I
El Palace Hotel de Fort Romper estaba pintado de un azul claro, una tonalidad apreciable en las patas de cierta especie de garzas, que las delata dondequiera que se encuentren. El Palace Hotel estaba, pues, profiriendo continuos gritos y aullidos de tal modo que el deslumbrante paisaje invernal de Nebraska no parecía sino una quietud gris y cenagosa. Se erguía en solitario en medio de la pradera, y cuando la nieve caía, el pueblo, apenas a doscientos metros, no podía divisarse. Pero el viajero que se apeaba en la estación de ferrocarril se veía obligado a pasar por el Palace Hotel antes de tropezarse con las casas bajas de madera que constituían Fort Romper, y era impensable que alguien pudiera pasar por delante del Palace Hotel sin echarle una mirada. Pat Scully, el propietario, había demostrado ser un consumado estratega al elegir la pintura. Es verdad que en los días claros, cuando los grandes expresos transcontinentales —largas filas de traqueteantes coches pullman— pasaban por Fort Romper, los pasajeros se veían sobrecogidos ante semejante vista, y el viajero culto, que conoce los rojos marrones y todas las variantes de verde oscuro del Este, reaccionaba con una mezcla de vergüenza, compasión y horror, soltando una risotada. Pero para los vecinos de este pueblo de las praderas y para quienes se apeaban habitualmente allí, Pat Scully había llevado a cabo una hazaña. Semejante opulencia y esplendor no tenían ningún color en común con esos credos, clases y vanidades que día tras día circulaban por los carriles de Romper.
Como si los evidentes encantos de semejante hotel azul no fuesen ya de por sí suficientemente tentadores, Scully tenía la costumbre de acudir todas las mañanas y tardes al encuentro de los premiosos trenes que paraban en Romper y ponía en práctica sus dotes de seducción ante cualquier viajero que, maletín en mano, viese indeciso.
Una mañana en que una locomotora recubierta con una costra de nieve entró en la estación arrastrando su larga hilera de vagones de mercancías y un único coche de pasajeros, Scully realizó el prodigio de atrapar a tres hombres. Uno era un tembloroso sueco de mirar agudo, con un reluciente maletón barato; otro era un alto y broncíneo vaquero, que iba camino de un rancho cerca de la frontera de Dakota; y el tercero era un silencioso hombrecillo del Este, que ni lo parecía ni iba por ahí pregonándolo. Scully los hizo prácticamente prisioneros suyos. Se mostró tan vivaz, tan simpático y tan amable, que probablemente pensaron que sería el colmo de la descortesía tratar de escabullirse. Avanzaban no sin dificultades por las crujientes aceras de madera en pos del vehemente y pequeño irlandés. Éste llevaba una gruesa gorra de piel encasquetada en la cabeza, que hacía que sus dos orejas rojas sobresaliesen tiesas, como si fuesen de hojalata.
Finalmente, Scully, mostrando una pródiga y refinada hospitalidad, los condujo a través de los pórticos del hotel azul. La estancia en la que entraron era pequeña. No parecía sino un digno templo para la enorme estufa que, en el centro, trepidaba con la violencia propia de una deidad. El hierro se había vuelto incandescente en varios puntos de su superficie y relucía amarillo a causa del calor. Junto a la estufa, el hijo de Scully, Johnnie, jugaba al high-five con un anciano granjero de patillas grises y rojizas. Los dos estaban enzarzados en una discusión. De cuando en cuando, el anciano granjero volvía la cara hacia una caja de serrín —de color marrón por las secreciones de tabaco— que había detrás de la estufa y escupía como si estuviese muy impaciente e irritado. Tras proferir estentóreamente una sarta de palabras, Scully puso fin al juego de cartas y envió rápidamente al piso de arriba a su hijo con parte del equipaje de los nuevos huéspedes. Luego, los condujo personalmente a un lugar donde había tres palanganas con el agua más fría que imaginarse pueda. El vaquero y el del Este se pusieron al rojo vivo por culpa de ella, hasta adquirir una especie de lustre metálico. El sueco, en cambio, se limitó a mojar los dedos con cautela, tiritando de frío. Los tres viajeros no pudieron menos de pensar, a lo largo de esta serie de pequeñas ceremonias, que Scully era una persona encantadora. Les tributaba todo tipo de atenciones, mientras hacía circular la toalla de uno a otro con aire de filantrópico desprendimiento.
Seguidamente, pasaron a la primera sala y, sentados alrededor de la estufa, escucharon los gritos de rigor de Scully a sus hijas, que estaban preparando la comida. Los huéspedes reflexionaban en silencio como hombres experimentados que se conducen con precaución entre desconocidos. No obstante, el anciano granjero, inmóvil, impertérrito en su silla junto a la parte más caliente de la estufa, apartaba con frecuencia su rostro de la caja de serrín y se dirigía con algún brillante tópico a los forasteros. Normalmente, éstos, bien el vaquero o el tipo del Este, le respondían con frases breves pero oportunas. El sueco no abría para nada la boca. Parecía ocupado en hacer cavilaciones furtivas sobre cada uno de los presentes. Podría pensarse que tenía una de esas absurdas sensaciones de sospecha que acaban convirtiéndose en sentimiento de culpa. Daba la impresión de ser un hombre despavorido.
Luego, durante la comida, el sueco habló un poco, dirigiéndose únicamente a Scully. Dijo que venía de Nueva York, donde había trabajado de sastre durante diez años. Aquello le pareció fascinante al hotelero, quien, a su vez, le contó que llevaba catorce años viviendo en Romper. El sueco preguntó por la cosecha y por el coste de la mano de obra, pero daba la impresión de que apenas escuchaba las largas respuestas de Scully. Su mirada seguía yendo de uno a otro de los presentes.
Finalmente, con una risotada y un guiño, el sueco dijo que algunas de aquellas comunidades del Este eran muy peligrosas; y tras esta afirmación, estiró las piernas debajo de la mesa, ladeó la cabeza y volvió a soltar una sonora carcajada. Estaba claro que los demás no entendieron lo que quería decir, pues se quedaron mirándole atónitos y en silencio.
II
Cuando, todos a la vez y armando un gran estruendo, los hombres regresaron a la habitación delantera, a través de dos pequeñas ventanas podía verse el espectáculo de un turbulento mar de nieve. Los enormes brazos del viento hacían intentos —impresionantes, circulares, fútiles— para alcanzar los copos en su carrera. Un poste, que se asemejaba a un hombre impasible con la cara blanqueada, se elevaba pasmado en medio de aquella furia disoluta. En voz alta, Scully anunció la llegada de una ventisca. Los huéspedes del hotel azul, encendiendo sus pipas, asintieron con gruñidos de perezoso contento masculino. En ninguna isla en medio del mar se habría sentido nadie tan a salvo como en aquella salita, con su trepidante estufa. Johnnie, el hijo de Scully, en un tono que evidenciaba claramente lo que pensaba sobre sus dotes de jugador de cartas, desafió al anciano granjero de patillas rojigrisáceas a jugar al high-five. El granjero accedió con un desdeñoso y amargo rictus. Los dos se sentaron junto a la estufa y cuadraron las rodillas bajo un ancho tablero. El vaquero y el del Este seguían el juego con interés. El sueco se quedó junto a la ventana, solitario, pero con un semblante que traslucía señales de una excitación inexplicable.
La partida entre Johnnie y el de la barba gris se vio súbitamente interrumpida por un nuevo altercado. El anciano se levantó al tiempo que echaba una mirada de acalorado desdén a su adversario. Se abotonó lentamente la chaqueta y, acto seguido, salió con impresionante dignidad del cuarto. En medio del discreto silencio de los demás, el sueco reía a carcajadas. Su risa tenía algo de infantil. Para entonces, los otros hombres le miraban ya con recelo, como si quisieran averiguar qué diablos le estaba pasando.
En tono jocoso, se organizó una nueva partida. El vaquero se ofreció para jugar de compañero de Johnnie, y seguidamente todos los presentes se volvieron hacia el sueco para pedirle que compartiera su suerte con el hombrecillo del Este. Aquél, tras hacer unas preguntas sobre el juego y enterarse de que recibía muy diferentes nombres y que había jugado a él bajo otra denominación, aceptó la invitación. Avanzó hacia los jugadores con aire intranquilo, como si temiese que fueran a abalanzarse sobre él. Finalmente se sentó, recorrió con la mirada los rostros uno a uno y se echó a reír a carcajadas. Tan rara era aquella risa, que el tipo del Este dirigió al punto la mirada hacia el techo, el vaquero se quedó boquiabierto en actitud alerta y Johnnie se detuvo, sosteniendo las cartas con dedos rígidos.
A continuación, se hizo un breve silencio. Luego Johnnie dijo:
—Bueno, empezamos, ¿no? ¡Hale, vamos ya!
Empujaron las sillas hacia delante hasta juntar las rodillas bajo el tablero. Empezaron a jugar, y el interés con que seguían el juego hizo que, al poco tiempo, los demás se olvidaran de la conducta del sueco.
El vaquero era un auténtico gallito. Cada vez que tenía buenas cartas las golpeaba, una tras otra, con inusitada energía, en la improvisada mesa, y ganaba las bazas con un aire exultante, mezcla de habilidad y orgullo, que levantaba oleadas de indignación entre sus contrincantes. Siempre que juega un gallito, la intensidad está garantizada. Los semblantes del tipo del Este y del sueco se ensombrecían cada vez que el vaquero tronaba sus ases y reyes, mientras que Johnnie, los ojos resplandecientes de alegría, no paraba de soltar risitas.
Tan absortos estaban los contendientes en el juego, que nadie reparó en los extraños modales del sueco. Solo se fijaban en el desarrollo de la partida. Finalmente, durante una pausa entre mano y mano, el sueco le dijo de sopetón a Johnnie:
—Tengo la impresión de que en esta habitación han matado a más de un hombre.
Ante semejantes palabras, los demás se quedaron boquiabiertos y con la mirada atónita.
—¿Puede saberse de qué diablos habla? —dijo Johnnie.
El sueco volvió a lanzar una estridente risotada, cargada de una especie de falso coraje y desafío.
—¡Oh, de sobra sabes a qué me refiero! —respondió.
—¡Que me condene si lo sé! —protestó Johnnie.
La partida se interrumpió y todos se quedaron mirando al sueco. Johnnie creyó sin duda que, como hijo que era del propietario, debía hacer una pregunta aclaratoria.
—Vamos, ¿qué trata de insinuar, señor? —preguntó.
El sueco le hizo un guiño. Era un guiño de astucia. Sus dedos temblaban en el borde del tablero.
—Oh, ¿acaso piensas que no he recorrido mundo? ¿Acaso piensas que soy un pardillo?
—No pienso nada en absoluto —respondió Johnnie—, y me trae sin cuidado dónde haya podido estar. No sé qué trata de insinuar, es lo único que puedo decir. Jamás han matado a nadie en esta habitación.
El vaquero, que había estado mirando fijamente al sueco, intervino entonces:
—¿Puede saberse qué le pasa, señor?
Al parecer, el sueco creía que algo formidable le amenazaba. Podía vérsele palidecer y temblar junto a las comisuras de la boca. Dirigió una mirada suplicante hacia el hombrecillo del Este. Durante esos instantes no olvidó mantener su aire de valentón.
—Dicen que no saben qué quiero decir —observó en tono burlón al del Este.
A su vez, éste respondió tras una cauta y prolongada reflexión:
—No le entiendo —dijo con aire impasible.
Entonces, el sueco hizo un movimiento como indicando que le habían traicionado del único flanco del que podía haber esperado comprensión, si no ayuda.
—Oh, ya veo que todos están contra mí. Ya veo…
El vaquero se hallaba presa de un gran estupor.
—Oiga —exclamó, arrojando violentamente la baraja al tablero—. Oiga, ¿qué pretende insinuar?
El sueco dio un brinco con la celeridad del que huye de una serpiente que se desliza por el suelo.
—¡No quiero pelear! —gritó—. ¡No quiero pelear!
El vaquero estiró sus largas piernas con aire indolente y deliberado, sin sacar las manos de los bolsillos. Escupió en la caja de serrín.
—¿Y quién demonios ha dicho que quiera? —inquirió.
El sueco retrocedió raudamente hacia una esquina de la habitación. A modo de protección se llevó las manos al pecho, pero estaba haciendo un esfuerzo evidente para dominar el miedo.
—Señores —dijo con voz trémula—, ¡sé bien que no voy a salir con vida de esta casa! ¡Sé bien que no voy a salir con vida de esta casa!
Sus ojos tenían la expresión propia de un moribundo. A través de las ventanas podía verse la nieve tornándose azul en la oscuridad del anochecer. El viento azotaba la casa, y algo que se había desprendido golpeaba con regularidad los listones de madera, como si un duende se dedicase a dar palmaditas.
Una puerta se abrió y apareció el mismísimo Scully. Se detuvo sorprendido al observar la actitud despavorida del sueco. Acto seguido, dijo:
—¿Puede saberse qué pasa?
El sueco le respondió rápida y vehementemente:
—Estos hombres intentan matarme.
—¡Matarle! —exclamó Scully—. ¡Matarle! Pero ¿qué dice?
El sueco hizo el gesto de un mártir.
Scully se volvió hacia su hijo con ademán severo.
—¿Qué sucede, Johnnie?
El muchacho se había vuelto ceñudo.
—Maldita sea si lo sé —respondió—, no consigo entender nada. —Se puso a barajar las cartas, batiéndolas con un chasquido airado—. Dice que en esta habitación han matado a más de un hombre, o algo por el estilo. Y dice que también van a matarle a él. No sé qué mosca le ha picado. No me extrañaría nada que estuviese loco.
Scully miró seguidamente al vaquero en busca de una explicación, pero éste se limitó a encogerse de hombros.
—¿Matarle? —dijo Scully de nuevo al sueco—. ¿Matarle? Vamos, hombre, usted no anda bien de la chola.
—Oh, yo sé muy bien —exclamó el sueco—, sé muy bien lo que digo. Sí, estoy loco…, sí. Sí, claro que estoy loco…, claro que sí. Pero de una cosa estoy seguro… —Una especie de sudor, mezcla de sufrimiento y terror, le corría por el rostro—. Sé que no saldré con vida de aquí.
El vaquero respiró hondo, como si su mente atravesara una de las últimas fases de disolución.
—Vaya, hombre, no puedo creerlo —se dijo en voz baja.
Scully se volvió de repente y espetó a su hijo:
—¿Has importunado a este hombre?
La voz de Johnnie sonó fuerte, cargada de protesta:
—¡Caray! Dios santo, pero si no le he hecho nada en absoluto…
El sueco intervino:
—No se enfaden, señores. Me iré de esta casa. Me iré porque… —acusó dramáticamente a los presentes con la mirada— porque no quiero que me maten.
Scully estaba furioso con su hijo:
—¿Vas a decirme de una vez qué pasa, mocoso? ¿Qué pasa? A ver. ¡Habla claro de una vez!
—¡Maldita sea! —exclamó Johnnie, desesperado—, ¿no te digo que no lo sé? Di… dice que queremos matarlo, es lo único que sé. No entiendo qué mosca le ha picado.
El sueco no cesaba de repetir:
—No se preocupe, señor Scully; no se preocupe. Me largaré de esta casa. Me iré porque no quiero que me maten. Sí, claro que estoy loco…, claro que sí. Pero de una cosa estoy seguro. Me iré. Me largaré de esta casa. No se preocupe, señor Scully; no se preocupe, que yo me voy.
—Usted no se irá de aquí —dijo Scully—. Usted no se irá hasta que me entere de lo que ha sucedido. Si alguien le ha molestado, ya me encargaré yo de él. Ésta es mi casa. Usted está bajo mi techo, y no consentiré que a ningún hombre de bien le molesten aquí. —Y echó una fulminante mirada a Johnnie, al vaquero y al del Este.
—No se preocupe, señor Scully; no se preocupe, que yo me voy. No quiero que me maten.
El sueco se dirigió hacia la puerta, que daba a la escalera. Se veía que quería subir cuanto antes a recoger su equipaje.
—No, no —gritó Scully, en tono perentorio; pero el descolorido sueco pasó delante de él y desapareció—. ¿Puede saberse a qué viene todo este jaleo? —preguntó Scully en tono grave.
Johnnie y el vaquero exclamaron al unísono:
—¡Pero si no le hemos hecho nada!
La expresión de Scully era fría.
—¿Es cierto? —inquirió.
Johnnie profirió un sonoro juramento.
—Jamás he visto nada tan absurdo. No hemos hecho absolutamente nada. Estábamos sentados aquí, jugando a las cartas, cuando…
El padre se dirigió de repente al hombre del Este:
—A ver, señor Blanc —preguntó—, ¿puede saberse qué han hecho estos chicos?
El del Este reflexionó nuevamente.
—Yo no he visto nada malo en absoluto —dijo al fin, lentamente.
Scully se puso a vociferar:
—¿A qué viene, pues, todo este jaleo? —Miró enfurecido a su hijo—. Voy a tener que darte una buena zurra, muchacho.
Johnnie estaba frenético.
—¡Pero qué demonios he hecho yo! —le gritó a su padre.
III
—Parece como si a todos se os hubiera trabado la lengua —dijo Scully, finalmente, a su hijo, al vaquero y al del Este; y nada más acabar de pronunciar esta frase cargada de desdén, salió de la habitación.
Arriba, el sueco estaba atando a toda prisa las correas de su maletón. Al oír detrás de él un ruido mientras se encontraba medio de espaldas a la puerta, dio media vuelta y pegó un brinco, soltando un grito. El rostro surcado de arrugas de Scully surgió tenuemente a la luz de la lamparilla que llevaba en la mano. Aquel fulgor amarillo, que irradiaba hacia arriba, solo coloreaba sus prominentes facciones, quedando sus ojos, por ejemplo, sumidos en una misteriosa penumbra. Tenía toda la catadura de un criminal.
—Pero ¡vamos, hombre! —exclamó—, ¿se ha vuelto majareta?
—¡Oh, no, claro que no! —replicó el otro—. En este mundo hay personas que saben casi tanto como usted…, ¿entiende?
Durante un instante se estuvieron mirando fijamente el uno al otro. En las mejillas mortalmente pálidas del sueco había dos espinillas terminadas en punta, de un carmesí reluciente, como si alguien las hubiera pintado con sumo esmero. Scully depositó la lámpara en la mesa y, sentándose en el borde de la cama, se puso a hablar en tono meditabundo:
—Caramba, en mi vida he oído nada igual. No hay quien lo entienda. Por más que lo intento, no logro imaginarme cómo se le metió semejante idea en la cabeza. —A continuación levantó la mirada y preguntó—: Pero ¿de verdad creía que iban a matarle?
El sueco escrutó al anciano como si intentase ver lo que pasaba por su cabeza.
—Sí —dijo al fin.
Evidentemente, pensaba que semejante respuesta podría desencadenar una violenta reacción. Al tirar de una de las correas, todo su brazo se estremeció y el codo osciló como si fuese un trozo de papel.
Scully dio un fuerte manotazo en el pie de la cama.
—Vaya, hombre, ahora que vamos a tener una línea de tranvías eléctricos la primavera que viene.
—¿Una línea de tranvías eléctricos? —repitió el sueco, estúpidamente.
—Y —dijo Scully— va a construirse una nueva vía férrea desde Broken Arm hasta aquí. Y no digamos nada de las cuatro iglesias y de la magnífica escuela de ladrillo. Y encima está también la gran fábrica. Vamos, que dentro de dos años Romper va a ser toda una me-tró-po-li.
Una vez hubo terminado de hacer el equipaje, el sueco se levantó.
—Señor Scully —dijo, con un brusco arranque—, ¿cuánto le debo?
—No me debe nada —dijo el anciano, enfadado.
—Ni mucho menos —replicó el sueco.
Sacó setenta y cinco centavos del bolsillo y se los tendió a Scully, pero éste dio un chasquido con los dedos a modo de desdeñosa negativa. Ambos se quedaron mirando, empero, de forma extraña las tres monedas de plata en la palma extendida del sueco.
—No pienso coger su dinero —dijo Scully, finalmente—. Y menos después de todo lo que ha pasado. —Luego pareció ocurrírsele una idea—. ¡Venga! —exclamó, cogiendo la lámpara y dirigiéndose hacia la puerta—. ¡Venga! Sígame, no es más que un minuto.
—No —dijo el sueco, totalmente despavorido.
—Sí, sí —le instó el anciano—. ¡Vamos! Quiero que venga a ver una fotografía…, justo al otro lado del vestíbulo…, en mi habitación.
El sueco debió de inferir que le había llegado la hora. Se quedó boquiabierto y sus dientes parecían los de un difunto. Finalmente, siguió a Scully por el pasillo, pero sus pasos eran los de alguien que estuviera cubierto de cadenas.
Scully encendió la luz que había en lo alto de la pared de su dormitorio. Podía verse una ridícula fotografía de una niña. Estaba recostada en una balaustrada preciosamente decorada y resaltaba el formidable flequillo de sus cabellos. La figura tenía el donaire de un trineo en posición vertical y, sin embargo, tenía el color del plomo.
—Esa que ve ahí —dijo Scully, con ternura— es la fotografía de mi hijita, que se me murió. Se llamaba Carrie. No he visto pelo más bonito que el suyo. Tanto la quería que… —Al volverse, vio que, en lugar de contemplar la fotografía, el sueco escrutaba atentamente la penumbra a su espalda—. ¡Pero mire aquí, hombre! —exclamó Scully, en tono cordial—. Ésta es la fotografía de mi hijita, que murió. Se llamaba Carrie. Y esta otra es la fotografía de mi chico mayor, Michael. Es abogado en Lincoln, y las cosas le van bien. Al muchacho le di una buena educación, algo de lo que me alegro ahora. Es un buen chico. Fíjese bien en él. Es más listo que el hambre. Allá, en Lincoln, es todo un caballero honrado y respetado. Todo un caballero honrado y respetado —concluyó Scully, haciendo un ademán. Y, tras decir estas palabras, dio una palmada jovial al sueco en la espalda.
El sueco esbozó una leve sonrisa.
—Solo una cosa más —dijo el anciano.
De repente, se tiró al suelo y metió la cabeza debajo de la cama. El sueco podía oír su voz amortiguada.
—La guardaría debajo de la almohada si no fuese por ese chico, Johnnie. Bueno, también por la vieja… Pero ¿dónde estará? Nunca la pongo dos veces en el mismo sitio. Ah, ya la encontré.
Acto seguido salió torpemente de debajo de la cama, arrastrando consigo un viejo abrigo enrollado en un hato.
—La pillé —dijo entre dientes. Arrodillándose en el suelo, desenrolló el abrigo y de su interior extrajo un botellón de whisky de color castaño amarillento.
Su primera maniobra fue alzar la botella a la luz. Tranquilizado, al parecer, viendo que nadie la había tocado, la alargó con un generoso movimiento hacia el sueco.
El vacilante sueco iba ya a agarrar el tonificador elemento cuando de repente apartó de un tirón la mano y miró a Scully con horror.
—Beba —dijo el anciano, afectuosamente. Se había levantado y ahora estaba de pie frente al sueco. Se hizo un silencio. Luego, Scully volvió a decir—: ¡Beba, ande!
El sueco rompió a reír a carcajadas. Agarró la botella, se la llevó a la boca y, mientras sus labios se enroscaban de forma absurda en torno a la embocadura y su garganta deglutía el líquido, no apartó ni un momento la mirada, cargada de odio, del rostro del anciano.
IV
Tras la partida de Scully, los tres hombres, siempre con el tablero encima de las rodillas, mantuvieron durante largo rato un silencio sepulcral. Luego, Johnnie dijo:
—En mi vida he visto un sueco más siniestro.
—Ése no es sueco —dijo el vaquero, en tono desdeñoso.
—Pues entonces ¿qué es? —espetó Johnnie—. Entonces ¿qué es?
—En mi opinión —contestó el vaquero, pensativo— es holandés o algo por el estilo. —Era una venerable costumbre de la región tomar por sueco a cualquier hombre de pelo rubio que hablase con acento pastoso. En consecuencia, la idea del vaquero no dejaba de ser atrevida—. Sí, señor —repitió—. En mi opinión, ese tipo es holandés o algo por el estilo.
—Bueno, en cualquier caso él dice que es sueco —repuso Johnnie entre dientes, de mal humor. Y, volviéndose hacia el hombre del Este, añadió—: ¿Qué piensa usted, señor Blanc?
—Oh, no sé —contestó el del Este.
—¿Y qué cree que le hace comportarse así? —preguntó el vaquero.
—Supongo que el miedo. —El del Este golpeó la pipa contra el borde de la estufa—. No hay más que ver que está aterrorizado.
—¿De qué? —exclamaron Johnnie y el vaquero, a la vez.
El del Este reflexionó sobre su respuesta.
—¿De qué? —exclamaron los otros dos, de nuevo.
—Oh, no sé, pero me da la impresión de que ese hombre ha leído un montón de noveluchas y se cree sumido de lleno en la acción…, en los tiros, las puñaladas y todas esas cosas.
—Pero —dijo el vaquero, totalmente escandalizado— esto no es Wyoming ni nada que se le parezca. Esto es Nebraska.
—Eso —añadió Johnnie—, ¿por qué no espera hasta que llegue allá al Oeste?
El viajado hombre del Este se echó a reír.
—Ni siquiera aquello es diferente…, al menos hoy día. Pero él se cree justo en medio del infierno.
Johnnie y el vaquero reflexionaron un buen rato.
—Todo es la mar de divertido —observó Johnnie, finalmente.
—Sí —dijo el vaquero—. Es todo muy extraño. Espero que no nos quedemos bloqueados por la nieve, porque entonces tendríamos que aguantar a ese hombre con nosotros todo el rato, algo que no me hace ni pizca de gracia.
—Ojalá papá le eche a la calle —dijo Johnnie.
Seguidamente, oyeron una fuerte pisada en las escaleras, acompañada de sonoras bromas en la voz del viejo Scully, y de risas, evidentemente del sueco. Los hombres que estaban en torno a la estufa se miraron estupefactos.
—¡Cielos! —dijo el vaquero.
La puerta se abrió de par en par y el viejo Scully, sonrojado y con aire jovial, entró en la habitación. Chapurreaba algo al sueco, que le seguía, riéndose con ganas. Era como si entrase una pareja de juerguistas que vinieran de un banquete.
—Vamos —dijo Scully bruscamente a los tres hombres, que seguían sentados—, córranse un poco y hágannos un sitio junto a la estufa.
El vaquero y el del Este movieron obedientemente sus sillas para hacer un sitio a los recién llegados. Johnnie, sin embargo, se limitó a arrellanarse en una actitud más relajada, pero no se movió ni un dedo.
—¡Vamos! Córrete un poco —dijo Scully.
—Sobra sitio del otro lado de la estufa —dijo Johnnie.
—¿Acaso crees que nos apetece sentarnos en medio de la corriente? —vociferó el padre.
Pero en este punto intervino el sueco, haciendo gala de una gran autoridad:
—No, no. Deje al chico que se siente donde quiera —gritó en tono intimidatorio al padre.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo Scully, respetuosamente. El vaquero y el del Este intercambiaron sendas miradas de asombro.
Las cinco sillas formaban una media luna en torno a uno de los lados de la estufa. El sueco se puso a hablar; hablaba en tono arrogante, airado, soltando groserías. Johnnie, el vaquero y el del Este observaban un mutismo absoluto, mientras que el viejo Scully parecía receptivo y animado e intervenía constantemente con expresiones de asentimiento.
Finalmente, el sueco dijo que tenía sed. Apartó la silla y dijo que iba por un vaso de agua.
—Se lo traeré yo —dijo Scully al punto.
—No —replicó el sueco, desdeñosamente—, ya me encargo yo. —Se levantó y, con aires de propietario, se encaminó hacia la zona administrativa del hotel.
En cuanto dejaron de oírse las pisadas del sueco, Scully se puso en pie de un salto y, en voz baja, dijo agitadamente a los demás:
—Arriba creía que trataba de envenenarle.
—Vaya, hombre —dijo Johnnie—, ya estoy hasta la coronilla de ese tipo. ¿Por qué no le pones de patitas en la nieve?
—Pues porque ya se le ha pasado todo —afirmó Scully—. Lo único que le sucede es que, como viene del Este, creía que éste era un lugar violento. Eso es todo. Pero ya se le ha pasado.
El vaquero miró con admiración al hombrecillo del Este.
—Dio en el clavo —dijo—. Vio claro quién era ese holandés.
—Bueno —dijo Johnnie a su padre—, puede que ya esté bien, pero para mí no está claro. Hace un rato estaba asustado, pero ahora se comporta con gran desparpajo.
El habla de Scully era en todo momento una mezcolanza de acento y modismos irlandeses, gangueo y voces del Oeste, y retazos de una dicción curiosamente formal tomada de cuentos y periódicos. De repente, descargó sobre su hijo una extraña amalgama lingüística:
—¿Qué tengo yo? ¿Qué dirijo yo? A ver, ¿puede saberse qué dirijo yo? —preguntó con voz estentórea. Se dio una sonora palmada en la rodilla, para indicar que iba a responder él en persona y que todos debían prestar atención a sus palabras—. Dirijo un hotel —exclamó—. Un hotel, ¿te enteras? Todo huésped que esté bajo mi techo goza de sagrados privilegios. Nadie va a amenazarle. No quiero oír ni una sola palabra que le haga irse. No lo consentiré. Nadie en este pueblo podrá decir que acogió a un huésped mío porque tuvo miedo de quedarse aquí. —Súbitamente se volvió hacia el vaquero y el del Este—. ¿Tengo razón?
—Sí, señor Scully —dijo el vaquero—, creo que tiene razón.
—Sí, señor Scully —dijo el del Este—, eso mismo creo yo.
V
Durante la cena, a las seis, el sueco gorgoteaba como un cohete. A veces parecía a punto de romper a cantar ruidosamente, y el viejo Scully lo alentaba en sus chifladuras. El del Este permanecía encerrado en su mutismo; el vaquero estaba totalmente perplejo, sin probar bocado, mientras Johnnie daba cuenta ávidamente de grandes platos de comida. Las hijas del patrón, cuando se veían obligadas a reponer los panecillos, se acercaban con cautela como los indios y, una vez cumplido su cometido, se iban con innegable agitación. El sueco ejercía un dominio tiránico sobre el banquete entero, haciendo que pareciese una cruda bacanal. Daba la impresión de haber crecido de repente; lanzaba airadas miradas de desprecio al resto de los comensales. Su voz resonaba por toda la estancia. En cierta ocasión en que lanzó el tenedor como si fuese un arpón para pinchar un pan, el arma casi atravesó la mano del hombrecillo del Este, que la había alargado tranquilamente para coger el mismo pan.
Acabada la cena, mientras los hombres se dirigían al otro cuarto, el sueco propinó una fuerte palmada en el hombro a Scully.
—Caray, viejo, fue una buena, pero que muy buena cena.
Johnnie miró esperanzado a su padre; sabía que tenía aquel hombro delicado a causa de una antigua caída. Y, en efecto, por unos instantes pareció que Scully fuera a montar en cólera, pero al final esbozó una sonrisa forzada y no replicó. A la vista de ello, los otros dedujeron que admitía su responsabilidad por la nueva actitud del sueco.
Johnnie, sin embargo, haciendo un aparte con su padre, le preguntó:
—¿Por qué no le pides a alguien que te tire por las escaleras?
Scully frunció el entrecejo tristemente, a modo de respuesta.
Cuando estuvieron reunidos alrededor de la estufa, el sueco insistió en echar otra partida de high-five. En un primer momento, Scully desaprobó con delicadeza la idea, pero el sueco le echó una mirada furibunda. Como el anciano aceptara finalmente, el sueco se lo propuso a los demás. El tono de su voz resultaba intimidatorio. Tanto el vaquero como el del Este se avinieron a jugar, no sin cierta desgana. Scully observó que tenía que ir a esperar el tren de las 6.58, así que el sueco se volvió con aire amenazador en dirección a Johnnie. Por un instante, sus miradas se cruzaron como cuchillas, luego Johnnie sonrió y dijo:
—Está bien, jugaré.
Formaron un cuadrado con el pequeño tablero encima de las rodillas. El sueco y el del Este volvieron a formar pareja. Al reanudarse el juego, se vio claro que el vaquero no echaba las cartas con la contundencia acostumbrada. Entretanto, Scully, junto a la lámpara, se había puesto las lentes y, con un aspecto curiosamente similar al de un anciano sacerdote, leía un periódico. Salió a tiempo para la llegada del tren de las 6.58 y, pese a todas sus precauciones, una ráfaga de viento polar se precipitó sobre la habitación al abrir la puerta. Además de desparramar las cartas por el suelo, hizo que los jugadores se helaran hasta los huesos. El sueco profirió una horrible imprecación. Cuando Scully regresó, su entrada perturbó una atmósfera acogedora y cordial. El sueco volvió a maldecir. Pero enseguida se concentraron de nuevo en el juego, con las cabezas inclinadas hacia delante y las manos moviéndose con celeridad. El sueco había adoptado la actitud propia de un gallito.
Scully cogió el periódico y durante un buen rato estuvo sumido en cuestiones que le resultaban totalmente ajenas. La lámpara alumbraba mal y hubo de interrumpir la lectura para ajustar la mecha. El periódico, al pasar las páginas, crujía con un ruido monótono y agradable. Cuando, de repente, oyó tres horribles palabras:
—¡Eres un tramposo!
Escenas así demuestran frecuentemente que el ambiente apenas tiene importancia dramática. Cualquier habitación puede ofrecer una cara trágica; cualquier habitación puede resultar cómica. Aquella pequeña guarida era ahora horrible como una cámara de tortura. Si bien eran los mismos hombres, las nuevas caras habían transformado la atmósfera en un instante. El sueco esgrimía un enorme puño ante el rostro de Johnnie, mientras que éste miraba fijamente por encima de él las relucientes pupilas de su acusador. El del Este estaba pálido, y el vaquero, boquiabierto, con esa expresión de asombro bovino que era uno de sus rasgos peculiares. Tras las tres susodichas palabras, el primer ruido que se oyó en la estancia fue producido por el periódico de Scully, que yacía olvidado a sus pies. También se le cayeron las lentes de la nariz, pero de un manotazo las alcanzó en el aire. Su mano, tras agarrarlas, quedó torpemente suspendida a la altura del hombro. Se quedó mirando a los jugadores.
El silencio no debió de durar más de un segundo. Luego, si el suelo se hubiese levantado de repente debajo de aquellos hombres, éstos no se habrían movido más deprisa. Los cinco se habían lanzado de cabeza hacia un punto común. Pero sucedió que Johnnie, al levantarse para arrojarse sobre el sueco, mostrando curiosamente un cuidado instintivo con las cartas y el tablero, dio un ligero traspié. La pérdida de ese instante concedió tiempo a Scully para reaccionar, y también al vaquero para dar un fuerte empellón al sueco, al cual hizo retroceder a trompicones. Los hombres recobraron el habla al unísono, y de todas las gargantas salieron roncos gritos de rabia, súplica o miedo. El vaquero empujaba y zarandeaba febrilmente al sueco, mientras que el del Este y Scully sujetaban fuertemente a Johnnie; pero, a través del aire viciado, por encima de los cuerpos tambaleantes de los pacificadores, los ojos de los dos contendientes no paraban de buscarse con miradas recíprocas de desafío, que eran a la vez ardientes y aceradas.
Por supuesto, el tablero fue volcado y la baraja entera quedó desparramada por el suelo, en donde las botas de los hombres pisotearon los reyes y reinas rechonchos y floridos, mientras éstos contemplaban con sus ojos bobalicones la reyerta que se libraba encima.
La voz de Scully se oía por encima de la barahúnda:
—¡Basta ya! ¡Basta de una vez! Basta ya…
Johnnie, mientras se esforzaba por romper el cordón formado por Scully y el del Este, gritaba:
—¡Dice que hago trampa! ¡Dice que hago trampa! ¡No consentiré que nadie diga que hago trampa! ¡Si dice que hago trampa, él es un…!
El vaquero reiteraba al sueco:
—¡Basta ya! Basta, escuche…
El sueco no cesaba de gritar:
—¡Ha hecho trampa! ¡Lo he visto! Lo he visto…
En cuanto al del Este, no paraba de importunar con una voz a la que nadie prestaba atención:
—¿Pueden aguardar un momento? Oh, vamos, aguarden un momento. ¡Mira que pelearse por una partida de cartas! Aguarden un momento…
En medio de aquel tumulto no se oía con claridad ninguna frase completa. «Hace trampa… Basta… Dice…» eran los fragmentos que se alzaban entre la barahúnda y se oían con nitidez. Resultaba curioso que, aun siendo Scully, sin lugar a dudas, el que más ruido armaba, era al que menos se oía del fragoroso grupo.
Luego, de repente, se produjo un largo silencio. Fue como si cada contendiente se hubiera detenido para cobrar aliento; y aunque la estancia estaba aún caldeada por la furia de aquellos hombres, pudo apreciarse que no había peligro de un conflicto inmediato.
Al cabo de un instante, Johnnie, abriéndose paso a codazos, casi logró llegar hasta el sueco:
—¿Por qué ha dicho que yo soy un tramposo? ¿Por qué ha dicho que yo soy un tramposo? ¡Yo no hago trampa y no consiento que nadie lo diga!
A lo que el sueco replicó:
—¡Te he visto! ¡Te he visto!
—En ese caso —exclamó Johnnie—, me pelearé con quien diga que hago trampa.
—No, ni se te ocurra hacerlo —intervino el vaquero—. Al menos aquí.
—Vamos, ¿podéis estaros quietos de una vez? —dijo Scully, interponiéndose entre los dos.
Tal calma reinaba que hasta podía oírse la voz del hombrecillo del Este, que no paraba de repetir:
—Oh, vamos, ¿pueden aguardar un momento? ¡Mira que pelear por una partida de cartas! ¡Aguarden un momento!
Johnnie, dejando ver su rubicunda cara por encima del hombro de su padre, volvió a increpar al sueco:
—¿Me está llamando tramposo?
—Sí —dijo el sueco, enseñando los dientes.
—Está bien —dijo Johnnie—, en ese caso habrá pelea.
—Pues bien, peleemos —vociferó el sueco. Parecía un poseso—. ¡Peleemos! ¡Te voy a enseñar yo lo que es ser un hombre! ¡Vas a enterarte de con quién te la juegas! ¡A lo mejor crees que no sé pelear! ¡A lo mejor crees que no sé! Vas a enterarte, ¡tramposo, fullero! Sí, ¡has hecho trampa! ¡Has hecho trampa! ¡Has hecho trampa!
—Bueno, entonces prepárese, señor —dijo Johnnie, fríamente.
La frente del vaquero estaba cubierta de sudor a causa de sus esfuerzos por interceptar todo tipo de ataques. Desesperado, se volvió hacia Scully.
—¿Qué piensa hacer ahora?
Un cambio se había producido en las facciones célticas del anciano. Ahora parecía sumamente impaciente; sus ojos echaban chispas.
—Que se peleen de una vez —respondió, en tono resuelto—. No puedo soportarlo ni un minuto más. Ya he aguantado demasiado a ese maldito sueco. Que se peleen de una vez.
VI
Los hombres se prepararon para salir al exterior. El del Este estaba tan nervioso que solo tras grandes apuros logró meter los brazos en las mangas de su nuevo abrigo de cuero. Al encasquetarse el vaquero la gorra de piel sobre las orejas, las manos le temblaban. En realidad, Johnnie y el viejo Scully eran los únicos que no daban muestras de agitación. Los preliminares se llevaron a cabo sin cruzar palabra.
Scully abrió la puerta de par en par.
—Está bien, adelante —dijo.
Al instante, una tremenda ráfaga de viento hizo que la llama de la lámpara forcejease en su mecha, mientras una bocanada de humo negro surgía del tiro de la chimenea. La estufa estaba en medio de la impetuosa corriente y su ruido aumentó hasta igualar el fragor de una tormenta. Algunos de los naipes doblados y manchados eran levantados del suelo y lanzados implacablemente contra la lejana pared. Los hombres agacharon la cabeza y se arrojaron a la tempestad como si del mar se tratase.
No nevaba, pero el fuerte viento levantaba grandes remolinos y nubes de copos, que corrían hacia el sur a la velocidad de un proyectil. Los campos cubiertos azuleaban con el brillo de un prodigioso satén y apenas se veía nada más, salvo allá, en la pequeña y oscura estación de ferrocarril —que parecía increíblemente lejana—, en la que una luz resplandecía como una joya diminuta. Mientras los hombres avanzaban con dificultad entre la nieve que les llegaba hasta la pantorrilla, se oyó al sueco vociferar algo. Scully se dirigió a él, le puso una mano en el hombro y acercó la oreja.
—¿Qué dice? —gritó.
—Digo —volvió a vociferar el sueco— que no voy a poder resistir mucho frente a toda esta cuadrilla. Ya sé que todos se echarán encima de mí.
Scully le dio en el brazo un golpe a modo de reproche.
—Pero ¡qué cosas dice! —gritó.
El viento arrancó las palabras de los labios de Scully y las esparció lejos, a sotavento.
—Sois todos una cuadrilla de… —tronó el sueco, pero la tormenta se llevó también el resto de la frase.
Volviéndose inmediatamente de espaldas al viento, los hombres doblaron la esquina y llegaron a la zona resguardada del hotel. Era función de la pequeña casa preservar allí, en medio del gran páramo de nieve circundante, un irregular espacio en forma de uve con hierba fuertemente arraigada, que crujía bajo los pies. No resulta difícil imaginar los grandes ventisqueros que se amontonaban en la zona desprotegida del viento. Cuando el grupo llegó a la relativa paz de aquel lugar podía oírse al sueco, que seguía vociferando:
—Oh, sé bien lo que va a pasar. Ya sé que todos se echarán encima de mí. ¡No podré con todos!
Scully se volvió hacia él como si fuese un puma.
—No tiene que pegarse con todos nosotros. Tiene que pegarse solo con mi hijo Johnnie. Si a alguien se le ocurre importunarle, tendrá que vérselas conmigo.
Inmediatamente comenzaron los preparativos. Los dos contendientes se situaron uno frente al otro, obedeciendo las destempladas órdenes de Scully, cuya cara, en la penumbra tenuemente luminosa, podría haberse representado con los trazos austeros e impersonales con que están retratados los semblantes de los veteranos militares romanos. Los dientes del hombrecillo del Este castañeteaban, mientras él daba saltitos como un juguete mecánico. El vaquero permanecía impasible.
Los contendientes no se habían despojado de ninguna prenda. Ambos llevaban su indumentaria habitual. Tenían los puños en alto y se miraban con una calma que ofrecía rasgos de crueldad leonina.
Durante la pausa, la mente del hombrecillo del Este, como una película, captó impresiones imborrables de tres hombres: el maestro de ceremonias, que hacía gala de unos nervios de acero; el sueco, pálido, inmóvil, de aspecto terrible, y Johnnie, sereno pero feroz, brutal pero heroico. Los prolegómenos eran una tragedia mayor que la tragedia de la pelea misma, y este aspecto se acentuaba por el gemido prolongado y suave de la ventisca, que lanzaba los copos remolineantes y quejumbrosos al oscuro abismo del sur.
—¡Ya! —dijo Scully.
Los dos contendientes pegaron un salto hacia delante y se embistieron como si fuesen toros. Se oyó un ruido amortiguado de golpes y una imprecación que salía de los dientes apretados de uno de ellos.
En cuanto a los espectadores, el aliento contenido del hombrecillo del Este explotó con un estallido de alivio, un alivio total tras la tensión de los preliminares. El vaquero dio un brinco en el aire al tiempo que aullaba. Scully permanecía inmóvil, como sobrecogido, presa de un tremendo asombro y temor ante la violencia de la pelea que él mismo había consentido y organizado.
El combate, en medio de la penumbra, fue por unos momentos tal confusión de brazos al vuelo que apenas si podía verse mejor que desde una noria girando a toda velocidad. De cuando en cuando, como iluminada por un destello de luz, una cara relucía, pálida y salpicada de manchas rosáceas. Un instante después, los hombres podrían muy bien haber pasado por sombras, de no ser por las involuntarias imprecaciones que susurraban.
De repente, un holocausto de ansias destructoras se apoderó del vaquero, que se lanzó hacia delante a la velocidad de un potro cerril.
—¡Ánimo, Johnnie! ¡Ánimo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!
Scully se encaró con él.
—Atrás —dijo; y por su mirada, el vaquero pudo apreciar que aquel hombre era el padre de Johnnie.
Para el del Este, aquel monótono intercambio de golpes resultaba de todo punto abominable. Aquella caótica barahúnda parecía eterna a sus sentidos, que anhelaban fervientemente el final, el insustituible final. En determinado momento, los contendientes pasaron tambaleándose a su lado y, al retroceder rápidamente, los oyó respirar como si los estuvieran torturando.
—¡Mátalo, Johnnie! ¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!
El rostro del vaquero se contrajo como una de esas máscaras mortuorias de los museos.
—¡Quieto! —dijo Scully, fríamente.
Luego se oyó un gruñido fuerte y repentino, a medias, entrecortado, y el cuerpo de Johnnie se desprendió del sueco, cayendo pesadamente en la hierba. El vaquero apenas tuvo tiempo para impedir que el enloquecido sueco se arrojara sobre su adversario tendido boca abajo.
—No, no haga nada —dijo el vaquero, interponiendo un brazo—. Aguarde un segundo.
Scully estaba junto a su hijo.
—¡Johnnie! ¡Johnnie, hijo mío! —Su voz denotaba una ternura entristecida—. ¡Johnnie! ¿Puedes seguir la pelea? —Miró con inquietud el rostro ensangrentado, vapuleado, de su hijo.
Hubo un momento de silencio, tras el que Johnnie respondió con su voz habitual:
—Sí, yo… yo…, sí.
Ayudado por su padre, logró levantarse a duras penas.
—Espera un momento hasta que puedas recobrar el aliento —dijo el anciano.
A unos pasos de allí, el vaquero estaba aleccionando al sueco:
—¡Estése quieto! ¡Aguarde un segundo!
El del Este tiraba de la manga de Scully.
—Oh, basta ya —imploraba—. ¡Basta ya! Detenga la pelea. ¡Basta ya!
—Bill —dijo Scully—, quítate de en medio. —El vaquero se echó a un lado—. ¡Adelante!
Los contendientes adoptaron nuevas medidas de cautela al volver a enfrentarse. Se miraron enardecidos el uno al otro, seguidamente el sueco lanzó un puñetazo inesperado en el que volcó todo su peso. Aunque era patente que Johnnie estaba medio aturdido de debilidad, de milagro esquivó el golpe y su puño mandó al suelo al sueco, que había perdido el equilibrio.
El vaquero, Scully y el del Este prorrumpieron en vivas como si fueran un coro de triunfal soldadesca, pero, antes de que concluyeran, el sueco había conseguido ya levantarse ágilmente y lanzarse enloquecido de ira sobre su adversario. Se armó otra barahúnda de brazos en el aire, y de nuevo el cuerpo de Johnnie salió despedido y cayó al suelo, como un bulto de un tejado. Al instante, el sueco fue tambaleándose hasta un arbolillo zarandeado por el viento y se apoyó en él, respirando como una locomotora, mientras sus ojos encendidos de rabia iban de una cara a otra y los demás se inclinaban sobre Johnnie. Había una esplendorosa soledad en su situación, que el del Este percibió cuando, al levantar los ojos del joven postrado en el suelo, vio aquella misteriosa y solitaria figura, en actitud expectante.
—¿Estás bien todavía, Johnnie? —preguntó Scully, con voz quebrada.
El hijo jadeó y abrió los ojos lánguidamente. Al cabo de un momento, respondió:
—No… no… no estoy… bien…, ya… —Seguidamente, a causa de la vergüenza y el dolor que sentía, se echó a llorar, y las lágrimas abrieron surcos en las manchas de sangre que le cubrían el rostro—. Es demasiado… demasiado… demasiado fuerte para mí.
Scully se enderezó y se dirigió a la figura expectante.
—Forastero —dijo, en tono sereno—, por nuestra parte, todo ha terminado. —Luego, su voz adoptó esa vibrante ronquera en que suelen darse las noticias más escuetas y terribles—: Johnnie ha perdido.
Sin replicar, el vencedor se fue camino de la entrada del hotel.
El vaquero profería nuevas e indescifrables blasfemias. El del Este se asombró de lo fuerte que soplaba el viento, que parecía venir directamente de los tenebrosos témpanos del Ártico. Volvió a oír el gemido de la nieve al precipitarse en su tumba del sur. Hasta entonces, no se había percatado de que durante todo ese tiempo el frío había estado penetrándole en los huesos y se preguntaba cómo no había muerto. Sentía indiferencia ante la condición del hombre derrotado.
—¿Puedes andar, Johnnie? —preguntó Scully.
—¿Le he hecho… le he hecho daño? —inquirió el hijo.
—¿Puedes andar, muchacho? ¿Puedes andar?
La voz de Johnnie era de repente sonora. En ella se percibía una gran impaciencia.
—¡Te pregunté si le he hecho daño!
—Sí, sí, Johnnie —respondió el vaquero, en tono consolador—. Le has hecho mucho daño.
Le alzaron del suelo y, en cuanto estuvo en pie, se puso a andar a trompicones, rechazando cualquier intento de ayuda. Cuando el grupo dobló la esquina, el chaparrón de nieve casi los cegaba. Les quemaba las caras como si fuese fuego. En medio de la ventisca, el vaquero llevó a Johnnie hasta la puerta. Al entrar, varios naipes volvieron a levantarse del suelo y a golpear la pared.
El del Este se dirigió a toda prisa hacia la estufa. Tanto frío tenía que casi llegó a abrazar el hierro candente. El sueco no estaba en la sala. Johnnie se dejó caer en una silla y, doblando los brazos sobre las rodillas, hundió en ellos la cara. Scully, tras calentar primero un pie y luego el otro en el borde de la estufa, hablaba para sus adentros con un deje de amargura céltica. El vaquero se había quitado el gorro de piel y, con aire aturdido y pesaroso, pasaba una mano por sus desgreñados mechones. Arriba podía oír el crujido de la tarima, mientras el sueco iba de un lado para otro en su habitación.
El lúgubre silencio se rompió al abrirse de golpe y con estrépito una puerta que llevaba hacia la cocina. Al instante, irrumpieron en la estancia varias mujeres, que se precipitaron sobre Johnnie en medio de un coro de lamentos. Antes de que se llevaran su presa a la cocina, para bañarlo y arengarlo con esa mezcla de simpatía y exageración que es característica de las personas de su sexo, la madre se irguió y se quedó mirando al viejo Scully con expresión de grave reproche.
—¡Qué vergüenza, Patrick Scully! —gritó—. Tu propio hijo… ¡Qué vergüenza!
—¡Basta ya! ¡Cállate! —dijo el anciano, con voz apagada.
—¡Qué vergüenza, Patrick Scully!
Las muchachas, adhiriéndose a las palabras de su madre, encogieron despreciativamente la nariz mirando a los temblorosos cómplices, el vaquero y el del Este. Seguidamente, se llevaron a Johnnie, dejando a los tres hombres sumidos en sus lúgubres meditaciones.
VII
—De buena gana me pegaría con ese holandés —dijo el vaquero, rompiendo un prolongado silencio.
Scully sacudió la cabeza tristemente.
—No, eso no. No estaría bien. No, no estaría bien.
—Vaya, ¿y por qué no? —arguyó el vaquero—. No veo qué hay de malo en ello.
—No —respondió Scully, con sombrío heroísmo—. No estaría bien. Fue una pelea de Johnnie. No hay que darle una paliza a ese hombre simplemente porque zurró a Johnnie.
—Sí, tiene razón —dijo el vaquero—; pero… más le vale que no se meta conmigo, no le aguanto ni un pelo más.
—No se le ocurra decirle ni una palabra —ordenó Scully, justo en el momento en que se oían los pasos del sueco en las escaleras. Éste hizo una aparición teatral. Abrió la puerta de golpe y, con paso arrogante, fue hasta el centro de la estancia. Nadie le miró.
—Bueno —gritó a Scully en tono insolente—, supongo que ahora me dirá cuánto le debo, ¿no?
El anciano permaneció impasible.
—No me debe nada.
—¡Ja! —dijo el sueco—, ¡ja! Conque no le debo nada, ¿eh?
El vaquero, dirigiéndose al sueco, le dijo:
—Forastero, no entiendo a cuento de qué vienen esos aires.
El viejo Scully saltó al instante:
—¡Basta! —exclamó, alargando la mano, con los dedos en alto—. ¡Cállate, Bill!
El vaquero escupió, impertérrito, en la caja de serrín.
—No he dicho nada, ¿verdad?
—Scully —dijo el sueco, en voz alta—, ¿cuánto le debo?
Podía verse claramente que estaba ataviado para irse y que tenía la maleta en la mano.
—No me debe nada —repitió Scully, en el mismo tono imperturbable.
—¡Ja! —dijo el sueco—. Supongo que tiene razón. En todo caso, sería usted quien me debería algo, ¿no cree? —Se volvió hacia el vaquero—: ¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo! —remedó, y luego se echó a reír a carcajadas, con aire triunfal—. ¡Mátalo! —dijo, carcajeándose en tono irónico. Pero era igual que si se carcajease de un cadáver. Los tres hombres seguían quietos y silenciosos, mirando con ojos vidriosos hacia la estufa.
El sueco abrió la puerta y se adentró en la tormenta, volviéndose para echar una mirada burlona al grupo inmóvil.
Nada más cerrarse la puerta, Scully y el vaquero se levantaron de un salto y empezaron a lanzar imprecaciones. Iban de un lado para otro, agitando los brazos y dando golpes al aire con los puños.
—¡Oh, pero qué instantes más espantosos! —gimió Scully—. ¡Qué instantes más espantosos! ¡Con ese tipo ahí, mirando de reojo y burlándose! ¡De buena gana habría pagado cuarenta dólares por propinarle un puñetazo en la nariz! ¿Cómo pudiste contenerte, Bill?
—¿Que cómo pude contenerme? —exclamó el vaquero, con voz temblorosa—. ¿Que cómo pude contenerme? ¡Ni yo mismo lo sé!
El anciano se lanzó a hablar de repente con acento irlandés:
—De buena gana cogería a ese sueco —gimió— y le tumbaría en una losa de piedra y le apalearía hasta hacerle papilla.
El vaquero gruñó en tono aprobatorio.
—De buena gana le agarraría del cuello y le ma… machacaría —dio un golpetazo en una silla, haciendo un ruido similar al de un disparo—, machacaría a ese holandés hasta que no pudiera distinguírsele de un coyote muerto…
—Le apalearía hasta…
—Le enseñaría unas cuantas cosas…
Y al unísono alzaron un grito anhelante, fanático:
—¡Ay…, ay! ¡Si pudiéramos!
—¡Eso!
—¡Eso!
—Y entonces yo…
—¡Ay…, ay…!
VIII
El sueco, con la maleta fuertemente agarrada, avanzaba de costado contra la tormenta como si llevase velas desplegadas. Seguía una línea de arbolillos pelados, jadeantes, que debía de señalar la dirección que seguía el camino. Su cara, reciente aún el embate de los puños de Johnnie, hallaba más placer que dolor en el viento y la gran nevada. Finalmente, una serie de formas cuadradas aparecieron delante de él, y en ellas reconoció las casas del centro urbano.
Llegó a una calle y se puso a andar, doblegándose ante el viento cada vez que, en una esquina, le enganchaba una terrible ráfaga.
Podía encontrarse perfectamente en un pueblo desierto. Nos imaginamos el mundo poblado de una humanidad bulliciosa y alegre, pero allí, con los bugles de la tempestad retumbando, resultaba difícil concebir que alguien habitase sobre la faz de la tierra. En semejantes circunstancias, que existieran seres humanos parecía algo realmente prodigioso, y aquellos piojos que tenían que aferrarse a una bombilla giratoria, perdida en el espacio, asolada por la enfermedad, chamuscada por el fuego y bloqueada por el hielo, adquirían un halo de misterio. A la vista de semejante tormenta, estaba claro que el engreimiento humano era el auténtico motor de la vida. Había que ser muy engreído para no morir bajo sus efectos. Pero, finalmente, el sueco encontró una taberna.
Enfrente de la taberna brillaba una indómita luz roja, y los copos de nieve se volvían del color de la sangre al pasar por el territorio al que se circunscribía el resplandor de la lámpara. El sueco abrió de un golpe la puerta de la taberna y entró. Delante de él había una franja de arena y, al final de ella, cuatro hombres bebían, sentados en torno a una mesa. En un extremo de la estancia había un mostrador resplandeciente y su guardián estaba apoyado en los codos, escuchando la conversación de los hombres de la mesa. El sueco dejó caer la maleta al suelo y, esbozando una fraternal sonrisa al tabernero, le dijo:
—¿Me pone un whisky, por favor?
El hombre puso una botella, un vaso de whisky y otro de agua helada en el mostrador. El sueco se echó una medida exagerada de whisky y de tres tragos se la bebió.
—Hace una noche de perros —observó el tabernero, en tono indiferente. Se hacía el ciego, lo que es una característica habitual entre los de su profesión; pero podía verse que furtivamente estudiaba las manchas de sangre a medio borrar del rostro del sueco—. Una noche de perros —volvió a decir.
—Oh, a mí no me parece tan mala —contestó el sueco, enérgicamente, mientras se echaba algo más de whisky.
El tabernero cogió el dinero y, tras hacer varias operaciones, lo introdujo en la caja registradora de reluciente níquel. Sonó un timbre y apareció una cartulina en la que se podía leer «20 cts».
—No —prosiguió el sueco—, la verdad es que no hace tan mal tiempo. A mí no me parece tan malo.
—¿Ah? —murmuró el tabernero, lánguidamente.
Tras varios vasos hasta arriba, los ojos del sueco empezaron a bailar y respiró con una pizca de dificultad.
—Sí, me gusta este tiempo. Me gusta. Me sienta bien. —Al parecer, intentaba transmitir un profundo significado a sus palabras.
—¿Ah? —murmuró el tabernero, y se volvió para mirar los pájaros que parecían volutas y las volutas que parecían pájaros que alguien había dibujado con jabón en los espejos de detrás del mostrador.
—Bueno, será mejor que beba otro whisky —dijo el sueco, al cabo de un rato—. ¿Quiere un poco?
—No, gracias; ahora no bebo —respondió el tabernero. Tras lo cual, preguntó—: ¿Cómo se hirió en la cara?
El sueco se puso inmediatamente a bravuconear en voz alta:
—Ah, sí, fue en una pelea. Le di una soberana paliza a un tipo, en el hotel de Scully.
El interés de los cuatro hombres de la mesa se avivó finalmente.
—¿A quién? —preguntó uno.
—A Johnnie Scully —se jactó el sueco—. El hijo del dueño. Va a estar bien molido unas semanas, se lo aseguro. Le di una buena somanta, ya lo creo. No podía levantarse. Tuvieron que llevárselo entre varios. ¿Quieren una copita?
Al instante, los hombres se retrayeron de forma sutil en una actitud de reserva.
—No, gracias —dijo uno.
La composición del grupo era bastante curiosa. Dos de ellos eran eminentes hombres de negocios de la localidad; uno era el fiscal y otro un jugador profesional, de esos a los que se tilda de «honrados». Pero un atento examen del grupo no habría permitido a un observador distinguir al jugador de los hombres de ocupaciones más respetables. De hecho, era un hombre de modales tan delicados, cuando estaba entre gente de bien, y tan juicioso en la elección de sus víctimas, que entre los representantes del sexo masculino de Romper había llegado a gozar de auténtica confianza y admiración. Le tenían por una persona con clase. El miedo y el desprecio que inspiraba su arte eran, sin duda, la razón de que aquella serena dignidad destacara llamativamente sobre la serena dignidad de cualquier otro hombre que fuera sombrerero, fabricante de billares o dependiente de una tienda de comestibles. Aparte de algún que otro desprevenido viajero que hubiese llegado en el ferrocarril, era fama que este jugador solo hacía presa en granjeros imprudentes y seniles, los cuales, una vez rebosantes sus graneros de buenas cosechas, se dirigían al pueblo con el orgullo y la confianza propios de la estupidez más redomada. Cuando por vía indirecta se enteraban a veces del despojo de tal o cual granjero, los próceres de Romper se carcajeaban despreciativamente de la víctima y, si acaso paraban mientes en el lobo, era no sin cierto orgullo, pues sabían que jamás osaría atacar su saber y valía. Además, era bien sabido que dicho jugador tenía una mujer y dos hijos que vivían en una preciosa casa en las afueras del pueblo, en donde llevaba una vida hogareña ejemplar; y cuando alguien se atrevía siquiera a insinuar alguna discrepancia en su carácter, la multitud vociferaba al punto toda suerte de pormenores sobre su virtuoso círculo familiar. Entonces, los hombres que llevaban vidas hogareñas ejemplares y los que no las llevaban, todos, se aunaban en una piña, observando que no había más que decir.
No obstante, cuando se le imponía una limitación —como, por ejemplo, cuando una poderosa peña de miembros del nuevo Pollywog Club se negó a permitirle que, incluso como espectador, apareciese por los locales de la entidad—, el candor y la amabilidad con que aceptaba la decisión desarmaban a muchos de sus enemigos y hacían que sus amigos le defendieran aún con más vehemencia si cabe. En todo momento establecía una distinción entre él y un respetable vecino de Romper, con tal celeridad y franqueza que sus modales parecían, de hecho, un continuo cumplido.
Y no debe olvidarse señalar el dato fundamental de la posición que disfrutaba en Romper. Es irrefutable que en todos los asuntos al margen de su actividad, en todas las cuestiones que tienen lugar habitual y generalmente entre un hombre y otro, este taimado jugador era tan generoso, tan justo, tan moral que, en un concurso, habría ahuyentado las conciencias de nueve de cada diez vecinos de Romper.
Así pues, el jugador se encontraba sentado en aquella taberna junto con los dos eminentes comerciantes locales y el fiscal.
El sueco siguió bebiendo whisky a solas, mientras farfullaba algo al tabernero, tratando de inducirle a que se diera a las libaciones.
—Vamos, hombre. Beba algo. Vamos… ¿Qué…, no? Bueno, pues aunque solo sea una copita. Dios mío, he dado una paliza a un hombre esta noche y quiero celebrarlo. Le di una buena zurra. Señores —el sueco dijo en voz alta a los hombres de la mesa—, ¿una copita?
—¡Chisst! —dijo el tabernero.
El grupo que se encontraba en la mesa, aunque secretamente atento, había aparentado estar sumido en su conversación, pero finalmente uno de los hombres alzó la mirada hacia el sueco y, en tono cortante, dijo:
—Gracias. No queremos más.
Ante semejante respuesta, el sueco sacó el pecho como un gallo de pelea.
—Bueno —explotó—, al parecer no consigo que nadie beba conmigo en este pueblo. ¿No es así? Está bien, pues.
—¡Chisst! —dijo el tabernero.
—Oiga —gruñó el sueco—, no trate de hacerme callar. No se lo consiento. Soy un señor y quiero que la gente beba conmigo. Quiero que ellos beban conmigo. Ahora…, ¿entiende? —Y dio un golpe en el mostrador con los nudillos.
Los años de oficio habían endurecido al tabernero, quien se limitó a poner mala cara.
—Ya le oigo —contestó.
—Pues bien —gritó el sueco—, escuche atentamente entonces. ¿Ve a esos hombres de ahí? Pues van a beber conmigo, no se le olvide. Ahora fíjese bien en lo que hago.
—¡Oiga! —exclamó el tabernero—. ¡No se le ocurra hacer nada!
—¿Por qué no? —preguntó el sueco. Con paso majestuoso se dirigió a la mesa, y casualmente puso la mano en el hombro del jugador—. ¿Pasa algo? —inquirió en todo airado—. Le he dicho que beba conmigo.
El jugador se limitó a torcer la cabeza y a hablar por encima del hombro:
—Amigo, no tengo el gusto de conocerle.
—¡Diantre! —respondió el sueco—. Beba algo, ande.
—Ahora, muchacho —advirtió el jugador, en tono afable—, quíteme la mano de encima del hombro, lárguese y métase donde le llamen. —Era un hombrecillo delgado y resultaba extraño oírle dirigirse en semejante tono de imperturbable paternalismo al fornido sueco. Los demás hombres de la mesa no abrieron la boca.
—¡Qué! ¿Que no va a beber conmigo, petimetre enano? ¡Ya verá cómo sí! ¡Ya verá cómo sí!
El sueco había agarrado frenéticamente al jugador por la garganta y le estaba arrastrando de la silla. Los demás hombres se levantaron de un salto. El tabernero se precipitó tras el extremo del mostrador. Se produjo un auténtico tumulto y, al poco, se vio una larga cuchilla en la mano del jugador. Ésta, impulsada hacia delante, traspasó un cuerpo humano, ese baluarte de virtud, saber y poder, con la facilidad con que se calaría un melón. El sueco cayó profiriendo un grito de estupor indescriptible.
Los eminentes comerciantes y el fiscal debieron de salir atropelladamente del lugar por la puerta trasera. El tabernero se encontró cojeando, agarrado al brazo de una silla y mirando fijamente a un asesino a los ojos.
—Henry —dijo éste, mientras limpiaba la navaja en una de las toallas que colgaban bajo la barra del mostrador—, diles dónde pueden encontrarme. Estaré en casa esperándolos. —Seguidamente desapareció.
Un instante después, el tabernero estaba en la calle, en medio de la tormenta, y a voz en cuello pedía auxilio, requería la compañía de alguien.
El cadáver del sueco, a solas en la taberna, tenía la mirada fija en un horroroso cartel que colgaba encima de la caja registradora: «La caja registra el importe de su compra».
IX
Unos meses después, el vaquero estaba friendo un trozo de cerdo sobre la estufa de un pequeño rancho próximo a la frontera de Dakota, cuando se oyó un fugaz ruido de pezuñas en el exterior y, al poco, el del Este entró con las cartas y los periódicos.
—¿Sabes? —dijo el del Este de repente—, al tipo que mató al sueco le han echado tres años. No ha sido mucho, ¿verdad?
—¿Ah, sí? ¿Tres años? —El vaquero suspendió en el aire la sartén con el cerdo, mientras rumiaba la noticia—. ¿Tres años, eh? No, no parece mucho.
—No. Fue una sentencia benigna —contestó el del Este, mientras se desabrochaba las espuelas—. Parece que goza de gran simpatía en Romper.
—Si el tabernero se hubiera comportado como debía —observó el vaquero, en tono reflexivo—, le habría abierto la cabeza a ese holandés con una botella nada más empezar la reyerta y habría evitado que hubiese muertes.
—Sí, podrían haber sucedido miles de cosas —dijo el del Este, en tono cáustico.
El vaquero volvió a poner la sartén con el cerdo en el fuego, pero prosiguió con su perorata filosófica:
—Tiene gracia, ¿no? Si el sueco no hubiese dicho que Johnnie hacía trampa, en estos momentos estaría vivo. Hay que ser tonto de remate. Además, jugábamos para pasar el rato. No por dinero. Debía de estar chiflado.
—Lo siento por el jugador ese —dijo el del Este.
—Ah, y yo también —dijo el vaquero—. No deberían condenarle por matar a semejante tipo.
—Al sueco no le habrían matado si las cosas hubiesen sido como es debido.
—¿No le habrían matado? —exclamó el vaquero—. ¿Si las cosas hubiesen sido como es debido? Vaya, ¿y cuando dijo que Johnnie hacía trampa y se comportó como un burro? Y luego en la taberna, ¿no se puso claramente a provocar para que le hiriesen? —Con tales argumentos, el vaquero apabulló tanto al del Este que acabó sacándole de sus casillas.
—¡Eres un perfecto majadero! —gritó el del Este, furioso—. Eres mil veces más burro que el sueco. Y ahora, permíteme que te diga una cosa. Permíteme que te diga algo. ¡Escucha! ¡Johnnie hizo trampa!
—¿Johnnie? —inquirió el vaquero, con la mirada vacía. Hubo un minuto de silencio, y luego dijo categóricamente—: No es posible. Pero si solo jugábamos para pasar el rato.
—Jugáramos o no para pasar el rato —dijo el del Este—, lo cierto es que Johnnie hizo trampa. Lo vi. Sé bien lo que digo. Lo vi con mis propios ojos. Y yo me negué a levantarme y a comportarme como un hombre. Dejé que el sueco se las arreglase a solas. Y tú…, tú te limitabas a dar bufidos de un lado para otro y a caldear los ánimos. ¡Y por si fuéramos pocos, el viejo Scully vino a enredar más las cosas! ¡Todos estamos en el ajo! Ese pobre jugador no es siquiera un nombre. Es una especie de adverbio. Todo pecado es el resultado de una colaboración. Nosotros, los cinco, hemos colaborado en el asesinato de ese sueco. Por lo general, en todo asesinato hay entre doce y cuarenta mujeres implicadas, pero en este caso parece que solo hay cinco hombres: tú, yo, Johnnie, el viejo Scully y ese pobre desgraciado jugador, que no es sino la culminación, el vértice de un movimiento humano, sobre el que recae todo el castigo.
El vaquero, ofendido y rebelde, exclamó a ciegas en medio de aquella niebla de misteriosa teoría:
—Bueno, al fin y al cabo, yo no hice nada, ¿verdad?
FIN