El gorrión de la lengua cortada
Me planteé estos Cuentos de cabecera como un humilde solaz que pudiera ofrecer para el escaso tiempo libre de aquellos que están luchando con todas sus fuerzas para sacar al país de la difícil situación en que se encuentra. Una especie de sencillo juguete que pudiera servir para el caso, y por eso, aunque últimamente sufro leves ataques de fiebre que me debilitan, me dedico a avanzar en su escritura poco a poco, en los ratos libres que me permiten el trabajo obligatorio al servicio de la patria o cosas como arreglar los desperfectos que el rastro de la guerra deja en mi casa. «El lobanillo desaparecido», «La historia de Urashima», «La montaña Kachi-kachi» y, a continuación, «Momotaro» y «El gorrión de la lengua cortada», con lo cual ya tendría terminado estos Cuentos de cabecera, pensaba yo en mi plan original. Sin embargo, la historia de Momotaro ya se ha esquematizado casi hasta el límite. Su personaje se ha convertido poco menos que en un símbolo del aguerrido joven japonés, por lo que, más que un cuento, ofrece un contenido más próximo al de un poema o un cantar. Por descontado que para mi historia pensaba en un principio refundir en mi crisol también este «Momotaro» original. En concreto, pensaba dotar a esos ogros de la isla de Onigashima de un odioso carácter maligno adicional. Mi intención era retratarlos como seres tan extremadamente malvados y horribles que no admitiesen comparación, y que no hubiese más remedio que terminar con ellos. Gracias a ello, el sometimiento de los ogros por parte de Momotaro produciría un rugido de aprobación entre los lectores, y el relato de ese combate donde se transpira el peligro que rodea al protagonista, casi haría saltar el sudor de las manos crispadas de todo lector, andaba planeando yo. Cuando un escritor se pone a contar los planes de aquella obra que no ha escrito, por lo general fanfarronea ingenuamente de esta manera. Que te digo que luego eso no es tan fácil de escribir. Bueno, bueno, en todo caso, haz el favor de escucharme. Es que he cogido carrerilla y me hace ilusión contarlo. Así que, por favor, escucha sin burlarte de mí.
De todas las criaturas perversas de la mitología griega, la más maligna y horrible debe de ser, sin duda, aquella Medusa con infinidad de serpientes en la cabeza. Con el entrecejo arrugado por una profunda desconfianza, sus pequeños ojos grises en los que arde un vil impulso asesino, unas mejillas pálidas temblando con furia amenazadora, y unos labios finos y ennegrecidos, torcidos en un rictus de odio y desprecio. Y todos y cada uno de sus largos cabellos son serpientes venenosas de vientre rojo. Cuando se ven frente a un enemigo, esta multitud de serpientes venenosas arquean a un tiempo sus cuellos en posición de ataque emitiendo un siseo escalofriante. Se dice que todo aquel que echara una simple mirada a esta Medusa, le invadía una indescriptible sensación de desagrado, se le helaba el corazón, y todo el cuerpo se le quedaba frío como la piedra. Más que terror, repugnancia. Más que al cuerpo, un daño al espíritu. Una criatura perversa como esta es el tipo más odioso de todos, esa clase de seres a los que no hay más remedio que someter cuanto antes.
Comparados con esta criatura, los seres del mundo sobrenatural japonés resultan sencillos, e incluso adorables. Los fantasmones como ese monje cabezón de los templos antiguos llamado dainyudo, o el karakasa, paraguas de estilo oriental con su única pierna, se limitan a bailotear inocentemente para los valerosos borrachines en sus no menos valerosas veladas a la hora de los fantasmas, y matar así su aburrimiento. Del mismo modo, los demonios de la isla de Onigashima no tienen de impresionante más que el tamaño, y hasta el mono de esta historia les tira de la nariz y con un… ¡aah!, caen dando una voltereta y se rinden. No hay ni una pizca de terrorífico en todo ello. Incluso se puede pensar que se trata de seres de carácter bondadoso. Con algo así el esfuerzo se desinfla, a pesar de las molestias tomadas en presentárnoslo como un relato donde los demonios se llevan su merecido. Aquí la historia exige que entren en escena unos seres tan terribles o más que aquella maléfica y desagradable Medusa. De lo contrario, no conseguiremos que al lector le suden las manos crispadas por la emoción. Por otra parte, si el Momotaro protagonista es demasiado fuerte, el lector puede llegar a sentir lástima de los demonios, con lo que la historia pierde la tensión que conlleva el estar rodeado de hirvientes peligros. ¿Acaso incluso un héroe semiinmortal como Sigfrido no tenía un punto débil un poco más abajo de su hombro? Y también en el caso de un héroe japonés como Benkei se dice que tenía un punto débil. Así, en cualquier caso, un héroe perfecto y absolutamente imbatible es algo que no va bien a la hora de elaborar una historia. Y además, sucede que, quizá porque yo mismo no tengo mucha fuerza, creo conocer más o menos la psicología de los débiles, mientras que, aunque lo intente, la psicología de los fuertes no la conozco al detalle. Y, especialmente, porque todavía no me he encontrado ni una vez con alguien tan absolutamente poderoso como para resultar invencible, y ni siquiera he oído a nadie hablar de alguien así.
Tengo que decir que soy un autor de imaginación tan pobre que me veo incapaz de escribir ni una línea, ni una palabra, sobre algo que, aunque sea en pequeña medida, no haya experimentado por mí mismo. Por ello, a la hora de abordar este cuento de Momotaro, me resultaba de todo punto imposible poner en escena un personaje como nunca he visto, tan fuerte y valeroso que resultara invencible. Mi Momotaro, por tanto, habría sido alguien que desde pequeño era un llorica, de constitución débil, vergonzoso; en una palabra, un hombre que no vale para nada. Pero que sin embargo, al topar con estos odiosos demonios, viles y canallescos, que destruyen el alma humana y la hunden hasta el fondo en el infierno de la desesperación eterna, del escalofrío y del resentimiento, aunque sus fuerzas sean débiles, no puede quedar impertérrito, así que se pone en pie resueltamente y, con los bollos de mijo atados al cinto, parte hacia la guarida de los ogros, o alguna otra descripción parecida. Y en cuanto a ese perro, mono y perdiz que lo acompañan como vasallos, de ningún modo serían un trío de ayudantes modélicos, sino que todos tendrían algún tipo de fastidiosa manía, se pelearían de vez en cuando entre ellos, y probablemente en mi escrito se acercarían más bien al tipo de relación que encontramos en las historias de Saiyuki (Narración del viaje al Oeste) entre el mono Goku, el porcino Hakkai y el kappa Gojo. Sin embargo, cuando terminé de escribir «La montaña Kachi-kachi» y por fin me dispuse a acometer mi particular «Momotaro», de pronto me asaltó una tremenda languidez. Al menos, aunque solo sea este cuento de Momotaro, dejémoslo en su sencilla forma original, pensé. Esto ya ha dejado de ser un cuento. Es un poema que desde los tiempos antiguos, de generación en generación, ha sido recitado en nuestro país a cada japonés. Por muchas incongruencias que haya en su historia, no importa. A estas alturas, retorcer el espíritu llano y generoso de este poema es una ofensa a todo el Japón. Puesto que Momotaro lleva consigo la enseña de ser el hombre número uno de todo el Japón, este escritor que, ya no es que no conozca al número uno del Japón, sino tampoco al dos o al tres, no puede ser capaz de escribir sobre este agradable hombre número uno del Japón. Cuando pensé en aquella enseña de «Momotaro, el hombre número uno del Japón», me decidí a desechar limpiamente mi plan de escribir mi particular versión de Momotaro.
Así que cambié de idea y resolví que, con la redacción de la historia del gorrión de la lengua cortada, en principio daría por terminado mi Cuentos de cabecera. En este «El gorrión de la lengua cortada», igual que en los anteriores «El lobanillo desaparecido», «La historia de Urashima» y «La montaña Kachi-kachi», no aparece nadie que pueda ser calificado como «el número uno del Japón», por lo que mi responsabilidad también es leve, y conseguí escribir con libertad. Pero cuando le llega el turno al número uno del Japón, por más que se mire, y aunque se trate de un suponer, cuando en este honorable país se habla del número uno, por mucho que uno diga que se trata solo de unos Cuentos de cabecera, no está permitido escribir tonterías. Si al ver eso, los extranjeros dijesen cosas como «pues vaya con el número uno del Japón», ¡qué vergüenza pasaríamos! Por eso, aun a riesgo de ponerme pesado, me gustaría insistir en este punto. Los dos viejos de «El lobanillo desaparecido», el propio Urashima o el tanuki de «La montaña Kachi-kachi» no son, ni de lejos, el número uno del Japón, ¿estamos?; solamente Momotaro es el número uno del Japón, ¿estamos?; y yo no he escrito la historia de Momotaro, ¿estamos? Si delante de ti aparece alguna vez el número uno del Japón, es posible que tus ojos se cieguen de por vida ante tamaño resplandor. Y bien, ¿has comprendido? Los personajes de mis Cuentos de cabecera no son ni el número uno, ni el dos, ni el tres del Japón, y tampoco son lo que se llama «personajes representativos» de nada.
Simplemente han sido creados mediante la pobre imaginación y las estúpidas experiencias de este autor llamado Dazai, y son todos personajes extremadamente mediocres. Ponerse enseguida a elaborar una teoría sobre la seriedad o informalidad de los japoneses a partir de estos personajes, terminaría en algo similar a intentar desenterrar la verdad oculta con rostro triunfante mientras nos alejamos de la cuestión. Yo quiero dar buen trato a los japoneses. Es algo que no haría falta decir pero, por eso mismo, he evitado retratar a ese número uno del Japón que es Momotaro, y por eso he explicado hasta la saciedad que el resto de personajes de los otros cuentos no son ni de lejos el número uno. Creo que los lectores, por su parte, expresarán su total acuerdo con esta decisión mía.
Pues bien, el protagonista de este «gorrión de la lengua cortada» no solo no es el número uno del Japón, sino que, por el contrario, quizá pueda ser llamado el más inútil de todo el país. Para empezar, su cuerpo es débil. Por lo visto, un hombre de cuerpo débil es considerado por la gente como algo de menos valor aún que un caballo con las patas dañadas. Siempre tosiendo sin fuerza, con un rostro enfermizo, cuando se levanta por las mañanas da unos golpecitos de plumero a las ventanas correderas, barre un poco el polvo, y ya cae agotado. Después, el resto del día lo pasa junto a la mesita baja, tumbándose y levantándose, deambulando por la habitación y, tras terminar de cenar, enseguida extiende el futón sobre el suelo y se queda dormido.
Este hombre lleva ya con esta vida lamentable diecitantos años ininterrumpidos.
Todavía no ha cumplido los cuarenta, pese a lo cual hace ya tiempo que firma como
«el anciano», y también ha dado orden en su casa de que se le llame «abuelo». Quizá deberíamos llamarlo un ermitaño o anacoreta. Sin embargo, aquellos que viven retirados del mundo, pueden permitirse dicha actitud porque tienen algo de dinero, aunque sea un poco, pues, si tuvieran que subsistir cada día sin un céntimo, por mucho que quisieran apartarse del mundo, es el mundo quien les perseguiría a ellos, y no habría posibilidad de retiro alguno. La situación de este «abuelo» es que ahora vive en este sencillo hogar que ha formado, pero si rebuscamos en sus orígenes, es el tercer hijo de un hombre rico que, traicionando las esperanzas de sus padres, nunca ejerció ninguna profesión concreta, dedicándose a trabajar la tierra cuando hacía buen tiempo y a leer en casa cuando llovía, dejando pasar la vida abstraído, hasta que terminó por enfermar con frecuencia. Últimamente tanto sus padres como sus parientes habían empezado ya a referirse a él como «ese cretino debilucho tan fastidioso», y le enviaban todos los meses una pequeña asignación para que pudiera sobrevivir. Y por eso mismo le era posible llevar esta vida de ermitaño. Así que por mucho que hablemos de un hogar sencillo, la verdad es que no vivía nada mal, y ese tipo de personas que no viven mal son precisamente las que menos utilidad tienen para el prójimo. Cierto que era de constitución débil, pero no estaba tan enfermo como para tener que pasar todo el día en cama, por lo que no debería existir motivo alguno para mostrar desinterés por el trabajo. Sin embargo, este «abuelo» no hace absolutamente nada. Al parecer, leer libros en gran cantidad es lo único a lo que se dedica y, según los termina, quizá se le olvidan, porque tampoco es que le cuente a nadie lo que ha leído. Simplemente anda todo el día abstraído, como en las nubes. Si ya solamente por esto merecería para la gente una estimación cercana al cero, por si fuera poco este «abuelo» no tiene hijos. Ya hace más de diez años que se casó, pero todavía no tiene sucesores. Con esto, ya se puede decir que no cumple absolutamente ningún deber como miembro de la sociedad. Con un marido tan soso, despierta cierto interés el saber qué tipo de mujer será esa esposa que ha podido aguantar nada menos que diecitantos años conviviendo con él. Sin embargo, aquel que escudriñe entre el seto que rodea a esta humilde morada, soltará un «pues vaya, así que era esto» de decepción. En realidad es una mujer indeciblemente insípida. Es de piel oscura, ojos saltones, manos grandes y arrugadas, y cuando camina por el jardín con la espalda un poco encorvada y los brazos colgando hacia delante, incluso se podría pensar si no será mayor que el «abuelo». Sin embargo, dice que este es su año fatídico, pues cumple treinta y tres. Originalmente, esta mujer se hallaba empleada como sirvienta en el hogar natal del «abuelo», pero luego se le encargó que cuidase de este enfermizo «abuelo» y, con el tiempo, pasó de alguna manera a ocuparse de él de por vida. Carece de estudios.
—Vamos, quítate toda la ropa interior y ponla aquí. Voy a lavarla —ordena perentoriamente.
—La próxima vez… —contesta en voz baja el «abuelo» con el codo clavado en la mesa y la mandíbula sobre la palma de la mano.
El «abuelo» siempre habla en voz terriblemente baja. Por si fuera poco, la parte final de la frase se estanca en el interior de la boca para transformarse en algo que no se identifica sino como un «aah» o «uuh». Incluso esta «abuela», que lleva diecitantos años junto a él, no puede captar lo que dice el «abuelo». Qué decir, pues, del resto de la gente. Puesto que se trata de alguien que ha decidido retirarse del mundo, puede que dé igual que los demás entiendan o no lo que dice. Pero si además no ejerce ningún empleo fijo, y aunque se empape de conocimientos leyendo no tiene el menor viso de escribir o de dar charlas acerca de ello, y aunque hayan pasado ya más de diecitantos años desde su matrimonio no ha concebido un solo hijo, y encima, además de todo eso, incluso cuando se trata de una conversación rutinaria, reduce el número de palabras pronunciadas con claridad y deja que la parte final de la frase se pierda dentro de la boca como si estuviera medio dormido, con qué palabras podríamos describir su abulia, con qué palabras. En resumen, que creemos que no existen palabras capaces de describir su desgana.
—Dámelo todo de una vez. ¿No ves que la parte del cuello brilla con manchas de grasa?
—La próxima vez… —murmura, y, como siempre, se pierde el resto en el interior de la boca.
—¿Eh? ¿Cómo dices? Háblame de manera que se entienda.
—La próxima vez —repite todavía acodado y con la barbilla apoyada en la mano, mirando fijamente y sin expresión a la «abuela», y pronunciando esta vez con un poco más de nitidez—: Hoy hace frío.
—Pues claro, como que ya es invierno. Así es que hace frío hoy, y lo hará también mañana y pasado —dijo en un tono como si estuviera regañando a un niño
—. Entre el que está ahí en esa postura en casa junto al fuego y el que está junto al pozo lavando la ropa, ¿sabes cuál pasa más frío?
—No lo sé —replicó con una suave sonrisa—. Es que tú estás acostumbrada a estar junto al pozo.
—Ni en broma —dijo la mujer frunciendo el rostro—. Aquí donde me ves, yo no he venido a este mundo solo para encargarme de lavar.
—¿Ah, sí? —contestó con desinterés, dando por terminado el asunto.
—Venga, quítate eso de una vez y dámelo. En el cajón de ese armario tienes toda la ropa interior que quieras para cambiarte.
—Me voy a resfriar.
—Muy bien, como el señor desee —cortó con tono rencoroso la «abuela»
retirándose.
Esta casa se halla en la región de Tohoku, en las afueras de la ciudad de Sendai, en la falda del monte Atago, en medio de un bosque de bambúes junto a la rápida corriente del río Hirose. En la zona de Sendai, desde antaño, existe un emblema llamado «Sendai-zasa» donde, quizá porque hubiera muchos gorriones en la zona, aparecen de forma esquematizada dos de estos pájaros. Además, en la obra de teatro La revuelta de las aulagas, el gorrión tiene un papel mucho más importante que el de las grandes estrellas, como creo que sabe ya todo el mundo. Y, por añadidura, cuando el año pasado viajé por la zona de Sendai y visité a un amigo que es de allí, me puso como una muestra del folklore de los cuentos infantiles locales la siguiente canción:
Jaula, jaulita
el gorrión que está en la jaula
cuándo, cuándo saldrá.
Esta canción, sin embargo, no es exclusiva de la región de Sendai, sino que al parecer la cantan los niños de todo el país en sus juegos. Con todo, el hecho de que esta variante limite al gorrión el tipo de pajarito enjaulado, y que el dialecto de Tohoku empleado en la última frase no resulte forzado, son puntos que me hacen pensar que no ha de ser descabellado buscar sus orígenes en una canción popular de la zona de Sendai.
En el bosque de bambúes que rodea el sencillo hogar de nuestro «abuelo», también viven innumerables gorriones, y desde la mañana hasta el atardecer arman un escándalo ensordecedor. Hacia finales de este otoño, una mañana en que el granizo golpeaba con un agradable rumor el bosque de bambúes, el «abuelo» encontró caído sobre la tierra del jardín un gorrión revolviéndose panza arriba porque se había torcido una pata. Recogiéndolo en silencio, se lo llevó junto al fuego del hogar y lo alimentó. Y aunque ahora su pata herida estaba ya curada, el gorrión continuaba jugueteando en la habitación del «abuelo». De vez en cuando, saltaba afuera para ir al jardín, pero enseguida volvía al reborde entarimado y, tras atrapar con el pico la comida que le lanzaba el abuelo, empezaba a defecar.
—Hala, pero ¡qué cochino! —exclamó la «abuela» al verlo, yendo a por él mientras el «abuelo» sacaba en silencio unos pañuelos de papel y se ponía a limpiar afanosamente los excrementos de las tablas. Con el paso de los días, el gorrión demostró haber aprendido a distinguir las personas que le tenían consentido de las que no, y así, cuando estaba en casa la mujer sola, se refugiaba en el jardín o bajo el alero del tejado. Y en cuanto aparecía el «abuelo», echaba a volar enseguida hacia él y, parándose de golpe, se posaba en su cabeza; o bien revoloteaba en torno a su mesita y se ponía a beber con un suave gorgoteo el agua que tenía preparada para disolver su barra de tinta, o se escondía tras el reposapinceles; en definitiva, empezaba a juguetear incordiando al «abuelo» en sus estudios. Empero, el «abuelo»
hacía como si no se diera cuenta. A diferencia de aquella gente que gusta de los pájaros, no le había puesto a su propio pájaro un nombre rimbombante, ni le decía cosas como «Rumi, ¿tú también te sientes sola?». Hiciera lo que hiciera el gorrión aquí y allá, él permanecía por completo impasible. Y, de vez en cuando, se iba en silencio a la cocina para coger un puñado de arroz que traía hasta el repecho de madera, donde lo esparcía.
Una vez que la mujer se hubo retirado, el gorrión bajó revoloteando desde el alero y se paró junto al borde de la mesa donde estaba acodado el abuelo. Este, impertérrito, miró en silencio al gorrión. A partir de aquí, comienza poco a poco la tragedia de este pajarito.
Pasado un rato, el «abuelo» soltó un: «Así que eso es, ¿no?». Y después exhaló un profundo suspiro y abrió un libro sobre la mesa. Pasó una página, dos páginas, y a continuación volvió a clavar el codo en la mesa, en perpendicular, y dejó reposar su mentón en la palma de la mano, mirando absorto al frente.
—Y va y dice que no ha nacido para hacer de lavandera. Por lo que se ve, parece que todavía tiene algo de deseo sexual —murmura mientras sonríe suavemente con amargura.
En ese momento, de pronto, el gorrioncito posado en la mesa emite palabras humanas.
—¿Y en tu caso?
—¿Yo? Yo… pues yo, sí, eso es, yo he nacido para decir la verdad.
—Pero si tú nunca dices nada, ¿o no?…
—Es que como en este mundo todos son unos mentirosos, ya no tengo ganas de conversar con nadie. La gente no dice más que mentiras. Y, lo que es todavía más espantoso, ni siquiera se dan cuenta de sus propias mentiras.
—Esas son las excusas de un perezoso. Al parecer, en cuanto se adquieren estudios, a las personas les entran ganas de hacer cansinas reflexiones grandilocuentes de ese tipo, ¿verdad? ¿Pero no es cierto que no haces absolutamente nada? Hay un proverbio que dice: «No hay que despertar al que duerme». No estás en posición de criticar a los demás.
—Eso también es cierto —contestó sin alterarse el «abuelo»—. Sin embargo es bueno que haya también hombres como yo. Puede que parezca que yo no hago nada, pero en realidad no es del todo así. Hay cosas que solamente puedo hacer yo. No sé si durante el tiempo que viva llegará o no la ocasión de ejercitar mi verdadera valía, pero, sin embargo, si ese momento llega, entonces yo también trabajaré con ahínco. Hasta ese momento, bueno, guardo silencio y me dedico a la lectura.
—No sé yo —dijo el gorrión ladeando la cabeza—. Los acobardados que solo tienen valor cuando están a solas son los primeros en soltar ese tipo de cosas que suenan a desahogo de perdedores. Podríamos decir que es como el señor jubilado en un dominio ya en ruinas, con el cuerpo envejecido y tambaleante, que convierte los sueños de un pasado que no volverá en una esperanza para el futuro, y así se consuela a sí mismo. Es algo que da lástima ver. Una cosa así no sirve ni siquiera como desahogo. Es como las quejas de un degenerado. ¿No ves que no haces una sola cosa positiva?
—Ahora que lo dices, bueno, puede que quizá sea así —concedió finalmente el
«abuelo»—. Pero yo, aquí donde me ves, hay algo que estoy dispuesto a llevar a la práctica de manera sobresaliente. Y si me dicen que de qué se trata, pues es el estado anímico de la ausencia de deseo. Fácil de decir, pero difícil de realizar. La vieja de mi mujer, por poner un ejemplo, puesto que lleva ya más de diecitantos años junto a un tipo como yo, bien podría haber renunciado de una vez a todo deseo mundano, pensaba yo, pero me da la sensación de que, por lo visto, no es así. Todavía, a pesar de todo, parece que conserva cierta emoción sexual. Eso me hizo tanta gracia, que no pude evitar el reírme yo solo.
En ese momento, la «abuela» asomó incisiva la cabeza.
—Yo no tengo ninguna emoción sexual, ni nada parecido, ¿eh? ¿Con quién estabas hablando? Hace un rato se oía la voz de alguien, de una mujer joven, ¿no?
Esa visitante, ¿adónde se ha ido?
—¿Una visitante, dices? —El «abuelo», como de costumbre, habla de manera ambigua.
—No disimules, estoy segura de que ahora estabas hablando con alguien. Y
además hablando mal de mí, ¿eh? Pero ¿qué es esto? Resulta que cuando te diriges a mí, siempre lo haces con la boca medio cerrada y no se te entiende, con esa manera de hablar como si te costara un gran esfuerzo; y a esa señorita, como si hubieras cambiado por completo, le pones esa voz tan juvenil, y con un tono tremendamente feliz te dedicas a charlar animadamente, ¿no? Eres tú el que todavía tiene emociones sexuales. Tantas, que hasta resultas pegajoso.
—¿Será eso? —contesta abstraído el «abuelo»—. Y sin embargo aquí no hay nadie.
—Haz el favor de no reírte de mí —repuso con cara de auténtico enfado la
«abuela», dejándose caer pesadamente sobre el repecho de madera—. ¿Se puede saber qué te piensas que soy yo? Hasta ahora he venido aguantando mucho. Y tú me tratas como a una estúpida todo el tiempo. Claro que yo no soy de buena familia ni tengo estudios, y puede que no te sirva como compañera de conversación, pero esto ya es demasiado. Así y todo, desde que de joven entré a servir en tu casa, he estado encargándome de ti, y por eso, bueno, la cosa ha terminado así, ya que tus padres pensaron «tratándose de ella, que es una mujer disciplinada y esmerada, puede que funcione bien el matrimonio con nuestro hijo» y…
—Todo mentira.
—¿Cómo dices? ¿Dónde está la mentira? ¿Qué mentira he dicho yo? ¿Acaso no fue así? En aquel entonces, ¿no era yo la persona que mejor te entendía? Hubiera sido imposible con cualquiera que no fuese yo. ¿No fue por eso que me convertí en la persona que va a cuidar de ti de por vida? ¿Por qué y de qué manera es esto una mentira? Haz el favor de explicármelo —le acosó mientras se le mudaba el color del rostro.
—Pues es mentira todo. En aquel momento no había en ti nada que pudiéramos llamar emoción sexual. Y eso fue todo.
—¿Se puede saber qué significa eso? Yo, desde luego, no lo entiendo. Haz el favor de no tomarme el pelo. Yo me uní a ti pensando en tu propio bien. No hay ni atracción sexual ni ninguna otra cosa. Y también tú, vaya unas cosas tan soeces que dices, ¿eh? Por encima de todo, no tienes ni la menor idea de lo sola que me siento el día entero por haberme casado con alguien como tú. Deberías dirigirme alguna palabra amable de vez en cuando. Mira a los otros matrimonios. ¿No ves que por muy pobremente que vivan, a la hora de la cena, por ejemplo, conversan agradablemente sobre cosas rutinarias o se ríen? No soy en absoluto una mujer de grandes exigencias.
Si es por ti, soy capaz de aguantar cualquier cosa. Simplemente, con que de vez en cuando me dirigieras alguna palabra amable, ya solo con eso me daría por satisfecha.
—¡Qué cosas tan triviales dices! Medias verdades infladas. Ahora que ya pensaba que de una vez por todas habías abandonado ese tipo de sentimientos, todavía me sueltas una tras otra esas quejas tan monótonas y rutinarias, planeando dar la vuelta a la situación. Pero no te va a funcionar. Todas esas cosas que dices no son más que supercherías. Vas soltando cosas según te sientes en ese momento. Y quien me ha convertido en un hombre que no habla eres tú. Esas conversaciones durante la cena que mencionas, ¿acaso no consisten, por lo general, sino en juzgar a los vecinos?
¿Acaso son algo más que habladurías? Eso también, según ese sentimiento del momento, consiste principalmente en chismorrear sobre los demás. Por lo que a mí respecta, hasta ahora no te he oído ni una sola vez elogiar a alguien. Yo mismo tengo un espíritu débil. Si me dejo arrastrar por ti, enseguida me entran ganas de criticar a los demás. Y a mí, eso me da miedo. Por eso decidí que ya no debía hablar con nadie.
Porque en vuestros ojos no se refleja más que el lado malo de las personas, y no os dais cuenta en absoluto de lo terrible que hay en vosotros mismos. Me da miedo la gente.
—Ya comprendo. Lo que pasa es que ya te has cansado de mí, ¿eh? Esta vieja ya apesta, ¿verdad? A mí no me puedes engañar. ¿Qué ha sido de la visita de antes?
¿Dónde se ha escondido? Estoy segura de que era la voz de una muchacha, ¿no? Si has conseguido una amiguita tan joven, es natural que hablar con una vieja como yo te resulte ahora desagradable. ¿Pero qué es eso de poner cara de que si ausencia de deseo, que si revelación de la verdad? Si en cuanto está delante una mujer joven como esa, enseguida hierves de emoción, te cambia hasta la voz y te pones a parlotear de una manera que da asco.
—Pues si es así, entonces está bien que sea así.
—De eso nada, no está bien. ¿Dónde está esa visita? Si no le presento mis respetos, será muy descortés para la señora invitada. Que aquí donde me ves, soy la señora de esta casa, así que permíteme que la salude. No permitiré que me ningunees de esta manera.
—Aquí está —dijo el «abuelo» señalando con la barbilla al gorrión que jugueteaba encima de la mesa.
—¿Eh? Déjate de bromas. ¿Así que los gorriones hablan?
—Hablan. Y dicen cosas muy apropiadas.
—Conque vas a seguir tomándome el pelo de mala manera, ¿eh? Muy bien, como el señor guste —y alargando el brazo de improviso, agarró con fuerza al gorrión que estaba sobre la mesa—; para que no diga esas cosas tan apropiadas, vamos a arrancarle la lengua de cuajo. Se mire como se mire, acostumbras a tratar demasiado bien a este gorrión. Y a mí eso me venía causando un sentimiento de rabia inaguantable. Esta situación viene que ni pintada. Si tú has hecho huir a esa joven visitante, en contrapartida, yo le arrancaré la lengua a este gorrión. Es todo un placer.
Abrió a la fuerza el pico del gorrión que apretaba en su mano, y arrancó de cuajo esa lengüecita, pequeña como un pétalo de flor.
El gorrión escapó hacia lo alto revoloteando.
El «abuelo» contempló en silencio la marcha del gorrión.
Y, desde el día siguiente, el «abuelo» comenzó a explorar el gran bosque de bambúes.
Gorrión de la lengua cortada
¿Dónde está tu casa?
Gorrión de la lengua cortada
¿Dónde está tu casa?
Día tras día, la nieve caía sin parar. Pero aun así, el «abuelo», como si estuviera poseído por algo, andaba buscando hasta en lo más profundo del bosque de bambúes.
Entre la vegetación habría mil o incluso diez mil gorriones. Encontrar, entre todos ellos, al gorrión al que le habían arrancado la lengua, puede pensarse que iba a ser una tarea extremadamente difícil; sin embargo, el «abuelo» estaba imbuido de un entusiasmo anormal que le llevaba a buscar día tras día.
Gorrión de la lengua cortada
¿Dónde está tu casa?
Gorrión de la lengua cortada
¿Dónde está tu casa?
Para el «abuelo», emprender una acción de esta manera tan descontroladamente apasionada era un hecho que, según creía, no le había sucedido ni una sola vez en toda su vida. Parece que algo que se hallaba dormido en el interior de este «abuelo» estaba intentando asomar la cabeza por primera vez, pero qué era ello, este autor (Dazai) tampoco lo sabe. Aquel que, aun estando en su propia casa, se siente a disgusto como si estuviera en casa ajena, e inconscientemente ha encontrado la forma de ser que le resulta más cómoda, busca conservar dicho estado. Si queremos simplificarlo llamándolo amor, no habría nada más que añadir. Sin embargo, posiblemente los sentimientos de este «abuelo» eran mucho más melancólicos que el estado de ánimo o de espíritu que en general se expresa con la palabra amor.
El «abuelo» buscaba ensimismado, como sonámbulo. Era la primera vez desde que nació que mostraba una tenacidad tan prolongada en algo.
Gorrión de la lengua cortada
¿Dónde está tu casa?
Gorrión de la lengua cortada
¿Dónde está tu casa?
Por supuesto que no es que fuese cantando esto mientras caminaba en su búsqueda. Sin embargo, el viento susurraba en sus oídos un tonillo siseante que se le parecía y, sin darse cuenta, terminó por repetirlo para sus adentros, como una estrambótica canción o un rezo. De esta manera, mientras iba paso a paso pisando la nieve caída sobre el bosque de bambúes, el canto brotaba en su interior acompasado con el viento.
Una noche cayó una gran nevada, inusual incluso para esta zona de Sendai, y el día siguiente amaneció soleado y sin una nube, extendiéndose ante la vista un deslumbrante mundo plateado. Esa mañana, el «abuelo» se calzó temprano sus botas de paja y, como de costumbre, salió a deambular por el bosque de bambúes.
Gorrión de la lengua cortada
¿Dónde está tu casa?
Gorrión de la lengua cortada
¿Dónde está tu casa?
De pronto, una gran masa de nieve que había cuajado en lo alto de los bambúes, cayó pesadamente sobre la cabeza del «abuelo» y, quizá porque lo golpeó en algún punto débil, hizo que este se desplomara sin conocimiento sobre la nieve. En la frontera del ensueño, escuchaba unas voces hablando en susurros.
—Pobrecillo. ¿Se habrá muerto después de todo el esfuerzo?
—¡Quiá! No se va a morir. Solamente se ha desvanecido.
—Pero si continúa mucho tiempo tirado así sobre la nieve, va a morirse por congelación.
—Eso sí es cierto. Tenemos que hacer algo. Vaya un problema que se nos ha presentado. Qué bueno habría sido que antes de que la cosa terminara así, esa chica le hubiese salido al encuentro. ¿Pero qué demonios le pasa a esa chica?
—¿Te refieres a Teru?
—Sí, así es. Parece que alguien le jugó una mala pasada y le causó una herida en la boca. ¿No es desde entonces que no se deja ver por aquí?
—Está todo el día en cama. Como le arrancaron la lengua, no puede decir nada, y se limita a llorar y llorar con continuos lagrimones.
—¿Así que era eso? ¿Le han arrancado la lengua? Desde luego, hay tipos que hacen unas diabluras horribles.
—Sí, y además, resulta que fue la esposa de este hombre. No es una mala esposa, pero por lo visto aquel día debía de estar especialmente irritada y, de pronto, arrancó de cuajo la lengua de Teru.
—¿Tú lo viste?
—Sí, me dio un miedo terrible. ¿Verdad que los seres humanos hacen a veces cosas así de crueles sin venir a cuento?
—Seguro que fue por celos. Yo también conozco bien lo que pasa en casa de este hombre, y, por lo que me parece, menosprecia demasiado a su mujer. La gente demasiado cariñosa con su mujer resulta penosa hasta dañar la vista, pero una actitud tan indolente tampoco está bien. Además Teru, por su parte, se aprovechó de esta situación, pues se pasaba demasiado tiempo pegada a este hombre. ¡Bah!, la culpa es de todos. Dejadlo estar.
—¡Vaya! ¿No serás tú el que siente celos? ¿A ti no te gustaba Teru? No intentes ocultarlo. ¿No dijiste una vez suspirando que Teru tenía la voz más hermosa de todo este bosque de bambúes?
—Yo no soy un tipo tan vulgar como para sentir algo como los celos. Pero Teru, como mínimo, tiene una voz mejor que la tuya y es más bonita.
—¡Qué espantoso eres!
—Dejaos de peleas, que no es divertido —cortó otra—. En vez de eso, hay que ver qué podemos hacer con este hombre. Si le dejamos así, se va a morir sin remedio.
El pobre… Tenía tantas ganas de ver a Teru, que día tras día andaba buscándola por todo el bosque de bambúes, y finalmente, ha terminado en tan penoso estado. ¿No es una lástima? Este es un hombre de sentimientos sinceros. Estoy segura.
—¿Cómo? Pero qué tontería. Un hombre de su edad buscando por todas partes a una gorrioncita… Es de una estupidez tal, que uno no sabe qué decir.
—En vez de andar diciendo esas cosas, ¿por qué no le llevamos ante ella? La propia Teru, según parece, quiere verle también. Pero como le han arrancado la lengua y no puede hablar, aunque los demás le hayamos dicho que este hombre le anda buscando, ella sigue en cama en lo profundo del bosque de bambúes sin hacer nada más que derramar lágrimas. Este hombre, cierto que da lástima, pero Teru también está sufriendo. ¿Por qué no unimos nuestras fuerzas para hacer algo por ellos?
—Yo no quiero. Es que no puedo evitar ser del tipo que no siente compasión ante los asuntos amorosos.
—No se trata de asuntos amorosos, no entiendes nada. Escuchadme todos, me gustaría que colaborásemos para que pudieran verse. ¿No veis que este tipo de cosas no son cuestión de razonamientos lógicos?
—Eso es, eso es. Yo sí participaré. Pero qué, no es nada difícil. Hay que pedírselo a un dios. Cuando se quiere hacer todo lo posible por alguien sin recurrir a la lógica, lo mejor es pedírselo a un dios. Mi padre me enseñó eso hace tiempo diciéndome que, en momentos así, lo mejor es un dios, que al parecer nos concede cualquier cosa.
Bueno, esperadme todos aquí durante un tiempo. Porque ahora mismo me voy a rogarle al dios protector del bosque.
El «abuelo» abrió los ojos bruscamente y se encontró en un bello salón con columnas de bambú. Se incorporó y, mirando en derredor, vio deslizarse lentamente la puerta corredera, tras la que apareció una muñeca de algo más de sesenta centímetros de altura.
—Vaya, ¿ya se ha despertado?
—Pues sí —sonrió el «abuelo»—. ¿Qué lugar es este?
—El albergue del gorrión —contestó esa criatura similar a una encantadora muñeca mientras se sentaba educadamente frente al «abuelo» y parpadeaba con sus redondos ojazos.
—Ah, ya. —El «abuelo» asintió con parsimonia—. Y tú, entonces, ¿eres el gorrión de la lengua cortada?
—No, Teru está acostada en la habitación de al lado. Yo soy Suzu, la mejor amiga de Teru.
—Ya veo. Entonces, aquel gorrioncito al que le arrancaron la lengua, ¿se llama Teru?
—Así es. Es una criatura muy dulce y muy buena. Acude rápido a verla. La pobre ya no puede hablar, y se pasa todo el día derramando grandes lágrimas.
—Vayamos a verla. —El «abuelo» se levantó—. ¿Dónde está acostada?
—Yo le guiaré.
Suzu se puso en pie ondeando las mangas de su traje, y salió al corredor exterior que corría junto a las habitaciones. El abuelo avanzaba lentamente, con cuidado de no resbalar en el bambú todavía verde del estrecho corredor.
—Aquí es. Pase, por favor.
Guiado por Suzu, entró en una de las habitaciones interiores. Era una estancia luminosa, desde la que se veía un jardincillo cubierto de hojas de bambú enano que crecían con profusión, y entre las cuales corría ligero un arroyuelo de agua clara y poco profunda.
Teru estaba acostada cubierta por un pequeño futón rojo de seda. Era una muñeca preciosa, de una belleza todavía más elegante que la de Suzu, con el rostro ligeramente pálido. Miró fija y largamente al «abuelo» con sus grandes ojos, y comenzó a derramar una lágrima tras otra en su llanto.
El «abuelo» se sentó junto a la cabecera con las piernas cruzadas y, sin decir nada, miró hacia el arroyo de aguas claras que corría por el jardín. Suzu se retiró discretamente.
No había necesidad de decir nada. El «abuelo» emitió un ligero suspiro. No era un suspiro de tristeza. Por primera vez desde que nació, el «abuelo» experimentaba la paz del espíritu. Esa alegría se transformó en el suave suspiro mediante el que se expresaba.
Suzu trajo delicadamente un jarrito de sake con una copa y un refrigerio para acompañar. Y diciendo «No tenga prisa, por favor», se retiró de nuevo.
El «abuelo» bebió la copa de sake que se había servido y volvió a contemplar el arroyo del jardín. Nuestro «abuelo» no es lo que llaman un bebedor. Con una sola copa, ya está embriagado por el alcohol. Toma los palillos y come tan solo un trozo de brote de bambú del plato que le han puesto. Es maravillosamente delicioso. Sin embargo, nuestro «abuelo» no es un comilón. Y deja los palillos tras haber comido solo eso.
La puerta corredera se abrió y Suzu trajo un nuevo jarrito de sake y otro aperitivo.
Sentándose delante del «abuelo», se ofrece a servirle otra copa:
—¿Un poco más?
—No, ya he tomado bastante. Y qué sake tan bueno. —No lo decía como un cumplido. Salió de sus labios sin pensarlo.
—¿Le ha gustado? Se llama Rocío de Bambú.
—Demasiado bueno.
—¿Eh?
—Demasiado bueno.
Teru, que desde su lecho escuchaba la conversación entre el «abuelo» y Suzu, sonrió levemente.
—Ehh, pero si Teru se está riendo. Seguro que le gustaría decir algo pero…
Teru negó con la cabeza.
—No pasa nada porque no pueda decirlo, ¿verdad? —El «abuelo» se dirigió a Teru por vez primera girándose hacia ella.
Teru parpadeó y, con rostro alegre, asintió dos o tres veces.
—Bueno, yo ya me voy. Vendré otra vez.
Suzu, desconcertada ante este invitado tan displicente, protestó:
—¿Pero ya se va a marchar? Después de andar buscándola por todo el bosque de bambúes y de estar a punto de morir congelado, ahora que por fin se han encontrado y no le ha dirigido aún ni una sola palabra amable de condolencia…
—Si hay algo por lo que no paso, son las palabras amables. —Y, sonriendo con amargura, el «abuelo» se puso en pie.
—Teru, ¿pero a ti no te importa que le deje marchar ya? —preguntó Suzu aturdida.
Teru asintió sonriendo.
—Ya veo que sois tal para cual —se rio también Suzu—. Pues nada, entonces venga usted de nuevo por aquí.
—Vendré —contestó con rostro serio. Cuando iba a salir de la estancia, se paró en seco—. ¿Dónde está este lugar?
—Dentro del bosque de bambúes.
—Humm… Me pregunto si había una casa tan singular en aquel bosque de bambúes.
—Claro que la hay —dijo Suzu, y, cruzando una mirada significativa con Teru, sonrió—. Pero las personas normales no pueden verla. En aquella entrada al bosque de bambúes, si, como pasó esta mañana, se tumba boca abajo en la nieve, le iremos a buscar siempre que quiera.
—Es muy de agradecer —dijo, no por cumplir, sino de manera espontánea, y salió al corredor de bambú verde.
Así, una vez más, guiado por Suzu, volvió a pasar por la salita de té del principio, donde estaban alineados una serie de cestos de mimbre de varios tamaños.
—A pesar de haber venido a visitarnos, siento vergüenza por no haber podido ofrecerle un recibimiento como es debido —dijo Suzu volviendo a emplear un tono formal—. Al menos, como recuerdo de la aldea de los gorriones, elija uno de estos cestos de mimbre, el que más le plazca, y, aunque quizá supondrá una carga en el camino, por favor, llévelo de vuelta a casa.
—No quiero para nada una cosa como esa —murmuró el «abuelo» malhumorado
—. ¿Dónde está mi calzado?
—No me ponga en un aprieto. Por favor, llévese uno —insistió Suzu con voz lloriqueante—. Si no, luego Teru se va a enfadar conmigo.
—¡Qué se va a enfadar! Ella no es, ni mucho menos, de las que se enfadan. La conozco. Y a propósito, ¿dónde está mi calzado? Estoy seguro de que llevaba puestas unas sucias botas de paja.
—Las he tirado. Puede usted volver descalzo.
—¡Qué cosa tan atroz!
—Pues entonces, llévese uno cualquiera de estos regalos. Se lo pido de verdad, por favor. —Y juntó sus manitas como señal de ruego.
El «abuelo» sonrió con pesar, y echó una ojeada a los cestos dispuestos en la sala.
—Son todos grandes, demasiado grandes. Odio andar cargado con cosas. ¿No hay algún regalo suficientemente pequeño para que quepa en el bolsillo?
—Pero es que lo que me pide es imposible…
—Pues entonces, me voy. Aunque sea descalzo, no importa. No quiero ir cargado
—dijo el «abuelo» y, descalzo, hizo ademán de salir realmente al pasillo de fuera.
—Espere un momento, por favor, un momento. Voy a preguntarle a Teru y ahora vuelvo.
Suzu se fue agitada y a toda prisa hacia las habitaciones del interior y, al poco tiempo, regresó con una espiga de arroz apretada entre los labios.
—Tenga, esto es la horquilla para el pelo de Teru. Por favor, no se olvide de Teru, y vuelva otra vez.
De pronto, volvió en sí. El «abuelo» estaba tumbado boca abajo a la entrada del bosque de bambúes. Pero cómo, ¿ha sido un sueño?, pensó. Sin embargo, en su mano derecha agarraba una espiga de arroz. Una espiga de arroz en pleno invierno es algo muy raro. Y además, exhalaba un maravilloso aroma parecido al de las rosas. El
«abuelo» se llevó la espiga a casa con gran cuidado y la puso en el portapinceles de su mesa.
—Vaya… ¿pero qué es eso? —preguntó con tono inquisitivo la «abuela», que estaba en casa haciendo trabajos de costura y descubrió la espiga al instante.
—Una espiga de arroz —contestó en su confuso modo habitual.
—¿Una espiga de arroz? ¿No es algo raro en esta época? ¿Dónde la has cogido?
—No la he cogido —dijo muy bajo el «abuelo», y, abriendo un libro, comenzó a leer en silencio.
—¿No es todo muy raro? De un tiempo a esta parte, andas todos los días dando vueltas por el bosque de bambúes, y vuelves con cara de estar en las nubes; y hoy, por añadidura, no sé por qué, pero vuelves con una cara de extrema felicidad trayendo esa cosa a la que das tanta importancia y que has puesto ahí, en el portapinceles. Me estás ocultando algo, ¿verdad? Si no la has cogido, ¿de dónde ha salido? ¿No crees que podrías explicármelo como es debido?
—Me la han dado en la aldea de los gorriones —dijo con una mueca de fastidio.
Sin embargo, con una contestación así, no se puede satisfacer a alguien tan prosaico como esta «abuela». Por lo tanto, la mujer siguió con su insistente interrogatorio haciendo una pregunta tras otra. Dado que el «abuelo» era incapaz de mentir, no le quedó más remedio que contestar contando su extraordinaria experiencia tal y como había sucedido.
—Pero bueno, ¿me estás diciendo en serio una cosa como esa? —Atónita, la «abuela» terminó por echarse a reír.
El «abuelo» ya no respondió. Se acodó en la mesa y, con la barbilla en la palma de la mano, dirigió la mirada a su libro con aire abstraído.
—¿Crees que me voy a creer toda esa sarta de disparates? Está claro que todo es una mentira. Yo sé lo que pasa. Desde hace un tiempo, sí, eso es, el otro día,
¿recuerdas?, desde que vino aquella chica a visitarte, te has convertido en un hombre completamente distinto. Andas extrañamente intranquilo, y no te dedicas más que a suspirar a cada rato, como si estuvieras hechizado por un amor. Vergonzoso. A tus años. No intentes ocultármelo. Que yo lo sé muy bien. ¿Pero se puede saber dónde vive esa chica? No pretenderás decirme que en medio del bosque, ¿eh? A mí no me engañas. En medio del bosque hay una casita, y ahí dentro vive una preciosa chica que parece una muñeca… Ju, ju, ju… Me sueltas esa engañifa para niños, y pretendes que me la trague… Si eso es verdad, la próxima vez que vayas, trae de vuelta uno de esos cestos de mimbre como regalo y prueba a enseñármelo. ¿A que no puedes?
Como que es una historia inventada. Yo, si me traes a cuestas un gran cesto de mimbre de esa extraordinaria casa, con eso como prueba, no te digo que a lo mejor no vaya a creerte. Pero volver con algo como esa espiga de arroz, y decirme que es la horquilla de esa muñeca… Verdaderamente, no sé cómo has podido decir un disparate tan estúpido. Confiesa lisa y llanamente, como un hombre. Aquí donde me ves, no creo ser una mujer irrazonable. Por algo como una o dos amantes…
—No me gusta ir cargado.
—Ah, así que es por eso. ¿Voy yo entonces en tu lugar? ¿Qué te parece? Basta con que me tumbe boca abajo a la entrada del bosque de bambú, ¿verdad? Pues voy a ir yo. ¿Te parece bien? ¿No te causa ningún problema?
—Por mí, puedes ir.
—Pero qué cara más dura. Está clarísimo que es mentira, y encima va y me dice «puedes ir». Pues entonces voy a probar de verdad a ir. Te parece bien, ¿no? —La «abuela» sonrió con malicia.
—Por lo que se ve, quieres uno de esos cestos de mimbre.
—Sí, claro que sí, claro que sí, ¿no ves que soy una codiciosa sin remedio?
Quiero ese regalo. Y por eso ahora mismo voy a salir, y me voy a traer el cesto más grande y más pesado de todos. Jo, jo, jo. Es una estupidez, pero probaremos a ir. Esa cara que pones como si nada fuera contigo es algo que no puedo soportar. Ya verás como te voy a arrancar esa careta de falso santo. Así que si me tumbo boca abajo en la nieve podré ir a la casa de los gorriones, ja, ja, ja. Es toda una estupidez pero, bueno, aun así vamos a proceder según esas palabras, y probaremos a estar allí un rato, ¿eh? Y luego, aunque me digas que todo era mentira, etcétera, etcétera, no te voy a perdonar.
La «abuela», ya embarcada en la empresa, guardó sus utensilios de costura y, saliendo al jardín, fue pisando sobre la nieve hasta entrar en el bosque de bambúes.
Y después, lo que allí pasó, el autor lo desconoce.
Al atardecer, bajo un enorme y pesado cesto de mimbre, el cuerpo de la «abuela»
yacía frío y boca abajo sobre la nieve. Aparentemente, el cesto de mimbre era tan pesado que no pudo levantarse, y en esa postura, murió por congelación. Y se dice que el interior del cesto de mimbre estaba lleno a rebosar de relucientes monedas de oro.
No se sabe si fue debido a estas monedas o no, pero se cuenta que al poco tiempo el «abuelo» se convirtió en funcionario, y poco después llegó a la posición de ministro de la corte imperial. La gente le llamaba «el ministro del gorrión», y hacían comentarios en el sentido de que su triunfal ascenso era el fruto del gran cariño que siempre había profesado a los gorriones. Sin embargo, parece que siempre que el
«abuelo» escuchaba ese tipo de cumplidos, respondía con una leve sonrisa amarga:
—Nada de eso. Ha sido gracias a mi mujer. Pasó muchas penalidades por culpa mía.
FIN
Osamu Dazai. Fue un reconocido escritor japonés nacido el 19 de junio de 1909 en Kanagi, prefectura de Aomori, Japón. Su verdadero nombre era Shūji Tsushima, pero adoptó el seudónimo de Osamu Dazai en 1933, cuando publicó su primera obra literaria, "El despertar de un hombre durmiente".
Dazai creció en una familia acomodada, pero tuvo una infancia difícil debido a la tensa relación entre sus padres y la muerte de su hermana mayor cuando él tenía solo cuatro años. Estudió literatura francesa en la Universidad de Tokio, pero abandonó sus estudios antes de graduarse para dedicarse por completo a la escritura.
A lo largo de su carrera literaria, Dazai escribió numerosas novelas, cuentos y ensayos, y se convirtió en uno de los escritores más importantes y reconocidos de Japón en la primera mitad del siglo XX. Sus obras se caracterizan por su estilo realista y autobiográfico, y exploran temas como la alienación, la soledad, la depresión y la desesperación.
Entre sus obras más destacadas se encuentran "La oveja negra", "El ocaso", "No Longer Human" y "El camino estrecho al norte profundo", todas ellas consideradas clásicos de la literatura japonesa.
Sin embargo, la vida personal de Dazai estuvo marcada por la tragedia y el sufrimiento. Tuvo una vida tumultuosa, marcada por su adicción al alcohol y las drogas, y por una serie de relaciones tumultuosas con mujeres. En 1948, Dazai intentó suicidarse junto con su amante en el río Tamagawa, pero sobrevivió. Dos años después, en 1950, finalmente se quitó la vida junto con su última amante en un hotel de Tokio.
A pesar de su vida corta y trágica, Osamu Dazai dejó un legado literario perdurable y ha sido reconocido como uno de los escritores más importantes de Japón.