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El lobanillo desaparecido

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Érase una vez, hace mucho tiempo,
un anciano que tenía un gran lobanillo que colgaba
de su mejilla derecha, y que le causaba enormes molestias…

Este anciano vivía a los pies del monte Tsurugi en la provincia de Awa, en la isla de Shikoku. Por lo menos, eso es lo que parece, aunque no hay ningún fundamento concreto para asegurar que así fuera. Se dice que esta historia procede de la antigua Colección de cuentos de Uji, pero estando en un refugio antiaéreo, no es posible consultar los textos originales para cerciorarse. Y no solamente en cuanto a este cuento de El lobanillo desaparecido, sino que sucede algo similar con el siguiente de La historia de Urashima, que voy a desarrollar a continuación, cuyos hechos ya aparecen en el antiguo Nihon shoki (Crónicas del Japón), y sobre el que hay un largo poema en la antología Manyoshu (Libro para diez mil generaciones). También parece haber referencias a la historia de Urashima en otros libros antiguos como el Tango fudoki (Crónicas de la provincia de Tango) o el Honcho shinsenden (Historias inmortales del Imperio), y no hace mucho que Ogai presentó una adaptación para el teatro. También creo que Shoyo o algún otro hizo una versión para baile, pero, en cualquier caso, lo cierto es que la historia de Urashima aparece en todo tipo de entretenimientos, desde el noh al kabuki, pasando incluso por los bailes de geishas.

En mi caso, tengo el vicio de regalar enseguida o de vender los libros cuando termino de leerlos, por lo que nunca he tenido eso que podríamos llamar una biblioteca propia. Así que, en casos como este, y basándome en el difuso recuerdo de lo que estoy seguro que alguna vez leí, tengo que deambular rastreando el libro original. Pero ahora eso me resultaría muy difícil. En este momento me hallo acurrucado dentro de un refugio antiaéreo. Y lo único que tengo es un libro de cuentos ilustrado abierto sobre mis rodillas. Tengo que desistir de buscar referencias en otros libros y habré de basarme únicamente en lo que vaya desarrollando mi imaginación. Pero quién sabe si quizá no sea mejor así, y de esta manera salga una historia más viva y entretenida.

Y con tales razonamientos, dándose excusas que suenan al consuelo íntimo de los perdedores, este padre tan particular continúa…

Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo…

Y según iba leyendo en voz alta este libro ilustrado, apretujado en un rincón del refugio, en su interior iba desarrollando una historia nueva y diferente.

Este anciano es un gran aficionado al sake. Un gran bebedor suele ser, en la mayoría de los hogares, un hombre solitario. Decidir si bebe porque es un solitario o si se ha vuelto un solitario porque el resto de la familia le ha dado de lado por ser un bebedor es tan difícil como dar una palmada y determinar cuál de las dos manos es la que ha sonado, por lo que acabaríamos perdidos en divagaciones inútiles. En cualquier caso, este anciano, cuando estaba en casa, siempre tenía el rostro malhumorado. Y no es que su entorno familiar fuese particularmente malo. Su esposa gozaba de buena salud. Ya frisaba los setenta años, pero su espalda se mantenía recta y la vista, clara. Al parecer, en su día había sido toda una belleza. Desde joven había sido de pocas palabras y muy formal, y ahora se dedicaba con gran afán a las tareas del hogar.

Pero si el viejo comentaba con alegría «Mira, ya ha llegado la primavera; el cerezo ha florecido», su esposa contestaba con desinterés «¿Ah, sí? Apártate un poco, por favor, tengo que limpiar ahí»; ante lo cual él volvía a su expresión deprimida de siempre.

Nuestro anciano también tiene un hijo, que ya ha cumplido casi cuarenta años, y que es toda una rareza en este mundo por su irreprochable conducta. No solo no bebe alcohol ni fuma, sino que ni se ríe, ni se enfada, ni se alegra, limitándose a hacer calladamente sus tareas del campo. Las gentes del lugar no pueden sino sentir un profundo respeto por él y le llaman el Santo de Awa. Además, ni ha tomado esposa, ni se afeita, y es tan gris que podría pensarse que está hecho de madera y piedra. En resumidas cuentas, el hogar de nuestro anciano solo puede calificarse como el de una familia excelente.

Y sin embargo, lo cierto es que el hombre está deprimido. Entonces, aunque intenta mostrar consideración hacia su familia, no puede reprimir el deseo de beber sake. Pero si bebe en casa, eso le deprime todavía más. Ni su esposa ni su hijo el Santo de Awa le reprochan nada si bebe en casa. Se limitan a cenar en silencio a su lado mientras él toma su sake de sorbito en sorbito.

Al empezar a emborracharse, surge en el anciano el deseo de un compañero de conversación, por lo que comienza a decir banalidades. «Bueno, ya ha llegado la primavera, ¿verdad? Las golondrinas también han vuelto». Una observación totalmente innecesaria. La esposa y el hijo continúan callados. «La tarde de primavera, aun breve, vale más que un millar de piezas de oro, como decía aquel poema», y así añadía farfullando un nuevo comentario fútil.

Dando por finalizada su cena, el Santo de Awa se levanta y entona unas palabras de agradecimiento por los alimentos ingeridos, mientras hace una profunda reverencia hacia su plato vacío.

«Creo que ya es hora de que coma algo yo también», murmura el anciano mientras, con tristeza, coloca boca abajo sobre la mesa su vacío vaso de sake.

Esto es más o menos lo que viene a suceder cuando bebe en casa.

Una mañana en que hacía buen tiempo
el anciano fue a la montaña para recoger leña

Al anciano le gustaba subir a la montaña Tsurugi en los días soleados, con su calabaza de peregrino sujeta al cinto, para entretenerse recogiendo ramas para el fuego. Cuando se cansó de recoger palos, se sentó en una roca con las piernas cruzadas y, aclarándose la garganta pretenciosamente, exclamó:

—Una vista maravillosa, ¿eh?

Y acto seguido, con firme decisión, echó un trago del sake que llevaba en la calabaza. Realmente tenía una cara de auténtica felicidad. Parece un hombre totalmente distinto de cuando está en casa. Pero lo único que no ha cambiado es el molesto lobanillo que le cuelga de la mejilla derecha. Este lobanillo brotó un otoño de hace unos veinte años, cuando acababa de superar la cuesta de los cincuenta. Primero sintió un extraño calor en el carrillo derecho, después se fue extendiendo un molesto picor y, poco a poco, fue surgiendo una hinchazón que, al palpar y acariciar cuidadosamente, se iba volviendo mayor. Sonriendo con tristeza, el hombre dijo:

—¡Vaya un nieto que me ha salido!

A lo que el Santo de su hijo replicó con gran seriedad:

—De una mejilla no puede nacer un niño. —Como si hubiera hecho un brillante descubrimiento.

—Bueno, no creo que te vayas a morir por eso, ¿no? —apostilló inexpresiva la esposa, desapareciendo a continuación todo su interés por el lobanillo.

En cambio, los vecinos del lugar mostraban mucha mayor compasión, con comentarios del tipo «¿Cómo le ha pasado a usted esto?», «¿No le duele?», «Debe ser toda una molestia, ¿verdad?», u otras palabras de consuelo. Ante estos comentarios, el hombre disimulaba su desdicha contestando sonriente. Pero ahora, lejos de considerarlo una molestia, el anciano había llegado realmente a querer a su lobanillo como si fuera un nieto, pues se había convertido en el único compañero con que aliviar su soledad. Todos los días, al levantarse y asearse la cara por las mañanas, lavaba también con un cuidado especial su lobanillo, como si quisiera purificarlo con el agua clara. En días como este, en que estaba solo en la montaña bebiendo sake y de buen humor, el lobanillo cobraba un significado especial al convertirse en un oyente imprescindible de sus soliloquios. Sentado sobre la roca con las piernas cruzadas y bebiendo el sake de su calabaza, el anciano acariciaba el lobanillo mientras decía:

«Pero qué. No hay nada que temer. Ni nadie a quien guardar consideración. Todo el mundo debería emborracharse. Hasta la formalidad debe tener su límite. ¡Oh, el Santo de Awa!… Vaya, usted perdone. No sabía que fuese un hombre tan maravilloso». Y

así farfullaba a su lobanillo las críticas hacia los demás, para terminar carraspeando en voz alta: «¡Ejem!».

De repente, el cielo se ennegreció
El viento soplaba y soplaba
Y comenzó a llover a cántaros

En las tardes de primavera son raros los chubascos como este. Pero también hay que pensar que en montañas tan altas como el Tsurugi, los cambios bruscos de tiempo suceden de vez en cuando. La montaña parecía cubrirse de un blanco vapor por la lluvia. Las perdices y demás pájaros silvestres se lanzaban como una flecha hacia el bosque buscando refugiarse del temporal, pero el anciano sonreía con calma, sin dar muestras de querer apresurarse.

«No le vendrá mal a este lobanillo mío el refrescarse con la lluvia», decía mientras continuaba sentado en la roca, contemplando el paisaje bajo el aguacero.

Pero cada vez llovía con más fuerza y no parecía que fuese a escampar, así que se levantó con un fuerte estornudo y se echó a la espalda la leña que había reunido.

«Vaya, hombre. Creo que me he enfriado demasiado», admitió. Y se dirigió al interior del bosque buscando refugio. Allí se habían reunido ya un buen número de pájaros y otros animalillos, por lo que el lugar estaba atestado.

«Con permiso. Perdón, con permiso», iba diciendo el anciano a los monos, conejos y palomas de monte, saludando a todos con gran humor y adentrándose poco a poco en el bosque hasta llegar a un gran cerezo de montaña, con un enorme hueco junto a sus raíces, donde finalmente se introdujo. «Vaya, vaya, he encontrado un salón estupendo. ¿Qué tal si pasan ustedes también?», dice a los conejos y otros animalillos. «No hay viejas altaneras ni santos aquí dentro. No hay por qué cohibirse.

Adelante, adelante». Así de contento llamaba a unos y otros; pero al poco rato se quedó dormido y empezó a roncar suavemente. Los bebedores suelen decir tonterías cuando se emborrachan, pero por lo general son gente inofensiva y sin malicia, como en este caso.

Mientras esperaba a que cesase la lluvia,
debido, quizá, al cansancio acumulado,
el anciano se quedó profundamente dormido.
Las nubes desaparecieron, dejando el cielo despejado
y dando paso a una noche de luna clara y brillante. 

Es cuarto menguante, el primero de la primavera. La luna flota en el cielo como si este fuera agua, con un color pálido casi verde, y en el suelo del bosque sobre el que pende, su sombra lo cubre todo como si fuera una lluvia de agujas de pino. El anciano todavía duerme profundamente. Una bandada de murciélagos sale aleteando del hueco de un árbol y el anciano se despierta con un sobresalto, alarmado al ver que es de noche.

«¡Oh, oh, mal asunto!». Al instante pasan por delante de sus ojos el rostro sombrío de su esposa y el semblante austero del Santo. «¡Ah, menuda la hemos hecho! Hasta ahora nunca me han regañado», recuerda. «Pero llegando a casa tan tarde, las cosas pueden ponerse desagradables. ¡Ey!, ¿ya no queda sake?». Agita la calabaza y se reconforta al oír un leve tintineo. «¡Ah, todavía queda!». Apura de un enérgico trago hasta las últimas gotas y empieza a sentirse torpemente sentimental.

«Bien, veo que la luna ha salido», dice, y continúa murmurando comentarios triviales mientras sale a rastras del árbol hueco. «La tarde de primavera, aun breve…».

Y entonces llegamos al pasaje del cuento que dice:

¿Pero qué será este barullo de voces alegres?
Y al mirar… ¡Qué vista tan maravillosa!
¿Estaría soñando? 

¡Mira! En un claro del bosque, se está desarrollando una escena que no puede pertenecer a este mundo. Yo no sé qué aspecto tiene un demonio de esos que llamamos oni. Puesto que nunca he visto ninguno. Desde pequeño he visto dibujos de oni hasta el hartazgo, pero no he tenido el honor de encontrarme cara a cara con ninguno. Con todo, parece que hay muchas variedades de demonio. Puesto que llamamos «demonio» a los asesinos, a los vampiros y, en general, a todo ser odioso y despreciable, podemos pensar que la palabra encierra invariablemente una connotación negativa sobre el carácter del ser al que describe. Pero, por otra parte, en el mundo de las Letras, cuando en la sección de los periódicos dedicada a las novedades editoriales leemos el anuncio de un nuevo libro del maestro Tal y Tal, y lo vemos calificado como «la última muestra del demoníaco talento del autor», uno se queda perplejo. No parece que la sospechosa palabreja esté usada en la sección de novedades con el fin de sacar a la luz y prevenir al mundo de la maldad y perversidad del talento del maestro Tal y Tal. Uno pensaría que al ser tildado de «Demonio de las Letras», endosarle un calificativo tan insultante debería ser considerado como una ofensa por el tal maestro, pero por lo visto no solo no es así, sino que parece que el autor consiente e incluso a veces alienta secretamente, según dicen las malas lenguas, el que le llamen así. Por lo que alguien tan despistado como yo se queda todavía más perplejo. Y es que no consigo imaginarme a estos oni, con su taparrabos de piel de tigre, la cara roja y empuñando un basto garrote de hierro, como divinidades de las artes. Hace ya tiempo que vengo sugiriendo con estúpida inocencia que dejen de usarse calificativos tan difíciles de desentrañar como «talento demoníaco» o

«demonio de las Letras», pero quizá se deba a mi estrecha mentalidad, que no termina de comprender que existen muchas clases de demonios. En un caso así, si pudiera echar tan solo una ojeada a la Enciclopedia Nipónica, podría aparentar al instante ser un docto erudito al que viejos y jóvenes, mujeres y niños respetan (como suele suceder con todos los sabihondos de este mundo), y, poniendo expresión circunspecta, disertar con detalle sobre las mil y una particularidades de los demonios. Pero, por desgracia, estoy acurrucado en un refugio antiaéreo y todo lo que tengo es un libro ilustrado de cuentos para niños sobre mis rodillas. Me veo obligado, pues, a basar mis disertaciones únicamente en los dibujos de este libro.

¡Mira! Al fondo del bosque, sobre un claro cubierto de hierba, están sentados en círculo algo más de una decena de extrañas figuras humanoides, o quizá deba decir de bestias. En cualquier caso se visten con taparrabos de piel de tigre, son grandes y de color rojo y, a la luz de la luna, están en mitad de la celebración de un banquete.

Al principio, el anciano se asusta. Pero los bebedores, aunque puedan ser unos cobardes cuando están sobrios, si están ebrios son capaces de mostrar un valor mayor que el de la mayoría de la gente. Nuestro anciano ahora está sumido en una agradable embriaguez. Se siente todo un valiente que no teme a nada, ni siquiera a las estrictas esposas o a los virtuosos santos. Tampoco ante el misterioso espectáculo que se le presenta ahora va a caerse de espaldas como un vergonzoso cobarde. Todavía a gatas, tal y como salió del hueco del árbol, continúa mirando fijamente el misterioso banquete que tiene lugar ante sí, y murmura: «Parece que se lo están pasando en grande emborrachándose». Y al advertir esto, una extraña felicidad comenzó a brotar en su corazón. Al parecer, los bebedores sienten una especie de gran alegría al ver emborracharse también a los demás. Por tanto, no deben ser egoístas. Más bien deben tener una especie de sentimiento filantrópico parecido al que nos hace brindar por la felicidad de nuestros vecinos. Quieren emborracharse, sí, pero parece que ese placer es doble si también el vecino se emborracha alegremente. A nuestro anciano le pasaba lo mismo. Sabía instintivamente que aquellos seres grandes y rojos que tenía ante sí, a medio camino entre los humanos y las bestias, eran los terribles demonios oni. Como confirmación, estaba además el taparrabos de piel de tigre. Pero estos demonios estaban ahora de buen humor, emborrachándose. El anciano también estaba borracho. En esta situación, necesariamente tiene que haber un entendimiento amistoso. El anciano continúa a gatas, contemplando el extraño festín que tiene lugar a la luz de la luna. Llegó a la conclusión de que los demonios, por lo menos el tipo de demonios que él tenía ante sí, no poseían un carácter esencialmente maligno como los asesinos o los vampiros, sino que a pesar de sus rostros de color rojo y aspecto terrible, eran unos seres alegres e inofensivos. A grandes rasgos, esta impresión del anciano dio en el clavo, puesto que estos demonios eran de carácter afable, y se les podría calificar como los ermitaños del monte Tsurugi. Eran de una raza totalmente distinta de la de los oni que pueblan el infierno. Para empezar, no llevaban algo tan basto como un garrote de hierro. Podemos decir, pues, que esto suponía prueba suficiente de que no eran peligrosos. Pero aunque los califiquemos de ermitaños, no se trataba de unos seres con grandes conocimientos, como pudiera ser el caso de los llamados Sabios del Bosque de Bambú que, como reza su nombre, se recluyeron en un bosque de bambúes, sino que los ermitaños del monte Tsurugi eran más bien bastante obtusos. Si hacemos caso de una explicación etimológica harto simplista que escuché en cierta ocasión, puesto que el ideograma sen que se utiliza en la palabra «eremita» se compone de los más sencillos de «persona» y «montaña», cualquiera que viva en las montañas remotas puede ser calificado de «eremita». Por muy simples de espíritu que fueran estos ermitaños del monte Tsurugi, entonces se les podría llamar también eremitas, con todo el respeto y la aureola de magia que dicha palabra conlleva. En cualquier caso, a este grupo de seres rojos y grandullones que ahora se hallan de fiesta a la luz de la luna, parece más propio llamarlos ermitaños o eremitas que demonios. Ya he hablado de la simplicidad de sus corazones, pero al ver el aspecto que presenta su fiesta resulta evidente el alcance de su intelecto y su falta de sentido artístico, pues se limitan a vociferar y aullar sin sentido, a reírse palmoteando sus rodillas, a brincar en cuclillas o a dar volteretas en torno al círculo que han formado, en lo que parece ser su forma de bailar. Este solo hecho de por sí parece confirmar que expresiones del lenguaje japonés como «talento demoníaco» o «demonio de las Letras» carecen por completo de sentido. Por lo menos, a mí me resulta absolutamente imposible pensar que este hatajo de palurdos sin ningún sentido artístico pueda servir para representar al genio divino de las Artes. El anciano también se quedó anonadado ante un baile tan torpe, y riendo por lo bajo se dijo: «¡Pero qué baile tan patético! Bueno, ¿qué tal si les hago una pequeña demostración de mis habilidades como bailarín?».

El anciano, al que le gustaba bailar,
enseguida se plantó ante ellos de un salto,
y bailaba mientras su lobanillo se balanceaba
hacia arriba y hacia abajo, de una manera alocada y divertida. 

El anciano se hallaba imbuido del valor de la embriaguez. Y además, sentía una gran empatía hacia estos demonios, por lo que, sin temor alguno, se metió entre ellos y comenzó a cantar y bailar su especialidad, la llamada danza de Awa:

«Las jóvenes con su peinado estilo Shimada,
y las viejas con su peluca,
¿cómo no perder el sentido ante esos lazos rojos?
Hasta las novias ocultan el rostro bajo su sombrero,
y se animan diciendo “vamos, vamos”».

Y cantaba con buena voz algo en este estilo popular de las canciones de Awa.

Los demonios, por su parte, se descoyuntaban de risa, saltándoseles las lágrimas o cayéndoseles la baba, emitiendo extraños sonidos guturales de regocijo y sorpresa. El anciano, alentado y emocionado por la reacción, probó otro verso.

«Si cruzamos por el valle,
solo hay piedras y rocas,
y si cruzamos la montaña del bambú,
solo hay bambú».

Cantaba con una voz más alta que antes, acompañando su baile de gestos cómicos.

Los demonios se hallaban eufóricos, y decían:

«Tiene que venir sin falta en las noches de luna.
Que baile y baile para nosotros.
Como prueba de ese compromiso,
quedémonos en prenda algo valioso que tenga». 

Así discutían entre ellos, manteniendo un conciliábulo en voz baja, lleno de cuchicheos. «Ese lobanillo que le cuelga de la mejilla y que brilla tan lustroso parece un tesoro fuera de lo común; si nos lo guardamos en prenda, seguro que vuelve», decían, y tras tan estúpida suposición, se lo arrancaron de pronto. Sin duda eran seres ignorantes, pero seguramente habían aprendido artes mágicas después de haber morado tantísimo tiempo en las montañas, puesto que, sin mayor dificultad, quitaron en un santiamén el lobanillo de la mejilla del anciano sin dejar marca alguna.

El anciano exclama sorprendido: «¡Eh, no podéis hacer eso! ¡Es mi nieto!», ante lo cual los demonios lanzan por toda respuesta unos gruñidos de satisfacción por su astucia.

Con la llegada de la mañana,
a lo largo del camino que reluce con el rocío,
acariciando su lisa mejilla con una expresión abatida,
va descendiendo de la montaña el anciano. 

Como el lobanillo había sido su único confidente en los momentos de soledad, ahora que lo había perdido, el abuelo se sentía algo triste. Sin embargo, la caricia de la brisa matutina en su ya ligera mejilla no era, ni mucho menos, una sensación desagradable. «Bueno, entre unas cosas y otras, por una parte he perdido y por otra he ganado, pero por lo menos me lo he pasado bien cantando y bailando a gusto como no lo hacía desde hace mucho, así que supongo que el balance final es positivo», se iba diciendo despreocupadamente mientras bajaba por el camino hacia su casa, cuando fue a toparse con el santo de su hijo, que se dirigía a las faenas del campo.

—Buenos días —saluda ceremonioso el Santo, quitándose el sombrero.

—Hola —se limita a decir el anciano.

Y sin mayores explicaciones, sigue cada uno por su lado. Al ver que en una sola noche había desaparecido el lobanillo del anciano, hasta alguien como el Santo estaba, en su fuero interno, ciertamente sorprendido; pero pensaba que hacer comentarios sobre el aspecto físico de sus padres era algo que contradecía la ética de un buen santo, por lo que prefirió aparentar que no se daba cuenta y seguir su camino.

Al llegar a casa, su esposa le saludó con un tranquilo:

—Ah, ya estás de vuelta. Buenos días.

Y sin hacer el menor comentario ni pregunta alguna sobre su ausencia de la noche pasada, prosiguió con un:

—La sopa de miso ya está fría —murmurando en voz baja, mientras disponía sobre la mesa el desayuno del anciano.

—No, no importa que esté fría. No hace falta que la calientes —contestó consideradamente a la vez que se sentaba a la mesa.

Mientras tomaba los alimentos que le servía su esposa, sentía un deseo irrefrenable de contarle las maravillas vividas durante la noche. Sin embargo, aplastado por la tan correcta como indolente actitud de ella, las palabras se le atascaron en la garganta como una pelota, y no pudo decir nada, por lo que se puso a comer triste y cabizbajo.

—Parece que se te ha secado el lobanillo, ¿verdad? —dejó caer su esposa.

—Mmm. —Ya se le habían pasado las ganas de hablar.

—Se habrá agrietado y salido el agüilla de dentro, ¿no?

—Mmm.

—Bueno, seguramente se acumulará otra vez y volverá a hincharse.

—Sí, seguramente.

En resumidas cuentas, para la familia de nuestro anciano el asunto del lobanillo no tuvo la menor importancia. Sin embargo, próximo a este abuelo vivía otro que tenía un lobanillo similar en la mejilla izquierda, también muy molesto. Y, a diferencia del primero, para este anciano el lobanillo de su mejilla izquierda era verdaderamente insufrible y odioso. Lo consideraba un estorbo para triunfar en este mundo y sufría pensando en lo mucho que, por su causa, la gente se había reído de él hasta entonces. Por ello, se miraba al espejo a diario, suspirando pesaroso cada vez.

Incluso intentó dejarse una larga barba con objeto de enterrarlo en ella, pero lo único que consiguió es que el lobanillo apareciese como un lustroso sol al amanecer sobre el mar, rodeado de la blanca espuma de esas olas compuestas de pelos, lo cual hacía destacar todavía más el extraño fenómeno. En principio, no había nada reprobable en el aspecto o en el porte de este anciano. Tenía una constitución imponente, una nariz bien formada y unos ojos penetrantes. Su manera de expresarse y sus movimientos encerraban gravedad y siempre daba la impresión de poseer un juicio justo y equilibrado sobre las cosas. En cuanto a su vestimenta, resultaba envidiable y al parecer poseía muchos conocimientos; y si de recursos económicos hablamos, según lo que se comentaba, no se podía ni comparar con el otro anciano borrachín del que hemos hablado hasta ahora. Por todo ello, las gentes del vecindario se dirigían a él conscientes de su superioridad, llamándole «señor» o «maestro», y mostrándole un gran respeto. Es decir, que se trataba de una persona muy respetable en todos los aspectos, pero por culpa de aquel molesto lobanillo, el hombre se encontraba deprimido día y noche, sin poder disfrutar de la vida. La esposa de este caballero era mucho más joven que él, de hecho solo contaba treinta y seis años. No es que fuera extremadamente bella, pero era de tez clara y un poco rechoncha, campechana y siempre de buen humor, de una risa alegre. Tenían una hija de doce o trece años, que esa sí que era toda una belleza, aunque de carácter un tanto estirado e impertinente.

Pero madre e hija congeniaban muy bien, y cada dos por tres estaban riéndose juntas por cualquier cosa, así que a la gente le producía la impresión de que aquel era un hogar feliz y sin problemas, a pesar de la continua desdicha del esposo.

—Mamá, ¿por qué es tan colorado el lobanillo de papá? Parece la cabeza de un pulpo —decía descaradamente la hija sin el menor recato.

Y la madre, sin regañarla en absoluto, se reía y contestaba:

—Es verdad, parece como si le colgara un mazo de monje[2] de la mejilla.

—¡Callaos la boca! —gritó el hombre enfadado, poniéndose en pie de un salto y dirigiendo una mirada de odio a esposa e hija, tras lo cual se retiró a la habitación del fondo, poco iluminada, donde se miró detenidamente al espejo.

«Esto no puede seguir así», murmuraba.

Cuando ya había tomado la determinación de cortarse el lobanillo con una daga, aun a riesgo de morir, llegaron a sus atentos oídos los comentarios sobre el anciano borrachín del vecindario cuyo lobanillo había desaparecido de la noche a la mañana.

Ese mismo atardecer, el distinguido caballero se presentó en la pobre choza del anciano borrachín, del que escuchó la historia de aquel misterioso banquete a la luz de la luna de la noche pasada.

Al escuchar esto, se llevó una gran alegría y dijo:
Bien, bien, entonces yo también tengo que conseguir
sin falta que se lleven mi lobanillo. 

Y se levantó con gran vigor. Por fortuna, esa noche también brillaba clara la luna.

El caballero, como si fuera un guerrero que parte a la batalla, llevaba los labios fruncidos hacia abajo y sus ojos brillaban con firme decisión. Va dispuesto a dejar a los demonios rendidos ante su arte del baile con abanico, y, si por casualidad esos demonios ignorantes y borrachuzos no comprenden su arte, entonces está dispuesto a matarlos a todos con su abanico de metal como arma. Adelantando un hombro tras otro con energía, va penetrando en lo más hondo del monte Tsurugi con su abanico de hierro apretado en la mano derecha con una decisión tal, que no se sabe si su verdadero propósito es exhibir su talento para el baile ante los demonios o exterminarlos. En casos como este, el resultado artístico de aquel que va desde el principio, como se dice, con la «intención de crear una obra maestra», suele arrojar unos frutos desastrosos.

La danza de nuestro docto caballero, por resultar demasiado abrupta y consciente, terminó en un fracaso estrepitoso. De improviso, se plantó en medio del festejo de los demonios, caminando con gran solemnidad y reverencias, y saludando con un:

—Aunque no vaya a estar a la altura…

Acto seguido, desplegó su abanico con una floritura y, manteniendo la pose, miró fijamente a la luna, quedando tan inmóvil como los grandes árboles que le rodeaban. Tras dejar pasar unos momentos así, da un ligero toque en el suelo con el pie y, como haciéndose esperar, empieza a recitar lastimero:

«Esto era un monje que pasaba el verano
en Naruto, en la provincia de Awa.
Puesto que sabía que el clan de los Taira
había encontrado su fatal destino en estas aguas,
todas las noches acudía a la playa para rezar
por el descanso de sus almas.
Aguardando junto a las rocas,
aguardando junto a las rocas,
parece como si escuchara el sonido de una embarcación
entre las olas, o quizá el de los remos,
en las tranquilas aguas de Naruto de esta noche.
Así debió ser ayer también, y así será mañana también».

Tras un leve movimiento, una vez más dirige su mirada a la luna, y mantiene la pose.

Los demonios estaban desconcertados y espantados.
Poniéndose en pie apresuradamente,
comenzaron a huir a trompicones hacia el interior de la montaña. 

—¡Esperad un momento! —les gritaba el caballero desesperado, mientras corría detrás de ellos—. ¡No me podéis abandonar ahora!

—¡Huid, huid! Debe de ser Shoki, el cazador de demonios.

—¡No, no soy Shoki! —vociferaba el caballero mientras intentaba darles alcance con todas sus fuerzas—. Por favor, por favor, ¡llevaos este lobanillo!

—¿Qué? ¿El lobanillo? —El demonio, confundido por la agitación, le malinterpretó—: Ah, ¿conque era eso? Es un preciado tesoro que guardamos en prenda del anciano del otro día, pero ya que tanto lo deseas… ¡Está bien! Te lo daremos. Pero no vuelvas a bailar así, por favor. Nos has arruinado el placer de nuestra borrachera. Te lo pido. Déjanos en paz. Ahora nos tenemos que ir a otro sitio y volver a empezar la fiesta. Te lo pido. Déjame marchar de una vez. ¡Eh, que alguien le de a este viejo chiflado el lobanillo de la otra noche! ¡Dice que lo quiere!

Los demonios trajeron el lobanillo que se habían quedado la otra noche,
y se lo pusieron en la mejilla derecha al caballero.
Ay, ay, ahora ha terminado con dos lobanillos.
Y cómo pesan cuando se balancean al caminar,
a medida que el pobre anciano
emprende pesaroso el camino de vuelta hacia la aldea. 

Fue un resultado verdaderamente trágico. Por lo general, los cuentos infantiles terminan con la moraleja de que quien hace algo malo recibe al final un castigo y, sin embargo, el anciano caballero de nuestra historia no ha hecho nada malo. ¿Acaso lo único que puede achacársele no es sino haberse puesto demasiado envarado por los nervios y haberle salido un baile estrafalario? Por lo demás, tampoco había ningún pariente malvado en la familia de este anciano. Y lo mismo se puede decir del anciano borrachín, o de su familia, o de los demonios del monte Tsurugi, pues ninguno ha hecho nada malo. En resumidas cuentas, aunque en esta historia no haya habido ni un solo acto punible, sí hay una persona con desenlace infeliz. Por ello, si quisiéramos utilizar esta historia del lobanillo desaparecido como una moraleja para la conducta cotidiana, nos veríamos en serias dificultades. Y si aquí algún lector irascible me espeta y acorrala con un «Bueno, y entonces ¿qué quieres decir con esta condenada historia?», solo me quedará contestar de la siguiente manera: «Es una tragicomedia sobre el carácter humano. En el fondo de nuestra vida cotidiana, siempre subyace este problema».

FIN

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