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El lujo

Foto de Morgan Rovang en Unsplash

La tenía sobre mis rodillas dijo el amigo Martínez, y comenzaba a fatigarme la tibia pesadez de su cuerpo de buena moza.

Decoración… la de siempre en tales sitios. Espejos de empanada luna con nombres grabados, semejantes a telas de araña; divanes de terciopelo desteñido, con muelles que chillaban escandalosamente; la cama con teatrales colgaduras, limpia y vulgar como una acera, impregnada de ese lejano olor de ajo de los cuerpos acariciados; y en las paredes retratos de toreros, cromos baratos con púdicas señoritas oliendo una rosa o contemplando lánguidamente a un gallardo cazador.

Era el aparato escénico de la celda de preferencia en el convento del vicio; el gabinete elegante, reservado para los señores distinguidos; y ella, una muchachota dura, fornida, que parecía traer el puro aire de los montes a aquel pesado ambiente de casa cerrada, saturado de Colonia barata, polvos de arroz y vaho de palanganas sucias.

Al hablarme acariciaba con infantil complacencia las cintas de su bata: una soberbia pieza de raso, de amarillo rabioso, algo estrecha para su cuerpo, y que yo recordaba haber visto meses antes sobre los flácidos encantos de otra pupila muerta, según noticias, en el Hospital.

¡Pobre muchacha! Estaba hecha un mamarracho: los duros y abundantes cabellos peinados a la griega con hilos de cuentas de vidrio; las mejillas lustrosas por el rocío del sudor, cubiertas de espesa capa de velutina; y como para revelar su origen, los brazos de hombruna robustez, morenos y duros, se escapaban de las amplias mangas de su vestidura de corista.

Al verme seguir con mirada atenta todos los detalles de su extravagante adorno creyose objeto de mi admiración, y echó atrás su cabeza con petulante gesto.

¡Criatura más sencilla!… Aún no habían entrado en ella las costumbres de la casa, y decía la verdad, toda la verdad, a los señores que deseaban saber su historia. La llamaban Flora; pero su nombre era Mari Pepa. No era huérfana de coronel o de magistrado, ni contaba las novelas enrevesadas de amores y desventuras que urdían sus compañeras para justificar su presencia allí. La verdad, siempre la verdad; a ella la colgarían por franca. Sus padres eran labriegos acomodados en un pueblecito de Aragón: campos propios, dos mulas en la cuadra, pan, vino y patatas abundantes todo el año; y por las noches, los mejores mozos del pueblo llegaban en rondalla bajo su ventana para ablandarla el corazón copla tras copla y llevarse con su moreno cuerpo de moza fuerte los cuatro bancales heredados del abuelo.

– Pero ¿qué quieres, hijo?… Me encontraba mal entre aquellas gentes: tanta rudeza no era para mí. Yo he nacido para señorita. Dí, ¿por qué no he de serlo? ¿No parezco tan buena como cualquiera otra?…

Y frotaba contra mi cuello su cabeza de amorosa dócil, de esclava sumisa a todos los caprichos a cambio de estar bien adornada.

– Aquellos gañanes, continuó, me causaban repugnancia. Me escapé con el estudiante, ¿sabes? con el hijo del alcalde, y rodamos por el mundo, hasta que me abandonó, y vine a parar aquí, esperando algo mejor. Ya ves que la historia es corta… no me quejo de nada, estoy contenta.

Y para demostrar su alegría, la infeliz cabalgaba sobre mis piernas, paseaba sus duros dedos por mi cabeza, despeinándome, y canturreaba el tango de moda torpemente, con su fuerte voz de campesina.

Confieso que sentí deseos de hablarle “en nombre de la moral”, ese anhelo hipócrita que todos tenemos de propagar la virtud cuando estamos hartos y con el deseo muerto.

Ella alzó los ojos, asombrada al verme grave, predicándola, como un misionero que ensalzase la castidad con una cortesana sobre las rodillas; su mirada iba incesantemente de mi rostro austero a la inmediata cama. Era el buen sentido sublevado ante la incoherencia entre tanta virtud y los excesos de momentos antes.

De repente pareció comprender, y una carcajada hinchó su carnoso cuello.

¡Asaúra!… Pero ¡qué gracia tienes! ¡Y con qué “sombra” sabes decir esas cosas! Pareces el cura de mi pueblo…

– No, Pepa; te hablo seriamente. Creo que eres una buena muchacha; no sabes dónde te has metido, y te lo aviso. Has caído muy bajo, pero mucho. Estás en lo último. Dentro del mismo vicio, la mayoría de las mujeres se resisten y se niegan a las caricias que os exigen en esta casa. Aún puedes salvarte. Tus padres tienen para vivir; tú no has venido aquí empujada por la miseria. Vuelve a tu casa; lo pasado se olvidará; puedes mentir, inventar cualquier historia para justificar tu huida, y ¿quién sabe?… Cualquiera de los mozos que te cantaban se casará contigo, tendrás hijos y serás una mujer honrada.

La muchacha se ponía seria al convencerse de que hablaba formalmente. Poco a poco fue resbalando en mis rodillas hasta quedar de pie, mirándome fijamente, como si de pronto viese una persona extraña y una muralla invisible se hubiese levantado entre los dos.

– ¡Volver a mi casa! dijo con un duro acento. Muchas gracias; sé bien lo que es eso. Levantarse antes de que amanezca, trabajar como una negra, ir al campo, llenarse de callos las manos. Mira, mira como las tengo aún.

Y me hacía tocar las duricies que abultaban las palmas de sus fuertes manos.

– Y todo esto, ¿a cambio de qué? ¿De ser honrada?… ¡Pa ti! No soy tan tonta. ¡Toma, para los honrados!

Y acompañó estas palabras con unos cuantos ademanes indecorosos, aprendidos en su tertulia con las compañeras.

Después, canturreando, fue a mirarse en un espejo y saludó con una sonrisa la cabeza enharinada y cubierta de perlas falsas que asomaba a la turbia luna, contrayendo su boca pintada de rojo, como la de un clown.

Cada vez más aferrado a mi papel de virtuoso, seguí sermoneándola desde mi asiento, envolviendo en sonoras palabras esta hipócrita propaganda. Hacía mal; debía pensar en el porvenir. El presente no podía ser más malo. ¿Qué era ella? Menos que una esclava: un mueble; la explotaban, la robaban, y después… después sería peor:  el hospital, las enfermedades asquerosas…

Pero otra vez su brutal carcajada me interrumpió.

– Vaya, chico, déjame en paz.

Plantándose ante mí me envolvió en una mirada de inmensa compasión.

– ¡Pero, hijo, qué tonto eres! ¿Crees que puedo volver a aquella vida de perros habiendo probado ésta?… No; yo he nacido para el lujo.

Y abarcando en una mirada de devota admiración los sillones cojos, el diván desteñido y aquella cama por donde pasaba todo el mundo, comenzó a pasear, gozándose en el fru-fru de su cola al arrastrarse por el suelo, acariciando con las manos los pliegues de aquella bata que aún parecía conservar el calor del cuerpo de la otra.

FIN

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