El Faro de las Sanguinarias
Aquella noche no pude dormir. El mistral estaba iracundo, y el estrépito de sus grandes silbidos me tuvieron despierto hasta el amanecer. El molino entero crujía, balanceando pesadamente sus aspas mutiladas, que resonaban con el cierzo como el aparejo de un buque. De su destruida techumbre escapábanse las tejas. En lontananza, los pinos apretados que cubrían la colina se agitaban zumbando entre tinieblas. Hubiérase creído que era el alta mar…
Esto me recordó mis gratos insomnios de hace tres años, cuando habitaba en el faro de las Sanguinarias, allá abajo, en la costa de Córcega, a la entrada del golfo de Ajaccio.
Otro bello rincón que encontré para meditar y estar solo.
Figuraos una isla rojiza de salvaje aspecto, el faro en una punta, y en la otra una vetusta torre genovesa, donde en mi tiempo vivía una águila. Abajo, a orillas del agua, las ruinas de un lazareto, invadido todo él por las hierbas; luego barrancos, malezas, grandes rocas, algunas cabras montaraces, caballejos corsos triscando con las crines al viento; por último, allá arriba, muy alto, entre un torbellino de aves marinas, la casa del faro, con su plataforma de mampostería blanca, donde los torreros se paseaban de acá para allá, la verde puerta ojival, la torrecilla de hierro fundido, y encima la gran linterna de facetas que relumbra al sol y echa luz hasta durante el día… He aquí la isla de las Sanguinarias, tal como he vuelto a verla en mi imaginación esa noche, al oír roncar mis pinos. Antes de ser poseedor de un molino, en aquella isla encantada era donde iba yo a retirarme algunas veces, cuando necesitaba aire libre y soledad.
—¿Qué hacía allí?
Lo que hago aquí; aún menos. Cuando me soplaban el mistral o la tramontana con excesiva violencia, situábame entre dos peñascos al borde del agua, en medio de las goletas, de los mirlos, de las golondrinas, y allí me estaba todo el día, en esa especie de estupor y delicioso anonadamiento que da la contemplación del mar. ¿No es cierto que conocéis esa grata embriaguez del alma? No se piensa, ni se sueña. Todo el ser se escapa, vuela, se disipa. Se es la gaviota que se zambulle, el polvo de espuma que sobrenada al sol entre dos olas, el blanco humo de aquel vapor—correo que se aleja, esa pequeña barca coralera de rojo velamen, aquella perla de agua, ese jirón de bruma, todo excepto uno mismo… ¡Oh, cuántas de esas bellas horas de semisueño y de divagaciones pase en mi isla!…
Los días de viento fuerte, no pudiéndose estar a orillas del agua, encerrábame en el patio del lazareto, un patio pequeño y melancólico, todo él embalsamado por el romero y el ajenjo silvestres, y allí, arrimado al lienzo de las vetustas paredes, dejábame invadir por el vago olor de abandono y de tristeza que flotaba con los rayos del sol entre los aposentos de piedra, abiertos por todas partes como tumbas antiguas. De vez en cuando oíase un portazo, un salto ligero entre la hierba: era una cabra, que acudía a rumiar al resguardo del viento. Al verme se paraba absorta, y quedábase plantada ante mí, con aire vivaracho, en alto los cuernos, mirándome con ojos infantiles…
Hacia las cinco, el portavoz de los torreros me llamaba para comer. Tomaba entonces un senderito escarpado a pico entre los matorrales, suspenso encima del mar, y me volvía lentamente al faro, girando la vista a cada paso hacia aquel inmenso horizonte de agua y de luz, que parecía ensancharse conforme iba yo subiendo.
Desde lo alto, era encantador. Aún me parece ver aquel magnífico comedor, de anchas losas, paramentos de encina, la bouillabaisse humeante en medio, la puerta abierta de par en par al blanco terrado, y los resplandores del poniente que lo inundaban… Esperábanme allí, para ponerse a la mesa, los torreros. Eran tres: uno de Marsella y dos de Córcega; los tres pequeños, barbudos, con el mismo rostro curtido y resquebrajado, e idéntico pelone (gabán) de pelo de cabra, pero de porte y humor enteramente opuestos entre sí.
Por el modo de vivir de aquellas gentes, comprendíase enseguida la diferencia de ambas razas. El marsellés, industrioso y vivo, siempre atareado, en continuo movimiento, recorría la isla desde la mañana a la noche, cultivando, pescando, recogiendo huevos de gouailles, emboscándose entre los matorrales para ordeñar una cabra al paso, y siempre en vías de hacer un aliolí o de guisar alguna bouillabaisse. Los corsos, fuera de su servicio, no se ocupaban absolutamente de nada; considerábanse como funcionarios, y pasaban todo el día en la cocina jugando interminables partidas de scopa, sin interrumpirlas más que para encender de nuevo las pipas con aire grave, y para picar con tijeras en la palma de las manos grandes hojas de tabaco verde… Por lo demás, marsellés y corsos eran tres buenas personas, sencillos, bonachones, y llenos de miramientos con su huésped, aunque en el fondo hubiera de parecerles un señor muy extraordinario.
¡Figúrense ustedes: ir a encerrarse en el faro por su gusto!… ¡Y ellos, que encuentran tan largos los días, y son tan felices cuando les toca la vez de bajar a tierra!… En la buena estación, esa gran ventura les llega todos los meses. Diez días de tierra firme por treinta de faro: he ahí lo que dispone el reglamento. Pero con el invierno y los grandes temporales, no hay reglamentos que valga. Arrecia el vendaval, suben las olas, las Sanguinarias están blancas de espuma, y los torreros de servicio permanecen bloqueados dos o tres meses consecutivos, algunas veces hasta con terribles circunstancias.
—Caballero, oiga usted lo que me sucedió a mí — me contaba un día el viejo Bartoli, mientras comíamos —he aquí lo que me ocurrió hace cinco años en esta misma mesa donde estamos, una tarde de invierno, como ahora. Aquella tarde solo estábamos dos en el faro: yo y un compañero llamado Tchéco… Los otros estaban en tierra, enfermos, con licencia, no recuerdo bien… Acabábamos de comer, muy tranquilos… De pronto, cátate que mi camarada deja de comer, me mira un momento con unos ojos pícaros, y ¡paf! se cae encima de la mesa, con los brazos adelante. Me acerco a él, lo muevo, lo llamo: “¡Oh, Tché!… ¡Oh, Tché!…” Nada: ¡estaba muerto!.. ¡Figúrese usted qué emoción! Más de una hora estuve estupefacto y tembloroso ante aquel cadáver; luego, de repente, se me ocurre esta idea: “¡Y el faro!” No tuve tiempo más que de subir a la farola y encender. La noche estaba ya encima… ¡Señor, qué noche! El mar y el viento no tenían sus voces naturales. A cada instante parecíame que alguien me llamaba en la escalera… Y además, ¡Una fiebre, una sed! Por nada del inundo me hubiese usted hecho bajar… ¡Me daba tanto miedo el difunto! Sin embargo, hacia el alba me entró un poco de ánimo. Llevé a mi compañero a su cama, le echó la sábana encima, recé un poco, y fui a escape a dar señales de alarma.
Por desgracia, había mar gruesa y de fondo: por más que llamé y llamé, nadie vino… Y yo a solas en el faro con mi pobre Tchéco, ¡sabe Dios por cuánto tiempo! Esperaba poder conservarlo conmigo hasta la llegada del barco: pero al cabo de tres días era de todo punto imposible… ¿ Cómo arreglármelas? ¿Llevarle fuera? ¿Enterrarlo? La roca era demasiado dura; ¡y hay tantos cuervos en la isla! Daba pena abandonarles aquel cristiano. Entonces pensé en bajarlo a uno de los departamentos del lazareto… Toda una tarde me llevó aquella triste faena, y le respondo a usted de que me hizo falta el valor… ¡Mire usted, caballero! Aún hoy, cuando bajo a esa parte de la isla en una tarde de ventarrón, me parece que todavía llevo a cuestas al difunto…
¡Pobre viejo Bartoli! Sudaba solo al pensar en ello.
Así pasábamos las horas de comer, charlando largo y tendido: el faro, el mar, narraciones de naufragios, historias de bandidos corsos… Luego, al caer el día, el torrero del primer cuarto encendía su candileja, agarraba la pipa, la calabaza, un grueso Plutarco de cantos rojos (toda la biblioteca de las Sanguinarias) y desaparecía por el fondo. Al cabo de un momento, en todo el faro oíase un estrépito de cadenas, de poleas, de grandes pesas de reloj a los cuales se daba cuerda.
Durante ese tiempo, iba a sentarme fuera, en la terraza. El sol, muy bajo ya, descendía cada vez con más rapidez hacia el agua, llevándose tras de sí todo el horizonte. Refrescaba el viento, la isla teñíase de color violáceo. Por el cielo Pasaba junto a mí con tardo vuelo un gran pajarraco: era el águila que volvía de regreso a la torre… Poco a poco subían las bramas del mar. Bien pronto veíase tan solo el blanco festón de la espuma en torno de la isla… De pronto, por encima de mi cabeza, surgía una gran oleada de plácida luz. El faro estaba encendido. Dejando en sombras a toda la isla, el claro haz de rayos iba a caer a lo lejos en alta mar, y allí estaba yo envuelto entre tinieblas, bajo aquellas grandes ondas luminosas que apenas me salpicaban al paso… Pero el viento seguía refrescando. Era preciso recogerse. A tientas cerraba el grueso portón y corría las barras de hierro; después, y siempre a tientas, tomaba por una escalerilla de fundición, que retemblaba y sonaba con mis pasos o iba a parar a la cúspide del faro. Por supuesto, allá sí que había luz.
Imaginaos una gigantesca lámpara Cárcel, de seis filas de mecheros, alrededor de la cual giran con lentitud las paredes de la linterna, unas cerradas por enorme lente de cristal, otras abiertas a una gran vidriera inmóvil que resguarda del viento a la llama… Al entrar, quedábame deslumbrado. Esos cobres, esos extraños, esos reflectores de metal blanco, esas, paredes de cristal abombado que giraban con grandes círculos azulados, todo ese espejeo, toda esa balumba de luces, me daban vértigos por un instante.
Sin embargo, poco a poco habituábanse a ello mis ojos, y acababa por sentarme al pie mismo de la lámpara, junto al torrero que leía su Plutarco en voz alta, por temor de quedarse dormido.
Por fuera, la obscuridad, el abismo. En el balconcillo que da vuelta en torno de la vidriera, el viento corre aullando como un loco. Cruje el faro, la mar brama. En la punta de la isla, en las rompientes, las olas como que disparan cañonazos. A veces, un dedo invisible pega en los vidrios: algún ave nocturna, atraída por la luz, y que va a estrellarse de cabeza contra el cristal. Dentro de la linterna centelleante y cálida, nada más que el chisporroteo de la llama, el ruido del aceite que cae gota a gota, y el de la cadena que va desenrollándose, y una voz monótona, que salmodia la vida de Demetrio de Falerea.
A media noche, levantábase el torrero, echaba el postrer vistazo a sus mechas, y bajábamos. Por la escalera salíamos al encuentro el colega del segundo cuarto, quien subía frotándose los ojos; se le entregaban la calabaza y el Plutarco. Luego, antes de meternos en cama, entrábamos un momento en la estancia del fondo, hecha un revoltijo de cadenas, grandes pesas, depósitos de estaño, calabrotes, y allí, a la luz del candilejo, escribía el torrero en el gran libro del faro, siempre abierto:
Media noche. Mar gruesa. Tempestad. Buque de la vista por el horizonte.
FIN
Alphonse Daudet. (1840-1897), el destacado escritor francés conocido por su aguda observación de la sociedad de su tiempo, dejó una huella perdurable en la literatura del siglo XIX. Nacido en Nimes el 13 de mayo de 1840, Daudet recibió su educación secundaria en Lyon y luego trabajó como secretario del influyente Duque de Morny durante el Segundo Imperio. Sin embargo, la súbita muerte del duque en 1865 marcó un punto de inflexión en la vida de Daudet, impulsándolo a dedicarse por completo a la escritura.
Daudet no solo se desempeñó como cronista en el periódico Le Figaro, sino que también incursionó en la novela y la narración. Tras un viaje a Provenza, comenzó a escribir los relatos que se convertirían en la obra "Cartas desde mi molino" (Lettres de mon moulin, 1866), que evocaba su Provenza natal.
La autorización del director de L'Événement le permitió publicar estos relatos como folletines en el verano de 1866, bajo el título de "Crónicas provinciales". Algunos de los relatos de esta colección, como "La cabra de M. Seguin" (La chèvre de M. Seguin), "Las tres misas menores" (Les trois messes basses) o "El elixir del reverendo padre Gaucher" (L’élixir du révérend père Gaucher), se han convertido en parte integral de la literatura francesa.
En 1867, Daudet contrajo matrimonio con la escritora Julia Daudet, y juntos formaron un vínculo literario duradero. La primera novela que escribió como tal, "Poquita cosa" (Le petit chose, 1868), fue una semiautobiografía que evocaba su tiempo como maestro de estudios en el colegio d’Alès.
A lo largo de su carrera, Daudet exploró temas de costumbres contemporáneas en sus novelas, como "Fromont hijo y Risler padre" (Fromont jeune et Risler aîné, 1874), "Mujeres de artistas" (Les femmes d'artistes, 1874), "Jack" (1876), "El nabab" (Le nabab, 1877), "Los reyes en el exilio" (Les rois en exil, 1879), "Numa Roumestan" (1881), "El evangelista" (L'Évangéliste, 1883), "Sapho" (1884) y "El inmortal" (L'inmortel, 1883).
Además de su labor como novelista, Daudet incursionó en el teatro, escribiendo obras como "El último ídolo" (La dernière idole, 1862) y "Los ausentes" (Les absents, 1863). No obstante, nunca dejó de lado su vocación de narrador y publicó cuentos en "Cuentos del lunes" (Les contes du lundi, 1873), una colección de relatos inspirados por la guerra franco-prusiana y el género de los cuentos fantásticos.
Daudet también dejó un legado en forma de dos libros de memorias, "Recuerdos de un hombre de letras" (Souvenirs d’un homme de lettres) y "Treinta años de París" (Trente ans de Paris). Además, fue miembro de la Academia Goncourt de 1874 a 1880.
El 16 de diciembre de 1897, Alphonse Daudet falleció en París, dejando una marca indeleble en la literatura francesa con su capacidad para retratar la sociedad y la vida de su época con una aguda y sensible pluma.