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El lagarto hipotético

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La mitad de su cara era de porcelana.

Sentada en su balcón, masticando con aire ausente las anémicas flores azules que había arrancado de la jardinera que tenía en la ventana, Som-Som observaba el patio de la Casa Sin Relojes. Sencillo y circular, se extendía allí abajo como si se tratase de una sombría charca de agua estancada. Las baldosas negras, pulidas hasta alcanzar un brillo impasible fruto del paso de incontables visitantes, parecían más un remanso de aguas tranquilas, visto desde lo alto, que un simple suelo de piedra. Las grietas y las hendiduras, que podrían haber alterado ese efecto, tan solo resultaban visibles cuando una veta de musgo aparecía entre esas sinuosas costuras al atravesar lo que, de no ser por eso, semejaba una corriente de agua sin rasgo distintivo alguno. Esas marcas bien podrían haber sido el delicado entramado de limo de un estanque, dividiéndose y dispersándose con la más mínima salpicadura, con la más insignificante onda.

Cuando Som-Som tenía cinco años, su madre se percató de la dolorosa belleza que empezaba a concretar su rostro de niña, lo que le llevó a dejar atrás, sin que la niña fuese consciente de lo que ocurría, el laberinto de gritos nocturnos de Liavek hasta llegar a aquella casa de color pastel con ese patio redondo de piedras negras. Arrastrada por su madre, Som-Som atravesó a medianoche el suelo embaldosado oyendo el eco de sus propios pasos, como en un susurro, al rebotar en las altas paredes curvadas que rodeaban las tres cuartas partes de aquel recinto. La fachada cóncava de la Casa Sin Relojes completaba el círculo y, en mitad de ese amplio arco, se encontraban las siete puertas, cada una de un color diferente. Su madre se decidió a llamar a la que estaba justo en el centro, la de color blanco.

Oyeron el leve sonido de unos pasos discretos, seguidos por el chirriar de un pestillo al otro lado de la puerta, que se abrió de un modo sorprendentemente silencioso. Fue una chica de unos quince años, vestida de blanco sobre el blanco fondo de la habitación que se extendía tras ella, la que abrió la puerta. Oteó hacia la oscuridad en la que se encontraban con mirada ausente, carente de juicio.

La ropa que llevaba puesta se ajustaba a su cuerpo y tenía el color de la nieve, y unas leves sombras azules se destacaban entre los pliegues. Estaba cubierta de la cabeza a los pies, aunque la tela mostraba varios cortes que dejaban al aire su seno derecho, su mano izquierda y su impenetrable rostro, que más bien parecía una máscara.

Al observar a aquella delgada figura, enmarcada en un frío rectángulo de luz, en un primer momento Som-Som pensó que los fragmentos de carne del cuerpo de la chica que resultaban visibles debían de haber sido coloreados con algún tipo de pintura o polvos para darles aquel tono rosáceo. Al fijarse con detalle, sin embargo, entendió, con un chispazo de fascinación y temor, que su piel estaba cubierta por completo con palabras, diminutas pero legibles, tatuadas con un vívido color carmesí sobre el suave lienzo blanco que era su piel. Frases meticulosamente escritas, ambiguas y sugerentes, que se iniciaban, dibujando una espiral, en el centro granate de su pezón. Versos de una elegante y críptica pasión rodeaban la órbita de su ojo izquierdo antes de transformarse en una perfecta metáfora bajo la sombra que delineaba su pómulo. Sus dedos goteaban poesía.

Miró en primer lugar a Som-Som y después a su madre, sin elaborar juicio alguno sobre ellas. Como si respondiese a un movimiento acordado de antemano, se dio la vuelta y echó a andar con pasos minúsculos y precisos hacia el resplandor ártico proveniente del interior de la Casa Sin Relojes. Som-Som y su madre la siguieron de inmediato, cerrando la puerta blanca a su espalda.

La chica (cuyo nombre, como supo Som-Som tiempo después, era Libro) las condujo a través de unos espectrales y perfumados pasillos hasta llegar a una habitación que era, a un tiempo, gigantesca y cegadora. La luz blanca, refractada a través de lentes y cristales facetados, parecía flotar en el aire como una telaraña fantasmal, provocando que las formas y los ángulos en el interior de la habitación quedasen suavizados. En el centro de esa neblinosa fosforescencia, se encontraba una mujer tumbada sobre un montón de pieles polares. Cojines bordados con intrincadas cenefas escarchadas se esparcían bajo sus pies. La centelleante bruma que la envolvía borraba las arrugas de su piel convirtiéndola en un ser atemporal, pero cuando habló su voz sí evidenció su edad. Se llamaba Ouish y era la madame y propietaria de la Casa Sin Relojes.

Las dos mujeres mantuvieron una breve conversación en voz baja que a Som-Som le resultó del todo incomprensible; apenas captó algunos detalles. En un momento dado, Madame Ouish se levantó de su lecho de pieles blancas y se acercó cojeando a la niña para echarle un vistazo. La vieja tomó la cara de Som-Som entre el índice y el pulgar, sin apretar, y volvió su rostro hacia un lado para estudiar su perfil. El roce de sus dedos era suave y ligero, aunque sorprendentemente cálido en esa estancia, que centelleaba con una frialdad sobrenatural. Con evidente satisfacción, se volvió y asintió en dirección a la chica llamada Libro antes de regresar a la comodidad de sus pieles.

La sirviente tatuada salió de la habitación y regresó poco después con un pequeño bolso de cuero blanco. Daba pequeños saltitos al caminar. Le entregó el bolso a la madre de Som-Som, que parecía asustada e indecisa. El peso del bolso, no obstante, la tranquilizó y no opuso resistencia ni se quejó cuando Libro la tomó del brazo sin hacer apenas fuerza y la condujo fuera de la habitación blanca.

Pasó un buen rato hasta que Som-Som entendió que su madre ya no iba a volver.

***

Estaba Khafi, una contorsionista de diecinueve años que podía retorcer su cuerpo hacia atrás logrando reposar sus nalgas cómodamente en lo alto de su cabeza sin dejar de sonreír por entre sus tobillos. También estaba Delice, una mujer de mediana edad que utilizaba catorce agujas para provocar placeres y tormentos inconcebibles, evitando que en el cuerpo quedase ni siquiera la más insignificante marca. Mopetel era capaz de detener los latidos de su corazón y de dejar de respirar, alcanzando un estado cercano al de un cadáver durante más de dos horas. A Jazu le crecía por todo el cuerpo una espesa cantidad de pelo negro e iba de un lado para otro a cuatro patas comunicándose solo mediante gruñidos. Y después estaban Rushushi, Hata y Loba Pak, que no parpadeaba…

El hecho de vivir rodeada de todos esos personajes exóticos, donde la extrañeza se convertía en algo cotidiano debido a su reiteración, ayudó a Som-Som a desarrollar cierto sentido de la objetividad. Sin discriminar ni otorgar su favor, pasaba la mayor parte de sus días observando todas aquellas destacadas rarezas, preguntándose cuáles le proporcionarían alguna pista que le ayudase a saber en qué iba a convertirse. Escuchaba a escondidas las conversaciones que Madame Ouish mantenía con sus colaboradores más cercanos, decodificando con paciencia su sublenguaje, formado por pausas y sílabas tónicas, lo que le había llevado a entender que la estaban preservando para algo especial; especial incluso entre toda aquella amalgama de especialidades que rondaba por la Casa Sin Relojes. ¿Le enseñarían el arte de lograr que los hombres y las mujeres alcanzasen el éxtasis mediante las vibraciones de su voz, como hacía Hata? ¿Adoptaría ella el talento para la muerte no permanente característico de Mopetel? Con una sonrisa, aceptaba las frutas caramelizadas y los mazapanes que le ofrecían los indulgentes adultos, al tiempo que estudiaba sus rostros y los analizaba.

En su noveno cumpleaños, Libro condujo a Som-Som al deslumbrante santuario de Madame Ouish. Con su adusta sonrisa, inquietante por su desacostumbrada calidez, Madame Ouish despidió a Libro; después palmeó sobre sus invernales pieles, siempre bajo su cuerpo, y le hizo un gesto a Som-Som para que se sentase a su lado. Con una expresión facial que bien podría haber pertenecido a cualquier otra persona, la propietaria de la Casa Sin Relojes le contó a Som-som cuál iba a ser la exclusiva misión que iba a desempeñar en el establecimiento.

Si así lo deseaba, podría convertirse en una de las prostitutas de uso exclusivo para brujos. De ser así, a partir de ese momento, tan solo las manos capaces de darle forma a la fortuna tendrían acceso a las cálidas curvas de su sustancia. De ese modo, ella llegaría a entender los abstractos deseos de aquellos que manejaban las palancas secretas del mundo y, sin duda, incluso alcanzaría la felicidad sirviéndoles.

Arrodillada en el borde de aquel lecho de pieles plateadas, Som-Som sintió que el mundo se detenía mientras iban penetrando en su cabeza las palabras de la anciana, entrechocando como enormes planetas de cristal.

¿Brujos?

De vez en cuando, enviaban a Som-Som en busca de un filtro de escasa importancia o de un remedio para los más viejos habitantes de la Casa Sin Relojes y eso la conducía hasta el Callejón de los Magos. Esa calle, cambiante e inestable, con todos aquellos movimientos que se producían más allá de su ángulo de visión, no le había dejado en la memoria una imagen clara o consistente de la que pudiese echar mano. Algunos de sus residentes, sin embargo, eran inolvidables. Sus ojos. Sus terribles y sabios ojos…

Se imaginó a sí misma desnuda frente a una mirada que hubiese conocido las profundidades de unos océanos en los que las personas no eran sino peces; una mirada capaz de descubrir el secreto patrón que seguían las olas en aquellas insondables mareas que trazaban las circunstancias de la vida. Una sensación más ambigua que el miedo o la diversión empezó a extender sus tentáculos por las tripas de Som-Som. En un lugar lejano, en una habitación blanca preñada de un oscuro brillo, Madame Ouish le detalló toda una serie de condiciones que Som-Som tendría que cumplir antes de empezar siquiera a desempeñar sus nuevas obligaciones.

Por lo visto, las personas que se dedican a manipular la fortuna no suelen dejar nada al azar. Antes de que un brujo entre en contacto físico completo con otro ser, exigirá de manera inflexible que se tengan en cuenta ciertas precauciones. Entre estas, las más significativas son las relacionadas con el hecho de guardar secretos. Los éxtasis de los magos suelen ser momentos asombrosos y aterradores, durante los cuales sus poderes se encuentran fuera de control, a su libre albedrío.

Eran sobradamente conocidos varios fenómenos que se habían manifestado de forma espontánea, así como el nombre de ciertos conjuros que murmuraban en el momento culminante. En el mundo de los magos, semejantes indiscreciones podían conllevar consecuencias letales. La más inocente de las confesiones íntimas, en caso de estar relacionada con un enemigo lo bastante cruel, podía acarrear unos terribles resultados para el incauto taumaturgo. Podía verse acosado en mitad de la noche por unas manos frías con ojos sin párpados en las palmas, podía brotar en su cuello una llaga púrpura, con la forma de unos labios infantiles, que le susurrase delirantes obscenidades al oído hasta hacerle perder la razón.

El intangible continente de la fortuna era un territorio plagado de peligros, así que si se convertía específicamente en puta para brujos tendría también que convertirse en novia del Silencio.

Para cumplir con tal fin, a Som-Som la llevarían a una casa concreta del Callejón de los Magos, una dirección extraordinaria que solo podía ser encontrada el tercer y el quinto día de la semana. Una vez allí, a la niña se le entregaría un pequeño gusano encurtido, de color ocre, que ayudaría a aquel que habitaba en aquella casa, un reconocido fisiomante, a descubrir la mansión gris y rosácea del alma de Som-Som. A partir de ese momento, el Silencio daría comienzo.

Un único hilo cartilaginoso conecta los dos hemisferios del cerebro; se trata de la senda que recorren los urgentes mensajes neuronales del intuitivo y preverbal lóbulo derecho en dirección al más racional y activo homólogo de la parte izquierda. En el caso de Som-Som, ese delicado puente sería destruido, cercenado de raíz por un afilado cuchillo, con el fin de imposibilitar para siempre la comunicación entre las dos mitades de la psique infantil.

Para recuperarse de la intervención quirúrgica, la niña dispondría de todo un año durante el que adaptarse a sus nuevas percepciones. Tendría que aprender a mantener el equilibrio y a agarrar objetos sin la ayuda de la visión estereoscópica o de la profundidad de campo. Tras muchos episodios de frustrante y triste parálisis, en los que se quedaría de pie y temblando, llevando a cabo enternecedores gestos tan solo completados a medias, mientras su cuerpo se vería acosado por impulsos contradictorios, finalmente lograría cierto grado de coordinación y elegancia. Sus movimientos, sin lugar a dudas, siempre estarían marcados por un punto de lentitud y una ligera inseguridad, pero si sabía sacarles partido, nada indicaba que ese efecto de ensueño no pudiese resultar erótico en sí mismo. Cuando finalizase el año de reajuste, a Som-Som le harían un molde de yeso de la cara, tras lo cual llevaría siempre puesta la Máscara Rota.

La Máscara Rota no era en realidad una máscara rota, sino una máscara dividida en dos mitades. Hecha de porcelana y pensada para cubrir toda la cabeza, sería cortada en dos de manera absolutamente precisa con un pequeño cincel de plata, empezando por la nuca, atravesando el frío y pelado cráneo y descendiendo por el puente de la nariz para dividir los labios, inexpresivos ya para siempre. El lado izquierdo de la máscara se lo llevarían lejos de allí y lo triturarían hasta convertirlo en polvo, para permitir que el viento se lo llevase.

Antes de encajarle la Máscara Rota, a Som-Som le afeitarían la cabeza y le frotarían el cuero cabelludo con el maloliente jugo verde de una baya conocida por su capacidad para destruir los folículos capilares, impidiendo de ese modo que volviese a crecer el cabello. Eso aseguraría su comodidad, al menos parcialmente, durante los próximos quince años, en los que nunca se sacaría la máscara a menos que los lentos cambios en la forma de su cráneo le produjesen algún tipo de incomodidad. En caso de ser así, le extraerían la máscara de la cabeza y volverían a moldearla.

La inmaculada topografía de la Máscara Rota, que cubriría la parte derecha de la cabeza de la niña, no se vería interrumpida por ninguna clase de apertura para ver u oír. El ojo de porcelana sería opaco, blanco y ciego. La oreja de porcelana no permitiría oír nada. Ocultos bajo ese cascarón, sus homólogos orgánicos sufrían una desventaja similar. Som-Som no vería nada con el ojo derecho y estaría sorda del oído derecho. Tan solo la mitad descubierta de su cara mantendría las percepciones intactas.

Debido a un paradójico efecto reflectante propio de la naturaleza, las impresiones sensoriales recibidas por los órganos del lado izquierdo del cuerpo serían transportados al hemisferio derecho del cerebro. Pero la información se mantendría allí gracias al corte del puente que conecta ambos lóbulos. Nunca llegaría a los centros de actividad cerebral que gobiernan el habla y la comunicación, pues están situados en el lado izquierdo del cerebro, una tierra perdida sin remisión tras el abismo generado por la cirugía. Su ojo vería cosas, pero sus labios no sabrían nada al respecto. Las conversaciones que llegasen a su oído jamás serían repetidas por una lengua que ignoraría las palabras necesarias para darles forma.

Estaría ciega, aunque no exactamente. Podría oír, tras ciertos arreglos, e incluso lograría hablar. Pero habría sido Silenciada.

En el interior de la favorecedora opalescencia de su blanca habitación, Madame Ouish concluyó la descripción de los honores que le esperaban a esa aturdida niña de nueve años. Hizo sonar la diminuta campanilla de porcelana que convocaba a Libro a la habitación y ponía fin a la audiencia. Tambaleándose sobre unos pies que, de repente, eran demasiado grandes debido a la pérdida de circulación sanguínea, Som-Som le permitió a la tatuada sirvienta que la condujese hacia la deslumbrante y prosaica luz del día.

Libro se detuvo en el umbral, se volvió hacia la niña, cegada por el sol, y sonrió. Arrugó las palabras que estaban escritas sobre sus mejillas y las hizo temporalmente ilegibles debido a una sonrisa que no mostraba crueldad alguna.

—Cuando seas Silenciada y no puedas revelar tus conclusiones a nadie, te permitiré leer todas mis historias.

Su voz tenía un tono irregular, como si llevara mucho tiempo sin utilizarla. Alzó su mano sin guante, moteada de carmesí, y rozó la caligrafía de su frente. Después, bajó la mano y acarició con sutiliza la lírica espiral de su pecho. Sonrió de nuevo, se dio la vuelta, echó a andar hacia el interior de la casa y cerró la puerta a su espalda; un acto de pornografía ambulante.

Fue la primera vez que Som-Som la oyó hablar.

Al día siguiente, llevaron a Som-Som a una esquiva vivienda en la que un hombre con una mata de cabello blanco, que había sido moldeada para formar una rígida aleta dorsal que recorría la parte superior de su cráneo, le entregó un diminuto gusano de color marrón para que se lo metiese en la boca. Ella se fijó en que estaba muerto y arrugado y resultaba desagradable a la vista, aunque no más de lo que debía de resultar cuando estaba vivo. Se lo colocó bajo la lengua, porque era lo que se esperaba que hiciese, y empezó a masticar.

Se despertó siendo ya dos personas separadas, dos extrañas que no se hablaban pero que compartían la misma piel, sin colaborar o debatir entre ellas. La enviaron de vuelta a la Casa Sin Relojes metida en un pequeño carrito acondicionado con cojines. Notó las sacudidas al cruzar el arco de la entrada y al atravesar la pantagruélica mancha de tinta negra del patio, y todo lo que le habían prometido que pasaría acabó pasando.

De eso hacía ahora doce años.

Sentada en su balcón, con la mitad visible de sus labios manchada de azul por el jugo de las flores que estaba masticando, Som-Som observaba el patio de la Casa Sin Relojes. Inalterable a pesar de la brisa vespertina, el estanque negro le sostuvo la mirada. Esparcidas sobre el agua impenetrablemente oscura, flotaban las hojas caídas, inmóviles retazos de color sepia sobre la negrura.

Si se hubiese dejado caer hacia delante, muy despacio, sobre aquel estanque de medianoche que se extendía abajo, ¿habría sufrido algún daño? Al precipitarse como un guijarro, seguro que apenas habría alterado la impasible superficie, una acrobacia plateada contra las frías aguas de ébano que la rodeaban. Por encima de ella, las ondas se extenderían como el agónico pulso de una herida. Pequeñas ondas negras que toparían contra las paredes del patio de la Casa Sin Relojes. Luego, las aguas volverían a calmarse como si fuesen de piedra.

Sumergida, con movimientos precisos y resueltos, nadaría bajo la tierra, pasando por debajo de las paredes curvadas de la Casa Sin Relojes, por debajo de la propia Ciudad de la Suerte, para adentrarse en los inexplorados océanos sólidos que se extendían a partir de allí. En las profundidades, se deslizaría por entre las brillantes vetas de mineral, atravesando los estratos profundos y olvidados. Se lanzaría hacia arriba y titilaría y daría vueltas entre los bajíos de las capas superiores, saliendo a la superficie de vez en cuando para dar un reluciente salto que trazase un arco bajo la luz del sol, dejando una estela de gotas de tierra en el aire. Volvería a sumergirse en busca de la fresca soledad de la arcilla y la arenisca, lejos, muy lejos allí abajo…

Alguien atravesó la superficie del agua negra; unas sandalias de madera rasparon de manera audible aquella sustancia repentinamente endurecida e hicieron crujir las hojas resecas. Incapaz de mantenerla intacta ante semejantes contradicciones, la ilusión de Som-Som se evaporó y, acto seguido, resultó ya inaccesible a la rememoración.

Una parte del rostro de Som-som se ensombreció, irritada por esa intrusión en su ensueño. Una de sus cejas se frunció en un gesto petulante mientras la otra permanecía inmóvil e indiferente. Su único ojo visible, la más exquisita de sus dos gemas precisamente por haber perdido a su gemela, se fijó en la visita que estaba cruzando el patio. Inadvertida desde su balcón, estudió al intruso, alterada al apreciar una peculiaridad en su manera de caminar y en su postura que le resultó familiar. Entrecerró el ojo izquierdo para intentar ver mejor, deformando así la simetría de su cara dividida en dos con un guiño aséptico.

La figura era delgada, de peso medio, y estaba envuelta de arriba abajo en una hermosa tela de seda roja que dejaba a la vista solo la cara, las manos y los pies. La delicada línea que trazaban sus hombros y brazos remitían, de manera inconfundible, a un cuerpo de mujer, pero el modo en que el torso estaba unido a unas caderas estrechas y angulosas destilaba también algo masculino. No se apresuró en atravesar el patio y se detuvo ante la puerta de color amarillo pálido que se hallaba en el extremo de la derecha de la Casa Sin Relojes. La figura dudó y se dio la vuelta para echarle un vistazo al patio, lo que le permitió a Som-Som tener una primera visión clara del rostro maquillado, hasta ese momento ajeno pero ahora de inmediato reconocible.

La visitante se llamaba Rawra Chin y era un hombre.

A lo largo de sus años de servicio en ese cambiante entorno, con una percepción del mundo limitada por su condición y por el virtual confinamiento en el que había vivido, Som-Som había logrado, a pesar de todo, alcanzar una suerte de meseta de comprensión, algo así como un mirador interior con vistas a la amplia esfera de actividades humanas de las que la Máscara Rota le había privado. Esa perspectiva le había aportado una perspicacia que era, a un tiempo, aguda y peculiar.

Entendía, por ejemplo, que el mundo, más allá de ser un ilimitado océano de fortuna, también era una agitada vorágine de sexo. Establecimientos como la Casa Sin Relojes eran islas dentro de esa corriente, y la gente se veía arrastrada hasta sus playas por las mareas del deseo y la soledad. Algunos se quedarían allí para siempre, alojados justo sobre la línea que marcaba la marea alta. La mayoría serían absorbidos por la resaca de las aguas. Entre aquellos fragmentos reclamados por el océano, unos pocos no volverían a tierra nunca más y, en caso de hacerlo, no lo harían en esas latitudes.

Rawra Chin, al parecer, era una excepción.

Som-Som la recordaba como el chico de catorce años, de huesos anchos y algo desmañado, que empezó a trabajar en la Casa Sin Relojes cuando ella cumplía ya cinco años de servicio. A pesar de lo chata y ancha que era su cara, así como de la torpeza de su comportamiento, Rawra Chin poseía ya entonces una rara e indefinible esencia de personalidad, lo que le daba cierta gracia a aquel chico adolescente y a su vez le aportaba una belleza de lo más perturbadora.

Madame Ouish, que disponía de una trabajada capacidad para detectar las perlas de lo extraordinario encerradas en las ostras de la cotidianidad, se fijó en el específico aunque elusivo encanto de Rawra Chin cuando decidió darle trabajo al joven. Lo mismo le ocurrió a la clientela de la Casa Sin Relojes, formada por infinidad de comerciantes, pescadores y soldados, que no tardaron en proclamar a Rawra Chin como su favorita, pidiendo verla siempre que tenían oportunidad de visitar el establecimiento.

El vínculo que compartían todos los que admiraban el carisma de Rawra Chin era que ninguno de ellos podría haber identificado dicho carisma de manera precisa. Siguió siendo un misterio, oculto en algún lugar entre los dispares componentes que formaban su ancho y muy maquillado rostro, flotando en algún punto de enfoque imaginario entre su boca de labios finos y sus separados ojos; algo sobrecogedoramente palpable y, aun así, siempre inasible.

Som-Som, una de las dos personas en la Casa Sin Relojes que llegó a conocer de verdad a Rawra Chin, siempre había pensado que sus encantos manaban de las profundidades emocionales de aquel muchacho nervioso y vacilante, no de algo relativo a lo físico o lo fisonómico.

Le rodeaba una constante melancolía que parecía dar forma a todos sus gestos, desde su postura al modo en que se cepillaba el pelo, tan largo y suave, tan dorado que era casi blanco. De vez en cuando también podía apreciarse un helador destello de terror en sus ojos, demasiado separados para ser bonitos, aunque sí lo suficiente para ser hermosos. Esos dispares detalles de su personalidad se entretejían y transmitían una turbadora impresión de vulnerabilidad. Pero respecto al origen de esa vulnerabilidad, Som-Som no tenía más idea que los casuales y fugaces clientes que adoraban a Rawra.

En muchas ocasiones, se había sentado a tomar el té con Som-Som en su balcón para matar el tiempo entre sus diferentes compromisos, una distracción muy popular entre los habitantes de la Casa Sin Relojes. Debido a la singularidad de la deficiencia de Som-Som, podían revelarle sus anhelos o sus rencores sin ningún temor. Rawra Chin la visitaba durante las largas y aburridas mañanas, y parecía deleitarse con las suaves infusiones florales y con la oportunidad de trabar con ella una charla de dirección única.

Daba la impresión de que Som-Som contribuía más bien poco en esas conversaciones íntimas, pues no tenía confidencias que fuese capaz de compartir. Habida cuenta de que el lado de su cerebro que gobernaba el habla no había conocido otra cosa más que oscuridad y silencio desde hacía muchos años, lo mejor que podía ofrecer en una conversación eran una serie de fragmentos de conversación inapropiados y fuera de contexto, impresiones a medio recordar y anécdotas relacionadas con el mundo que Som-Som había conocido antes de ser Silenciada.

Para confundir aun más el asunto, la mitad verbal de Som-Som no oía y se veía obligada a realizar exclamaciones sin saber si la otra persona había acabado siquiera de hablar. Así pues, mientras Rawra Chin podía estar realizando una vívida descripción de lo que esperaba hacer cuando dejase de trabajar en la Casa Sin Relojes, Som-Som podía sobresaltarla diciendo: «Recuerdo que mi madre era una mujer desagradable que corría de un lado a otro para acabar con su vida cuanto antes» o alguna otra cosa igual de incomprensible, seguido de un largo silencio durante el que miraba educadamente a Rawra Chin y bebía de su infusión floral con la comisura izquierda de la boca.

Aunque en un principio Rawra Chin se sintió desorientada por esas exclamaciones arbitrarias, poco a poco fue acostumbrándose a ellas y esperaba hasta que Som-Som terminaba sus manifestaciones sin sentido antes de retomar su discurso. La continua presencia de esas extrañas exclamaciones no disminuían el grado de disfrute de Rawra Chin en esos interludios conversacionales. Som-Som suponía que su verdadera contribución en esas charlas era el mero hecho de estar presente en ellas.

Su función consistía en ejercer de receptáculo para las aspiraciones y las ansias de los demás, algo que nunca llegó a ser para ella una labor opresiva. Le encantaba la exclusividad que entrañaban esas miradas al modo en que se desarrollaba la vida corriente. El hecho de que la gente le contase a ella cosas que ni siquiera compartían con sus amantes le ofrecía una perspectiva sobre la naturaleza humana mucho más certera y completa que aquella de la que disfrutaban muchos eruditos y filósofos.

Ese detalle le otorgaba cierto grado de poder personal y se enorgullecía de su capacidad para no revelar los nombres de los muchos y variados personajes que se habían presentado ante ella, desnudando las características esenciales que ocultaban tras la fachada del cariño y del autoengaño. Rawra Chin había sido el único fracaso de Som-Som.

Al igual que le ocurría a todos los demás, Som-Som no había sido capaz de ponerle nombre al excepcional y precioso elemento mediante el que ese adolescente desconcertantemente atractivo había construido su identidad.

Por otra parte, Som-Som fue capaz de construir una imagen bastante completa de las aversiones y de los anhelos de Rawra Chin; algo que podría parecer superficial si no se tenían en cuenta sus motivaciones más esenciales.

Som-Som sabía, por ejemplo, que Rawra Chin no quería que la prostitución se convirtiese en el trabajo de su vida. Había oído declaraciones similares por parte de la mayoría de los habitantes de la Casa Sin Relojes, pero apreció en Rawra Chin una determinación de hierro en ese sentido, lo que alejaba su valoración del futuro de las más bien tristes y manoseadas fantasías de sus compañeras.

Rawra Chin solía decirle a Som-Som que algún día llegaría a ser una gran artista que viajaría por todo el planeta acercando su arte a las masas gracias a alguna famosa compañía teatral, como la Troupe Medias Rotas o los Actores Mnemónicos de Dimuk Paparian. Las pantomimas mucho menos estéticas que ella llevaba a cabo todos los días tras la puerta amarillo pálido de la Casa Sin Relojes eran solo torpes ensayos con relación a los innumerables triunfos que, como actriz, le esperaban en algún otro lugar en el futuro.

La puerta amarillo pálido daba acceso a la parte de la casa dedicada a búsquedas románticas de naturaleza más teatral. Sus cuatro plantas, conectadas por una escalera de madera pulida que zigzagueaba por el exterior de la casa desde el patio hasta el inclinado tejado de pizarra gris, alojaban a cuatro especialistas en diferentes artes eróticas.

En la planta superior vivía Mopetel, con su capacidad para convertirse casi en un cadáver. Debajo vivía Loba Pak, cuya carne tenía una singular consistencia que le permitía adoptar los rasgos de prácticamente casi cualquier mujer entre los catorce y los setenta años de edad. Rawra Chin vivía en la segunda planta, desempeñaba papeles más prosaicos y poco imaginativos para su ansiosa clientela masculina, pero lo compensaba con todo su magnetismo. En la primera planta, justo tras la puerta amarillo pálido, vivía un brillante actor salvajemente apasionado conocido como Foral Yatt, cuyo talento había sido convertido en un juguete por las muchas mujeres que disfrutaban de su compañía. Fue con Foral Yatt con el que Rawra Chin se lio sentimentalmente.

Foral Yatt fue el tema principal de muchas de esas conversaciones en el balcón, mantenidas a través de la niebla inmóvil que generaba el cálido vapor que ascendía desde sus tazas de té. Mientras Rawra Chin hablaba animadamente, Som-Som permanecía sentada y la escuchaba, rompiendo su silencio de tanto en tanto para comentar que recordaba el color de una de las alfombras de su abuela le había hecho siendo niña, o a un hermano, cuyo nombre ya no era capaz de recuperar, que en una ocasión había tirado de un golpe una olla en la cocina y se había quemado las piernas de mala manera.

La zozobra que atenazaba el corazón de Rawra Chin a propósito de Foral Yatt tenía que ver, al parecer, con el hecho de ser consciente de que si de verdad deseaba cumplir sus sueños, si de verdad anhelaba alcanzar metas mayores, iba a tener que dejar a aquel joven actor, intenso y oscuramente atractivo. Le confesó a Som-Som que, a pesar de que en privado ella y Foral Yatt habían planeado marcharse juntos de la Casa Sin Relojes, con el objetivo de intentar cumplir en paralelo con sus respectivas carreras en el mundo exterior, Rawra Chin sabía que todo eso no era más que un cuento.

El talento en bruto de Foral Yatt minimizaba el de Rawra Chin hasta convertirlo en insignificante, si bien Foral Yatt no poseía el indefinible atractivo de Rawra Chin ni tampoco su imparable energía, que iba a catapultarla más allá de la puerta amarillo pálido hacia los campos y los océanos de la hermosa vida que le esperaba al otro lado. El muchacho de la cara ancha le añadía a su angustia un punto de masoquismo al pensar que se aprovechaba de la intimidad que mantenía con Foral Yatt para estudiar los aspectos más destacados de su superior habilidad actoral, quedándose con cada uno de los matices de sus caracterizaciones, con cada uno de sus gestos impresionantemente sutiles, para utilizarlos en el momento de su futura carrera en que le resultasen necesarios. Después de liberarse de sus cargas morales, Rawra Chin se quedaba allí sentada, mirando con tristeza a Som-Som, esperando algún tipo de reconocimiento para su dilema. Los momentos de espera se eternizaban, medidos por cualquiera que fuese la unidad adecuada dentro de la Casa Sin Relojes, hasta que al final Som-Som sonreía y declaraba: «La tarde en que casi me asfixié con una piedrecita estaba lloviendo» o «Se llamaba Mur o Mar y creo que era mi hermana», tras lo que Rawra Chin se acababa el té y se marchaba, acompañada por un sentimiento de oscura satisfacción.

A pesar de sus atormentados y retorcidos pensamientos, Rawra Chin había logrado hacer acopio de las fuerzas suficientes —o de la suficiente insensibilidad— para decirle a Foral Yatt que iba a dejarlo, pues uno de sus clientes le había ofrecido formar parte de una pequeña pero muy reputada compañía teatral; una compañía que, sin el apoyo financiero de dicho cliente, no podría seguir existiendo.

Som-Som todavía recordaba el desagradable entremés que aquellos dos extraños amantes habían puesto en escena en el patio de la Casa Sin Relojes la mañana en que Rawra Chin había decidido marcharse. Ambos actores se desplazaron por el llano escenario negro —sin tener en cuenta, al parecer, que el público les observaba desde sus balcones empujados por el aburrimiento o la sorpresa— mientras sus furiosas acusaciones y sus rabiosas réplicas rebotaban contra las paredes curvadas del patio.

Foral Yatt seguía patéticamente a Rawra Chin por el patio, casi tambaleándose bajo el peso de aquella espantosa e inesperada traición. Era un hombre alto y delgado, de hermosos brazos. Sus oscuros y profundos ojos estaban bañados en lágrimas mientras corría tras Rawra Chin, como un indeseado satélite todavía atrapado en la órbita que trazaba la irresistible gravedad de su mística. El hecho de que llevase la cabeza afeitada para facilitar los numerosos cambios de peluca que requerían sus clientes le añadía al asunto un punto de desolación.

Rawra Chin mantenía frente a él una distancia de varios pasos y, de vez en cuando, le lanzaba algún comentario, doloroso pero solemne, por encima del hombro, en tanto que él despotricaba de manera incoherente, furibunda y confusa, debido a su dolor. Som-Som sospechaba que, de algún modo oblicuo, Rawra Chin disfrutaba de aquel abuso infringido a su antiguo amante, que aceptaba sus invectivas como un tributo invertido que evidenciaba la hipnótica influencia que todavía ejercía sobre él.

Finalmente, cuando la desesperación hizo que dejase atrás cualquier resto de dignidad, Foral Yatt amenazó con quitarse la vida. El joven actor, consternado, sacó algo que llevaba en el pequeña bolsa que colgaba de su cinturón y lo alzó para que centellease bajo el sol de la mañana.

Se trataba de una calavera humana en miniatura, hecha con cristal verde, pensada para contener tan solo un sorbito de un líquido claro que olía a regaliz. Esas baratijas para suicidas podían adquirirse con relativa facilidad y resultaba imposible determinar cuántos, entre los más pesimistas ciudadanos de Liavek, llevaban consigo una de esas mortíferas calaveras en previsión de usarlas el día en que la vida dejase para ellos de ser soportable.

Foral Yatt, con la voz desgarrada por la emoción, maldecía diciendo que no iban a abandonarlo de semejante manera. Prometió quitarse la vida si Rawra Chin no agarraba su maleta y volvía a atravesar con ella la puerta amarillo pálido camino de su habitación. Se miraron a los ojos y Som-Som creyó apreciar un centelleo de incertidumbre en los muy separados ojos de Rawra Chin al pasar del rostro de Foral Yatt a la botellita en forma de calavera que tenía en la mano. El instante se hinchó como un enorme globo de silencio, pinchado por el repentino ruido de los cascos y las ruedas más allá del arco de la entrada del patio, lo que indicaba la llegada del carruaje que tenía que llevar a Rawra Chin a unirse con su troupe teatral. Le dedicó una última mirada a Foral Yatt y después, tras agarrar su maleta, se dio la vuelta y echó a andar hacia el arco.

Foral Yatt se quedó paralizado en el centro de aquel enorme disco negro, inmóvil aunque con un impecable brazo alzado, apretando con fuerza el frío y verde puñado de olvido. No apartó la vista del arco, como si esperase ver reaparecer a Rawra Chin para decirle que no había sido más que una broma de mal gusto. Más allá de las paredes circulares se oyó el chasquido de las riendas, seguido de un lento repiqueteo y el crujir de la madera y el cuero cuando el carruaje se puso en marcha por las ventosas calles de la Ciudad de la Suerte. Tras unos segundos, en los que dio la impresión de que no volvería a moverse nunca más, el actor bajó su brazo poco a poco y sin tenerlas todas consigo.

Tres plantas más arriba, al entender que el amante abandonado no iba a matarse, uno de los habitantes de la Casa Sin Relojes frunció sus brillantes labios negros en una mueca de descontento, chasqueó la lengua y se retiró a sus aposentos. Al oír el ruido, Foral Yatt echó hacia atrás su canosa cabeza y se fijó sorprendido en los que le estaban observando, como si hasta ese momento no hubiese sido consciente de ello. Sus ojos transmitían una total incomprensión y para Som-Som supuso un alivio cuando bajó la vista y la clavó en las baldosas negras, frente a sus pies, mientras atravesaba despacio el patio hacia la puerta amarillo pálido, con la calavera de cristal olvidada en su mano.

Apenas unos pocos meses más tarde empezaron a llegar a la Casa Sin Relojes noticias del vertiginoso éxito de Rawra. Por lo visto, su elusivo carisma era tan capaz de cautivar al público como lo había sido de conquistar a sus clientes individuales. Su actuación como la trágica y yerma reina Gorda en la obra La cuna de Mossoc ya era la comidilla de la intelectualidad de Liavek y se rumoreaba que estaban planteándose la posibilidad de que participase en una representación especial de Su Eminencia Escarlata.

Intentaban que esa clase de comentarios no llegase a oídos del inconsolable Foral Yatt, pero en cuestión de un año Rawra Chin era ya tan famosa que el amargado actor estaba tan al corriente de sus andanzas como el que más. Como la desesperación inicial al separarse se había ido diluyendo, dio la impresión de que Foral Yatt se tomaba el estelar ascenso de Rawra Chin con menos resentimiento del que todo el mundo había supuesto. De hecho, más allá de la frialdad que transmitían sus ojos al oír su nombre, Foral Yatt tendía a mostrarse indiferente respecto a la buena fortuna de su antigua amante. Nunca hablaba de ella, así que todos los que gozaban de una menor perspicacia que la de Som-Som empezaron a pensar que la había olvidado.


Ahora, cinco años después, ahí estaba de nuevo.

En el patio, bajo el balcón de Som-Som, Rawra Chin volvió su rostro hacia la puerta amarillo pálido, cargando sobre sus hombros el peso de la resignación. Alzó la mano para llamar a la puerta y un repentino centelleo deslumbrante pareció juguetear entre sus dedos. A Som-Som le llevó unos segundos percatarse de que Rawra Chin tenía enganchada a las uñas alguna clase de material reflectante. La tarde estaba dominada por el silencio, como si ella también estuviese conteniendo el aliento para escuchar; por eso, cuando Rawra Chin golpeó con los blancos nudillos en la puerta amarillo pálido, la madera resonó de un modo desproporcionado.

Sentada en su alto balcón, Som-Som sintió el impulso desesperado de gritar, de advertir a Rawra Chin que era un error regresar a ese lugar, que debía marcharse de inmediato. Un silencio total y absoluto la rodeaba, imposibilitándole realizar el más mínimo ruido. Estaba sumergida en el silencio, una diminuta burbuja de consciencia en el interior de una infinidad formada por roca sólida, muda, gris e inacabable. Luchó contra esa condición; deseaba que su lengua pudiese dar forma a las vitales palabras de la advertencia, a pesar de saber que no tenía esperanza alguna.

Allí abajo, alguien abrió el cerrojo y se oyó un chirrido, casi musical, cuando se abrió la puerta. Era demasiado tarde.

El balcón de Som-Som estaba situado justo encima de la tercera planta, el salón adyacente era uno de los cuatro que se extendían tras la puerta violeta en el extremo izquierdo de la cóncava fachada de la Casa Sin Relojes. De ahí que, al estar sentada en su balcón observando a Rawra Chin, no pudiese ver quién le había abierto la puerta. Suponía que lo habría hecho Foral Yatt.

Se produjo un intercambio de palabras sorprendentemente suave, tras el que la figura de la célebre actriz, envuelta en tela carmesí, entró en la casa, fuera de la vista de Som-Som. La puerta amarillo pálido se cerró con un sonido similar al que se hace al aspirar entre los dientes.

Después de eso, de nuevo el silencio. Som-Som permaneció sentada en el balcón mirando hacia abajo, hacia la puerta amarillo pálido, con su único ojo visible consumido por la angustia mientras el cielo se oscurecía poco a poco sobre su cabeza. Finalmente, cuando el momento de urgente necesidad de disponer de voz quedó atrás, habló:

—Corrí todo lo rápido que pude, pero cuando llegué a casa de mi madre, el pájaro ya había muerto.

Desde que se cerró la puerta amarilla, nadie había pronunciado una sola palabra en las estancias interiores de la casa. Foral Yatt estaba sentado en una sólida silla de madera junto a la chimenea y una luz ambarina titilaba en uno de los costados de su esbelto rostro. Rawra Chin estaba de pie junto a la ventana. El vivo color carmesí de la tela se había oscurecido hasta convertirse en un bermellón apagado, como de costra, que se recortaba contra la decreciente luz exterior. Insegura respecto a cómo medir las distancias entre ellos, observó las llamas que se elevaban por encima de su aterciopelada cabeza rapada hasta que la carencia de conversación le fue insoportable.

—Te he traído un regalo.

Foral Yatt volvió muy despacio la cabeza hacia ella, apartándola del fuego, y las sombras cruzaron su rostro, por lo que su expresión no resultó visible. Rawra Chin introdujo una de sus manos, blanca como el yeso, en su bolso negro de piel, del que extrajo una pequeña bola de cobre que sostuvo con dos de aquellos dedos con las puntas cubiertas de espejos. Se la tendió y, al cabo de unos segundos, él la cogió.

—¿Qué es esto?

Ella había olvidado lo cautivadora que era su voz, seca, profunda y hambrienta, justo lo contrario que la suya. Tranquila y modulada de un modo uniforme, transmitía una cualidad depredadora, como algo que estuviese al acecho, ocultándose tras las sílabas tónicas. Rawra Chin se humedeció los labios.

—Es un juguete… Un juguete para el intelecto. Me han dicho que es muy relajante. Muchos comerciantes que conozco lo encuentran extremadamente relajante después de una jornada atareada.

Foral Yatt dejó rodar la bola entre sus dedos y el fuego hizo que brillase con un tono rojizo.

—¿Qué tiene de especial?

Rawra Chin se alejó un paso de la ventana, su primera tentativa de movimiento hacia él desde que había entrado en la Casa, y se detuvo. Dejó que su bolso de piel cayese con un suave golpe seco, como el que haría el cadáver de una enorme araña, sobre el asiento de una de las sillas vacías de la habitación. Cierta sensación de estar haciéndose con el territorio acompañó a aquel gesto, por lo que Rawra Chin deseó que su ansia no le hubiese llevado a pasarse de la raya. El rostro de Foral Yatt seguía oculto tras las sombras, pero no pareció reaccionar mal a la punta de lanza que representaba el bolso descansando frente al hogar. Animada por la carencia de reacciones adversas, Rawra Chin sonrió un tanto nerviosa antes de responderle:

—Podría guardar un lagarto durmiente en su interior, aunque tal vez no. Ese es el acertijo.

Su silencio pareció invitar a una aclaración:

—Hay quien dice que existe un lagarto que es capaz de hibernar durante años o incluso siglos sin comida ni aire ni humedad. Ralentiza de tal modo sus constantes vitales que puede pasar una docena de inviernos entre cada latido de su corazón. Me han dicho que se trata de una criatura muy pequeña, no mayor que la falange superior de mi pulgar.

»Por lo visto, las personas que crean estos artefactos colocan a uno de esos reptiles durmientes dentro de cada bola antes de sellarla. Si la observas con atención, verás que tiene una especie de costura en el centro.

Foral Yatt no quiso comprobarlo. Permaneció sentado, dándole la espalda al fuego, sosteniendo la bola en su mano derecha y dándole vueltas, fundiendo reflejos en su superficie. A pesar de que una sombra impenetrable seguía ocultando su expresión, Rawra Chin sintió que la calidad de su silencio había cambiado. Supo que cualquier tipo de ventaja que hubiese adquirido hasta entonces estaba empezando a esfumarse. ¿Por qué no hablaba? Incapaz de evitar un deje de inquietud en su voz, retomó su monólogo:

—No puedes abrirla y…, y tienes que pensar si dentro habrá de verdad un lagarto o no. Tiene que ver con cómo percibimos el mundo que nos rodea. Cuando te paras a pensarlo, empiezas a entender que no importa si hay un lagarto o no, y entonces puedes pensar en qué es real y en qué no lo es y… —Se le apagó la voz, como si de repente se hubiese dado cuenta de su propia incoherencia—… y dicen que es muy relajante —concluyó sin convicción tras una pausa sosa y triste.

—¿Por qué has vuelto?

—No lo sé.

Fue como si sus palabras golpeasen contra un espejo; le rebotaron cargadas de un nuevo significado y nuevas implicaciones, reflejando una verdad distorsionada por alguna cualidad del cristal. La frágil compostura de Rawra Chin estaba a punto de venirse abajo ante aquella voz atonal y desinteresada.

—No…, no quiero decir que no lo sepa. Lo que quiero decir es que… —Observó sus muy bien cuidadas manos y vio que se las estaba estrujando. Parecían cangrejos que hubiesen salido a la luz tras pasar mucho tiempo en la oscuridad—. Quiero decir que no tengo una auténtica razón para haber vuelto. Mi trabajo, mi carrera, todo va demasiado bien. Tengo mucho dinero. Tengo amigos. Acabo de interpretar a Bromar, la hija mayor en El herrero, y todo el mundo va a hablar de mí en los próximos meses. Durante un tiempo, no voy a tener que trabajar. Puedo hacer lo que me plazca. No tenía por qué volver aquí.

Foral Yatt guardó silencio. La luz del fuego por detrás de su cabeza afeitada recortaba su cráneo con una borrosa fosforescencia al tiempo que hacía brillar la incipiente barba. La bola de cobre daba vueltas entre sus dedos, un planeta en miniatura que pasaba al instante de la noche al día.

—Pero es que… este lugar, esta casa, tiene algo. Hay algo dentro de esta casa, algo verdadero. No se trata de algo bueno. Es algo verdadero, no sé su nombre y ni siquiera me gusta, pero sé que es verdadero y sé que está aquí y puedo sentirlo. No sé. Sentí que tenía que volver y verlo. Es como… —Rawra Chin retorcía y enroscaba las manos en el aire frente a sí, como si las palabras que andaba buscando se ocultasen bajo su piel y tanteando pudiese intuir su forma. Separadas ahora, aquellos crustáceos amantes yacían sobre sus espaldas, moviendo débilmente sus patas como si estuviesen muriendo en una playa recóndita—. Es como un anciano al que vi…, un granjero que quedó aplastado bajo su carro. Estaba vivo, pero se le habían roto las costillas y le atravesaban el costado. En un principio, no supe de qué se trataba, porque todo era un desastre. Había mucha gente alrededor, pero nadie podía mover el carro sin hacerle aún más daño del que ya sentía.

»Era verano y había muchas moscas. Recuerdo que gritaba y chillaba pidiendo que apartasen a las moscas. Y una vieja lo hizo, pero hasta entonces nadie se había movido, no hasta que se puso a gritar. Fue horrible. Me alejé lo más rápido que pude porque estaba sufriendo y nadie podía hacer nada, excepto la vieja que espantaba a las moscas con su mandil.

»Pero regresé.

»Me detuve un poco más adelante en la carretera y regresé. No pude evitarlo. Era algo tan real y tan doloroso, ver a aquel hombre tumbado bajo aquel terrible peso y llamando a gritos a su esposa y a sus hijos; era tan real que se imponía a cualquier otra cosa en el mundo, todas las cosas que mi suerte y mi dinero habían construido a mi alrededor, y supe que significaba algo y volví sobre mis pasos y vi cómo se ahogaba en su propia sangre mientras la vieja le decía que no se preocupase, que su esposa y sus hijos llegaría enseguida.

»Por eso decidí volver a la Casa Sin Relojes.

Se extendió entre ellos un prolongado silencio. La bola de cobre rotaba entre los dedos de un dios inexpresivo y callado.

—Y todavía te quiero.

Alguien llamó dos veces a la puerta amarillo pálido. Por un instante, todo permaneció inmóvil en la estancia excepto la ilusión de movimiento que provocaban las llamas en la chimenea. Al cabo, Foral Yatt se levantó de la recia silla de madera, manteniendo todavía el fuego a su espalda, agachándose para pasar por debajo de las vigas ennegrecidas que sostenían el bajo techo. Pasó lo bastante cerca de ella como para que alzar la mano y acariciar su brazo pudiese pasar por un roce involuntario. Pero no fue así.

Foral Yatt abrió la puerta.

La persona que apareció al otro lado de la puerta debía de rondar los cuarenta años de edad, una mujer alta y de huesos fuertes con marcadas mejillas que vestía una única prenda, una piel de color gris ahumado. Le cubría desde lo alto de la cabeza, con un agujero que dejaba al descubierto su cara, y después sus sencillas líneas descendían hasta el suelo. No había agujero en la tela para las manos, lo que le hizo pensar a Rawra Chin que la mujer debía de tener sirvientes que lo hiciesen todo por ella; darle de comer, por ejemplo. Incluso en el mundo que Rawra Chin había conocido en los últimos cinco años, semejante muestra de arrogancia respecto a la propia riqueza resultaba impresionante.

Cuando la inoportuna visitante echó atrás la cabeza para hablar, un parpadeante haz de luz amarillenta iluminó su rostro y Rawra Chin se fijó en que tenía una mancha ambarina de aspecto desagradablemente peludo que le cubría casi la totalidad de la mejilla izquierda. La mujer había intentado ocultarla, con escaso éxito, bajo una espesa capa de polvos blancos. La mancha seguía siendo visible a través del maquillaje, como si se tratase de un lenguado fino como una hoja de papel desplazándose a profundidad subcutánea, con su oscura forma discernible justo por debajo de la superficie borrosa de su cara.

Habló con una voz angustiosamente alta, con un tono estridente y, de algún modo, abusivo:

—Foral Yatt. Querido Foral Yatt, ha pasado mucho tiempo. ¿Cuándo te vi por última vez?

La respuesta de Foral Yatt fue profesionalmente amable, fríamente inofensiva, aunque a un volumen tan alto, de manera deliberada, que Rawra Chin hizo un gesto de desagrado a pesar de encontrarse a varios pasos de distancia. Pensó entonces que era muy posible que la mujer envuelta en piel sufriese algún defecto de audición.

—Han pasado dos días desde la última vez que estuviste aquí, Donna Blerot. Te he echado de menos.

Un escalofrío recorrió el cuerpo al completo de Rawra Chin, solidificándose casi al instante hasta convertirse en un lingote de plomo en la boca de su estómago. Foral Yatt tenía una clienta y ella tenía que marcharse para dejarle trabajar. Se sintió tan decepcionada que no fue capaz de admitir que lo estaba. Decidió marcharse de inmediato, con la esperanza de dejarlo atrás hasta llegar a su habitación en una casa de huéspedes en el otro extremo de la Ciudad de la Suerte. Cuando se encontrase a salvo tras las puertas cerradas, permitiría que la decepción la recorriese y después se transformase en lágrimas. Alargó el brazo hacia su bolso, todavía en la silla, cuando Foral Yatt volvió a hablar:

—Sin embargo, no resulta conveniente que nos veamos esta noche. Una pariente ha venido a visitarme. —Hizo un vago gesto sobre el hombro en dirección a una sorprendida Rawra Chin—. Me temo que tú y yo vamos a tener que dejar que nuestros desatendidos deseos hiervan a fuego lento un día más. Por favor, sé paciente, Donna Blerot. Cuando podamos volver a estar juntos, saber de nuestra espera será más dulce debido a este aplazamiento.

Donna Blerot volvió su cabeza y miró más allá de donde se encontraba Foral Yatt, hacia la delgada figura envuelta en tela color carmesí frente a las llamas que iluminaban la estancia, casi como si ella misma formase parte del fuego debido a su llamativo atuendo. Los ojos de la dama eran gélidos e implacables. Los posó sobre Rawra Chin durante un buen rato antes de darse la vuelta y mirar de nuevo a Foral Yatt con una expresión algo más suave.

—Qué contrariedad, Foral Yatt. Qué terrible contrariedad. Pero voy a tener que perdonarte. ¿Acaso podría hacer otra cosa? —Sonrió mostrando unos dientes amarillentos entre unos labios demasiado anchos—. Entonces, ¿hasta mañana?

—Hasta mañana, queridísima Donna Blerot.

La mujer se dirigió hacia la puerta y Rawra Chin oyó el lento y burlón taconeo de sus sandalias de madera al atravesar el patio negro. Foral Yatt cerró la puerta y deslizó el pasador para asegurarla. El sonido del pasador, metal contra metal, tuvo un efecto electrizante por sus implicaciones y Rawra Chin se estremeció. El actor se apartó de la puerta cerrada y la miró a los ojos, con su descarado rostro iluminado por el fuego. Su cara parecía menos cincelada y adusta de lo que recordaba. Sus ojos, por el contrario, eran tan intensos y cautivadores que Rawra Chin supo que su recuerdo no les había hecho justicia. En aquella habitación plagada de coágulos de oscuridad, que hacía pensar en un salón de baile para sombras, se miraron fijamente. No se dijeron nada.

Se acercó a ella, deteniéndose tan solo para dejar la pequeña bola de cobre sobre la pulida mesa de madera blanca antes de proseguir su camino. El hecho de que controlase hasta tal punto su ritmo de avance le hizo pensar a Rawra Chin que era muy consciente de la tensión que esa aproximación deliciosamente prolongada provocaba en ella. Incapaz de sostenerle la mirada, entrecerró los párpados y la temblorosa luz de la habitación se convirtió en rayos de un incoherente fulgor. Su respiración se aceleró y empezó a temblar.

El cálido y seco olor de la piel de Foral Yatt la envolvía. Sabía que él estaba de pie frente a ella, a menos de un brazo de distancia. Entonces, él le tocó la cara. El impacto del contacto físico casi provocó que retirase la cabeza hacia atrás, pero controló el impulso. El corazón le retumbaba como un yunque mientras él reseguía con una uña la línea de su mentón.

El ingenioso arreglo de la tela que formaba el vestido de Rawra Chin tenía un único lazo, oculto tras una joya triangular de filigrana que ella lucía junto al costado derecho de su garganta. La aguja del broche le pinchó en el cuello cuando Foral Yatt lo extrajo de la tela rojo sangre, pero incluso eso le resultó insoportablemente placentero por el estado ultrasensible en que se encontraba. Alzó la vista y la mirada de Foral Yatt la devoró al completo. Al tiempo que trazaba lánguidos y confiados círculos con las manos sobre su cuerpo, empezó a desenredar la larga tela de gasa de vivos colores, empezando por la cabeza y descendiendo en espiral hacia abajo.

Una vez liberada de la envoltura que la había confinado, su espesa cabellera cayó sobre sus blancos hombros. Jadeó y sacudió la cabeza de un lado a otro, pero no con la intención de negar nada. Un zarpazo de frío recorrió su cuerpo a medida que la piel se veía expuesta a las corrientes de la habitación. Recorrió su vientre y descendió para dejar atrás sus angulosas y prominentes caderas y alcanzar su pene medio erecto. Bajó por sus muslos hasta tocar con la gastada alfombra, donde había quedado la tela formando un charco rojo que todavía crecía a sus pies, como si su carne desnuda sangrase a través de una docena de heridas invisibles.

Él asintió una sola vez, sin mediar palabra todavía, y ella se arrodilló en el suelo, a sus pies, apretando las rodillas contra maraña de tela caída, lo que dejaría un entramado de leves marcas en su piel. Cerró los ojos y dejó que su cabeza se apoyase en el asiento de la silla en la que había dejado su bolso hacía ahora una eternidad. Aquella exquisita piel oscura, así como la dura madera, le resultaron también frías contra su ardiente mejilla.

A su espalda, un único y breve tintineo, el de la hebilla de Foral Yatt cayendo de cualquier manera sobre la maltrecha alfombra. Llevada por un impulso, se permitió abrir los ojos y con la mirada atravesó la estancia, alimentándose en ese momento incluso de los más mínimos detalles. Al otro lado de la habitación, la bola de cobre seguía sobre la mesa, donde Foral Yatt la había dejado. Parecía el ojo recién arrancado de una cabeza parlante, como aquellas que se decía que poseían ciertos personajes del Callejón de los Magos.

Miraba directamente hacia Rawra Chin, centelleando de un modo sugerente, y todo lo que ocurría al otro lado de la puerta amarillo pálido quedó reflejado de manera imparcial, formando una perfecta miniatura, sobre la superficie convexa de esa órbita sin párpados y sin vida.

***

Más tarde, tumbada sobre su vientre, con el sudor mezclado secándose en la concavidad de su espalda, Rawra Chin le permitió a su conciencia flotar amarrada a los márgenes de ensueño mientras Foral Yatt se sentaba desnudo frente al fuego, añadiendo leña al menguante fuego que había ardido durante la hora anterior. El aire era denso por el embriagador aroma del semen y todos los músculos de Rawra Chin estaban abatidos a causa de un agotamiento dichoso.

Aun así, algo la incomodaba, incluso en las sublimes honduras de su saciado letargo. Había algo no resuelto entre los dos, por muy elocuente que hubiese parecido ese encuentro sexual. No era algo que pudiese denominarse como real. Era una inquietante ausencia más que una presencia intrusiva, y perfectamente podría haberla pasado por alto. Sin embargo, resultó estar más allá de lo que ella podía soportar. Era una cavidad en su interior que tendría que llenar antes de saberse completa. A pesar de que no le apetecía crear ondas en la calma posterior al fulgor del coito, al final encontró las palabras:

—¿Sigues queriéndome? —Acto seguido, tras un leve atisbo de duda, añadió—: ¿A pesar de lo que te hice?

Volvió la cabeza para que el lado derecho de su cara descansase sobre los juncos entrelazados. Él se aovilló frente al fuego dándole la espalda, al tiempo que colocaba los carbones negros sobre las brasas candentes. Le brillaba la piel, una mancha amarillenta como de acuarela corría por un costado hacia el fuego. Ella siguió con la mirada la línea que trazaban sus vértebras hasta el pliegue, recto como una plomada, que dividía sus nalgas; lo hizo con auténtica veneración. No se giró hacia ella para responder.

—¿Hay un lagarto dormido dentro de la bola?

Foral Yatt cogió un pedazo de carbón con la mano, ya ennegrecido por el polvo, y remató con él la oscura pirámide del diminuto infierno que conformaba la chimenea. No se pronunció una sola palabra más esa noche tras la puerta amarillo pálido.

***

A la mañana siguiente, Rawra Chin visitó a Som-Som y tomó el té con ella, como si nunca hubiese existido en su ritual el hiato que formaban los últimos cinco años. Le contó un montón de anécdotas relativas a su carrera; después se dedicó a su infusión mientras Som-Som le informaba de que, en una ocasión, su madre había cerrado una puerta y que se había quedado a oscuras y también que en otra ocasión no había sido capaz de dejar de toser. La suave reincorporación de Rawra Chin en los extraños ritmos que marcaban sus conversaciones logró con facilidad eliminar la distancia que había crecido entre las dos durante el lustro en que habían estado separadas. Aun así, solo cuando se aproximaba el final de su encuentro, la actriz se sintió lo bastante cómoda como para abordar la cuestión de haber reemprendido otra vez su relación con Foral Yatt.

—Obviamente, no quiero quedarme aquí para siempre. En cuestión de un mes, más o menos, tendré que aceptar mi próximo papel y me será imposible quedarme aquí. Pero en esta ocasión, cuando me vaya, creo que me lo podré llevar conmigo. Soy lo bastante rica como para mantenerlo hasta que encuentre trabajo. Es un poco ridículo que alguien como él malgaste su talento en…

Trazó con las manos un curioso movimiento que era, por una parte, un gesto teatral y, por otra, una muestra involuntaria de repugnancia. Era como una especie de arcada capaz de provocar violentos espasmos que parecían surgir de la estrecha garganta de la muñeca, extendiéndose hacia la punta de sus dedos, donde diez espejitos centelleaban bajo la fría luz solar de la mañana.

—… en viejas desagradables y enfermas como la horrible Donna Blerot. Merece algo mucho mejor. Yo podría encargarme de él, podría encontrarle trabajo y, de ese modo, tal vez ninguno de los dos tendría que volver nunca más a este lugar, ni siquiera para echar un vistazo. ¿No te parece que sería buena idea?

Som-Som le dio un sorbo a su infusión floral con la comisura de la boca y no dijo nada.

—Creo que podríamos lograrlo. Creo que podríamos amarnos y estar juntos sin problemas. Fue mi ambición lo que nos separó, pero ahora ya estoy tranquila en ese sentido. Las cosas podrían seguir como estaban, aunque en otro sitio, en un lugar mejor. —Rawra Chin parecía tan concentrada, mientras se chupaba la deslumbrante punta del índice de su mano derecha, que hizo un chasquido líquido cuando lo sacó de entre sus labios. Lo hizo dos veces. A su espalda, los pájaros revoloteaban sobre el singular perfil que dibujaba la ciudad de Liavek. Cuando volvió a hablar, su voz transmitió un atisbo de inquietud—: Él ha cambiado, eso está claro. Supongo que los dos hemos cambiado. Ahora es muy silencioso y muy…, muy dominante. Sí, de eso se trata. Muy dominante.

»Es estupendo, no me quejo en absoluto. Después de todo, son sus aposentos y ha sido lo bastante amable como para que me quede ahí un par de meses, así no tendré que alojarme en mi habitación de la casa de huéspedes.

»No me importa hacer todo lo que quiera. Creo, te lo digo en serio, creo que es bueno para mí, bueno como persona. Desde que mi carrera se disparó, nadie me ha dicho qué tengo que hacer. Creo que eso no me hace ningún bien. No sé por qué, pero no me parece lo adecuado. Todo el mundo me da la razón todo el rato. Creo que necesito a alguien que…

—Una cabeza pegajosa me miraba entre las patas de una vaca y yo me puse a gritar.

La exclamación de Som-Som fue tan sorprendente que incluso Rawra Chin, acostumbrada como estaba a su manera de hablar, se quedó desconcertada durante unos segundos. Parpadeó, esperando que la mujer medio enmascarada hiciese algún comentario más, antes de proseguir:

—He pedido que me envíen mi ropa desde la casa de huéspedes. Tengo muchas cosas bonitas, no me parece del todo justo. Foral Yatt dice que me guardará mi vestuario, pero no quiere que vuelva a ponerme conjuntos exóticos mientras esté con él. Prefiere las cosas sencillas.

Rawra Chin observó la ropa que llevaba puesta. Vestía una sencilla blusa gris de algodón y una falda a juego. Su cabello, de un rubio similar al oro blanco, se balanceaba entre sus estrechos hombros y le aportaba una chispa de vida a la tela de tonalidad polvorienta. Reposaba sobre su blusa como una pálida antorcha reflejada sobre los húmedos adoquines grises. Evidentemente satisfecha con la novedosa moderación y sutileza de su vestimenta, alzó las pestañas y sonrió hacia Som-Som desde el otro lado de su taza de té.

—Pero dejemos ya mis asuntos y mis necesidades. ¿Cómo te han ido las cosas en estos últimos cinco años?

La cara dividida le sostuvo la mirada con su único ojo vivo. No se dijeron nada. Sobre la Ciudad de la Suerte, unos enormes pájaros carroñeros no dejaban de chillar, hacían un ruido parecido al de bebés que hubiesen sido arrancados de la tierra y lanzados hacia la opresiva cúpula del cielo.

El quinto día después de su llegada, Rawra Chin apareció en el balcón de Som-Som vistiendo unos calzones de cuero con una gruesa soga alrededor de la cintura a modo de cinturón. No dijo nada de su cambio de tendencia en el modo de vestir, pero a partir de entonces Som-Som no volvió a verla con falda y supuso que se debió a la austera influencia de Foral Yatt. La actriz también parecía haber renunciado al maquillaje facial y a lucir cualquier clase de joyas, excepto un sencillo anillo de hierro que llevaba puesto en el meñique de su mano izquierda. Los diez fragmentos de espejo hacía tiempo que habían desaparecido de sus dedos.

Dos semanas después de su regreso, Foral Yatt convenció a Rawra Chin para que se afeitase la cabeza.

A la mañana siguiente, sentada junto a Som-Som, cambiaba de tema de conversación cada pocos segundos y se pasaba la palma de la mano, con incredulidad, por la sien y también sobre la incipiente barba. Su manera de hablar pretendía evidenciar una forzada alegría, pero sus ojos transmitían aceleración y nerviosismo. Som-Som se percató, con sorpresa, de que Rawra Chin ya no parecía atractiva. Era como si su carisma la hubiese abandonado o como si se lo hubiesen cercenado sin compasión, al tiempo que desaparecía la luz del sol que se entrelazaba en su cabello.

—Creo…, creo que estoy mejor así, ¿no te parece?

Som-Som no dijo nada.

—Quiero decir que, bueno, es todo un cambio. Y creo que será bueno para mi cabello cuando vuelva a crecer. Los tintes que utilizaba lo debilitaron, que crezca como nuevo supondrá todo un alivio. Y, obviamente, a Foral Yatt le gusta así.

El modo en apariencia despreocupado con que dejó caer esa última frase quedó desmentido por una mirada evasiva y cierto aire de impaciente inseguridad.

—Es decir, entiendo la impresión que debe de dar, lo que le debe de parecer a las personas que no lo conozcan, pero… —Se pasó una mano por la cabeza, hacia atrás—… Pero mi forma de vestir es importante para él. Mi aspecto le importa mucho, mi aspecto cuando hacemos el amor.

Som-Som se aclaró la garganta y le dijo a la actriz el nombre de la calle donde vivía antes de la noche en que su madre le dio la mano y atravesaron el ruido hacia el Silencio. Rawra Chin prosiguió su monólogo sin prestarle atención a la interrupción, con su mirada ausente e insomne todavía clavada en los sucios azulejos.

—Ha cambiado, te lo aseguro. Ahora desea otras cosas. Y…, y a mí no me importa. Lo quiero. No me importa lo que quiere que haga. Incluso me gusta; a veces, me gusta por cuenta propia, no por él. Pero el hecho…, el hecho de que me guste también me asusta. En realidad no me asusta, pero es como si todo cambiase y se desplazase bajo mis pies, como si yo también cambiase, y tengo la impresión de que debería asustarme, pero no me asusta. Es tan fácil dejarse llevar, es tan fácil permitir que suceda… Y no me importa. Lo quiero y no me importa.

Desde la dilatada pupila que era el patio, alguien pronunció el nombre de Rawra Chin. Som-Som dirigió su mirada hacia las losas de abajo, preguntándose por el desconocido que estaba allí, antes de ser capaz de unir aquel conocido rostro con las irreconocibles maneras y el modo de caminar, resolviendo finalmente la disparidad en la persona de Foral Yatt.

Rawra Chin le había dicho la verdad. Foral Yatt había cambiado.

Allí abajo, mirando hacia arriba con una mano alzada a modo de visera para protegerse de la luz del sol, la franja de sombra que le cruzaba los rasgos no ocultaba el cambio que se había producido en él. El actor parecía menos delgado. Som-Som supuso que, al menos en parte, se debía a que el dinero de Rawra Chin servía para incrementar sus ingresos y, por lo tanto, su dieta.

Su vestimenta también era diferente, poco tenía que ver con la ropa sombría y funcional que parecía haber preferido hasta entonces. Foral Yatt llevaba una larga túnica, de un azul tan profundo y vibrante que bordeaba la pura iridiscencia. Una ancha faja de color naranja rodeaba dos veces su cintura y los ondulantes pantalones que llevaba debajo también eran de color naranja; de un naranja frágil, moteado, casi blanco en algunas zonas. Sus pies descalzos resultaban exquisitos, mucho más pequeños de lo que Som-Som habría podido esperar. Algo le brillaba, una especie de neblina chispeante, alrededor de los dedos.

—¡Rawra Chin! Nuestra comida ya está casi lista.

Su voz también había cambiado: era más ligera, con una pátina de melodía sobre los tonos más firmes. Y había algo más, algo que, por encima de cualquier otra cosa, era responsable de aquel sorprendente cambio en su aspecto, algo tan obvio que escapaba a la percepción de Som-Som. Rawra Chin murmuró una disculpa mientras se preparaba para marcharse, sin preocuparse siquiera por los cabos sueltos que habían quedado en su conversación con Som-Som. Tal como acostumbraba, se acercó a Som-Som y le apretó la muñeca para que la mitad de su cerebro que no podía ver ni oír supiese que la visita se marchaba. A modo de respuesta, la mujer medio enmascarada alzó la mirada hasta cruzarse con la de Rawra Chin. Cuando habló, su voz estaba preñada por una tristeza que no daba la impresión de guardar relación con el contenido de sus palabras:

—No creo que, en aquel entonces, lo bueno fuese tan bueno.

Los labios de Rawra Chin temblaron levemente, un mínimo e inevitable gesto facial; después se dio la vuelta y corrió hacia las estrechas escaleras de madera que descendían hasta el patio, donde Foral Yatt la esperaba.

Cuando estuvieron juntos, intercambiaron varias frases en voz baja que Som-Som no pudo escuchar y se encaminaron hacia la puerta amarillo pálido. Som-Som estiró el cuello para ver cómo se alejaban. Antes de desaparecer de su vista, identificó la deslumbrante peculiaridad que había transformado al joven actor.

A lo largo de su frente, formando una línea desigual que se enroscaba justo por encima de sus orejas, el cabello de Foral Yatt había empezado a crecer.

En la decimoquinta noche tras su llegada a la Casa Sin Relojes, sucedió algo tras la puerta amarillo pálido que le proporcionó a Rawra Chin el primer apunte de la oscuridad que la había estado esperando desde hacía cinco años. Entró en la casa para compartir la cena con Foral Yatt en el preciso instante en que el sol atacaba el horizonte occidental y, antes de que llegase la mañana, vio el abismo con sus propios ojos. No fue capaz de entender la inmensidad del hambriento vacío que se extendía bajo sus pies hasta tres días más tarde, pero ese primer atisbo supuso el comienzo del proceso. Fue como si hubiese dejado caer una piedra en la sima que se abría allí y se hubiese detenido esperando oír el chapoteo al entrar en el agua. Cuando tres días más tarde seguía sin oír el chapoteo, supo que esa oscuridad no tenía fondo y que no había esperanza.

Pero durante la tarde, sin embargo, cuando atravesó la puerta amarillo pálido con la puesta de sol a su espalda y el rico aroma de la comida pocos pasos por delante, la sombra todavía no se había cernido sobre ella. Estaba convencida de que todas sus preocupaciones se hallaban bajo control.

Acabaron con la comida en un abrir y cerrar de ojos, mirándose de un extremo al otro de la mesa blanqueada, y después Rawra Chin recogió los platos mientras Foral Yatt se retiraba a la alcoba para preparar los asuntos que iban a ocuparles durante la noche que se extendía ante ellos. Rawra Chin, al rascar con obstinación los restos secos de legumbre del borde de uno de los platos, se preguntó distraídamente con qué se entretendría esa noche durante las horas en que su presencia no fuese requerida tras la puerta amarillo pálido.

En las noches anteriores, había caminado hasta el puerto. Al observar el reflejo de la luna sobre las aguas, de un tono verde herrumbroso, había intentado extraer una pizquita de romanticismo de la situación en la que se encontraba.

Con un fugaz grito de dolor y sorpresa, bajó la vista y comprobó que una de sus uñas se había partido al rascar los restos de comida secos y endurecidos. Sus uñas estaban hechas un asco, pensó, todas astilladas y desiguales, varias partidas o medio en carne viva. Se preguntó cuánto tiempo iban a tardar en recuperar su antigua elegancia y, mientras pensaba en esto, se pasó la mano sobre la cabeza afeitada sin siquiera ser consciente del gesto.

Foral Yatt la llamó desde la alcoba y ella acudió para ver qué quería, se secó las manos en la áspera tela gris de su camisa mientras caminaba penosamente sobre la estera de juncos.

Al atravesar la puerta de la estancia, le sorprendió descubrir que Foral Yatt se había tumbado en la cama en lugar de prepararse para los deberes de la noche. Estaba tumbado sobre el rudo algodón de las sábanas con los ojos entrecerrados y sus manos descansaban inertes sobre los parches de tela de saco teñida que formaban la colcha.

—No voy a poder trabajar esta noche. Estoy enfermo.

Rawra Chin frunció el ceño. No tenía aspecto de encontrarse mal y su voz tampoco parecía inestable o insegura, pero había dicho que estaba indispuesto. Era como si quisiera darle a entender que era mentira, pero al mismo tiempo respondiese como si se tratase de una verdad irrefutable. Al rebuscar en su interior, ella descubrió, con tan solo un mínimo espasmo de sorpresa o decepción, que no le importaba. Se acomodó a la ficción, porque era lo más fácil.

—¿Y qué va a pasar con Madame Ouish? Ha habido ya otras noches en las que no has trabajado. Una habitación que no se usa es un gasto para ella. A otros los ha despedido por mucho menos.

Madame Ouish, aunque ahora estaba ciega y su muerte se aproximaba, seguía siendo una presencia dominante en la Casa Sin Relojes. Incluso Rawra Chin, que hacía cinco años que no trabajaba en el establecimiento, pensaba en la vieja señora con una mezcla de respeto y temor. Desde su lecho de enfermo imaginario, Foral Yatt habló de nuevo:

—Tienes razón. Si nadie trabaja aquí esta noche, las consecuencias para mí serán nefastas. —Alzó sus caídos párpados y miró a Rawra Chin a los ojos. Sonrió, sabiendo a la perfección que esa sonrisa no cambiaba nada entre ellos. La pantomima fue aceptada de mutuo acuerdo. Con voz seca y mesurada, añadió—: Por eso vas a tener que trabajar en mi lugar.

En el interior de la mente de Rawra Chin se produjo una repentina disfunción que le impidió extraer ninguna clase de sentido a las palabras de Foral Yatt. «Por eso», «vas a tener», «trabajar»… Todas esas palabras le resultaban ajenas, lo que le llevó a pensar que el actor las había acuñado de manera improvisada. Se repitió la frase una y otra vez. «Por eso vas a tener que trabajar en mi lugar». ¿Qué querría decir con eso?

Pero entonces, al sobreponerse al momento de confusión, lo entendió.

Negó con la cabeza y, para su horror, notó que todavía le sorprendía el hecho de no disponer ya de una suave mata de pelo que le acariciase el cuello. Con un hilo de voz, dijo:

—No.

Con ello no quería decir «No voy a hacerlo», sino «Por favor, no».

Pero lo hizo.

Donna Blerot la tomó de la mano (¿a ella, a él?) y la arrastró bajo la tienda de pieles hasta colocarla sobre la humedad que se extendía entre sus gruesas piernas de mujer desfigurada. Bajo aquella única prenda de ropa, la dama estaba desnuda, una masa de carne húmeda y sólida.

Más tarde, mientras se sumergía en el cuerpo de la mujer y Donna Blerot se tumbaba sobre la mesa, jadeando sonoramente como un pez sobre una losa, Rawra Chin la miró de hito en hito y vio el abismo. La campana de piel gris había desaparecido para revelar el cuerpo que estaba debajo y ahora cubría la cara de Dona Blerot, con su marca de nacimiento y todo lo demás. Por un espasmódico instante, la mujer le pareció una especie de objeto sumergido que hubiese sido arrastrado hasta la orilla del mar de la Suerte, y una sábana cubriese en ese momento el rostro hinchado y comido por los peces.

Para intentar evitar las náuseas, Rawra Chin fijó su mirada en su propio cuerpo, que brillaba por el sudor, inclinado de manera mecánica hacia delante, y se recostó hacia atrás, tambaleándose de un lado a otro como si fuera un maniquí accionado por una mano ajena. Observó el creciente endurecimiento que surgía entre sus muslos y se preguntó cómo era posible que estuviese haciendo algo así. No sentía el menor deseo, la mujer sorda y sus desesperados movimientos no despertaban su lujuria. Lo único que sentía era vergüenza y horror. ¿Por qué su cuerpo mostraba tal ardor ante semejante abominación?

Al acabar, Donna Blerot besó a Rawra Chin y se marchó, cerrando a su espalda la puerta amarillo pálido. Se sentó desnuda en una de las sillas de madera, con los codos sobre la mesa que tenía delante, ocultando el rostro tras las manos, como si se tratasen de las puertas cerradas de una iglesia. Todavía notaba el rastro del beso de aquella dama en sus labios. Fue como si un grueso y amargo molusco hubiese pretendido adentrarse en su boca, dejando a su paso una estela de reluciente saliva en su mentón. Esa imagen salió de su mente y descendió por su garganta hasta alcanzar su estómago. Sintió un leve espasmo de aviso y Rawra Chin se torturó a sí misma con una imagen de la comida que había devorado a toda prisa esa misma tarde. La gelatinosa capa de grasa, medio fundida, chorreando de los fragmentos de carne…

Como estaba dedicando una gran cantidad de energía a contener el vómito, no oyó a Foral Yatt salir de la alcoba hasta que estaba ya justo a su espalda.

—Ya está. ¿Tan malo ha sido?

Rawra Chin, sorprendida al oír su voz, movió una de sus manos, dejando tan solo media cara tapada, y abrió los ojos. Clavó la vista en el suelo. No podría haber visto nada de Foral Yatt por encima de su rodilla sin mover la cabeza, algo que le pareció imposible de llevar a cabo.

Los pies de Foral Yatt eran tan blancos como la carne de las almendras.

En cada una de las uñas había fijado un pedacito de espejo. Suspendidas bajo la superficie de esas diez brillantes piscinas en miniatura, los reflejos de Rawra Chin le devolvieron la mirada, insectos ahogándose en mercurio.

Rawra Chin se levantó a trompicones de la silla, apartó a Foral Yatt y se dirigió a la alcoba para entrar en el baño individual. La lava brotó de su garganta, invadiendo su boca, y no dejó de sollozar mientras se vaciaba sonoramente en la descascarillada y amarillenta pileta. Sin nada ya en el estómago, se aferró a ese vacío hasta que cesaron las convulsiones de sus tripas. Después alzó la cabeza y contempló la habitación con los ojos bañados en lágrimas.

Algo llamó su atención, un borroso centelleo verdoso en lo alto de la cajonera en la que Foral Yatt guardaba sus jabones, perfumes y aceites. Rawra Chin se secó los ojos con el dorso de la mano e intentó centrar la mirada en esa llamativa mancha color esmeralda. Se trataba de un punto fijo en el que anclar su percepción, todavía inestable por la náusea. Poco a poco, el objeto fue adquiriendo definición por contraste con la húmeda oscuridad del baño.

Unas diminutas cavidades de cristal la observaban, imperturbables. Detrás de ellas, dentro del verde cráneo translúcido, sueños impensables marinados con jugos cerebrales que olían a regaliz.

Rawra Chin observó la calavera llena de veneno. Esta le mantuvo la mirada, aunque sus ojos no ocultaban nada.

El tiempo pasó en la Casa Sin Relojes. En la decimoctava noche desde su llegada, Rawra Chin se precipitó en la oscuridad. Apenas la había probado hasta entonces, pero ahora distendió la mandíbula y engulló con ansia.

Estaba borracha, aunque podría haber pasado en cualquier otra ocasión. Se sentía fatal sentada a la mesa, había bebido demasiado vino con la esperanza de adormecer las punzadas de desprecio que sentía por sí misma. El alcohol tan solo sirvió para embarrar sus preocupaciones, para hacerlas más resbaladizas, más difíciles de entender. Se puso de pie y quedó enmarcada por la puerta abierta, con una mano apoyada en la madera pintada de amarillo pálido, mirando hacia el patio desierto, llenándose los pulmones del aire otoñal. No hizo ningún esfuerzo por tranquilizar el zumbido que rebotaba dentro de su cabeza, como una triste colmena ubicada en algún punto entre sus oídos. Al fijarse en las diferentes losas negras, entendió que tenía que marcharse. Dejar a Foral Yatt. Irse de una vez por todas y regresar al relajante balbuceo de los chicos que se encargaban de su vestuario, a la cómoda monotonía de memorizar infinidad de líneas de diálogo. Si no lo hacía de inmediato, quedaría atrapada para siempre, aplastada bajo aquel descomunal carromato de granja que componían sus circunstancias, gritando para que alguien apartase a las moscas. Si no se marchaba de inmediato…

Desde la alcoba, a su espalda, oyó a Foral Yatt llamarla por su nombre.

Alzó la vista de la amplia charca de obsidiana; allí se alzaba, como siempre, el arco con la ciudad de Liavek al otro lado, más allá.

Con un perceptible deje de creciente impaciencia en la voz, Foral Yatt la llamó de nuevo.

Se dio la vuelta, caminó hacia el interior de la casa y cerró la puerta amarillo pálido. Él estaba en la alcoba, tal como acostumbraba a hacer desde la noche en que le pidió a Rawra Chin que atendiese a Donna Blerot, su primera experiencia con una mujer. Supuso que Foral Yatt la había llamado para que hiciese lo mismo que en esa ocasión y, durante unos segundos, saboreó la fantasía de negarse a hacerlo, pero apenas fueron unos segundos.

—Mi amor, ¿podrías encender el farol por mí? Aquí hay demasiada oscuridad.

La voz de Foral Yatt, que no había dejado de cambiar desde el regreso de Rawra Chin, había superado otro estadio más en su proceso de metamorfosis. Se había suavizado hasta alcanzar un tono de terciopelo profundo, seducía más que ordenaba. Los dedos de Rawra Chin juguetearon con el pedernal durante un instante antes de que la yesca prendiese, alzó la llama hasta la mecha del farol. Una sulfurosa burbuja de luz amarilla se expandió y se contrajo en el interior de la estancia, vacilando hasta que la llama se afianzó con su clara luz. Rawra Chin volvió el rostro, las retinas gravadas con gusanos ardientes debido al esplendor que había generado. Foral Yatt estaba tumbado de costado sobre el cubrecama hecho de retales, apoyado en el codo, con las puntas de los dedos perdidas entre los tupidos rizos rubios que crecían en sus sienes. Una ancha franja de un azul cosmético le atravesaba el rostro en diagonal, cubriendo el lado derecho de su frente, descendiendo sobre el ojo izquierdo, el puente de la nariz y la mejilla derecha. Una franja más estrecha de color rojo, apenas un trazo de pincel, bordeaba por encima la franja azul surcando las crestas y los huecos de sus suaves y esculpidos rasgos, hasta finalizar bajo la oreja derecha.

Llevaba puesto uno de sus conjuntos de ropa.

Se trataba de una bata larga de color violeta, ataviada con unos extravagantes volantes en los hombros, con los brazos al aire. Tenía unas altas solapas que alcanzaban hasta la nuez de Adán de Foral Yatt, y hacia abajo la tela era sólida y opaca hasta llegar a la línea de demarcación que se dibujaba justo bajo el esternón. A partir de ahí, daba la impresión de que hubiesen rasgado la tela formando largas tiras que descendían hasta sus tobillos, y habían reemplazado las tiras impares de color violeta por trenzas de color rosa coral, anudadas formando un estampado en forma de copo de nieve que dejaba a la vista la piel que se extendía por debajo. Lucía pequeños espejitos en los dedos de las manos y de los pies.

Una suave brisa se colaba a través de una grieta que había en la pared, creando un sonido parecido al que haría un niño al soplar por un frasco de boca estrecha, alterando de ese modo el perfumado ambiente y provocando que la llama del farol oscilase. Por un instante, los ejércitos de la luz y de las sombras avanzaron y retrocedieron en una rápida sucesión de escaramuzas fronterizas. Las sombras que se agrupaban bajo los ojos de Foral Yatt parecían fluir por sus mejillas como alquitrán derramado antes de encogerse de nuevo bajo el saliente de su frente. Sonrió a Rawra Chin con los labios meticulosamente pintados de un llamativo tono índigo.

—Tuve que volver. Imposible dejarte aquí.

Enfatizó la primera palabra de ambas frases de un modo afectado y exuberante, para que Rawra Chin, pese a su empeño por encontrarle sentido a las palabras del actor, también tuviese que esforzarse en identificar la peculiaridad de la inflexión, inquietantemente familiar para ella y aun así lejos de los tentáculos de su memoria.

—Pero… ¿qué quieres decir? No has ido a ninguna parte. Tú…

Rawra Chin sintió que algo se le acercaba por el suelo, dirigiéndose hacia ella a una horrible velocidad capaz de congelar la voluntad y convertir la posibilidad de la huida en algo inimaginable. Era como una de esas historias que había oído contar relativas a los eclipses, cuando los hombres pueden ver la gigantesca sombra de la luna avanzando sobre la tierra, un enorme planeta de oscuridad desplegándose sobre los diminutos campos y pastos a una velocidad solo comparable a sí misma. Allí, en mitad de la perfumada habitación, Rawra Chin entendió el terror que sentía. El mundo de sombra ya casi la había alcanzado. Un instante más y se vería aplastada por aquella masa insalvable e infinita.

Desde la cama, Foral Yatt habló de nuevo. El énfasis de su discurso seguía moviéndose justo al otro lado de la línea del reconocimiento, burlón e inalcanzable.

—Te dejé. ¿No lo recuerdas? Te dejé porque para mí era muy importante que la gente conociese mi nombre. Sé que fue injusto para ti, pero tú no eras más que una persona corriente y yo soy una criatura especial. Hay algo único en mí, un encanto singular que los hombres no son capaces de describir, y a pesar de quererte mucho, mucho, era mi deber mostrarle al mundo el tesoro que me fue dado. Seguro que lo entiendes.

En ese preciso instante, Rawra Chin supo dónde había oído la voz que Foral Yatt estaba utilizando. El oscuro planeta explotó sobre su cabeza. Estaba perdida.

—Pero ahora todo eso ha acabado. Ahora, todo el mundo conoce mi nombre y acuden como si fuesen polillas hacia el fuego que habita en mi interior, a cuya naturaleza solo yo puedo ponerle nombre. Ahora estoy completo y dispongo de la libertad para amarte de nuevo. Te adoro. Te venero. Te amo, te amo más que a nada en este mundo, excepto a la fama. Pero…

La parodia resultaba indescriptiblemente violenta, aunque también certera. Tras identificar el origen de la voz, Rawra Chin no tuvo otro remedio que aceptar el cruel reflejo del rostro que la acompañaba. Paralizada por el oscuro peso de una luna fantasmagórica, se limitó a escuchar a Foral Yatt sacando a la luz todo el engreimiento, las estupideces y las pequeñas evasiones que conformaban su existencia. El joven tumbado sobre la cama apoyó la centelleante constelación de uñas de sus manos sobre el azul de su labio inferior en una pantomima de ansiedad e indecisión. Alzó la vista para mirar a Rawra Chin, sus largas pestañas mostrando un urgente semáforo que suplicaba compasión, al tiempo que le temblaba la mandíbula bajo la carga que entrañaban las palabras que su boca no había pronunciado. Por fin, cuando logró llevar la melodramática duda hasta el punto de lo absurdo, las palabras manaron formando una jadeante cascada:

—… Pero ¿sigues queriéndome? —Se detuvo y pestañeó un par de veces—. ¿A pesar de lo que te hice?

En una esquina de la habitación, el niño idiota empezó a brotar del estrecho cuello de su botella, y la relación entre las luces y las sombras dentro de la estancia sufrió una convulsión.

Rawra Chin, a la deriva sobre un tambaleante océano de pesadilla, oyó una voz en la distancia:

—¿Hay un lagarto dormido dentro de la bola?

La voz era tan profunda y masculina que dio por hecho que pertenecía a Foral Yatt pese a que la voz de Foral Yatt ya no era así. Entonces, ¿de quién podía tratarse? Cuando la respuesta fue evidente, los sentidos de Rawra Chin estaban tan maltrechos que apenas apreció el sordo repiqueteo de la desesperación. Sin duda, se trataba de su propia voz.

En la cama, Foral Yatt sonrió y se dejó caer lánguidamente sobre su espalda. Aquella sonrisa le pertenecía a Foral Yatt, no tenía nada que ver con su grotesca e incisiva imitación de Rawra Chin, pero cuando habló sí lo hizo con la voz de ella:

—A lo mejor soy una bola. A lo mejor esa insondable cualidad que los hombres aprecian en mí es un lagarto, enroscado en mi interior, de una realidad material cuestionable, pero con un efecto mental indiscutible.

Se miraban a los ojos; eran plenamente conscientes el uno del otro, como uno de esos momentos de mutua comprensión que siempre han existido entre las serpientes y los conejos. Foral Yatt chupó sus labios azul índigo deleitándose con el sabor del largo instante que precede al golpe de gracia.

—¿Crees que debería decirte el nombre de mi lagarto? ¿Crees que debería decirte el nombre de lo que me convierte en vulnerable, lo que hace que me amen, que me adoren, que me celebren?

Rawra Chin, que conocía la respuesta, negó vigorosamente con la cabeza, pero fue incapaz de articular una sola palabra.

—Culpa. —Ahí estaba. Lo había dicho. Él lo sabía. La llama del farol se estremeció. Las sombras avanzaron y se retiraron, reagrupándose para el siguiente asalto—. Lo ves, es vital para ser lo que soy. Es el dolor que me empuja y, sin él, no soy nada. Oh, amor mío, me avergüenza tanto todo el daño que te he causado.

Rawra Chin, detenida al pie de la cama, se bamboleaba, el vino que había tomado en la cena ahora le amargaba en el vientre. Su confusión fue en aumento a medida que las capas de significado empezaban a desplegarse una sobre otra, floreciendo hasta crear nuevas formas, como si fuera un juguete de papel ingeniosamente fruncido. ¿Estaba describiendo Foral Yatt sus propios sentimientos o imitaba el sufrimiento que percibía en ella? ¿Acaso sentía un genuino remordimiento debido a la venenosa interpretación que había llevado a cabo? En el centro del miedo y la confusión que atravesaba a Rawra Chin como un huracán, empezó a formarse una pepita de resentimiento, fría y brillante en el impávido núcleo del ciclón.

¿Cómo se atrevía a disculparse? ¿Cómo se atrevía a rogar comprensión después de ese insufrible espectáculo de degradación? En el interior de Rawra Chin iba creciendo la rabia al observar con mirada de hielo a la figura que yacía en la cama, la maleable e indefensa línea del cuerpo bajo la bata de franjas violetas. Se sentía más y más enfurecida al oír esa insoportable voz engatusadora de niña pequeña.

—¿Podrás perdonarme? Oh, amor mío, estás tan seria… Qué desconsiderado fui al hacerte daño de un modo tan horrible y despreciable.

Foral Yatt se sentó y extendió hacia Rawra Chin, implorando, los brazos, pálidos como cuellos de cisne al surgir de las gorgueras de los hombros. Sus ojos suplicaban la liberación de la aparente agonía de la autoflagelación que estaba soportando y sus labios azules mascullaban palabras a medias que pretendían ser una explicación y una disculpa, al tiempo que fruncía el ceño como pidiendo un beso de absolución.

Con toda la fuerza que fue capaz de reunir, Rawra Chin le cruzó la boca con el reverso de la mano, extendiendo así el azul de los labios por la mejilla y manchándose ella los nudillos.

El golpe seco del bofetón y el gemido de dolor del actor rebotó contra las paredes de fría piedra. Foral Yatt cayó hacia atrás, se cubrió la cara y rodó hacia un costado hasta hacerse un ovillo sobre la colcha, dándole las espalda a Rawra Chin.

De repente, al ver su columna vertebral curvada, visible a través de las desaliñadas franjas violetas de su bata, Rawra Chin se percató de que la rabia que sentía en su corazón desembocaba en una inesperada presión en los muslos provocada por una creciente erección que empujaba contra la ceñida piel de sus calzones gris ceniza. Sobre la cama, Foral Yatt se acarició la boca y empezó a llorar. Casi de manera involuntaria, sus dedos, que hasta ese momento había sentido adormecidos y demasiado grandes, se desplazaron hacia el nudo de su cinturón de cuerda, que presionaba como un duro puño de cáñamo contra el vientre de Rawra Chin.

Lo violó dos veces, de manera brutal, sin obtener placer alguno.

Al acabar, entendió el daño que se había hecho a sí misma y empezó a sollozar sin hacer ruido, como suelen hacerlo los hombres, sentada en el borde de la colcha, los hombros temblándole en silencio. Foral Yatt estaba tumbado sobre la cama, a su espalda, con la mirada clavada en la pared. La semilla de Rawra Chin se había secado formando un pequeño óvalo irregular en la depilada piel color alabastro de su rodilla derecha, un apretado pliegue de piel bajo aquel fino y claro barniz. Lo tomó sin prestar atención, sin decir nada, entre sus espejadas uñas.

La mecha del farol se estaba acortando, hasta que por fin desapareció. De ese modo podía medirse el paso de las horas en la Casa Sin Relojes.

—No tenía derecho. Ningún derecho a tratarte así…

—Por favor. No importa.

—¿Te quedarás? ¿Te quedarás aquí conmigo?

—No puedo.

—Pero… ¿qué voy a hacer si te vas? No tienes ningún motivo para marcharte.

—Mi trabajo. Mi trabajo y mi carrera.

—Pero ¿y yo qué? Me dejarás aquí, sin salida, ¿no lo entiendes? Ahora no me marcharé nunca. Por favor. Haré todo lo que quieras, pero no me dejes aquí.

—Tendrías que haber pensado en eso antes de vengarte.

—Oh, por favor, te he dicho que lo siento. ¿Es que no puedes pensar en lo que éramos el uno para el otro y perdonarme?

—Es demasiado tarde, amor mío. Es muy muy tarde.

—No voy a dejar que te vayas. No voy a permitir que volvamos a separarnos.

—Por favor. No me montes una escena. Lo que pasó la última vez fue muy embarazoso.

—Oh, no te preocupes. No voy a montar un escándalo.

—Bien. Voy a enviar a uno de los mozos para que manden el carruaje por la mañana y se lleven mis ropas a la casa de huéspedes.

—¿No me vas a dejar nada? Por favor. Deja que me quede la bata violeta.

—No.

—¿No entiendes lo que me estás haciendo? ¿Vas a llevártelo todo? ¿Cómo ha podido ocurrir?

—Basta de ingenuidad. Estamos en la Ciudad de la Suerte.

—¿Ahora vas a hablarme de suerte? Ya no creo en la suerte. ¿Es la suerte o solo las circunstancias, sin forma o patrón alguno, las que lo borran todo a su paso?

—¿Hay un lagarto dormido dentro de la bola?

***

Sentada en su balcón, masticando con aire ausente las anémicas flores azules que había arrancado de la jardinera que tenía en la ventana, Som-Som observaba el patio de la Casa Sin Relojes.

Hacía un rato ya que había llegado un carruaje, con las primeras luces del alba, y se había detenido más allá de las curvadas paredes. La mujer medio enmascarada entendió que Rawra Chin debía de marcharse de la Casa para reemprender su fabulosa existencia en el mundo que se extendía al otro lado de las puertas multicolor.

Habida cuenta de que Rawra Chin le había hablado en un principio de una estancia en la Casa que iba a durar meses, no semanas, Som-Som supuso que las oscuras corrientes que circulaban entre ella y Floral Yatt la habían obligado a marcharse sin anunciarlo. Se preguntó si la actriz la llamaría para despedirse antes de partir, lo que la llevó a sentir una punzada de tristeza al pensar en su separación.

Pero ese pesar se veía contrarrestado por un tremendo alivio. Le agradaba que Rawra Chin no hubiese permitido que la convirtiesen en prisionera de la terrible fuerza de gravedad que poseía la Casa. Por esa sencilla razón esperaba que la suerte condujese a la actriz muy lejos de aquellas paredes, que se curvaban formando una suerte de abrazo.

El sonido de la puerta amarillo pálido al abrirse fue como una joya afilada en el silencio de la mañana. Som-Som se inclinó hacia fuera para ver a la elegante figura vestida de color carmesí recorriendo las frías losas negras, que el frío de la noche había cubierto con una ligera capa de escarcha.

A Som-Som, que no había disfrutado de la sensación de profundidad desde los nueve años de edad, le dio la impresión de que una gota de sangre autopropulsada salía a través de una grieta amarillo pálido abierta en la piel de la Casa y rodaba sobre aquel disco negro escarchado que era el patio, desplazándose despacio hacia el arco que se encontraba en el lado opuesto. De vez en cuando, se hacía visible una mano blanca en dos dimensiones, según la perspectiva, un pétalo color crema que flotaba brevemente sobre la superficie rojo sangre antes de desaparecer otra vez.

A medida que la perla carmesí avanzaba por el patio, se fue convirtiendo en algo que una persona que no sufriese su aflicción podría haber reconocido como un ser humano. La figura se detuvo más o menos en el centro del patio y se dio la vuelta; echó la cabeza hacia atrás para mirar a Som-Som, como si hubiese sido consciente en todo momento de que la mujer medio enmascarada la había estado observando desde que había salido por la puerta amarillo pálido. En medio de aquella mancha roja, una cara se hizo visible.

Foral Yatt miró a Som-Som a los ojos, tanto al que parpadeaba como al que no podía hacerlo.

Su expresión pareció furtiva por un instante, teñida de un sentimiento de culpa que a Som-Som le resultó inquietamente familiar, y después sonrió. Pasaron varios segundos, que no iban a quedar registrados, mirándose a los ojos, y después él se volvió y siguió andando para completar el amplio círculo hasta traspasar el alto arco de piedra.

Al cabo de un momento, se oyó el chasquear de las riendas, seguido del repiqueteo de los cascos sobre los adoquines cuando los caballos del carruaje se pusieron en marcha y se alejaron a medio galope por las sinuosas calles de Liavek, donde el aroma de un centenar de desayunos preparados a fuego lento pendía tranquilizadoramente entre los apelotonados edificios.

Som-Som permaneció inmóvil en su balcón, con la mirada todavía clavada en el punto exacto en el que Foral Yatt se detuvo y alzó la cabeza para mirarla. Su sonrisa seguía ahí, una imagen residual en el ojo de su mente. Era una sonrisa que Som-Som ya había visto antes y que reconoció al instante.

Era la sonrisa de un mago. Era la expresión de un moldeador de suerte que, por fin, había obtenido una satisfacción largo tiempo esperada. Durante un periodo de tiempo imposible de cuantificar, Som-Som no movió un músculo. Un gesto inexpresivo congelaba su rostro, por lo que sus divididas facciones consiguieron recobrar un aire de unidad, transformando por el desconcierto la mitad viva en porcelana.

Se puso en pie de un golpe, empujó la silla hasta hacerla caer sobre el suelo del balcón. Se desplazó con rapidez, con extrañas sacudidas. Dejó de lado los entrenamientos y la disciplina que disimulaban sus dificultades de locomoción, echó a correr por la estrecha escalera de madera y atravesó el patio redondo.

La puerta amarillo pálido no estaba cerrada con llave.

Rawra Chin estaba sentada frente a la mesa, rígida y tiesa en una de esas sillas de respaldo recto. Parecía estar observando dos objetos colocados en el sobre de madera blanca de la mesa, apenas indistinguibles bajo la ahumada luz del amanecer. Al acercarse a la mesa, Som-Som los miró con atención, entrecerrando el ojo que todavía poseía la capacidad de hacerlo.

Uno de los objetos era una lisa bola de cobre que no le dijo nada. La otra parecía una especie de huevo con la parte de arriba rebanada limpiamente.

Excepto por su color: era verde.

Excepto porque tenía unas cuencas vacías que sostenían la mirada y una sonrisa sin labios.

Notó el olor a regaliz al mismo tiempo que se percataba de que no había visto respirar a Rawra Chin desde que había entrado en la habitación.

No fue el terror físico lo que empujó a Som-Som a salir disparada por la puerta amarillo pálido, jadeando y a trompicones, hasta salir al patio debido a la inmensidad de lo que había presenciado allí dentro. Tampoco fue la aversión que suele provocar la muerte. La puta para brujos suele ser testigo de peores cosas que la simple muerte durante el curso de su servicio, y los suicidios en la Casa Sin Relojes eran lo bastante frecuentes como para no llamar la atención. Sin duda, demasiado frecuentes como para provocar una reacción tan violenta en alguien cuyos clientes, según la ocasión, podían transformarse en seres de diferentes especies o entidades de agitado vapor blanco en el momento de mayor placer.

No fue el horror lo que ocupó su mente ni tampoco la repugnancia del espíritu. No tenía forma ni dimensión que ella pudiese aferrar, y eso fue lo que realmente la aterrorizó. Había tenido lugar un crimen monstruoso, una atrocidad de una magnitud y una escala sobrecogedoras que, de algún modo, era a un tiempo abstracto e intangible. Como no era posible percibir sus límites, su monstruosidad era infinita, y fue eso lo que empujó a Som-Som a retroceder tambaleándose hasta el frío y negro patio.

Quería chillar hacia las indiferentes ventanas de la Casa Sin Relojes, todavía cerradas para protegerse de la luz de la mañana, mientras los que estaban tras ellas disfrutaban del sueño que bien se habían ganado durante la noche anterior. Quería gritar y despertar a la Ciudad de la Suerte, alertar de semejante abominación, perpetrada mientras Liavek miraba hacia otro lado, inconsciente.

Pero, por supuesto, no fue capaz de decir nada. La enormidad de lo que acababa de ocurrir seguiría confinada en su interior, como algo escamoso y frío y repugnante dentro de su mente, que nadie podría ver nunca, que nadie podría tocar o podría contar a otra persona. Se solazaba enroscado en la inalcanzable oscuridad que se extendía bajo la máscara de porcelana, más allá de toda prueba, más allá de toda refutación.

Casi como si no estuviese ahí.

Fin

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