El ladrón

Foto de Geronimo Giqueaux en Unsplash

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Hacía dos horas que el ladrón, escondido en el sótano, oía cómo aquel paso medía despiadadamente las habitaciones de arriba sacudiendo las viejas vigas, haciéndolas crujir y haciendo caer a ratos menudos trozos de yeso: ¿Es que aquella gente no se iba nunca a la cama? También, a menudo, en el silencio de la noche, le llegaban estallidos repentinos de voz, airada o burlona. Luego, después de largas pausas, carcajadas fuertes y siniestras que helaban el corazón.

El ladrón era un novato y quería evitar todo escándalo y toda violencia. Solo esperaba encontrar en esta vieja casa algunos trastos y, a lo mejor, provisiones, cosa de poco, en el fondo, para el rico propietario, pero que, sin embargo, le serviría para vivir a él, el ladrón, y a su pequeña familia. ¡A qué se veía reducido con sus cabellos blancos! Tan novato era que empleó dos horas en darse cuenta de que aquellos pasos de arriba eran los pasos de una sola persona: claro, el señor. ¿Pero con quién hablaba, se enfadaba o se reía?

No obstante, aquel paso mesurado y continuo empezaba a provocarle una gran angustia al ladrón, ¡demonios!, acurrucado entre dos toneles en una casa que no era la suya… Él era tímido y bueno, ya se ha visto. Además, aquellos estallidos de voz en la noche eran verdaderamente espantosos. ¡Y las carcajadas! Todo ello se le hacía insoportable. Resuelto a no poner manos a la obra hasta que toda la casa se hubiera dormido profundamente, decidió, sin embargo, ir a ver con cautela qué estaba ocurriendo. Entre otras cosas, lo animaba una gran curiosidad, una curiosidad pavorosa que no podía dominar.

Conocía más o menos la casa. Tembloroso, salió de entre los toneles y por una escalera interior llegó al patio. De una puerta acristalada salía una débil luz. El ladrón quiso acercarse pero los estallidos de voz se reanudaron más fuertes. O, más bien, su violento contenido. Desde aquí se oía mejor: allí dentro el hombre iba dialogando ininterrumpidamente o discutiendo con alguien (en efecto, al ladrón le pareció oír en ciertos momentos el sonido de otra voz, si bien un poco más sosegada). Hablaba en tono cambiante, ahora alto, ahora bajo, ahora casi silbaba, ahora murmuraba, pero siempre excitadamente. Ráfagas de carcajadas sarcásticas interrumpían de vez en cuando la discusión. Pero seguro que estos arrebatos eran del primer hablador, el más apasionado, y, sobre todo, eran terribles en medio de la noche. Por fin, el ladrón se armó de valor y con paso de lobo, protegido por la oscuridad circundante, se acercó a la puerta. Los cristales empezaban solo a una cierta altura; poniéndose a cuatro patas se podía mirar dentro sin ser visto. Así pues, el ladrón miró.

En la cocina (ya que aquella estancia era una amplia cocina) ardía una lamparilla polvorienta expandiendo una luz amarillenta; el hogar estaba apagado y se veía que se había apagado solo. Arriba y abajo, ante los hornillos, paseaba un hombre de cabellos grises, como los del ladrón. Pero lo que de verdad producía temblores era que este hombre caminaba extrañamente doblado en dos, como algunos monos, con los brazos colgantes y abandonados, las piernas abiertas y las puntas de los pies hacia afuera. Sus ojos, oscuros bajo las tupidas cejas, miraban a menudo hacia el exterior, hacia el ladrón, sin verlo. Y este hombre, en tal postura, hablaba sin parar.

Asaltado por una horrible sospecha, el ladrón buscó con la vista al interlocutor sin encontrarlo, hasta que, helado de terror, descubrió que el hombre hablaba consigo mismo, cambiando de voz, a veces, como si dialogase con alguien. En la vacía cocina, ante el hogar apagado, en la mortecina luz y doblado en dos, el hombre paseaba y hablaba sin parar, angustiosamente.

—Fíjate —decía—, esta es la postura más cómoda para ti, compadre. Eres viejo, pobre amigo mío (proseguía cambiando de expresión). ¿Qué esperas aún? Tu casa está vacía, tu hogar está apagado, das vueltas, usted, señor, da vueltas aquí dentro como en su sepulcro, muerto en su tumba, es decir, vivo aún en la tumba… ¡al diablo con las malditas palabras! (gritaba presa de una gran rabia). Callar, callar, callar eternamente (canturreaba midiendo las sílabas). Pero vea, sus parientes, sus amigos, su hijo… (añadía volviendo a cambiar de tono). Usted, señor mío, es amado y respetado, incluso temido, por mucha gente, sí, se lo aseguro. Además, su riqueza, y si no queremos hablar de riqueza, bienestar… ejem, ejem… En una palabra, su honorable vejez está asegurada contra etcétera. ¿Qué dice usted? ¿Qué dices tú? (se dejaba arrebatar por la ira). Los parientes. Los parientes (repetía refunfuñando). El hijo, ¡ja, ja, ja! (y soltaba una de esas inesperadas carcajadas fortísimas que helaban la sangre). ¿Dónde está mi hijo? ¿De qué modo, demando (decía exactamente demando) y digo, se preocupa o puede preocuparse, siquiera, de mí? Temido, sí, temido (repetía con la música de una copla obscena de estudiantes). ¡Temido como se teme a la roña, la podre o a una carroña! (gritaba con todo el aire que cabía en su pecho). Viva la rima, la querida rima (seguía gritando con voluble fatuidad). Así, asá (empezó a decir casi sin interrumpirse), así, asá, aquí y allá, bah, bah, esto y aquello, arriba y abajo, bubú, bubá (y, al mismo tiempo, parecía reflexionar intensamente: y seguía: así, asá, etcétera.)

El hombre seguía repitiendo estas palabras sin sentido y paseaba furiosamente. Y el ladrón temblaba en lo más hondo de su corazón detrás de la puerta y una gran piedad se apoderaba de él. Ya no pensaba en el objeto de su visita a aquella casa, había olvidado su propia miseria y habría querido ayudar a aquel hombre y quizá hasta abrazarlo.

Hizo algún movimiento imprudente y suspiró, pues el hombre se puso derecho de golpe, se lanzó a la puerta y la abrió murmurando: “es el viejo perro, solo es el viejo perro”. El ladrón fue descubierto en la escasa luz y, a cuatro patas como estaba, miraba al señor.

—Tú… tú… —dijo este un poco sorprendido, pero sin rabia, al contrario, tristemente—. ¿Qué quieres tú?

El ladrón no respondió y se levantaba despacio.

—¿Querías robar, eh? —continuó el otro, pero no irónicamente, sino casi con melancólica alegría. Y lo miraba con sus ojos oscuros. En los del ladrón seguro que brillaban las lágrimas, temblaba un poco y no se movía.

—Pero pasa, querido amigo —dijo el señor de repente—, entra en mi casa. ¿Eres pobre? (continuó serio). Tu mujer y tus hijos no tienen qué comer, ¿no? Pero entra —y lo empujaba dentro por un brazo.

En la luz turbia los dos hombres se miraban profundamente a los ojos; los del señor también se llenaron de lágrimas; luego sonrió dulcemente. Uno de los dos abrió los brazos, el otro se arrojó en ellos sin miedo. El señor y el ladrón se abrazaron llorando, sollozando como niños. Y aquellas lágrimas no querían parar; corrían, corrían y lavaban sus rostros. Eran un consuelo para sus corazones.

FIN

Tommaso Landolfi. Fue uno de esos autores que parecen esculpidos a mano, con una obra que desafía tanto al tiempo como al lector. Nacido en Pico, Frosinone, el 9 de agosto de 1908, Landolfi provenía de una familia noble, una condición que marcó su vida y su literatura. Su infancia, teñida por la muerte de su madre cuando él tenía apenas dos años, transcurrió entre Roma, la Toscana y su casa familiar, donde comenzó a gestar esa figura romántica y solitaria que lo acompañaría siempre. La ausencia y el aislamiento, temas recurrentes en su obra, ya lo acechaban desde su niñez.

Formado en las universidades de Roma y Florencia, Landolfi se graduó en lengua y literatura rusa, un vínculo intelectual que lo llevaría a traducir magistralmente a autores como Gógol y Pushkin, cuyos ecos resonarían en sus propios textos. En 1937, publicó su primer volumen de relatos, Dialogo dei massimi sistemi, y poco después, obras como Il mar delle blatte y La pietra lunare consolidarían su singular estilo, lleno de complejidades lingüísticas, barroquismo y una profunda inquietud existencial.

Landolfi fue un escritor a contracorriente, alguien que eligió permanecer al margen de los grandes movimientos literarios de la Italia de la posguerra. A lo largo de su vida, cultivó una imagen de dandy, emulando a figuras como Byron o Baudelaire, pero siempre con una mirada aguda y mordaz hacia la realidad que lo rodeaba. Esta distancia, que mantenía tanto en la vida como en sus escritos, le permitió desarrollar una voz única, apreciada por autores de la talla de Eugenio Montale e Italo Calvino.

A pesar de su constante huida de los círculos intelectuales, Landolfi fue un escritor prolífico. Su narrativa, teñida de un profundo escepticismo y marcada por la influencia de autores como Dostoyevski y Kafka, explora los recovecos más oscuros del alma humana. Obras como Racconto d’autunno o A caso, que le valió el Premio Strega en 1975, son ejemplos de esa búsqueda constante de sentido en un mundo caótico y absurdo. Pero no fue solo narrador; sus diarios, como La biere du pecheur o Rien va, son retratos íntimos de un hombre obsesionado por el azar, el destino y el juego, una pasión que lo llevó a las casas de apuestas de San Remo y Venecia, donde pasaba largas temporadas.

Landolfi fue, ante todo, un escritor de frontera, tanto en su vida como en su obra. Traductor, poeta, narrador, y cronista de sus propios abismos, su legado literario, aunque en gran medida desconocido para el gran público, es un tesoro oculto en la literatura italiana del siglo XX. Desde 1992, su hija Idolina Landolfi ha dirigido la publicación de su obra, y en 1996 se creó el Centro de Estudios Landolfianos, asegurando que su singular y fascinante voz continúe resonando entre los lectores que se atreven a explorar su laberinto literario.