El hombre de Cuero

Courtesy the Westchester County Historical Society A-158

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No son nada nuevo, se puede leer sobre el Hombre de Cuero, por ejemplo, cuando hace cien años hacía su recorrido veraniego por Westchester, Connecticut, hasta los Berkshires, luego se le veía sentado junto al camino, se le entreveía por el bosque, tenía sus paradas, siempre las mismas: cavernas, graneros abandonados, orillas de río bajo puentes de hierro en ciudades industriales, el Hombre de Cuero, un hombrón colosalmente vestido, capa sobre capa de abrigos y pañolones y pantalones, todo ello rematado por una armadura exterior de cuero rígida hecha a mano, como de un caballero medieval, y un sombrero de cuero en punta, tendría diez pies de altura, era una verdadera aparición. Claro que lo esencial de esta gente es su timidez, se escabullen al primer indicio de que se les hace frente, nunca hacen daño a nadie. Pero se decía de este hombre que cuando se le arrinconaba se refugiaba en conversaciones completamente racionales, por supuesto nada cultas ni referentes a sucesos de actualidad, y probablemente concentradas en una sola línea de asociaciones que a uno podrían parecerle a veces inconsecuentes, o, por lo menos, a primera vista, no todo lo consecuentes que cabría esperar, pero geniales a pesar de todo, con transiciones apuntaladas por una sonrisa o una sincera búsqueda de palabras; incluso el acto de hablar, piensa uno, es un hábito que se puede perder. En fin, sobre esto se cuentan cosas. Y aunque en la comarca de Nueva Inglaterra Occidental, o en las tierras de cultivo del norte del Midwest se ve todavía a alguno dormido en sus prados, un manchón de trigo aplanado delineando el contorno de su cuerpo, y aunque en las grandes ciudades son bastante corrientes, y viven en portales, y limpian los parabrisas con un trapo sucio por dos perras gordas, si son hombres, o llevan bultos, fuman colillas cogidas en el arroyo si son mujeres, o incluso hay grupos de ellos viviendo en comunidad, cada uno tiene su nicho particular bajo tierra entre estaciones del metro, y en los nidos de los muros a lo largo de las vías, o bien debajo de las vías mismas, en los huecos y cunas que se hacen para el cable eléctrico, lo que hay de nuevo es la relación que existe entre ellos, una especie de comunicación espontánea que se ha abierto como un relámpago, haciéndoles conscientes unos de otros, y sin duda podrían solicitar una pensión al patrimonio nacional, como forma artística que son, hay alguien que les dirige, pero la verdad es que no sé quién pueda ser.

Ni sé quién es ni por qué lo hace. Se supone que constituyen un inofensivo fenómeno social, como todas las demás formas de sufrimiento, algo que no está planificado ni tiene un objeto determinado, más bien una función natural en la que participan todos, y quizá sea poco compasivo mirar con desdén el sufrimiento, observarlo con recelo, negros iglesieros del sur, pobres que viven del subsidio de paro, niños sin trabajo en los centros de empleo, y toda la demás gente de este tipo, pero ése es el problema, ése es nuestro papel, no creo que sea mi deber justificarlo. Sabemos cómo crece el peligro, y cómo crecen los grandes acontecimientos intangibles, los acontecimientos espirituales, habría cosa de quinientos o seiscientos mil, ¿no?, en el campo del granjero, hace veinte años, y cincuenta de ellos éramos nosotros, ya te acuerdas, una parte por cada diez mil, como la química legal de la conserva, una parte por cada diez mil para preservar la cosa contra la degeneración. Yo mismo estaba allí, gozando de la música. Mi favorita era Joan C. Baez, la música más conservadora que hay, pacifista profesional ultraliberal, ¿te acuerdas de los pacifistas profesionales? Fue ésa una expresión que nosotros inventamos, y se la dimos a un periodista, creo que en Denver, y enseguida se corrió como un reguero de pólvora. Pero la verdad es que al principio cantaba bien, todo el mundo estaba drogado de sol, y todavía se usaban los retretes químicos…

Había allí una chica, dicho sea de paso, que hacía extrañas pantomimas espasmódicas, con las que atraía a una verdadera muchedumbre. Primero ponía los brazos sobre la cabeza. Bajaba los codos hasta cubrirse las tetas con ellos, parecía empujar los codos hacia afuera, como impulsando algo, luego se pasaba un brazo en torno a la parte posterior del cuello; después, gira que te gira la cabeza. Era la cosa más extraña que cabe imaginar, como si estuviera cogida en algo, en una trama, en una red, y todo ello tan intenso, tan concentrado, y la muchedumbre, la música, desaparecían, y ella entonces caía de rodillas, y se arrodillaba pasando por entre sus propios brazos, como si fueran una especie de comba, y entonces, con los brazos detrás, no era esto lo normal, trataba de salir así, de salir, estaba tratando de salir de algo, poniendo en práctica su intento, con el rostro fruncido y rojo de tanto esfuerzo por salir, como lo digo. De manera que sacamos fotos, y luego hicimos un diagrama del número y lo que sacamos en limpio era muy interesante, se trataba de una persona en una camisa de fuerza, era un terror muy clásico, representado por alguien que está cogido en una camisa de fuerza y lo que quiere es liberarse de ella como sea. Vamos a ver, ¿qué nombre te viene a las mientes?, el de la persona que verdaderamente sabía hacer todo esto, la persona que era capaz de salirse de una camisa de fuerza, ¿quién era esa persona?, me dijo él.

Houdini.

Justo, Houdini, este era uno de sus números habituales, salirse de una especie de camisa de fuerza de las que le rompen a uno el corazón.

Hacer de ermitaño, preferir la compañía de uno mismo. Imaginarse a uno mismo en esa soledad, en un ambiente natural, por ejemplo, la versión clásica. Construir una choza en el bosque, cortar la propia leña, cultivar cosas, ritualizar el sustento cotidiano, escuchar cantar el viento, observar la danza de las copas de los árboles, sentir el tiempo, sentirse uno mismo en contacto con la esencia de las cosas. Recordarás a Thoreau. Hay un evidente ingrediente político en evitar a todos los demás seres humanos y en adoptar el colorido del ambiente que uno habita, haciéndose invisible como el sapo en el tronco. Sea cual fuere su contenido espiritual, el acto consiste en esconderse, fíjate, esos tipos se están escondiendo. O sea, la cuestión es: ¿por qué? Puede ser una vida normal dirigida por fuertes impulsos paranoides, o quizá se trate de una vida paranoide que adquiere sentido dentro del contexto de un individuo concreto. Pero ha ocurrido algo, y si se esconde quiero saber el porqué.

Pero supongamos por otra parte que todos tratamos de imponer un orden que podemos dominar, cuanto más público sea el orden tanto mejor se nos conocerá. Los políticos son gente conocida. Los artistas son gente conocida. Ambos imponen orden público. Pero imaginemos que uno es de esos sujetos sin suerte, que nunca duran en un empleo, cuya mujer les gruñe, con hijos viciosos y vecinos que les desdeñan. Pero abajo, en el sótano, se pueden hacer bonitos objetos de madera. Por ejemplo, una estantería, o un armarito, serrando, cepillando, lijando, ajustando, pegando, hasta construir algo muy bello, hasta imponer ese orden, que es realmente el reino que uno domina. O se puede hacer un armarito mejor. Incluso un armario en el que quepa uno mismo. Se va haciendo a escondidas, donde nadie le ve a uno. Y cuando está terminado entras en él y cierras la puerta con llave.

Antes de irnos a comer propondré esta idea. Todo el mundo entra en sus cuchitriles y cierra la puerta con llave por dentro. Estupendo. Pero si lo hacen dos personas ya tienes una comunidad. ¿Entiendes lo que quiero decir? Pues que se puede hacer una revolución con gentes que no tienen nada que ver entre sí simultáneamente. Hay una teoría, por ejemplo, según la cual el universo oscila. No es un objeto firme y reluciente, ni tampoco comenzó con una explosión. Se expande y se contrae, inhala y exhala, o crece más de lo que nos imaginamos o implosiona hacia un punto interior. Lo importante es su dirección. Si las cosas se desencajan lo suficiente, habrán comenzado a encajarse.

0001. Miembros de la clase: niños salvajes, eremitas, gente de la calle, jugadores, presos, desaparecidos, vigilantes de incendios forestales, monstruos, inválidos permanentes, reclusos, minusválidos, vagabundos, gente carente de capacidad sensorial. (Véase también astronautas).

Tomamos prestado un coche corriente y fuimos en busca de uno. Contacto en la calle Catorce y la Avenida A; hora del contacto, las diez y trece minutos de la noche. La res va hacia el este por la parte de abajo de la calle Catorce. Blanca, hembra, edad incierta. Lleva uniforme caqui de la segunda guerra mundial sobre varios vestidos, sombrero castaño de fieltro sobre gorro azul, varios chales, zapatos peludos con chanclos encima. Medias bajadas y enrolladas a la altura de los tobillos, sobre otras medias. Va empujando un carrito de la compra de dos ruedas lleno de paquetes, bolsas, saquitos, trapos, comestibles, paraguas rotos. Sus movimientos indican un objetivo concreto. La res fue derecha de cubos de basura municipales a cubos de basura particulares de esos que hay siempre en los portales, parecía interesada en cualquier artículo de tela. La res se sentó a descansar, luego se puso de nuevo en marcha por la calle Quince Oeste. Allí es donde está la fábrica de la Consolidated Edison. La res pasó varias horas durmiendo en la acera con una temperatura de seis grados bajo cero. A las cuatro de la madrugada la despertaron varios vagabundos al orinar sobre ella.

Bancroft propone, como principio organizativo, que distingamos entre desamparo sencillo y desamparo profundo. Hacer caso omiso de los vagabundos que acaban en la cárcel y de los pobres desgraciados que se desmandan. Bancroft, en esto, como en todo, es snob. ¿Será que solo quiere material de clase media? A pesar de todo, algo de razón tiene: si se invade y saquea el cerebro, ¿dónde queda el acto de separación? Si no se excluye nada, se pierde todo significado. Es interesante que califique de profundo lo que no es más que incompleto.

En la ciudad de New Rochelle, estado de Nueva York, detuvieron a un hombre por mirón. Le habían sorprendido en el jardín de los señores de Wakefield, en el número 19 de Croft Terrace. Según parece, había sido visto varias veces durante meses en patios traseros de los barrios acomodados de la ciudad. No fue posible identificarle.

Slater se interesó por este incidente, que había impresionado de tal manera a la señora de Wakefield que fue preciso suministrarle calmantes. La pobre mujer daba pena. Ya muy afectada por la desaparición de su marido, Morris Wakefield, socio de una empresa constructora de puentes, ingeniero de gran reputación en su especialidad, sin enemigos conocidos. Una vida ejemplar. Desaparecido. La pareja no tiene hijos, aunque llevaban casados doce años. Fuimos a verla. Se encontraba sola en su casa, desconsolada, estaba a punto de acostarse y bajaba en batín a por un vaso de leche caliente. Dos ojos misteriosos iban y venían a lo largo del borde del alféizar. Chilló y corrió escaleras arriba y se encerró en el dormitorio, donde telefoneó a la policía. Encuentro con cierta frecuencia, explica Leo Kreisler, detective de la policía de New Rochelle, que los problemas surgen como sarpullidos. En nuestra comunidad hay gente con la que no hemos tenido nada que ver en veinte años, y, de pronto, les pasa todo de golpe, que a uno le roban, y luego queda magullado en un accidente de coche a la semana siguiente, o que a otro le dan una paliza y un pariente suyo roba dinero, y, sin que nadie sepa cómo ni por qué, una familia entera se encuentra sumida en una crisis múltiple en cosa de días. Dijimos que queríamos verle. Muy bien, por qué no, dice el detective Kreisler. A lo mejor le caéis simpáticos. No habla, no come, le mira a uno con el aire de quien está pensando en otra persona.

El preso llevaba pantalones de algodón basto desgarrados en una pernera y sujetos con un cordel, y zapatos blancos de tenis sucios, pero no calcetines. Su camisa de faena estaba manchada y grasienta. No tenía buen tipo, más bien parecía haber sido gordo en otros tiempos. Tanto los pantalones como la camisa le colgaban del cuerpo. Necesitaba un corte de pelo con urgencia, la fuerte luz fluorescente le hacía parpadear con ojos débiles, pálidos y pastosos, de persona que lleva gafas y ahora tiene que ver sin ellas. Su barba era blanca, aunque la cabellera enmarañada fuese rojiza. Estaba sentado, las piernas cruzadas, sobre el suelo de vinilo. Tenía los dedos de ambas manos rígidamente entrecruzados. Slater se le quedó mirando. Se diría que estaba integrado: las piernas cruzadas, los dedos entrelazados. Al sentirse observado levantó las rodillas cruzadas y atadas, cogidas con las muñecas, los dedos aún entrecruzados.

Slater: ¿Es usted realmente el dueño de la finca en donde fue detenido, el ingeniero de puentes Morris Wakefield, el marido desaparecido?

El mirón asintió.

Un dato tomado del archivo del departamento de seguridad de la Dry Foods Corporation: uno de sus jóvenes ejecutivos, especialista en estudios de mercado, había sido trasladado, de Short Hills, en el Estado de New Jersey, a Flint, en el de Michigan. Poco tiempo después se descubrió que en Flint vivía con una mujer que no era la suya y con dos niños que no eran hijos suyos, aunque los presentaba como tales. Se tardó seis meses en dar con su esposa y sus dos hijos legítimos: seguían viviendo en su casa de Short Hills, New Jersey, con un ejecutivo de la misma empresa que había sido trasladado allí desde Flint. Los dos ejecutivos habían pertenecido a la misma confraternidad estudiantil en la universidad de Duke.

Slater: ¿Va usted echando polvos por ahí?

Tardó largo tiempo en responder: No.

Tampoco yo. Le contaré mi comida de ayer. Una dama muy bella en quien llevaba años fijándome. Ella y mi esposa son grandes amigas, van juntas a ver exposiciones. Bueno, pues estamos todos juntos en una reunión, y yo cuento un chiste, un chiste que era una señal, indudablemente gracioso si la interesada no la capta, pero señal al fin y al cabo si la quiere captar. ¿Es así como actúa usted?

No, yo, de ordinario, lo que hago es plantear la cuestión a bocajarro.

Bueno, también es verdad que yo soy más viejo que usted. Pertenezco a otra generación. A mí me atrae el ingenio, el doble sentido. En fin, que fuimos a comer. Apenas me era posible contenerla, dispuesta como estaba a vengarse de quince años de fidelidad conyugal. Y no solo era que la engañaba su marido, sino que, además, en casa estaba muy hosco con ella. Y no solo era hosco y desagradable, sino que, encima, no mostraba el menor respeto por lo que ella hacía y se burlaba de las causas que apoyaba. Y si no fuera más que falta de respeto, todavía, pero es que era infantil y se derrumbaba, literalmente, cada vez que se cortaba al afeitarse. Y hay más, no dedicaba nada de tiempo a los niños y se quejaba cuando tenía que darles dinero para el colegio.

Slater sonrió.

Dios mío, era de lo más extraño, misterioso casi. Como si ella me hubiera puesto delante de un espejo. Yo me sentía a la defensiva, con ganas de discutir. Finalmente todo se resume en una sonrisa, en una pequeña delicadeza, en un poco de optimismo, dijo ella. Eso es lo verdaderamente importante. Tu marido, le dije, es hombre animado, y llegados a esta fase de la conversación yo ya lo único que quería era estar con ella. Un hombre agradable, encantador, dije, con buen sentido del humor. Sí, dijo ella, desde luego, igualito que el doctor Jekyll.

¿Cuál es el acto esencial del Hombre de Cuero? Hace extraño al mundo. Lo aleja. Es ajeno a él. Nuestra sensibilidad es más aguda cuando nos sentimos ajenos. Vemos la forma de las cosas. ¿Acepta usted esto como principio? Bueno, pues entonces piense en una cosa tan corriente como pueda ser el galanteo. Yo soy persona chapada a la antigua, y me gusta usar palabras pasadas de moda. Al cabo de cierto tiempo el matrimonio se le convierte a uno en un camuflaje. No se ría, hablo completamente en serio. Los sentimientos de uno ceden ante la pluralidad, uno no para, sigue en movimiento, el movimiento pasa a ser la verdadera vida de uno, moverse emotivamente, y se acaba por encontrar la emoción del movimiento. Usted es un Hombre de Cuero, se siente completamente ajeno a su sociedad, las mujeres más bonitas son rocas en la corriente, flores a lo largo del camino, ha subvertido usted su propia vida y ahora vive solo en pleno desierto, sus pensamientos son su sola compañía.

Pienso que lo que estoy exponiéndole es una estructura, no una teoría de una clase subversiva, sino una infraestructura de subversión por estratos, quizás ni siquiera llegue a ser un complot. Que ha ocurrido algo semejante a un reajuste molecular, y que, como los que estamos aquí somos personas políticas, sensibles al zafio aspecto político de la cuestión, consideramos esto como una especie de base para la acción antisocial, cuando a lo mejor no lo es en absoluto. O sea, como digo, que la manera de comprenderlo a efectos de lo que a nosotros nos preocupa podría no consistir, como es habitual, en entrar en su interior, penetrar, sino, más bien, la distancia, alejarlo de nosotros, situarnos lo más lejos posible de ello, para ver así lo que realmente es. Porque si se ha salido de nosotros, y nosotros, en cambio, estamos dentro y no podemos ver su forma, se nos presenta como realidad, y no tiene sentido ninguno.

Y ahora tenemos a ese astronauta que acabó mal, James C. Montgomery, que fue objeto de un recibimiento triunfal en 1966, pero que luego le detuvieron por fraude de acciones, desfalco, falsificación, conducir en estado de embriaguez, vamos, lo que se te ocurra: desde robar coches hasta atraco, y atraco a mano armada, y con armas de lo más mortal. Esto les ocurre a veces a la gente en quienes la historia se descarga como un electroshock, dejándoles después como dispersos. Ahora se ha calmado, pero su mujer no hace más que hablar a los periódicos en Florida y amenazar con los tribunales.

Le leeré parte del interrogatorio a que le sometió un psiquiatra oficial:

¿Estuvo usted asustado en algún momento? ¿Ocurrió algo en la expedición sobre lo que usted no llegó a informar?

No, señor.

¿Ocurrió algo inesperado?

No, señor.

¿Le aterrorizaba en alguna medida la idea del espacio?, ¿de encontrarse lejos de su casa?

Se repite la pregunta.

No. Bueno. Uno cumple con su misión, está uno muy ocupado, sin tiempo para pensar, y siempre en contacto, casi constantemente en contacto, voz de control en el vacío empíreo. No, yo diría que no (pausa). Lo que hace uno es no perder de vista el cuadro de mandos. Los conmutadores, las lucecitas. Todo lo que a uno le rodea es de fabricación humana, esa seguridad por lo menos la tiene uno (pausa). De fabricación norteamericana.

Pero usted se encargó del aterrizaje, ¿no es cierto?

Sí, señor.

Y fue a pie.

Sí, señor.

Se salió usted del aparato y anduvo por allí.

Sí, señor. Ah, y durante un rato estuve solo y deprimido dentro de mi traje espacial. ¿Es eso lo que quiere decir?

Tengo la impresión de que está usted tratando de decirme lo que cree que yo quiero oír.

Bueno, a la mierda (pausa). Le diré, la verdad es que no me acuerdo. No, sí me acuerdo de que anduve por la luna, pero ahora lo puedo ver por la televisión y no siento nada, ¿se da cuenta de lo que quiero decir? Me parece increíble que haya sucedido. Me veo a mí mismo, veo que fui yo quien lo hizo, pero lo cierto es que no recuerdo lo que sentí entonces, no recuerdo esa experiencia.

¿Puedo probar aquí un experimento sencillo y rápido? ¿Cinco minutos de su tiempo? Silencio. Slater echó una ojeada a la mesa. Alguien encendió una pipa. El reacio asentimiento tribal. Voy a dar una lista de sustantivos sencillos y pediré que se me responda, simplemente, que se me informe de lo que ocurre. ¿De acuerdo?

Noche. Escala. Ventana. Grito. Pene.

¿Ha hablado usted con mi mujer?, dijo alguien. Todos rieron.

Patrulla. Fango. Fulgor. Mortero.

De acuerdo, dijo alguien.

Presidente. Muchedumbre. Bala. Dijo Slater, tenemos miles de personas en este país cuya vocación consiste en explicarnos nuestras propias experiencias. ¿Me van a decir acaso que esto no es un recurso?

Slater, vamos a acabar pegándonos como quiera usted admitir esa especie de material. No tiene usted idea de la gente con quienes se está gastando los cuartos. No comprenderán, lo interpretarán como fuente. ¿Y se da cuenta usted del lío en que acabará entonces el asunto? Habrá que interrogar a todos esos recursos, a la gente de ideas más claras del país, gente que ya está muy mosca, ¿se atreverá usted a preguntarles de dónde sacaron su información?

No, no se me está escuchando, dijo Slater. Sabremos de donde sacaron su información. Fuimos nosotros quienes se la dimos.

FIN

E. L. Doctorow. Autor americano, se licenció en Filosofía por el Kenyon College. Trabajó como lector y editor de varias editoriales y como profesor de varias universidades, haciéndolo durante sus últimos años en la de Nueva York. Dos de sus novelas fueron llevadas con éxito al cine.

Escritor de novelas, Doctorow trató en diversos géneros temas variados, en especial sobre diferentes etapas de la historia de su país, con abundante crítica social y reflexiones sobre los hechos que relata. Con frecuencia mezcló en sus textos la realidad con la ficción. Desde 1984, fue miembro de la Academia Americana y también del Instituto Nacional de Artes y Letras.

De entre su obra habría que destacar títulos como El libro de Daniel, La gran marcha o Ragtime, entre otros.