa, Gertrude», se oía decir en una casa u otra, noche tras noche. «Vete a casa, Gertrude. Ya es hora de que te vayas a casa, Gertrude.» «Será mejor que te vayas a casa a cenar, Gertrude.» «Te dije hace veinte minutos que te fueras a casa, Gertrude.» «Tu madre debe de estar preocupada por ti, Gertrude.» «Vetea casa, Gertrude, vete a casa.»
Hay veces en que las arrugas en torno al ojo humano parecen los rebordes desgastados de una piedra y en la que el ojo mismo pone de manifiesto un sentimiento animal tan primitivo que nos sentimos perdidos. La mirada que Francis dirigió a la niña fue desagradable y extraña, y Gertrude se asustó. Él se buscó en los bolsillos —le temblaban las manos— y sacó una moneda de veinticinco centavos.
—Vete a casa, Gertrude, vete a casa, y no se lo digas a nadie, Gertrude. No se lo… —Se atragantó, y entró corriendo en el cuarto de estar en el momento en que Julia lo llamaba desde el piso de arriba para que subiera a vestirse cuanto antes.
La idea de que más tarde, aquella misma noche, llevaría a Anne Murchison a su casa enlazó como un hilo dorado todos los incidentes de la fiesta a la que asistieron Francis y Julia, y él rió ruidosamente chistes aburridos, se secó una lágrima cuando Mabel Mercer le contó la muerte de su gatito, y se estiró, bostezó, suspiró y gruñó como cualquier otro hombre que está pensando en una cita. Llevaba el brazalete en el bolsillo. Mientras hablaba, tenía el olor de la hierba metido en la nariz, y se preguntaba dónde aparcaría el coche. En la antigua mansión de los Parker no vivía nadie, y el camino de grava se utilizaba para citas de amantes. Townsend Street era una calle sin salida, y podía aparcar allí, pasada la última casa. El viejo sendero que unía Elm Street con la orilla del río estaba invadido por la maleza, pero había ido a pasear por allí con sus hijos, y podría meter el coche entre los matorrales lo suficiente como para ocultarlo por completo.
Los Weed fueron los últimos en marcharse, y sus anfitriones les hablaron de su propia felicidad matrimonial mientras los cuatro se daban las buenas noches en el vestíbulo.
—Para mí no hay otra —dijo su anfitrión, estrechando a su mujer—. Es mi cielo azul. Después de dieciséis años, sigo mordiéndole en los hombros. Hace que me sienta como Aníbal cruzando los Alpes.
Los Weed se dirigieron a casa en silencio. Al llegar a la puerta principal, Francis se quedó frente al volante, con el motor encendido.
—Puedes meter el coche en el garaje —le dijo Julia mientras se apeaba—. Le dije a la chica de los Murchison que se marchara a las once. Alguien iba a venir a recogerla.
Cerró la portezuela y Francis se quedó inmóvil, a oscuras. Tendría que sufrir tanto, al parecer, como cualquier imbécil: una lascivia feroz, los celos, aquel resentimiento que le traía lágrimas a los ojos, el desprecio incluso, porque percibía con claridad la imagen que presentaba en aquel momento, con los brazos extendidos sobre el volante y la cabeza hundida entre ellos, enfermo de amor.
Francis había sido un explorador entusiasta de joven, y, recordando los preceptos de su adolescencia, salió pronto del despacho la tarde del día siguiente, y estuvo jugando a squash en un torneo de todos contra todos, pero, una vez tonificado el cuerpo por el ejercicio y una ducha, se dio cuenta de que quizá le hubiese dado mejores resultados quedarse trabajando. Cuando llegó a casa era ya de noche y hacía frío. El aire olía intensamente a cambio. Al entrar en el vestíbulo, advirtió una animación poco corriente. Sus hijos estaban endomingados, y cuando Julia bajó la escalera, llevaba puesto un vestido de color lavanda y su broche de brillantes en forma de sol. Su mujer le explicó el porqué de tanta animación: el señor Hubber estaba citado a las siete para hacerles la fotografía que iban a mandar aquel año en las felicitaciones de Navidad. Julia había sacado el traje azul de Francis y una corbata con algo de color, porque la fotografía no sería ya en blanco y negro. Julia estaba muy alegre ante la idea de hacerse una fotografía para la Navidad. Era el tipo de ritual que le gustaba.
Francis subió al piso de arriba a cambiarse de ropa. Estaba cansado después de un día de trabajo y cansado de desear, y sentarse en el borde de la cama sirvió para hacer aún más intensa su fatiga. Pensó en Anne Murchison, y lo dominó por completo la necesidad física de Julia. Fue al escritorio de su mujer, cogió una cuartilla y empezó a escribir: «Querida Arme: te quiero, te quiero…» Nadie vería la carta y no se contuvo en absoluto. Utilizó frases como «celestial felicidad» y «nido de amor». Se le llenó la boca de saliva, suspiró, y tembló. Cuando Julia lo llamó para que bajara, el abismo entre sus fantasías y el mundo práctico era tan profundo que sintió cómo le afectaba a los músculos del corazón.
Julia y los niños estaban en el zaguán, y el fotógrafo y su ayudante habían instalado dos grupos de focos para mostrar adecuadamente a la familia y la belleza arquitectónica de la entrada de su casa. Las personas que habían vuelto a Shady Hill en un tren tardío disminuyeron la velocidad de sus coches para ver cómo fotografiaban a los Weed para su felicitación de Navidad. Unos pocos saludaron con la mano y los llamaron por su nombre. Hizo falta media hora de sonreír y de humedecerse los labios para que el señor Hubber se declarara satisfecho. El calor de los focos confirió un olor de habitación mal ventilada al aire frío de la noche, y cuando los apagaron, su resplandor siguió presente en la retina de Francis.
Más tarde aquella noche, mientras Francis y Julia tomaban café en el cuarto de estar, llamaron a la puerta. Julia salió a abrir y volvió acompañada por Clayton Thomas, que había vuelto a pagar unas entradas para el teatro: la señora Weed se las había dado a su madre algún tiempo atrás, y Helen Thomas había insistido puntillosamente en pagar, aunque Julia le dijo que no lo hiciera. Julia invitó al muchacho a tomar una taza de café.
—No quiero café —dijo Clayton—, pero entraré un minuto. Siguió a la señora Weed al cuarto de estar, dio las buenas noches a Francis, y se sentó desmañadamente en una silla.
El padre de Clayton había muerto en la guerra, y la orfandad rodeaba al muchacho como si fuera una realidad física. Puede que esto se notara de modo especial en Shady Hill porque los Thomas eran la única familia descabalada; todos los demás matrimonios seguían intactos y con capacidad productiva. Clayton estaba en su segundo o tercer año de universidad, y él y su madre vivían solos en una casa muy grande que la señora Thomas esperaba poder vender. Años atrás, el muchacho había robado algún dinero y se había escapado; llegó hasta California antes de que dieran con él. Era alto, no muy bien parecido, llevaba gafas con montura de concha, y hablaba con voz grave.
—¿Cuándo vuelves a la universidad, Clayton? —preguntó Francis.
—No voy a volver. Madre no tiene dinero suficiente, y carece de sentido seguir fingiendo. Voy a buscarme un empleo, y si vendemos la casa, alquilaremos un apartamento en Nueva York.
—¿No echarás de menos Shady Hill? —preguntó Julia.
—No —respondió Clayton—. No me gusta.
—¿Por qué no? —preguntó Francis.
—Bueno, hay muchas cosas que no apruebo —dijo Clayton con gran seriedad—. Cosas como los bailes en el club. El sábado por la noche, pasé por allí hacia el final y vi al señor Granner tratando de poner a la señora Minot en la vitrina de los trofeos. Los dos estaban borrachos. Me parece mal que se beba tanto.
—Era sábado por la noche —señaló Francis.
—Y todos los palomares son de mentira —continuó Clayton—. Y la forma que tiene la gente de llenarse la vida de actividades innecesarias. He pensado mucho acerca de ello, y lo que me parece realmente mal de Shady Hill es que no tiene ningún futuro. Se gastan tantas energías perpetuando este sitio (impidiendo que se instalen aquí personas indeseables, y otras cosas por el estilo) que la única idea del futuro que tiene todo el mundo consiste en más trenes de cercanías y en más fiestas. No me parece que eso sea saludable. Creo que la gente debería ser capaz de soñar cosas grandes sobre el futuro. Creo que la gente debería ser capaz de tener grandes sueños.
—Es una lástima que no sigas yendo a la universidad —dijo Julia.
—Yo quería ir a la facultad de teología.
—¿A qué iglesia perteneces? —preguntó Francis.
—Unitaria, teosófica, trascendentalista y humanista —respondió Clayton.
—¿Emerson no era trascendentalista? —preguntó Julia.
—Me refiero a los trascendentalistas ingleses —explicó Clayton—. Todos los trascendentalistas norteamericanos eran tontos.
—¿Qué tipo de empleo esperas conseguir? —quiso saber Francis.
—Bueno, me gustaría trabajar para un editor, pero todo el mundo me dice que no hay nada que hacer. No obstante, ése es el tipo de cosas que me interesan. Estoy escribiendo una obra de teatro en verso sobre el bien y el mal. Puede que el tío Charlie me consiga un puesto en un banco; eso me vendría bien. Necesito disciplinarme. Todavía queda mucho por hacer en la formación de mi carácter. Tengo algunas costumbres muy malas. Hablo demasiado. Creo que tendría que hacer voto de silencio. Tratar de no hablar durante una semana, y disciplinarme. He pensado en hacer un retiro en uno de los monasterios episcopalianos, pero no me gustan las iglesias que creen en la Trinidad.
—¿Sales con alguna chica? —preguntó Francis.
—Estoy prometido. Claro que no soy ni lo bastante mayor ni lo bastante rico como para que se tenga en cuenta mi compromiso, ni se respete, ni nada parecido, pero compré una esmeralda falsa para Anne Murchison con el dinero que gané segando césped este verano. Nos casaremos en cuanto ella termine el bachillerato.
Francis dio un respingo al oír el nombre de la chica. Luego una luz deslustrada pareció emanar de su espíritu, dando a todo —a Julia, al muchacho, a las sillas— su verdadera falta de color. Algo así como un pronunciado deterioro del tiempo.
—La nuestra va a ser una familia numerosa —prosiguió Clayton—. Su padre es un terrible borrachín, yo he pasado por momentos difíciles y queremos tener muchos hijos. Ella es maravillosa, se lo aseguro, y tenemos mucho en común. Nos gustan las mismas cosas. El año pasado mandamos la misma felicitación de Navidad sin ponernos de acuerdo, los dos tenemos alergia a los tomates, y se nos juntan las cejas en el centro. Bien, buenas noches.
Julia acompañó al muchacho hasta la puerta. Cuando regresó, Francis dijo que Clayton era perezoso, irresponsable y afectado, y que olía mal. Julia le dijo que parecía estar volviéndose intolerante; que el chico era joven y había que darle una oportunidad. Julia era consciente de otros casos en los que Francis se había mostrado colérico.
—La señora Wrightson ha invitado a su fiesta de cumpleaños a todo el mundo menos a nosotros —dijo.
—Lo siento, Julia.
—¿Sabes por qué no nos ha invitado?
—¿Por qué?
—Porque tú la insultaste.
—Entonces, ¿estás enterada?
—June Masterson me lo contó. Estaba detrás de ti.
Julia se acercó al sofá con pasos muy breves que expresaban —Francis lo sabía muy bien— un sentimiento de indignación.
—Es cierto que insulté a la señora Wrightson, Julia, y además me proponía hacerlo. Nunca me han gustado sus fiestas, y me alegro de que no nos haya invitado.
—¿Y qué me dices de Helen?
—¿Qué tiene que ver Helen con esto?
—La señora Wrightson es la que decide quién va a las reuniones.
—¿Quieres decir que está en condiciones de impedir que Helen vaya a los bailes?
—Sí.
—No había pensado en eso.
—Claro. Ya sabía yo que no habías pensado en eso —exclamó Julia, hundiendo la espada hasta la empuñadura por aquella grieta en su coraza—. Y me pone furiosa la posibilidad de que esa estúpida imprevisión destruya la felicidad de todo el mundo.
—No creo haber destruido la felicidad de nadie.
—La señora Wrightson manda en Shady Hill y lleva cuarenta años haciéndolo. No sé qué te hace pensar que en una comunidad como ésta puedes dar rienda suelta a todos tus impulsos de mostrarte insultante, vulgar y ofensivo.
—Estoy muy bien educado —dijo Francis, tratando de dar un giro humorístico a la velada.
—¡Vete al infierno, Francis Weed! —gritó Julia, y la violencia de sus palabras hizo que la saliva salpicara el rostro de su marido—. He trabajado mucho para alcanzar la posición social de la que disfrutamos, y no estoy dispuesta a quedarme cruzada de brazos mientras tú la destrozas. Deberías haberte dado cuenta al instalarte en un sitio como éste de que no ibas a poder vivir como un oso en una cueva.
—Tengo que expresar mis simpatías y mis antipatías.
—Puedes ocultar tus antipatías. No tienes que lanzarte de frente contra las cosas, como un niño. A no ser que estés ansioso de convertirte en un apestado, socialmente hablando. ¡No es una casualidad que tengamos muchas invitaciones! No es casualidad que Helen tenga tantas amistades. ¿Qué te parecería pasar las noches de los sábados en el cine? ¿Y los domingos amontonando hojas muertas? ¿Te gustaría que tu hija se pasara las noches en que hay baile sentada junto a la ventana, oyendo la música que tocan en el club? ¿Qué te parecería…?
Francis hizo algo entonces que, después de todo, no era tan inexplicable teniendo en cuenta que las palabras de Julia parecían alzar entre ambos un muro tan infranqueable que él empezó a marearse: la golpeó de lleno en la cara. Ella se tambaleó y luego, un momento después, pareció calmarse. Subió la escalera y entró en el dormitorio. No dio un portazo. Cuando Francis la siguió, pocos minutos después, la encontró haciendo la maleta.
—Julia, lo siento muchísimo.
—No tiene importancia —dijo ella. Estaba llorando.
—¿Adonde vas a ir?
—No lo sé. Acabo de mirar un horario de trenes. Hay uno para Nueva York a las once y dieciséis. Cogeré ése.
—No puedes irte, Julia.
—No puedo quedarme. Eso está claro.
—Siento lo de la señora Wrightson, Julia, y te…
—Lo de la señora Wrightson no tiene importancia. No es ése el problema.
—¿Cuál es el problema, entonces?
—Que no me quieres.
—Te quiero, Julia.
—No, no me quieres.
—Julia, sí que te quiero, y me gustaría ser como éramos antes: cariñosos, carnales y apasionados, pero ahora hay demasiada gente.
—Me odias.
—No te odio, Julia.
—No te haces idea de lo mucho que me odias. Creo que es inconsciente. No te das cuenta de las cosas tan crueles que has hecho.
—¿Qué cosas crueles, Julia?
—Las acciones crueles a las que te empuja el subconsciente para expresar tu odio hacia mí.
—¿Cuáles, Julia?
—No me he quejado nunca.
—Dímelas.
—Tu ropa.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a la manera que tienes de dejar la ropa sucia para que exprese tu odio inconsciente hacia mí.
—No entiendo.
—¡Hablo de tus calcetines sucios y de tus pijamas sucios y de tu ropa interior sucia y de tus camisas sucias! —Estaba arrodillada junto a la maleta y se puso en pie, enfrentándose a él, los ojos echando fuego y la voz desbordante de emoción—. Me refiero al hecho de que nunca hayas aprendido a colgar nada. Te limitas a dejar la ropa en el sitio donde cae para humillarme. ¡Lo haces a propósito! —Se derrumbó sobre la cama, sollozando.
—¡Julia, cariño! —dijo él, pero cuando ella sintió su mano en el hombro se levantó.
—Déjame en paz —soltó—. Tengo que irme. —Pasó rozándolo en dirección al armario y regresó con un vestido—. No me llevo ninguna de las cosas que me has regalado —añadió—. Dejo las perlas y el chaquetón de pieles.
—¡Julia, por favor! —Al verla, inclinada sobre la maleta, tan indefensa por su capacidad para engañarse, Francis casi se sintió enfermo de compasión. Su mujer no se daba cuenta de lo desoladora que sería su vida sin él. No se daba cuenta del número de horas que la mujer que trabaja tiene que dedicar a su empleo. No entendía que la mayor parte de sus amistades existía dentro del marco del matrimonio, y que separada se encontraría muy sola. No entendía nada de viajes, ni de hoteles, ni de dinero—. ¡Julia, no puedo permitir que te vayas! No quieres darte cuenta, Julia, de que has llegado a depender de mí.
Ella echó la cabeza hacia atrás y se tapó la cara con las manos.
—¿Has dicho que yo dependo de ti? —preguntó—. ¿Es eso lo que has dicho? ¿Y quién te dice a qué hora tienes que levantarte por la mañana y cuándo has de acostarte por la noche? ¿Quién te prepara las comidas, te recoge la ropa sucia e invita a cenar a tus amigos? Si no fuera por mí, tus corbatas estarían llenas de grasa, y tus trajes de agujeros de polilla. Estabas solo cuando te encontré, Francis Weed, y solo estarás cuando te deje. Cuando tu madre te pidió una lista para mandar las invitaciones a nuestra boda, ¿cuántos nombres fuiste capaz de darle? ¡Catorce!
—Cleveland no era mi ciudad natal, Julia.
—¿Y cuántos de tus amigos vinieron a la iglesia? ¡Dos!
—Cleveland no era mi ciudad natal, Julia.
—Como no voy a llevarme el chaquetón de pieles —dijo ella con gran calma—, será mejor enviarlo de nuevo al almacén para que lo guarden. El seguro de las perlas caduca en enero. El nombre de la lavandería y el número de teléfono de la doncella…, todas esas cosas están en mi escritorio. Espero que no bebas demasiado, Francis. Y que no te pase nada malo. Si tienes problemas serios, me puedes telefonear.
—¡Cariño mío, no puedo permitir que te vayas! —dijo Francis—. ¡No voy a dejar que te vayas, Julia! —La tomó entre sus brazos.
—Imagino que será mejor que me quede y siga cuidando de ti un poco más de tiempo —dijo ella.
Al ir a trabajar por la mañana, Francis vio a la chica cruzar el pasillo del vagón. Se quedó sorprendido; no se imaginaba que su instituto estuviera en Nueva York, pero llevaba libros, y parecía ir a clase. La sorpresa retrasó su reacción, pero después se levantó torpemente y salió al pasillo. Varias personas se habían interpuesto entre los dos, pero la veía delante de él, esperando a que alguien abriera la puerta del coche y luego, al virar bruscamente el tren, extendió la mano para apoyarse mientras cruzaba la plataforma camino del vagón siguiente. Francis la siguió atravesando todo aquel coche y la mitad del siguiente antes de llamarla por su nombre: «¡Anne! ¡Anne!», pero ella no se volvió. Luego continuó hasta el vagón siguiente, donde la chica se sentó por fin junto al pasillo. Al acercarse a donde estaba, con todos sus sentimientos cálidamente orientados hacia ella, Francis puso la mano en el respaldo del asiento —incluso ese contacto le produjo una especial tibieza—, y al inclinarse para hablar vio que no era Anne, sino una mujer de más edad que llevaba gafas. Siguió a propósito hasta el vagón siguiente, con la cara roja de vergüenza, y el sentimiento mucho más profundo de haber puesto en entredicho su buen sentido; porque si no distinguía una persona de otra, ¿qué pruebas existían de que su vida con Julia y los niños tuviera tanta realidad como sus sueños inicuos en París o como el lecho de paja, el olor a hierba y los árboles en forma de cueva del callejón de los Amantes?
Después del almuerzo, Julia lo llamó para recordarle que salían a cenar aquella noche. Pocos minutos más tarde le telefoneó Trace Bearden.
—Oye, muchacho —le dijo Trace—. Te llamo de parte de la señora Thomas. Ya sabes, Clayton, ese chico suyo, no parece capaz de conseguir un empleo, y me preguntaba si tú podrías ayudar. Si llamaras a Charlie Bell (sé que está en deuda contigo), y hablaras en favor del chico, creo que Charlie…
—Trace, siento mucho tener que decir esto —respondió Francis—, pero me temo que no estoy en condiciones de hacer nada por ese chico. Es un inútil. Sé que estoy diciendo una cosa muy dura, pero es un hecho. Si tenemos consideraciones con él, nos saldrá el tiro por la culata y acabará dándonos a todos en la cara. Ese chico es un inútil, Trace, y eso no hay forma de superarlo. Aunque le consiguiéramos un empleo, no le duraría ni una semana. Estoy seguro de que pasaría eso. Es una cosa terrible, Trace, ya sé que lo es, pero en lugar de recomendar a ese chico, me siento obligado a prevenir a la gente contra él: a las personas que conocían a su padre y querrían, como es lógico, echar una mano y hacer algo. Es un ladrón…
En el momento en que terminaba la conversación, entró la señorita Rainey y se acercó a su mesa.
—No voy a poder seguir trabajando para usted, señor Weed —dijo—. Me quedaré hasta el diecisiete si me necesita, pero me han ofrecido un empleo maravilloso y quisiera marcharme lo antes posible.
Su secretaria salió, dejándolo que meditara a solas sobre la iniquidad cometida por el hijo de la señora Thomas. En la fotografía, sus hijos reían y reían, adornados con todos los brillantes colores del verano, y Francis recordó que aquel día se habían encontrado a un gaitero en la playa y que él le dio un dólar para que les tocara el himno de batalla de los Black Watch. La muchacha estaría en su casa cuando volviera a Shady Hill. Él pasaría otra velada entre sus amables vecinos, escogiendo calles sin salida, caminos para carros y senderos de casas abandonadas. No había nada que calmase sus sentimientos —las risas de sus hijos o un partido de softball no lograrían cambiar nada— y, al pensar de nuevo en el aterrizaje forzoso, en la nueva doncella de los Farquarson, y en las dificultades de Anne Murchison con el borracho de su padre, Francis se preguntó cómo podría haber evitado llegar a donde se encontraba. Y donde se encontraba era en un aprieto. Se había perdido tan solo en una ocasión, al volver de un río truchero en los bosques del norte, y ahora lo dominaba el mismo sombrío convencimiento: toda la alegría, o la esperanza, o el valor, o el tesón no lo ayudarían a encontrar, en la creciente oscuridad, el camino perdido. Percibió incluso el olor a bosque. El sentimiento de desolación era intolerable, y Francis vio con claridad que había llegado el momento de elegir.
Podía ir a un psiquiatra, como la señorita Rainey; o a la iglesia, y confesar sus malos deseos; podía ir a un salón de masajes daneses en la zona oeste de las calles setenta, recomendado por un viajante de comercio; podía violar a la chica o confiar en que, de alguna manera, se le impidiera hacerlo; o podía emborracharse. Se trataba de su vida, de su destino, y, como todos los demás hombres, estaba hecho para ser el padre de miles, y ¿qué mal podía haber en una cita de amantes que los hiciera ver el mundo a los dos más de color de rosa? Pero aquel razonamiento era erróneo, y Francis volvió a la primera posibilidad, al psiquiatra. Tenía el número de teléfono del doctor que trataba a la señorita Rainey; llamó y pidió ser recibido inmediatamente. Se mostró muy obstinado con la enfermera —era su manera de actuar en los negocios—, y cuando ella le dijo que no había ningún hueco en el horario por espacio de varias semanas, Francis exigió hora para aquel mismo día y la enfermera le dijo que fuera a las cinco.
La consulta del psiquiatra estaba en un edificio utilizado fundamentalmente por médicos y dentistas, y los corredores conservaban el olor azucarado de los preparados para enjuagarse la boca y el recuerdo de muchos dolores. El carácter de Francis se había formado mediante una serie de decisiones personales: decisiones sobre limpieza, sobre tirarse a la piscina desde el trampolín más alto o repetir cualquier otra proeza que pusiera a prueba su valor, decisiones sobre puntualidad, honradez y rectitud. Renunciar a la perfecta independencia con la que había tomado sus decisiones más vitales destrozaba su concepto de la integridad del carácter, y lo dejaba en una situación que tenía mucho de shock. Se sentía estupefacto. El escenario para su miserere mei Deus era, como las salas de espera de tantos médicos, un tosco homenaje a los placeres de la felicidad doméstica: un lugar decorado con antigüedades, mesas de café, plantas en macetas y grabados de puentes cubiertos de nieve y de gansos volando, aunque no hubiese niños, ni cama de matrimonio, ni fogón. Incluso, en aquel simulacro de hogar donde nadie había pasado nunca una noche y donde las ventanas con visillos daban directamente a un oscuro pozo de ventilación. Francis repitió su nombre y su dirección a una enfermera y luego vio, a un lado de la sala a un policía que se acercaba a él.
—No se mueva —dijo el policía—. Estese quieto. Deje las manos donde las tiene.
—Creo que está todo en orden, agente —empezó la enfermera—. Creo que sería…
—Vamos a asegurarnos —dijo el policía. Y empezó a dar palmadas sobre la ropa de Francis, buscando… ¿pistolas, cuchillos, un punzón para picar el hielo? Al no encontrar nada, se marchó, y la enfermera trató de disculparse, todavía con evidente nerviosismo:
—Cuando telefoneó usted, señor Weed, parecía muy excitado, y uno de los pacientes del doctor ha amenazado con matarlo, así que hemos de tener cuidado. ¿Quiere entrar ahora?
Francis abrió una puerta conectada a un carillón eléctrico, y una vez en la guarida del psiquiatra, se dejó caer pesadamente sobre una silla, se sonó la nariz con un pañuelo, se registró los bolsillos en busca de cigarrillos, de cerillas, de algo, y dijo con voz ronca y lágrimas en los ojos:
—Estoy enamorado, doctor Herzog.
Estamos en Shady Hill una semana o diez días después. El tren de las siete catorce ha llegado y se ha ido, y en algunas casas han terminado ya de cenar y la vajilla está en el lavaplatos. El pueblo cuelga moral y económicamente de un hilo; pero cuelga de su hilo a la luz del atardecer. Donald Goslin ha empezado una vez más a destrozar la sonata Claro de luna. Marcato ma sempre pianissimo. Parece estar escurriendo una toalla húmeda, pero la doncella no le hace ningún caso: está escribiendo una carta a Arthur Godfrey. En el sótano de su casa, Francis Weed trabaja en una mesa para tomar café. El doctor Herzog recomienda la carpintería como terapia, y Francis halla cierto consuelo en los simples problemas aritméticos que ha de resolver y en el hermoso olor de la madera nueva. Francis es feliz. Arriba, el pequeño Toby llora porque está cansado. Se quita el sombrero de cowboy, los guantes, y la chaqueta con flecos; se desabrocha el cinturón adornado con oro y rubíes; se desprende de las balas de plata y de las pistoleras; sigue con los tirantes, la camisa de cuadros y los pantalones vaqueros, y luego se sienta en el borde de la cama para quitarse las botas altas. Después de dejar todo el equipo en un montón, va al armario y descuelga su traje espacial. Le cuesta mucho trabajo ponerse las ajustadas medias de malla, pero lo consigue. Se ata con una lazada la capa mágica sobre los hombros y, subido en el pie de la cama, extiende los brazos y recorre volando la escasa distancia hasta el suelo, donde aterriza con un golpe audible para todos los habitantes de la casa menos para él.
—Vete a casa, Gertrude, vete a casa —dice la señora Masterson—. Hace una hora que te he dicho que te fueras a casa, Gertrude. Ya se te ha pasado la hora de cenar, y tu madre estará preocupada. ¡Vete a casa!
En la terraza de los Babcock se abre de golpe una puerta y por ella sale la señora Babcock sin nada de ropa, perseguida por su marido también desnudo. (Sus hijos están en un internado, y la terraza queda aislada por un seto.) Corren por la terraza y vuelven a entrar por la puerta de la cocina, tan apasionados y bien parecidos como cualquier ninfa y cualquier sátiro que se puedan encontrar en las paredes de Venecia. Mientras corta la última rosa del jardín, Julia oye los gritos del viejo señor Nixon a las ardillas que se meten en el comedero para los pájaros:
—¡Bribonas! ¡Sinvergüenzas! ¡Fuera! ¡Quitaos de mi vista!
Un pobre gato cruza por el jardín, hundido en la más completa aflicción espiritual y física. Lleva atado a la cabeza un sombrerito de paja —un sombrero de muñeca—, y lo han abotonado a conciencia dentro de un vestido también de muñeca, de cuyas faldas sobresale el largo y peludo rabo. Al andar, sacude las patas, como si se hubiera caído al agua.
—¡Ven aquí, garito, ven aquí! —lo llama Julia—. ¡Aquí, garito, pobre garito!
Pero el gato le dirige una mirada de escepticismo y se aleja a trompicones con sus faldas. El último en aparecer es Júpiter. Salta atravesando las tomateras, sosteniendo en la boca generosa los restos de una zapatilla. Luego llega la oscuridad; ésta es una noche en la que reyes con trajes dorados cabalgan sobre las montañas a lomos de elefantes.
FIN
John Cheever. Fue un escritor estadounidense que se destacó por sus cuentos y novelas sobre la vida suburbana de la clase media alta. A menudo se le ha comparado con Antón Chéjov, el maestro ruso del relato corto. Cheever nació el 27 de mayo de 1912 en Quincy, Massachusetts, en el seno de una familia acomodada que sufrió el declive económico de la industria del calzado en Nueva Inglaterra. Fue expulsado de la escuela a los 17 años por fumar y desde entonces se dedicó a escribir. Sus primeros cuentos aparecieron en revistas como The New Republic y Collier's, y más tarde en The New Yorker, donde estableció una larga y fructífera relación.
En 1937 se casó con Mary Winternitz, con quien tuvo tres hijos. Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en el ejército y luego se instaló en los suburbios de Nueva York, donde retrató con ironía y melancolía las contradicciones y frustraciones de sus habitantes. Cheever sufrió problemas de alcoholismo y depresión, así como conflictos con su sexualidad, que reflejó en sus obras.
Entre sus libros más conocidos se encuentran las colecciones de cuentos La monstruosa radio (1954), El ladrón de Shady Hill (1958) y El mundo de las manzanas (1973), y las novelas Crónica de los Wapshot (1957), El escándalo de los Wapshot (1964), Bullet Park (1969), Falconer (1977) y ¡Oh, esto parece el paraíso! (1982). En 1978 recibió el Premio Pulitzer por la edición completa de sus relatos, que abarcan más de cuatro décadas de producción literaria.
Cheever también escribió diarios íntimos que se publicaron póstumamente y revelaron su compleja personalidad y su visión del mundo. Murió el 18 de junio de 1982 en Ossining, Nueva York, a causa de un cáncer de riñón.