Entre los hombres de Peppone había uno al que llamaban Bólido. Era una bestia enorme, lenta y tarda como un elefante y un poco tocado. Bólido pertenecía a la “escuadra política”, capitaneada por el Pardo y tenía la función de tanque: cuando era preciso aventar una asamblea adversaria, Bólido se ponía al frente de la escuadra y no había quien lo detuviese en su inexorable avance, y de esa manera el Pardo y los que lo seguían, podían llegar bien pronto hasta la tribuna del orador, y allí, con silbidos y mugidos, lo reducían a silencio en contados minutos.
Una tarde en que Peppone se encontraba en el comité, rodeado de todos los cabecillas de las seccionales, entró Bólido. Una vez puesto Bólido en movimiento, para detenerlo se necesitaba una bomba explosiva. Así que todos se hicieron a un lado y lo dejaron pasar. Solo se detuvo ante el escritorio de Peppone.
–¿Qué quieres? – preguntó Peppone fastidiado.
–Ayer le he dado una paliza a mi mujer –explicó Bólido, bajando la cabeza avergonzado–. Pero la culpa fue suya.
–¿Y vienes a decírmelo a mí? –gritó Peppone–. ¡Anda a contárselo al párroco!
–Ya se lo conté –contestó Bólido– Pero don Camilo me ha contestado que ahora, con el artículo 7° las cosas han cambiado, que él no puede absolverme y que debes hacerlo tú, que eres el jefe del comité.
Peppone, dando un puñetazo en la mesa hizo callar a los otros, que se reían a carcajadas.
–Ve a decirle a don Camilo que se vaya al infierno –gritó.
–Voy, jefe –dijo Bólido– pero primeramente me debes absolver.
Peppone empezó a gritar, pero Bólido, sacudiendo la cabezota, gruñó:
–Yo no me muevo de aquí si no me absuelves. Y si dentro de dos horas no me has absuelto, empiezo a romper todo, porque eso significa que la tienes conmigo.
La alternativa era, o matar a Bólido o ceder.
–¡Te absuelvo! –gritó Peppone.
–No, así no vale –rezongó Bólido– tienes que absolverme en latín como hace el cura.
–¡Ego te absolvio! –dijo Peppone, que reventaba de rabia.
–¿Qué penitencia debo cumplir? –preguntó Bólido.
–Ninguna.
–Bien –dijo Bólido complacido, iniciando la retirada–. Ahora voy a decirle a don Camilo que se vaya al infierno, y si hace cuestión, se la doy.
–Si hace cuestión, quédate quieto, si no quieres que te dé él la paliza –le dijo a gritos Peppone.
–Bueno –aprobó Bólido– pero si me ordenas dársela, yo se la doy lo mismo, aunque después la reciba también.
Don Camilo esperaba ver llegar esa misma noche a Peppone hecho una fiera. En cambio no se dejó ver. Apareció la tarde siguiente con su estado mayor, y todos se pusieron a charlar, comentando un diario, sentados en los bancos situados delante de la casa parroquial.
En ciertas cosas don Camilo tenía algo de Bólido y mordió la carnada como una mojarrita. Salió a la puerta de la rectoral, con las manos detrás y el cigarro en la boca.
–¡Buenas tardes, reverendo! –lo saludaron todos con mucha cordialidad, tocando el ala de sus sombreros.
–¿Ha visto, reverendo? –dijo el Brusco, dando un manotón al diario–. ¡Cosas extraordinarias!
Se contaba en él la historia de la famosa gallina de Ancona, la cual, bendecida por el párroco, había puesto un extrañísimo huevo en el que se veía dibujado en relieve un emblema sacro.
–¡Aquí está clara la mano de Dios! –exclamó serio Peppone–. ¡Es todo un señor milagro!
–Despacio con los milagros, muchachos. Antes de declarar que un suceso es milagroso es preciso indagar y ver si no se trata de un simple fenómeno natural.
Peppone aprobó con gravedad, moviendo la cabezota.
–Se comprende, se comprende. Pero, a mi parecer, un huevo de esta clase habría sido mejor soltarlo en vísperas de elecciones. Todavía estamos demasiado lejos.
El Brusco se echó a reír.
–¡Qué ingenuo! Todo es asunto de organización. Cuando se tiene una prensa bien organizada se puede hacer poner huevos milagrosos en cualquier momento.
–¡Buenas tardes! –cortó secamente don Camilo.
Pasando al otro día delante del comité, don Camilo vio pegado en la cartelera mural el recorte del diario con el suceso de Ancona y la fotografía del huevo.
Debajo había un cartel:
“Por orden de la oficina de prensa de la Democracia Cristiana las gallinas católicas trabajan en la propaganda electoral. ¡Admirable ejemplo de disciplina!”
La tarde siguiente estaba en la ventana cuando aparecieron Peppone y su estado mayor delante de la casa parroquial.
–¡Es verdaderamente milagroso! –decía Peppone agitando un diario–. ¡Aquí dice que en Milán otra gallina ha puesto un huevo igualito al de Ancona! ¡Venga a verlo, reverendo!
Don Camilo bajó, miró la fotografía del huevo y de la gallina y leyó el artículo.
–¡Qué idea nos hemos dejado escapar! –suspiró Peppone–. Figúrese si la hubiésemos tenido nosotros antes: “¡Una gallina se inscribe en el partido y al día siguiente da a luz un huevo, con el emblema de la hoz y el martillo en relieve!”
Todos suspiraron, pero Peppone, moviendo la cabeza, hizo esta otra reflexión.
–Nosotros no hubiéramos podido hacerlo. Los otros tienen el instrumento de la religión, que arregla todas las cosas. ¡Nosotros no podemos hacer milagros!
–¡Está el que nace con suerte y el que no! –exclamó el Brusco.
–¡Qué le vamos a hacer!
Don Camilo no entró a discutir. Saludó y se fue, mientras Peppone y sus camaradas corrían a pegar en la cartelera mural el recorte con el relato del huevo milanés, comentándolo bajo este título: “¡Otra gallina de propaganda!”
Más tarde, no habiendo podido llegar a una conclusión, don Camilo fue a aconsejarse con el Cristo del altar mayor.
–Señor –dijo– ¿qué asunto es este?
–Tú lo sabrás, don Camilo. Lo has leído en el diario.
–Lo he leído, sí, en el diario, pero no entiendo un comino del asunto –replicó don Camilo–. En el diario uno puede escribir lo que se le antoja. A mí tal milagro me parece imposible.
–Don Camilo, ¿no crees que el Eterno puede hacer una cosa semejante?
–No –contestó decidido don Camilo–. ¡Figúrate si el Eterno puede perder su tiempo haciendo figuritas en los huevos de las gallinas!
El Cristo suspiró.
–Eres un hombre de poca fe…
–¡Ah, eso no! –protestó don Camilo–. ¡Eso no!
–Déjame terminar, don Camilo. Decía que eres un hombre que no tiene fe en las gallinas.
Don Camilo quedó perplejo. Luego abrió los brazos, se persignó y se marchó.
Por la mañana, después de celebrar la misa y sintiendo deseos de comer un huevo fresco, fue al gallinero, donde la Negra acababa de poner uno. Lo sacó calentito del nido y lo llevó a la cocina. Y aquí se le nubló la vista.
El huevo era idéntico a los que había visto en las fotografías de los diarios, como despegado de estos, con el dibujo de una hostia radiante trazado nítidamente en relieve.
Quedó aturdido, y colocando el huevo en un vasito se sentó a contemplarlo por espacio de una hora larga. Luego, de improviso se levantó, ocultó el huevo en un armario y a gritos llamó al hijo del campanero.
–Corre a casa de Peppone y dile que venga enseguida con todos sus secuaces, porque necesito hablarle de una cosa seria y urgentísima. ¡Cuestión de vida o muerte!
Media hora más tarde llegaba Peppone seguido de los suyos. Permaneció en el umbral, desconfiado.
–Adelante –dijo don Camilo–. Cierren la puerta con el pasador y tomen asiento.
Se sentaron en silencio y quedaron mirándolo. Don Camilo descolgó de la pared un pequeño Crucifijo y lo colocó sobre el tapete rojo de la mesita.
–Señores –dijo–, si yo les juro sobre este Crucifijo decir la verdad, ¿ustedes están dispuestos a creerme?
Estaban sentados en semicírculo, y Peppone en el medio: todos se volvieron hacia él.
–Sí –dijo Peppone.
–Sí –dijeron los demás.
Don Camilo hurgó dentro del armario, luego puso la diestra sobre el Crucifijo: “Juro que este huevo lo he recogido yo hace una hora en el nido de mi gallina la Negra, y nadie ha podido colocarlo ahí porque estaba recién puesto y el candado de la puerta lo he abierto yo mismo con la llave que está junto a las otras en un manojo que llevo en el bolsillo”.
Pasó el huevo a Peppone.
–Hazlo circular, le dijo.
Los hombres se pusieron de pie, el huevo pasó de mano en mano y todos lo miraron contra la luz al tiempo que las uñas rascaban el relieve.
Al final, Peppone, que se había puesto pálido, depositó delicadamente el huevo sobre el tapete rojo de la mesita.
–¿Qué escribirán ahora ustedes en su necedario mural cuando yo haya mostrado y hecho tocar a todos este huevo? –preguntó don Camilo–. ¿Cuando haga venir a los más importantes profesores de la ciudad para que lo analicen y declaren en documentos sellados que no se trata de un engaño? ¿Dirán ustedes que es una invención de los periodistas? Ya verán al día siguiente caerles encima las mujeres de la comuna, que los llamarán sacrílegos y les arrancarán los ojos.
Don Camilo había extendido el brazo, y el huevo, herido por el sol, brillaba en la palma de la manaza como si fuera de plata.
Peppone abrió los brazos.
–Ante un milagro de esta especie –refunfuñó– ¿qué quiere que digamos?
Don Camilo estiró más el brazo y habló con voz solemne.
–Dios, que ha hecho el cielo y la tierra y el universo y todo lo que hay dentro del universo, incluso ustedes, cuatro infelices; y para demostrar su omnipotencia no precisa ponerse de acuerdo con una gallina –dijo lentamente.
Y apretando el puño, trituró el huevo.
–Y para hacer comprender a la gente la grandeza de Dios, yo no tengo necesidad de hacerme ayudar por una estúpida gallina –prosiguió.
Seguidamente salió del cuarto como una saeta y regresó trayendo apretada por el pescuezo a la Negra.
–Toma –dijo retorciéndoselo–. ¡Toma, gallina sacrílega, que te permites mezclarte en los sagrados ministerios del culto!
Don Camilo arrojó la gallina en un rincón y, todo agitado aún, se dirigió hacia Peppone con los puños cerrados.
–Un momento, don Camilo –balbuceó Peppone retrocediendo y defendiéndose el cuello con las manos–. Yo no lo he puesto el huevo…
La brigada salió de la rectoral y atravesó la plaza llena de sol.
–¡Bah! –dijo el Brusco deteniéndose de pronto–. Yo no sé explicarme porque no he estudiado; pero ese es un tipo que aunque me cargara de trompadas, yo no me enojaría.
–¡Hum! –murmuró Peppone, que en otra ocasión había recibido su carga y en el fondo no se había enojado.
Entre tanto don Camilo había ido a referir el suceso al Cristo del altar.
–En fin –concluyó– ¿he hecho bien o mal?
–Has hecho bien –contestó el Cristo– has hecho bien, don Camilo. Tal vez has exagerado un poco irritándote contra esa pobre e inocente gallina.
–¡Jesús! –suspiró don Camilo–. Hacía dos meses que me moría de ganas de comérmela frita.
El Cristo sonrió.
–Si es así, tienes razón; pobre don Camilo.
FIN