El insaciable hombre araña
Hay una carretera estrecha y arruinada a lo largo del mar. La reparan, y a cada trecho han depositado un poco de asfalto mezclado con grava. El mar aquí es una playa de arrecifes y piedras, sin arena, en la orilla el flujo y el reflujo forman pequeñas olitas, a tres o cuatro metros de la carretera. No me explico a quién se le ocurrió hacer esta vía estrecha y asfaltada tan cerca del agua. Lo cierto es que ahora está cerrada al tráfico y la reparan porque la corrosión del salitre la destruye. Es de noche y hay una hermosa luna llena y plateada rutilando sobre el mar. Una brisa muy leve riza la superficie del agua y la luz plateada viene hasta mí, como un camino en el agua. Estoy solo, sentado sobre una tanqueta de aceite de motor, junto a un cilindro aplanador, un camión, y diversas herramientas: palas, picos y vagones de mano. Al día siguiente regresarán los hombres para continuar el trabajo y estos equipos harán mucho ruido para esparcir el asfalto y compactarlo hasta que endurezca.
La noche fresca, todas las estrellas en el cielo, la luna. Es un momento perfecto y no tengo sueño. Hace un par de horas que observo esta escena. Quiero mantenerla en la memoria: la cinta negra de la carretera estrecha, el mar azul-negro-gris-acero, el camino plateado y brillante de la luna, y los bultos amarillo ocre de los equipos oxidados. La luz de la luna difumina un leve tono azul en el aire. Todo está impregnado de silencio y soledad absoluta. Después pintaré una versión de esta escena y la gente dirá que mis cuadros son abstractos. Yo no hago comentarios. Me llevó casi toda la vida aprender a ver algunos trozos coherentes en medio del caos.
Entonces aparecieron las vacas. Salieron del pedregoso campo de malezas espinosas, abrojos y lirios de costa, que se extiende por varios kilómetros entre el litoral y unas colinas no muy lejanas. Las dos vacas caminan lentamente a través del campo. No hay un alma ni una casa hasta donde alcanza la vista. Quién sabe de dónde salieron. Cruzaron la carretera. Caminaron un pequeño trecho sobre las piedras de la costa y entraron en el mar. La orilla es muy baja y el agua les cubre poco más arriba de los cascos. Se quedan tranquilas en medio del camino de luz plateada. Al rato salen, van hasta uno de los montones de asfalto con gravilla y arena. Lo olfatean detenidamente. Se deciden y comienzan a lamer. Les gusta el sabor acre del asfalto. Actúan simultáneamente, como si fueran jimaguas. Quizás lo son. Parece que están de acuerdo en todo. Entonces regresan al agua y se quedan muy quietas. Tal vez se refrescan. He visto cómo a los toros sementales más valiosos del mundo les colocan la cabeza dentro de una cabina con aire acondicionado y a ellos les basta. Sienten fresco todo su cuerpo. Quizás con estas vacas es igual.
Repiten la acción de ir a lamer asfalto y regresar un rato al mar. Cuando se aburren se internan de nuevo en el campo, por el mismo sitio por donde aparecieron, y lentamente se pierden en dirección a las colinas. Entonces percibo que tengo una erección animal. Quizás hace una hora o más. Tengo la tranca tiesa como un palo. Estiro la mano. Busco a Julia. No hay nadie. Estoy solo en la cama y es una sensación extraordinaria. Toda la cama para mí. ¡Cuánto tiempo, cuántos años sin tener esta sensación de libertad e independencia! Abro bien las piernas. Me extiendo. Ocupo toda la superficie y no molesto a nadie. Y nadie se interpone. Me masajeo un poco la pinga y pienso en esa niña que a veces camina junto a mí y me dice:
—Calvo, calvo, enséñamela. Deja verla. Ven. Entra en aquella escalera.
Es una mulatica adolescente de ojos grises, o azulverdosos, no sé bien. Debe de tener trece o catorce años. Quizás menos. Me persigue por el barrio. Ahora recuerdo el olor de su sexo y sus teticas mínimas y el triángulo de vello copioso negro y rizado del pubis. Me masajeo un poco más. La bato. Por ahí viene Julia, arrastrando las chancletas de goma, medio dormida. Se acuesta junto a mí. La acaricio un poco y la obligo a chupármela:
—Julia, estoy volao. Mira cómo tengo el pingón, chupa, chupa.
Lo hace a regañadientes. No tiene deseo. La distancia crece entre nosotros. Las mujeres quieren todo o nada. Necesitan permanencia, estabilidad, solidez. Nada de cambios. Son pragmáticas. Sin embargo la mayoría de los hombres somos románticos. Quiero decir, somos juguetones, inestables. Al menos yo, tengo una visión poco trascendente de la vida.
Cuando uno descubre esto, la vida se facilita. Por eso —habitualmente— los hombres no queremos mujeres juguetones y traviesas. Se nos escapan de las manos. Son incontrolables. Y eso nos disgusta.
Julia abandona su tarea y se recuesta suspirando:
—No me siento bien.
—O no quieres.
—No me siento bien.
—¿Qué te pasa?
—Estaba en el baño. Tengo diarrea.
—¿Y eso?
—No sé. Tuve dos por la madrugada y ahora de nuevo.
—¿Te has levantado tantas veces? No te oí.
—Claro. Si has dormido como un puerco toda la noche. Y yo…, ahhh, qué mal me siento.
—¿Tienes fiebre?
—Creo que sí. Y me duelen los ríñones y todo el cuerpo.
—Con estos calores cualquier cosa está podrida, Julia.
—¿Sería la pizza de anoche?
—A mí me sentó bien.
—Tú eres tú y yo soy yo. La flora bacteriana de cada persona es diferente.
—Ah, carajo. Yo no sé de flora bacteriana, pero está comenzando el verano, así que prepárate.
—No está comenzando. Hoy es viernes veintiocho de julio del dos mil.
—Estás enferma, pero tu mecanismo de alta precisión no falla.
Nos quedamos en silencio. Acostados uno junto al otro. Miramos el techo. ¿Nos repelemos? Siento algo así como un viento solar electrificado que procede de Julia. Entonces me dice:
—Ay, me acordé de una pesadilla que tuve anoche, ¡qué horror!
Me la cuenta detalladamente. Estaba en la consulta de un médico y de pronto comienzan a brotar de su brazo izquierdo unos gusanos negros, gordos, y con una gran boca, con dientes aguzados. Le pregunto:
—¿Como Alien?
—¿Qué es eso?
—¿No has visto la película?
—No.
—Los monstruos salían de la boca de la gente. Incubaban dentro.
—¡Qué horror! Yo intentaba aguantarlos con la mano derecha para que nadie los viera. Pero seguían brotando y se retorcían.
—¿Te dolían?
—No sé. Creo que no.
Nos levantamos. Me afeito, me cepillo los dientes, hago café, cago. Miro por la ventana. Todo está peor que ayer, pero, por tradición y conveniencia, eso no se dice. Lo correcto sería: «Miro por la ventana. Todo bien».
A Julia no le apetece el café. Dice que tiene sabor amargo. Me visto y voy a casa de mi madre. Vive en El Calvario, un barrio de las afueras, al sur de la ciudad. Ella sola. Enviudó hace años. Subo a una guagua atestada de gente irritada y sudorosa. Hay peste a grajo, penetrante. Parece que unos cuantos no tienen dinero para desodorante. En cada parada bajan tres o cuatro y suben veinte. Y seguimos hacia el sur. Algunos hablan entre ellos. Y se quejan. Otros se desentienden y miran afuera por las ventanillas. Intento no escuchar a los que hablan quejándose de todo y criticándolo todo. Estoy hasta los cojones de lamentaciones y quejas. A veces pienso: «Eres tú el que anda mal del coco. Eres tú el quimbao y el pesimista de mierda. Eres un imbécil y te pones viejo, amargado y arteriosesclerótico». Pero en cuanto salgo a la calle escucho a la gente molesta, irritable, quejándose de todo, inyectándose odio y rencor unos a otros. ¿Qué es esto? ¿El calentamiento global? ¿El Apocalipsis? ¿Por qué tanta amargura y frustración?
Intento mirar por la ventanilla y desconectar. La calzada de Diez de Octubre está tan asquerosa que deprime. ¡Ay Santa Bárbara, me voy a volver loco, quítame un poco de lucidez!
Mi madre vive en una casita pequeña, fea, ridícula, mal ventilada y calurosa, atestada de adornos polvorientos de plástico y de yeso. Tiene un pedazo de tierra entre la casita y la calle. Podría ser un jardín amplio, pero no es exactamente un jardín. Es un pedazo de tierra donde ella siembra algunas plantas. Hay, además, un limonero, un almendro, un naranjo y un framboyán. Completamente cubierto de flores rojas. Se oyen los pájaros siempre y hay muy poca gente en los alrededores. El Calvario es un barrio tranquilo. Mi madre mantiene las puertas y ventanas abiertas todo el día. A dos cuadras hay un pequeño cementerio en una colina. A pocos metros, más abajo de la colina, pasa la autopista que circunvala la ciudad. Cada cierto tiempo me reitera que por nada del mundo la entierre en ese cementerio, que está a doscientos metros de su casa. No, no, no. Hay que llevarla a doscientos kilómetros de aquí, hasta San Luis, Pinar del Río, pueblo donde nació hace ochenta años.
—Vieja, eso es una cabroná tuya. Ganas de joder hasta después de muerta. Te entierro aquí mismo y al carajo.
—¡No, señor! En San Luis. Y hay que pasarme frente a la iglesia y que doblen las campanas. Y hay que hacer una misa por mí antes de las cuarenta y ocho horas.
Dictatorial la señora.
—¿Y si no lo hago? Da igual podrirse aquí o allá.
—Te salgo todas las noches hasta que me desentierres y me lleves para San Luis.
Bueno, en fin, ni después de muerta va a dejar de dar órdenes. Sus dos abuelos paternos eran asturianos. Eso explica en parte su carácter cerrero y montañés.
El Calvario es un sitio muy diferente de mi barrio. Centro Habana convulsiona y es como una gran cueva húmeda y mugrienta, rebosante de mierda, ratas y cucarachas. He pensado muchas veces buscar una casa en El Calvario y alejarme de las convulsiones. Pero la cercanía de mi madre sería una tortura. Es mejor así. Un par de horas al mes.
Ya está muy vieja y cansada y no tiene fuerzas para trabajar. Quiero decir que la casa está un poco sucia. No un poco. Bastante sucia. Llego, no veo a nadie y entro de puntillas hasta el fondo. La encuentro en la cocina gesticulando y hablando sola:
—Vieja, no hables sola. Te vas a volver loca.
—Al contrario, lo que me salva es que hablo sola todo el día.
Nos besamos. Veo un periódico puertorriqueño. Lo cojo y me siento en el piso del portal. Al aire puro, a la sombra del almendro. Es mucho mejor que adentro, con tanto polvo.
—¿Y este periódico?
—No sé.
—¿Cómo que no sabes? Es de Puerto Rico. Y del domingo pasado. ¿Quién lo trajo?
—No sé, hijo, no sé.
—¿Cómo no vas a saber? ¿Te metiste a jinetera después de vieja? ¿Te echaste a un puertorriqueño? ¿Cuánto te pagó?
—Déjate de falta de respeto. Voy a hacer café.
Se va a la cocina. Es una vieja cabrona. Sabe perfectamente quién trajo el periódico, pero evita que yo le siga la pista a todos sus pasos. Tal vez alquiló una habitación a una jinetera por una noche. No, no lo creo. Este barrio es demasiado tranquilo. Bueno, al carajo, a mí qué me importa. El periódico trae mucha mierda, como todos los periódicos, pero viene un tabloide dominical, con los muñequitos de Fantomas, Olaf, Lorenzo y Pepita, Los Picapiedra. En la primera página abre con el plato fuerte: «Mordido por una araña radiactiva, Stan Jeff adquiere superpoderes que lo transforman en… el increíble hombre araña».
Mi madre regresa con el café. No me deja leer. Me habla tonterías acerca de los vecinos. Su casita está en una callejuela con otras diez o doce más. A simple vista parece que cada quien vive su vida y no se inmiscuye. Todos tienen un jardincito o un patio de tierra, crían pollos, siembran plátanos, tienen cocoteros. Pero es sólo un espejismo. En realidad todos conocen la vida de los demás. Milimétricamente. Ese callejón es un micromundo perfecto para mi madre. Ya está muy vieja y se atormenta en exceso con gente nueva o situaciones inesperadas. Cualquier elemento que la saque de su galaxia íntima la desequilibra.
Va a la cocina, trae más café y me dice:
—No debes tomar tanto café. Hace daño.
—Me gusta.
—Te voy a decir una cosa, pero… me da miedo.
—¿Sigues soñando con muertos?
—No, no.
—¿Entonces?
—Esta mañana me levanté temprano. Abrí la puerta y ¿tú sabes lo que había en el portal?
—Brujería. Te tiraron una gallina prieta.
—No, hijo. A mí nadie me echa brujería. Yo no tengo enemigos.
—Todos tenemos enemigos.
—El peor enemigo es uno mismo, algún día lo comprenderás.
—Hoy estás muy filosófica. ¿Qué había en el portal?
—Había un perro negro. Un perro sato, callejero y flaquito, con las costillitas afuera.
—Y Madre Teresa de Calcuta le dio agua y comida.
—No. Déjame terminar, que es serio. El perro me miró con unos ojos desorbitados que daban miedo. Me impresionó tanto que no pude azorarlo. Además, me dio un presentimiento y me aparté. Lo dejé tranquilo. Ay, mira cómo me erizo nada más que de acordarme. ¿Tú sabes lo que hizo?
—No.
—Se asomó a la puerta. No entró. Se asomó nada más. Miró a un lado y a otro, pegó un aullido como de un dolor muy fuerte y cayó muerto.
—¡Cojones, vieja!
—Eso digo yo. Que Dios me perdone, yo no puedo decir malas palabras.
—¡Lo que tenías metido aquí dentro era mucho! Te mandaron al perro a recogerlo. ¿Qué le hiciste?
—Llamé al vecino del frente, y él lo botó.
—Toma. Coge diez pesos. Juega cinco al quince, que es perro. Y otros cinco al diecisiete, San Lázaro. Y ya. Esta noche vas a ganar un dinerito. Y de paso te das unos baños con hierbas y perfume y despojas la casa. Tú sabes. Tres noches consecutivas, desde hoy.
—Ay hijo, hace años que no juego.
—Pues te dieron los números. Y son esos: Perro y San Lázaro. Tienes que jugar la lotería de esta noche. No juegues más de cinco pesos. Si juegas más, no salen.
—Bueno, si tú lo dices, así es.
Mi madre es un poco espiritista. No mucho. Menos que mi abuela, que murió hace quince años, pero todavía ronda cerca y nos guía en lo que puede. De todos modos, mi madre a veces tiene premoniciones y ve a mi padre sentado en un rincón del portal. Ella sabía que el perro recogió algo fuerte y cayó fulminado. Lo mío es más sencillo. Por suerte no veo muertos. A veces doy el número de la lotería. Pero nunca para mí. Cuando me late decirle a alguien: «Juega hoy tantos pesos a tal número», es un cañonazo. No fallo. Algo es algo. Lo de mi abuela era mucho más completo. Sanaba a todo el vecindario pasando la mano y rezando. Pero está bien. No me quejo.
Volví a el estupendo hombre araña. Imposible:
—Ay hijo, vienes un ratico y te pones a leer. Doblé el tabloide y lo guardé en el bolsillo. Ya tendría tiempo para leer. Tuve que escuchar pacientemente todos sus chismes del barrio. Se concentran en el dinero y la comida, que no aparecen, y los que se van para Miami o para otro país, y los inventos que hace cada uno para irse. Dinero, comida y visados. Esos son los grandes anhelos del vecindario, según las versiones cablegráficas de mi madre.
Almorzamos juntos. Dormí una siestecita de media hora. Tomamos café y regresé. Eran las cuatro de la tarde y la gente estaba mucho más irritada. También había más calor. Más peste a sudor grajiento. Intenté desconectar. Saqué el tabloide y traté de leer a el tenebroso hombre araña. Imposible. Demasiada gente empujando, carteristas, algún jamonero pegándole la pinga en las nalgas a las mujeres más culonas. En realidad, no es exactamente una guagua, sino un «camello»: una especie de rastra de dieciocho ruedas, con más de doscientos pasajeros apretujados unos sobre otros, para un trayecto de una hora quince minutos o algo así. Intenté alejarme mentalmente. Cuando era muy joven tomé un curso para guionista de cómics. Jamás pude escribir un guión. No se me ocurría nada. Ni siquiera una idea para algún personaje original.
Ahora creo que tampoco podría, el increíble hombre araña, el extraordinario hombre araña, el maravilloso hombre araña, el voraz, el fascinante, el misterioso, el mortífero hombre araña. No podría pasar jamás del título. Ni una palabra más allá. ¿A quién se le puede ocurrir que exista una araña radiactiva que comunique superpoderes al morder? El estúpido hombre araña, el imbécil hombre araña.
Es evidente que abandoné la infancia hace demasiado tiempo. Estoy convertido en el adulto hombre araña. Sin imaginación, sin sentido del humor. Si me hacen un test sicológico seguramente me encuentran grandes dosis de veneno en las glándulas de los colmillos. Deseos insatisfechos de asesinar y golpear, y una sexualidad excesiva. Ya con cincuenta años debiera ser más realista y ecuánime. El sexo me tortura. Me fijo en infinidad de mujeres: unas con buenos culos, otras con pezones erectos, el ombligo al aire, en topecitos y licras que les marcan hasta el vello y los labios de la vagina. Algunas me miran directamente a los ojos, provocativas, con esos ojos color caramelo. ¿Qué coño ven en mí? ¿Creerán que tengo dinero o buscan sexo realmente? ¿O necesitan amor? ¿O es solamente la vocación innata de provocar y seducir? Me confunden. Hace unos días me decidí y le pregunté a un vecino. Es un tipo muy viejo, pero siempre ha sido un duro de la calle. De esos que nunca sueltan las riendas. Su negocio es recoger apuntes para la lotería clandestina de la noche. Se premia por la lotería de Venezuela, que aquí se oye bien en la radio. Es todo un arte. El camina por el barrio, habla con sus clientes y lleva solo listas de números. Sabe de memoria quién jugó cada número. Si la policía lo agarra es sólo una larga lista y se hace el viejito con demencia senil, que habla incoherencias. Es un artista, el muy cabrón. Estuvimos un rato sentados en los escalones, a la entrada del edificio. Entonces le pregunté:
—¿Qué edad tú tienes?
Y él, muy orgulloso:
—¡Ochenta y cuatro años!
—Ven acá, mi hermano, ¿a qué edad se le cae el rabo a uno?
—¿Y tú qué edad tienes?
—Cincuenta.
—Uhhh, tienes un mundo por delante. Tú eres un niño todavía.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro de lo que te digo.
—No me vayas a decir que tú todavía…
—No, ya no. A mí se me cayó…, no se me cayó, porque siempre se sigue parando y…, pero bueno, dejé de venirme a los setenta y seis. Y de paso se me quitó el deseo. Ya no estoy desesperado atrás del culo de cualquier mujer, no, no, no…
—Coño, esto es una tortura, yo quiero estar tranquilo, pero no puedo. Y tengo la tranca que vaya…, si la mujer me gusta estoy dos o tres horas dando jan. Se vuelven locas conmigo. Averiguan mi número de teléfono, me llaman, joden a cualquier hora.
—Tú no te das cuenta, pero el hombre maduro gusta más a las mujeres.
—¿Sí?
—¡Claro! Yo pasé por esa etapa, entre los cuarenta y los sesenta y pico: tienes la tranca tiesa y experiencia. Además de toda esa gentileza de regalar flores, tener una conversación interesante, ¿te das cuenta?
—Pero yo necesito un poco de tranquilidad. ¡Me voy a volver loco!
—Hay que controlarse. Y tú tienes una mujer decente.
—Sí, Julia…
—Se ve que es una mujer seria. Eso vale mucho.
Hablamos un poco más, pero al final el viejo me dijo:
—Cuídate y contrólate, pero tiempla todo lo que puedas. Es como un deporte: buena alimentación y training diario, sin fallar un día. Eso te mantiene joven, alegre, con ilusiones.
—¿Con ilusiones?
—Sí. Uno se pone viejo cuando pierde las ilusiones.
Cuando llego a la casa, Julia tiene fiebre alta, dolor de riñón, orina apestosa, un catarro asqueroso, flemas amarillas que escupe continuamente, la garganta inflamada, y no puede tragar. El aliento hiede a hígado podrido. Está débil y pálida. Pienso que tal vez se muere. No siento lástima ni compasión. No siento nada. Me molesta tener que enfrentar ahora la enfermedad de ella y atenderla y cuidarla.
En esa tontería paso el resto de la tarde y la noche: aspirinas, cocimientos de manzanilla y tilo, compresas de alcohol, soportando los quejidos. Me despierta continuamente. Al fin duerme un poco, ya de madrugada. Cuando despierto son las ocho y treinta de la mañana. Me duele la garganta y no puedo tragar. Tengo fiebre y cólicos que me atraviesan el estómago. Voy al baño. ¡Diarrea!
Dos horas después estoy blando, fofo, deshidratado, como si me hubieran machacado todos los huesos. Me duelen hasta los párpados. He tenido tres diarreas y los cólicos se repiten cada quince minutos. Sabor amargo en la boca. Sólo agua y limonada. No puedo tragar nada más.
Pasa un día, dos, tres. Seguimos igual o peor. Parecemos dos viejos apestosos y decrépitos a punto de morir. No nos resistimos uno al otro. No tengo deseos de beber ron, ni de fumar, ni de comer, ni de templar, no puedo leer más de diez minutos. Me duelen los ojos. Poco a poco comprendo que tengo que concentrar todas mis fuerzas sólo para respirar, beber agua, tragar aspirinas y esperar. Voy de la cama a la silla, arrastrando los pies. Julia está igual o peor. Y me repite:
—Esto es un virus. Son siete días por lo menos.
Pero lo cierto es que ella amanece bien al cuarto día. Y yo empeoro. Pasa el quinto, el sexto, llega el séptimo. Hago propósitos firmes para aumentar mis dosis de amor y compasión hacia la humanidad. Y me repito: «Tengo que controlar la producción de veneno. No puedo seguir así».
Entonces llega una postal de Emilio, un viejo amigo que vive en el norte de España. Es un poeta excesivamente corrosivo y se autopromociona continuamente: «Estoy muy bien dotado, ¿sabes? Mi polla ha hecho feliz a mucha gente». Acaba de divorciarse: «Aquí la vida transcurre como por un pasillo. Poca cosa de interés a un lado y a otro, al menos de interés para mí, que lo voy perdiendo a medida que pasan los años. No sé si estoy muy airado con el exterior o simplemente ya no me importa. No escribo, y no sé qué va a ser de mi vida en los próximos…». Ah, carajo.
Busco las aventuras de el estúpido hombre araña. El guión es una imbecilidad. Me gustan mucho los dibujos. Lo leo despacio una y otra vez y miro bien cada detalle. Sí, podría escribir esos guioncitos morrongueros y crearía un personaje terrible: el asombroso hombre gorila. Que tendría un romance tumultuoso y eternamente erótico e hipnótico con la fascinante mujer serpiente, que sería bellísima y malvada, pero con una vulva de niña precoz, y que a su vez lo engañaría y se burlaría de él con el misterioso hombre vampiro. Y en algunos capítulos, en noches de luna llena, aparecería el sanguinario hombre lobo, hermafrodita de cuerpo y alma, con ambos sexos bellísimos y muy bien proporcionados. El escenario sería Baelo Claudia, con los fantasmas de los generales romanos haciendo de voyeurs en sus mansiones de retiro. Con ese cuadrángulo de odio, amor e incertidumbre podría escribir miles de capítulos. Hasta venderíamos discos compactos con las bandas sonoras grabadas «en vivo» de las prolongadas y extraordinarias orgías de la mujer serpiente con el gorila. Y ella con el vampiro. Y el gorila con el lobo. El vampiro sodomizando al lobo. En fin. Todas las combinaciones posibles. O imposibles. Sería un éxito. A todos nos excita ser voyeurs.
Uf, la fiebre y la diarrea continúan y me tienen muy mal. Quizás hasta tengo mierda destilada, es decir, toxinas venenosas, penetrando en mi cerebrito. Hago un esfuerzo para concentrar la poca energía que me queda. Siete días de virus y diarreas intensas es algo muy serio.
Preparo las pinturas. Intento hacer aquel cuadro de la carretera junto al mar, la luna y los equipos ocres. Al primer intento no sale. Pongo las dos vacas. Queda peor. Es falso. Completamente falso e incoherente. Lo intento de nuevo. Tapo algo y cambio. Peor aún. Julia viene y lo observa un instante. No abre la boca. Se retira. Regresa un minuto después y me pregunta, muy cariñosa:
—¿Quieres un caldito de pollo para esta noche?
—Sí.
—¿Y unas malangas hervidas?
—No. Arroz blanco. Que te quede asopaíto, Julia. Ese arroz desgranado que tú haces no hay quien se lo trague.
Ella se recuperó completamente. Es más tenaz y estoica que un alacrán. Yo entro en el octavo día de virus y sigo medio desvanecido. Me alejo un poco y miro el cuadro a cierta distancia. Es una mierda. Comprobado. No me puedo trazar objetivos. Tengo que olvidar aquella escena. Me llevará años olvidarla y dejarla en libertad para que pase al subconsciente. Con los objetivos a la vista todo mi espíritu funciona como un gran muro de contención. Tengo que olvidar los objetivos. Tengo que olvidar los objetivos. Tengo que olvidar los objetivos.
Fin
Pedro Juan Gutiérrez. El novelista cubano Pedro Juan Gutiérrez nació en el municipio de Matanzas en 1950, aunque creció en Pinar del Río. Estudió Periodismo en la Universidad de La Habana, gracias a un curso con horarios especiales para trabajadores.
Ejerció la profesión de periodista tanto en prensa como en radio y televisión. Destacan sus reportajes sociales en cárceles americanas, favelas brasileñas o en las fronteras mexicanas. Aunque abandonó este oficio por el de escritor, esta devoción por la denuncia social se trasladará a sus novelas, en las que critica la pobreza del pueblo cubano y el paternalismo de su gobierno, y que se mezclan con imágenes sórdidas de la vida y el escape que da el sexo, el ron o los puros. Su estilo se ha llamado realismo sucio.
Es autor de la Trilogía sucia de La Habana, un trío de novelas protagonizadas por un periodista llamado Pedro Juan, cuya última parte se compone de relatos breves en los que el personaje aparece de manera intermitente. También ha publicado poemarios.
Su novela El rey de La Habana (1999) fue llevada al cine en 2015 por el cineasta español Agustí Villaronga. En el proyecto, coproducción entre España y República Dominicana, participaron los actores: Maikol David, Yordanka Ariosa, Héctor Medina Valdés o Jean Luis Burgos, entre otros.
Por la novela Animal tropical se hizo con el Premio Alfonso García-Ramos de Novela en el año 2000 y por Carne de perro se alzó con Premio Narrativa Sur del Mundo en 2003.