El lobo

Lobo en el bosque. Foto por Philipp Pilz en Unsplash
Lobo en el bosque. Foto por Philipp Pilz en Unsplash

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Nunca antes las montañas francesas habían sufrido un invierno tan frío y largo. Hacía semanas que el aire se mantenía claro, áspero y helado. Durante el día, los grandes campos de nieve, color blanco mate, yacían inclinados e interminables bajo el cielo estridentemente azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y clara, una luna helada, furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se volvía azul y sorda sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los seres humanos evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y maldiciendo, permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche, aparecían empañadas y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban pronto.

Fue un tiempo difícil para los animales de la zona. Los más pequeños murieron congelados en grandes cantidades; también los pájaros sucumbieron a la helada, y sus cadáveres enjutos se convirtieron en botín de águilas y lobos. Pero aun estos sufrían terriblemente de frío y de hambre. Solo unas pocas familias de lobos vivían allí, y la necesidad las empujó hacia una unión más fuerte. Durante el día salían solos. Aquí y allá, uno de ellos cruzaba la nieve, flaco, hambriento y vigilante, silencioso y temeroso como un fantasma. Su sombra delgada se deslizaba a su lado sobre la superficie nevada. Levantaba el hocico puntiagudo en el viento y de vez en cuando emitía un llanto seco, tortuoso. Pero de noche salían todos juntos y rodeaban los pueblos con aullidos roncos. Allí estaban a buen resguardo el ganado y las aves, y detrás de los postigos se apoyaban las escopetas. En escasas ocasiones les tocaba una presa menor, por ejemplo un perro, y ya habían sido muertos dos lobos de la manada.

La helada persistía. Muchas veces los lobos se echaban juntos, en silencio y pensativos, calentándose uno contra el otro, y escuchaban acongojados el vacío mortal que los rodeaba, hasta que uno, martirizado por los maltratos espantosos del hambre, pegaba de pronto un salto con un alarido terrorífico. Entonces todos los demás dirigían sus hocicos hacia él, temblaban, y rompían al unísono en un aullido terrible, amenazador y quejumbroso.

Por fin la parte más chica de la manada decidió partir. Abandonaron sus madrigueras al despuntar el alba, se reunieron y olisquearon excitados y temerosos el aire helado. Luego partieron al trote, rápido y con un ritmo parejo. Los que quedaban atrás los miraron con ojos muy abiertos y vidriosos, los siguieron una docena de pasos, se detuvieron indecisos y desorientados, y regresaron lentamente a sus cuevas vacías.

Los emigrantes se separaron al mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el oeste, a los montes del Jura suizo; los otros siguieron hacia el sur. Los tres primeros eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente flacos. El estómago de color claro, combado hacia dentro, era delgado como una correa; en el pecho se destacaban tristemente las costillas; las bocas estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. De tres en tres se internaron lejos en los montes; al segundo día cazaron un carnero, al tercero, un perro y un potrillo, y fueron perseguidos en todas partes por los campesinos furiosos. En la zona, rica en pueblos y ciudades, se diseminó el miedo y el temor ante los invasores desacostumbrados. La gente armó los trineos del correo; nadie iba de un pueblo a otro sin su arma. En esa zona desconocida, tras tan buen botín, los tres animales se sentían a la vez temerosos y a gusto; se volvieron más arriesgados de lo que jamás habían sido en casa, y asaltaron el corral de una granja a plena luz del día. Mugidos de vacas, crujido de listones de madera que se partían, sonido de cascos y una respiración caliente, jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero esta vez interfirieron los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los lobos, lo que duplicó el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le perforó el cuello una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más joven y hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus ojos se arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía un quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces vio cuán lejos había corrido. En ningún lado podían verse personas o casas. Delante de él se encontraba una montaña imponente, nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Atormentado por la sed, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura que cubría la nieve.

Más allá de la montaña se topó de inmediato con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperó en un tupido bosque de pinos. Luego rodeó con cuidado los cercos de los jardines, persiguiendo el olor de los establos tibios. No había nadie en la calle. Arisco y anhelante, espió por entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza hacia lo alto y se dispuso a correr, cuando ya estalló el segundo tiro. Le habían dado. El costado de su abdomen blancuzco estaba manchado de sangre, que caía a goterones. A pesar de todo, logró escapar con unos grandes saltos y alcanzar el bosque más alejado de la montaña. Allí esperó un instante, atento, y oyó voces y pasos provenientes de varios lados. Temeroso, miró hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con respiración agitada escaló la pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la montaña, avanzaba una confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El lobo herido trepó temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras, mientras la sangre marrón corría despacio por su costado.

El frío había cedido. Al oeste, el cielo estabas brumoso y parecía prometer nieve.

Por fin el animal, agotado, alcanzó la cima. Ahora se encontraba sobre un gran campo de nieve, levemente inclinado, cerca de Mont Crosin, muy por encima del pueblo del que había escapado. No sentía hambre, pero sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació de su hocico entregado; su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía que la mano de la muerte lo presionaba como una carga indescriptiblemente pesada. Un pino aislado, de ramas anchas, lo atrajo; allí se sentó y clavó sus ojos perdidos en la noche gris de nieve. Pasó media hora. Una luz roja y apagada cayó sobre la nieve, extraña y blanda. El lobo se levantó con un quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz. Era la luna, que se levantaba por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y subía lentamente por el cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había visto tan roja y grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al astro opaco, y en la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.

Un poco más tarde surgieron luces y pasos. Campesinos con abrigos gruesos, cazadores y muchachos jóvenes con gorros de piel y botas toscas avanzaban por la nieve. Se oyeron gritos de alegría. Habían descubierto al lobo moribundo, le dispararon dos tiros y ambos fallaron. Entonces vieron que el animal ya estaba a punto de fallecer y se le echaron encima con palos y garrotes. Él ya no los sintió.

Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt Immer, con los miembros quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que bebían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto.

FIN

Hermann Hesse. Novelista y poeta alemán, nacionalizado suizo. A su muerte, se convirtió en una figura de culto en el mundo occidental, en general, por su celebración del misticismo oriental y la búsqueda del propio yo. Hesse nació el 2 de julio de 1877 en Calw, Alemania. Hijo de un antiguo misionero, ingresó en un seminario, pero pronto abandonó la escuela; su rebeldía contra la educación formal la expresó en la novela Bajo las ruedas (1906). En consecuencia, se educó él mismo a base de lecturas. De joven trabajó en una librería y se dedicó al periodismo por libre, lo que le inspiró su primera novela, Peter Camenzind (1904), la historia de un escritor bohemio que rechaza a la sociedad para acabar llevando una existencia de vagabundo.

Durante la I Guerra Mundial, Hesse, que era pacifista, se trasladó a Montagnola, Suiza; se hizo ciudadano suizo en 1923. La desesperanza y la desilusión que le produjeron la guerra y una serie de tragedias domésticas, y sus intentos por encontrar soluciones, se convirtieron en el asunto de su posterior obra novelística. Sus escritos se fueron enfocando hacia la búsqueda espiritual de nuevos objetivos y valores que sustituyeran a los tradicionales, que ya no eran válidos. Demian (1919), por ejemplo, estaba fuertemente influenciada por la obra del psiquiatra suizo Carl Jung, al que Hesse descubrió en el curso de su propio (breve) psicoanálisis. El tratamiento que el libro da a la dualidad simbólica entre Demian, el personaje de sueño, y su homólogo en la vida real, Sinclair, despertó un enorme interés entre los intelectuales europeos coetáneos (fue el primer libro de Hesse traducido al español, y lo hizo Luis López Ballesteros en 1930). Las novelas de Hesse desde entonces se fueron haciendo cada vez más simbólicas y acercándose más al psicoanálisis. Por ejemplo, Viaje al Este (1932) examina en términos junguianos las cualidades míticas de la experiencia humana. Siddharta (1922), por otra parte, refleja el interés de Hesse por el misticismo oriental —el resultado de un viaje a la India—; es una lírica novela corta de la relación entre un padre y un hijo, basada en la vida del joven Buda. El lobo estepario (1927) es quizás la novela más innovadora de Hesse. La doble naturaleza del artista-héroe —humana y licantrópica— le lleva a un laberinto de experiencias llenas de pesadillas; así, la obra simboliza la escisión entre la individualidad rebelde y las convenciones burguesas, al igual que su obra posterior Narciso y Goldmundo (1930). La última novela de Hesse, El juego de abalorios (1943), situada en un futuro utópico, es de hecho una resolución de las inquietudes del autor. También en 1952 se han publicado varios volúmenes de su poesía nostálgica y lúgubre. Hesse, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1946, murió el 9 de agosto de 1962 en Suiza.