El loro antillano
Doña Frasquita acababa de cumplir los sesenta y dos. Era pomposa, rubiales, dada a las novelas radiofónicas y tenía un corazón caritativo y tiernucho. Se pintaba llamativamente, asistía a los estrenos de teatro para aplaudir como una loca, y conservaba las buenas maneras en la mesa y en el juego del julepe con sus amigas. Jugaban fuerte y apasionadamente, pero solo las tardes de los sábados y las de los domingos. El estanco le daba su dinerillo y no tenía quebraderos de cabeza ni cocido un día sí y otro no, ni apremios del casero. Todo el mundo la quería: su peluquera se hacía lenguas de ella, sus clientes alababan su cortesía y su agradable charlar sobre el tiempo y sobre las cosas de la vida. Además, la política le importaba un rábano, porque era mujer de orden y de desfiles.
A doña Frasquita le asustó el que le regalaran un loro. Poseía una idea tópica de los loros. Estaba en la creencia de que aparte de los gritos patrióticos de los tales animalejos, el lenguaje que usaban era sucio, era -según ella- de carreteros. Por eso anduvo remisa al aceptarlo, no fuera que le saliera la criada respondona y tuviera que regalar el regalo, cosa que no se debe hacer. Pero tanto insistieron, que, por no hacer un desprecio, lo aceptó. El loro pasó a ser de doña Frasquita: y doña Frasquita, que debía tener gato, pero que tenía tortuga, depositó todo su cariño vacío de solterona en él.
El loro era antillano, verde y algo purí. Sabía bastante gramática y su programa oratorio se salía de lo normal. Los primeros días se mostró correcto y se dedicó a dar la tabarra a base de chocolate y versos. Pero en cuanto tomó confianza, acaso por no pasar por una fiera desde el principio, se salió de lo trillado y empezó a vociferar en gordo.
Doña Frasquita le decía por ejemplo: El lorito ¿quiere chocolate? Y el loro le contestaba, «¡Viva Bolívar! ¡Mueran los gachupines!» Doña Frasquita, tan española, se asustaba y, como en son de disculpa por aquel desbarrar, insistía: El lorito ¿quiere galletas? Y el loro, firme en su postura, respondía: «¡Redención del negro, redención del negro!»; y luego silbaba, y luego agitaba las alas, mitineador y revolucionario.
Las tardes de los sábados y los domingos fueron un infierno. La partida, que la componían ella y cuatro solteronas más, se complicaba a ojos vistas. Todas, con los nervios de punta, gritaban de un modo terrible por cualquier nadería, mientras el loro desde su tribuna expresaba sus particulares opiniones acerca de la colonización española. Nada respetaba el bicho, y lo famoso del caso es que nunca su lenguaje se vulgarizaba con palabras malsonantes.
Sobre las siete y media caían por allí dos carcamales con aire de donjuanes viejos. Las de la timba les solían saludar cariñosamente: hola, Manolo… ¿qué tal, don Seve? Ellos, uno detrás de otro, gazmoñeaban invariablemente: «viviendo, viviendo, que no hay nada mejor.» Doña Frasquita se apresuraba de picara: calla, que ustedes… y dejaba la frase en suspenso guiñando un ojo. Luego añadía: y de chavalas… porque no me negarán… que yo sé… no me digan. Y volviendo a la partida: menda, pone el caballero del sable. Los otros asomaban la gaita a la mesa echando humo. El humo corría rasero un instante hasta que se levantaba en fiorituras. Doña Frasquita, dengosa, muequeaba: Uff, ¡qué humazo! Y los dos carcamales se reían enseñando unos dientes negros y desvencijados.
Pero aquella cordialidad desapareció por mor del loro antillano. Después de los saludos rituales nadie hablaba, puesta la atención en el juego. Don Seve quiso aventurar una gracia de las suyas y le respondieron desabridamente. Se quedó que ni de piedra porque no esperaba aquello. La misma tarde doña Frasquita riñó con su amiga Pepa, que era una mujer alta de armas tomar, un poco bisoja, un poco dada al anís, y que de joven tuvo un novio que estudiaba medicina y luego otro que pertenecía al cuerpo pericial de aduanas. Riñeron por cosa de poca monta: doña Frasquita había puesto un siete y lo retiró en seguida. Pepa se abalanzó a decirle: carta echada con el codo se levanta. La baza la ganó la dueña de la casa y la perdedora armó un catapé.
El loro silbaba como una locomotora. Gritaban todas: los carcamales, temblando, intentaban mediar. Al loro se le escapó, por primera vez en su vida, una palabrita-palabrota terminada en letra griega: luego se dedicó a funambulear por una cuerda que cortaba la galería y que a doña Frasquita le servía para poner a secar, puritana y cuidadosa, su ropa interior. Mientras cruzaba aquel Niágara de voces y de gestos violentos, canturreaba el loro un himno de independencia y guerra. Los carcamales se najaron sin ser notados y no volvieron hasta pasados quince días.
A los quince días los líos se sucedían unos tras otros; la paz estaba de emigración, las solteronas se sacaban los trapitos sucios a relucir: pero qué vas a decir tú…. y pan, pan, se soltaban una retahíla de cosas tremendas que cada una creía olvidadas. El loro, que era un verdadero agitador, repetía lo que le convenía para caldear más el ambiente y hacer la revolución. Los carcamales se ausentaron, sin plazo definido, porque a ellos les molestaba todo aquel maremágnum y porque cualquier día los ponían verdes, y se acababan prestigio y respeto.
A pesar de todos los disgustos, las solteronas volvían a casa de doña Frasquita, tal vez por recurso, tal vez porque, en el fondo, sus naturalezas les pedían gresca. Cuando se encontraban dos de ellas se dedicaban a murmurar, que es una forma de conspirar contra el orden de una casa honrada. Los chismorreos alcanzaron insospechadas cimas: ya no se paraban en las cosas de antaño o en las del momento, sino que se hacían primero cabalas y después argumentaciones en toda regla para el porvenir. De doña Frasquita y del pobre don Seve hicieron una babel de pecados. De Manolo no decían otras cosas que las que veda la vergüenza. Del loro, nada, por si salían malparadas en la aventura.
El loro se escapó un día de casa, no se sabe si por imperativos amorosos o por informarse de cuestiones sociales por la vecindad, que como la de cualquier lugar gritaba en chancletas y albornoz sucio, de ventana a ventana, de puerta a puerta. Volvió a los pocos días -y vaya la alegría que le dio a doña Frasquita- con la cabeza rota y el ojo vivo. Parecía haber estado de juerga, aunque nada contaba de su andanza. Doña Frasquita le cuidó amantísima, como una tía solterona a un sobrino descarriado, calaverón y vivales. No creemos que el loro se lo agradeciera, a pesar de que estuvo pidiendo chocolate y haciéndose el manso dos o tres días. Días que coincidieron con los sábados y domingos de sotas tomateras, y que sirvieron para que se hiciera una tregua en el apocalipsis del julepe.
Pepa, la de cara de ayuno, firmó un tratado de amistad con doña Frasquita, y los carcamales entraron, después de mucho tiempo, a saludar, solo a saludar. La dueña estaba contenta, abundante de alegría, regalona. Sacó el Marie Brizard para festejarlo. Las solteronas se pusieron a medio aire, terciados los años sobre la frente en unos tufos, que a todas les caían, viciosos y chulones.
Se perdonaron entre ellas y confesaron, en voz alta, sus dislates. También bajaron la categoría del julepe, y acabaron jurándose amistad eterna y ayuda mutua hasta el resto de sus días. El loro pedía, con voz de tenor borracho, encantador y patriotero, un fusil para ir a luchar contra los mambises.
Pasaron quince días más. Los carcamales volvieron a la tertulia; la tertulia les saludó entusiasmada con las frases de siempre: hola, Manolo, y ¿qué tal, don Seve? Ellos variaron las contestaciones diciendo que estaban muy aburridos y algo pachuchos. Don Seve tenía un vago gesto de melancolía y el bisoñé lo llevaba mal ajustado. Manolo estaba catarroso y no podía echar humo sobre el tapete porque el médico le había prohibido fumar. Don Seve le dio un terroncito de azúcar, que se había guardado del café de la tarde, al loro, para quedar amigos y para despertar mayor simpatía en doña Frasquita.
La primavera estaba ya mediada. La galería era una maravilla de plantas caseras, de plantas humildes, que solo necesitaban un buen riego para dar un aroma denso y, también, humilde, lleno de alegría y de deseos de que todo vaya por buenos caminos.
El loro se despertó a la primavera, tardío y huracanado. Piropeaba a las solteronas, un poco meloso de sus islas y un poco azufrado de sol. Los carcamales se presentaron sin bufanda y con el abrigo al brazo. Pero como siempre en estos casos en que la vida se hace más amable que nunca, más fondona, y toda la gente transpira beatitud, alguien llega a meter la pata -esta vez el pico-, a aguar la fiesta, a destrozar el idilio humano.
El loro se dio una pechada de vociferar contra la moral al uso y contra la tiranía celtibérica. Las solteronas volvieron a ponerse de uñas, haciendo caso omiso de sus juramentos de amistad. Aquello no podía continuar así, máxime cuando las del julepe se habían dado cuenta de que todos sus malosquereres provenían precisamente del gangueo revolucionario del avechucho. El loro, pues, pasó en el criterio de doña Frasquita a la sección de cosas liquidables.
Como nadie lo quería regalado, lo vendió, por un precio irrisorio, a una pajarería. Y como en la pajarería no se encontraba a gusto, el loro antillano organizó con otros de su raza y calaña, una fuga. Fue una noche de luna.
Fue una noche de luna; el sereno caminaba sonámbulo; los coches pasaban rápidos, alborotadores; todavía los simones tenían importancia e iban metiendo ruido de cascajo hollado. El loro y sus cómplices abandonaron sus jaulas, torciendo los barrotes a picotazos, y se largaron por el agujero del tubo de la estufa a la calle. La culpa la tuvo el chófer, que iba confuso de vino. El renault aplastó al loro antillano. Sus compañeros se acercaron para recoger de su pico el último suspiro. El loro antillano dio su postrer viva a la revolución. Ya en plena agonía, delirando, pidió una galleta María. El loro estiró la pata; los otros, asustados, se volvieron a la pajarería.
Murió como un hombre. Lo enterraron en un cajón de basura. Los chiquillos del suburbio, que lo descubrieron en un vertedero, jugaron con su cadáver hasta que se cansaron.
La tertulia de doña Frasquita, ignorando la tragedia, siguió sin líos ni zarandajas su marcha normal por los siglos de los siglos. Amén.
FIN
Ignacio Aldecoa. (Vitoria, 24 de julio de 1925 - Madrid, 15 de noviembre de 1969) fue un escritor español, autor de novelas y poesía, destacó como autor de relatos cortos.
Trabajador «serio», llegando a pecar de virtuosismo en opinión de Max Aub, recibió el premio de la Crítica en 1958. Su muerte a los 44 años de edad no mermó sin embargo la importancia de su figura en el contexto del nuevo realismo de la narrativa de los años 50 en España.