En 1955 murió mi padre estando aún viva su anciana madre en un sanatorio particular. La vieja señora tenía ya noventa años y ni siquiera se había enterado de la enfermedad de su hijo. Temiendo que la noticia acabara con ella, mis tías le dijeron que mi padre se había ido a Arizona por causa de su bronquitis. Para mi abuela, que pertenecía a la generación de los inmigrantes, Arizona era como si dijésemos los Alpes de Norteamérica, el lugar adonde se iba por razones de salud. O, más exactamente, adonde iban los que tenían dinero suficiente. Como a mi padre siempre le salían mal todos los negocios en que se metía, éste fue el aspecto de la cuestión en que más se fijó mi abuela, pensando que, por fin, empezaban a irle bien las cosas. Y entonces se dio la curiosa situación de que, mientras todos andábamos descalzos por casa, de luto por él, mi abuela se jactaba con sus amigas de la nueva vida de su hijo, respirando el aire seco del desierto.
Mis tías se habían puesto de acuerdo sin consultarnos. La consecuencia fue que ni mi madre ni mi hermano ni yo podíamos ir a visitar a la abuela, porque se suponía que estábamos con mi padre en el oeste, después de todo éramos una familia. A mi hermano Harold y a mí nos daba igual, así nos ahorrábamos la pesadilla de ir a una residencia de ancianos, donde todos se nos quedaban mirando, pegados a sus sillas, mientras nosotros hablábamos con la abuela. La abuela tenía un aspecto terrible, con cantidad de achaques y dolencias, y además desvariaba. Ni mi madre echaba de menos estas visitas, pues nunca se había llevado bien con la vieja, y cuando pudo hacerlo tampoco la había visitado. Pero lo que nos irritaba era que mis tías hubiesen actuado de esta manera, tan típica de su lado de la familia, tomando decisiones por cuenta de los demás, ciudadanas de primera ellas, por parentesco de sangre; de segunda los otros, los políticos. Esta actitud había atormentado a mi madre durante toda su vida de casada. Siempre estaba diciendo que a ella la familia de Jack nunca la había aceptado. Durante veinticinco años había tenido que luchar con ellos como una intrusa.
Unas semanas después de nuestro luto ritual, mi tía Frances nos telefoneó desde su casa, en Larchmont. La tía Frances era la más rica de las hermanas de mi padre. Su marido era abogado y sus dos hijos estudiaban en Amherst. Nos llamó para decirnos que la abuela preguntaba por qué no escribía Jack. Fui yo quien cogió el teléfono.
—Tú eres el escritor de la familia —dijo mi tía—, tu padre tenía mucha fe en ti. ¿Por qué no inventas algo? Me lo mandas a mí y yo se lo leo. No notará la diferencia.
Aquella misma tarde me senté a la mesa de la cocina, dejé a un lado mis deberes del colegio y escribí una carta. Traté de imaginarme la reacción de mi padre ante su nueva vida. Nunca había estado en el oeste de Estados Unidos ni viajado a ninguna parte. Para la gente de su generación, el gran viaje había sido desde la clase trabajadora hasta la clase media, pero éste era un camino que él tampoco había sabido recorrer. Eso sí, le encantaba Nueva York, su ciudad de nacimiento y de toda la vida, donde siempre estaba descubriendo cosas nuevas: le gustaban sobre todo los barrios viejos al otro lado de Canal Street, con sus tiendas de efectos navales y sus almacenes de té y especias. Él trabajaba como representante de un corredor de electrodomésticos, tenía clientes en toda la ciudad y le gustaba traer a casa legumbres exóticas o quesos importados que sólo se vendían en ciertos lugares. En una ocasión nos trajo un barómetro, en otra un telescopio antiguo de barco, con su caja de madera, que tenía cierre automático de bronce.
«Querida mamá —escribí—, Arizona es muy bella. El sol brilla el día entero y el aire es cálido y hace muchos años que no me sentía tan bien. El desierto no es tan estéril como se podría pensar, está cubierto de flores silvestres y de cactos y de extraños árboles retorcidos con los brazos extendidos que parecen personas. Se puede ver hasta muy lejos en todas las direcciones, y al oeste, a unos ochenta kilómetros de aquí, hay una cadena de montañas, y por la mañana, cuando hace sol, se ven sus cimas cubiertas de nieve».
Mi tía telefoneó unos días después y me dijo que sólo cuando leyó esta carta en voz alta a la vieja señora sintió como un golpe todo el efecto de la muerte de Jack y tuvo que inventar una excusa para salir del cuarto e irse a llorar al aparcamiento.
—No sabes cuánto lloré —me dijo—, ni lo intensamente que sentí el anhelo de Jack. Tienes razón, le encantaba ir a sitios, le encantaba la vida, le encantaba todo.
Empezamos a tratar de organizamos. Mi padre había pedido dinero prestado contra su seguro y ya estaba casi gastado. Todavía le quedaban por cobrar algunas comisiones, pero su empresa no parecía dispuesta a pagarlas. Había un par de miles de dólares en una caja de ahorros, pero no se podían tocar hasta que se supiera cómo quedaba la herencia. El abogado que se encargaba de esto era el marido de la tía Frances, un hombre de mucha integridad.
—¡La herencia! —murmuraba mi madre, haciendo ademán de tirarse de los pelos—, ¡la herencia!
Solicitó un empleo de seis horas en el departamento de admisiones del hospital donde habían desahuciado a mi padre y donde éste pasara unos meses hasta que le enviaron a morirse a su casa. Conocía a muchos de los médicos y al personal, y había aprendido, «por amarga experiencia», como ella misma les dijo, la rutina del hospital. La aceptaron.
A mí aquel hospital me repelía. Era oscuro y siniestro y estaba lleno de gente torturada. Me parecía masoquismo por parte de mi madre buscar trabajo allí, pero no se lo dije.
Nuestro apartamento estaba en un primer piso, en la esquina de la calle ciento setenta y cinco con el Grand Concourse. Tres habitaciones, y mi hermano y yo dormíamos en la misma alcoba. Estaba abarrotada de muebles porque, cuando mi padre necesitó una cama de hospital, en las últimas semanas de su enfermedad, tuvimos que llevar algunos de los muebles al dormitorio para dejarle sitio en el cuarto de estar. Teníamos que bordear estanterías, camas, una mesa coja, escritorios, un tocadiscos, un mueble radio, montones de álbumes de discos antiguos, el trombón y el trípode de partituras de mi hermano, y cosas por el estilo. Mi madre seguía durmiendo en el sofá cama del cuarto de estar donde dormían los dos antes de su enfermedad. Las dos habitaciones estaban comunicadas por un recibidor angosto que lo resultaba más aún por las estanterías que había contra la pared. Daban al recibidor una cocina pequeña, un comedor diminuto y un cuarto de baño. En la cocina había multitud de electrodomésticos: una parrilla, un tostador, una olla a presión, un lavaplatos, una batidora, cosas que mi padre conseguía a precio de coste por causa de su trabajo. A precio de coste, he aquí una expresión favorita de mi familia. Pero la mayor parte de esos aparatos no se usaban nunca, porque a mi madre no le gustaban. Aquellos ingenios de cromo con válvula y cronómetro, para cuyo uso había que leer antes las complicadas instrucciones, a ella no le iban nada. En parte por culpa suya vivíamos en aquel terrible abarrotamiento, y ahora lo que quería era deshacerse de ellos:
—Nos están enterrando —decía—, ¡a quién le harán falta estas cosas!
En fin, que decidimos tirar o vender todo cuanto no fuese necesario. Mientras yo buscaba cajas para guardar los electrodomésticos y mi hermano las iba atando con bramante, mi madre abrió el armario de mi padre y fue sacando su ropa. Tenía varios trajes, porque, siendo viajante de comercio, necesitaba presentar buen aspecto. Mi madre nos dijo que nos los probásemos para ver si alguno nos podía servir con un poco de arreglo. Mi hermano se negó, pero yo me probé una chaqueta, que me estaba demasiado grande. El forro de las mangas me congeló los brazos y sentí un levísimo aroma de mi padre.
—Me está grandísimo —dije.
—No te preocupes —dijo mi madre—, lo mandé limpiar. ¿Es que piensas que te iba a decir si no que te lo pusieras?
Atardecía, estábamos a fines de invierno, la nieve se fundía al caer sobre el alféizar. La bombilla del techo relucía contra un montón de trajes y pantalones de mi padre, con sus perchas, que habíamos tirado sobre la cama y tenían forma de muerto. Nos negamos a seguir probándonos su ropa. Mi madre se echó a llorar:
—¿Pero por qué lloras? —gritó mi hermano—, ¿no fuiste tú quien dijo que teníamos que deshacernos de todas estas cosas?
Unas pocas semanas después mi tía volvió a telefonear y me dijo que pensaba que ya era hora de recibir otra carta de Jack. La abuela se había caído de su silla y se había magullado y estaba muy deprimida.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —dijo mi madre.
—No mucho —dijo mi tía—, el poco tiempo que le queda lo menos que podemos hacer es alegrárselo.
Mi madre colgó el teléfono de golpe:
—¡Ni siquiera puede morirse tranquilo cuando le apetece! —gritó—, ¡hasta la muerte es menos importante que mamá! ¿Pero de qué tendrán miedo, de que se muera de la impresión? A ésa no la parte un rayo. ¡Es indestructible! ¡Ni clavándole una astilla en el corazón se moriría!
Cuando me senté en la cocina a escribir la segunda carta la encontré más difícil que la primera.
—No me mires —le dije a mi hermano—, que me cuesta más.
—No tienes por qué hacerlo —dijo Harold.
Tenía dos años más que yo y ya iba a la universidad; cuando mi padre enfermó se cambió a la escuela nocturna y encontró trabajo en una tienda de discos.
«Querida mamá —escribí—, espero que te encuentres bien. Todos nosotros estamos estupendamente de salud. La vida aquí es buena y la gente muy afable y campechana. Aquí nadie lleva traje y corbata. Pantalones de sport y camisas de manga corta y sanseacabó. Todo lo más, un jersey cuando atardece. He comprado una participación en un negocio de radios y discos que va muy bien, y estoy ganando mucho dinero. No sé si te acuerdas todavía de “Jack’s Electric”, mi antiguo negocio de la calle cuarenta y tres. Bueno, pues ésta es “Jack’s Arizona Electric”, y además también vendo televisores».
Envié la carta a mi tía Frances, y ésta, como era de esperar, nos telefoneó poco después. Mi hermano tapó el auricular con la mano:
—Es Frances, con la última recensión —dijo.
—¿Eres tú, Jonathan? La verdad es que eres un chico de talento. Sólo quería decirte lo bien que ha caído tu carta. El rostro de mamá se iluminó cuando le leí lo que dices de la tienda de Jack. Yo creo que es por ahí por donde debes seguir.
—Bueno, la verdad es que espero no tener que seguir, tía Frances, no es muy decente lo que estamos haciendo.
Su tono de voz cambió:
—¿Está ahí tu madre? Déjame hablar con ella.
—No, no está aquí —dije.
—Dile que no se preocupe —dijo mi tía—, una pobre señora que nunca le ha deseado más que el bien morirá muy pronto.
No se lo repetí a mi madre, para quien estas palabras habrían ido a engrosar la antología familiar de observaciones imperdonables. Pero yo también tuve que sufrirlas, por la parte de verdad que podían contener. Cada lado defendía su posición con retórica, pero yo, que lo único que quería era paz, racionalizaba los desaires y los feos que ambas se hacían mutuamente sin tomar partido por ninguna, igual que había hecho mi padre.
Años atrás su vida se había reducido a una serie de fracasos de negocios y de oportunidades perdidas. La gran polémica entre su familia, por un lado, y mi madre, Ruth, por el otro, era ésta: ¿Quién tenía la culpa de que mi padre no hubiese estado a la altura de lo que se esperaba de él?
Y en cuanto a profecías, lo único que cabe decir es que llegó la primavera y se cumplieron las de mi madre. La abuela seguía viva.
Un fragante domingo, mi madre, mi hermano y yo cogimos el autobús al cementerio de Beth El, en Nueva Jersey, para ir a ver la tumba de mi padre. Estaba en un ligero promontorio. Oteamos los campos ondulantes cubiertos de monumentos funerarios. Procesiones de coches blancos serpenteaban por los caminos, grupos de gente se detenían ante tumbas abiertas. La de mi padre tenía pequeños brotes de siemprevivas, pero le faltaba la lápida. Ya la habíamos escogido y pagado, pero los marmolistas estaban en huelga, y, sin lápida, mi padre no parecía decorosamente muerto. A mí me parecía que no estaba enterrado como es debido.
Mi madre miró la parcela contigua, que estaba reservada para su ataúd.
—Siempre fueron demasiado finos para los demás —dijo—. Hasta en los viejos días de Stanton Street. Se daban aires. Nadie estaba a la altura de ellos. Ni siquiera Jack estaba a su altura. Excepto, naturalmente, cuando se trataba de conseguirles cosas al por mayor. Entonces sí que estaba a su altura.
—Mamá, haz el favor —dijo mi hermano.
—¡Si yo lo hubiese sabido! Antes de conocerle ya estaba siempre pegado a los faldones de su madre. Y los faldones de Essie eran como cadenas, por si no lo sabíais. Teníamos que vivir cerca para poder ir a verles los domingos. Todos los domingos, ésa era mi vida, hale, a visitar a mamaíta. Y ella se oponía siempre a todo lo que yo quería: un apartamento mejor, algún mueble, un campamento de verano para mis hijos, lo que se dice a todo. Ya conoces a tu padre, todas las decisiones había que pensarlas y requetepensarlas. Y luego no cambiaba nada. Nunca cambió lo que se dice nada.
Rompió a llorar. La hicimos sentarse en un banco cercano. Mi hermano fue a leer nombres en las tumbas. Yo miré a mi madre, que estaba llorando, y me fui con mi hermano.
—Mamá sigue llorando —dije—, ¿qué podemos hacer?
—Déjala —dijo—, es a eso a lo que vinimos.
—Sí —dije, y no pude contener un gemido—, pero es que también a mí me entran ganas de llorar.
Mi hermano Harold me pasó el brazo por el hombro.
—Mira esta lápida negra —dijo—, fíjate cómo está esculpida. Se ve que la moda funeraria está cambiando. Como todas las cosas.
Fue por entonces cuando comencé a soñar con mi padre. No con el recio padre de mi niñez, el hombre apuesto de sana piel rosada y ojos pardos y bigote y pelo decreciente con raya al medio, sino con mi padre muerto. Le llevábamos del hospital a casa. Se entendía que había vuelto de la muerte, y esto era sorprendente y digno de júbilo. Por otra parte, estaba terrible, misteriosamente dañado, o, para ser más exactos, estropeado e impuro. Estaba muy amarillo y debilitado por la muerte, y no había garantías de que no volvería a morir pronto. Se sentía irritado e impaciente con todos nosotros, que tratábamos de ayudarle de alguna manera, esforzándonos por llevarle a casa, pero algo nos lo impedía, algo que teníamos que arreglar, una maleta medio rota que se nos había abierto de pronto, algo mecánico: él tenía coche, pero no acababa de arrancar; o sería que el coche era de madera, o que su ropa, que ahora le estaba demasiado grande, se le había cogido en la portezuela. En una versión de mi sueño, mi padre estaba todo vendado, y, al tratar de levantarle de su silla de ruedas y meterle en un taxi, el vendaje comenzó a desenrollársele y a cogérsele en los radios de la silla. Esto a mí me parecía que no era comportarse de una manera razonable. Mi madre nos miraba tristemente y trataba de inducirle a cooperar.
Éste es el sueño. No se lo conté a nadie. Una vez desperté dando gritos y mi hermano encendió la luz. Quería saber lo que había estado soñando, pero yo hice como que no me acordaba. Era un sueño que me hacía sentirme culpable. También en él me sentía culpable, porque mi padre, enfadadísimo, se había dado cuenta de que no queríamos vivir con él. En el sueño le llevábamos a casa, o lo intentábamos, pero, a pesar de todo, estábamos de acuerdo en que iba a vivir solo. Estaba hecho una piltrafa, de regreso de la muerte, y lo que hacíamos era llevarle a algún sitio donde pudiera vivir solo, sin ayuda ajena, hasta que se volviese a morir.
Tanto miedo llegué a tener de este sueño que trataba de no dormirme. Traté de pensar cosas buenas sobre mi padre y recordarle como era antes de su enfermedad. Solía llamarme «compañerito». «Hola, compañerito», decía al volver del trabajo. Siempre quería llevarnos a algún sitio: a la tienda, al parque, a algún juego de pelota. Le encantaba pasear. Cuando salía de paseo con él solía decir: «Los hombros bien echados hacia atrás, nada de ir encogido. La cabeza bien alta, mirando al mundo de frente. ¡Tienes que andar con decisión!».
Andaba a grandes pasos calle abajo, moviendo los hombros de uno a otro lado, como al compás de un ritmo de danza africana. Andaba con mucha energía. Siempre estaba impaciente por ver lo que había a la vuelta de la esquina.
La siguiente petición de carta coincidió con una circunstancia especial en nuestra casa. Mi hermano Harold había conocido a una chica que le gustaba y salido con ella varias veces. Y ahora la chica iba a venir a cenar a casa.
Llevábamos días preparando el acontecimiento, limpiándolo todo, dando a la casa un buen repaso, quitando el polvo del desuso de los vasos y los platos buenos. El gran día mi madre volvió temprano a casa para preparar la cena. Abrimos la mesa extensible del cuarto de estar y llevamos allí las sillas de la cocina. Mi madre puso un mantel blanco recién lavado y sacó la plata. Era el primer acontecimiento familiar desde la enfermedad de mi padre.
A mí la amiga de mi hermano me gustó mucho. Era una chica delgada, con el pelo muy liso, y tenía una maravillosa sonrisa. Su presencia parecía inquietar el aire. Era sorprendente ver en nuestra casa a una chica de verdad, que respiraba y vivía. Miró en torno a sí y lo primero que dijo fue:
—¡Dios mío, nunca vi tantos libros juntos!
Mientras ella y mi hermano se sentaban a la mesa, mi madre, en la cocina, ponía la comida en grandes cuencos, y yo refitoleaba de la cocina al cuarto de estar, con un trapo blanco colgado del brazo y movimientos de camarero profesional, poniendo una fuente de judías sobre la mesa con mucha prosopopeya. En la cocina los ojos de mi madre centelleaban. Me miró y asintió, y me dijo con los labios:
—¡Es encantadora!
Mi hermano toleró que nosotros le sirviéramos. Estaba inquieto por lo que pudiéramos decir. No hacía más que mirar a la chica —se llamaba Susan— para ver si la encontrábamos de nuestro gusto. Trabajaba en una casa de seguros, y al mismo tiempo estudiaba en la universidad de Nueva York. Harold estaba muy nervioso, pero emocionado y contento a la vez. Había traído una botella de vino tipo Concord para beber con el pollo asado y levantó el vaso, proponiendo un brindis.
Mi madre dijo:
—Porque haya buena salud y felicidad.
Y todos bebimos, hasta yo. En ese mismo momento sonó el teléfono y yo fui al dormitorio a ver quién era.
—¿Eres tú, Jonathan? Soy tu tía Frances. ¿Qué tal estáis todos?
—Pues muy bien, gracias.
—Quería pedirte un último favor. Me hace falta una carta de Jack. Tu abuela está muy mal. ¿Crees que podrías hacerlo?
—¿Quién es? —gritó mi madre desde el cuarto de estar.
—Bueno, de acuerdo, tía Frances —dije a toda prisa—, ahora tengo que irme, estamos cenando.
Y colgué.
—Era mi amigo Louie —dije, volviéndome a sentar—, no sabía cuales son las páginas de matemáticas que hay que repasar.
La cena quedó muy bien. Harold y Susan lavaron luego los platos, y, para cuando terminaron, mi madre y yo ya habíamos vuelto a dejar la mesa junto a la pared, como estaba antes, y yo limpié bien las migas con la aspiradora. Nos sentamos todos un rato a hablar y poner discos, hasta que mi hermano se fue a acompañar a Susan hasta su casa. La velada había estado de lo mejor.
Una vez en que mi madre no estaba en casa, mi hermano hizo una observación: las cartas de Jack no hacían ninguna falta.
—¿A qué viene esa ceremonia? —dijo, abriendo las manos—, la abuela está casi completamente ciega, medio sorda y además inválida. ¿Crees que de verdad es necesario componer una pieza literaria? ¿Hace falta siquiera que sea verosímil? ¿Se daría cuenta la vieja si le leen la guía de teléfonos?
—¿Pues entonces por qué me lo pide la tía Frances?
—Ésa es la cuestión, Jonathan. ¿Por qué? Al fin y al cabo también la podría escribir ella, daría igual. O sus hijos, que estudian en Amherst. A estas alturas ya debieran saber escribir.
—Pero es que no son hijos de Jack —dije yo.
—Acabas de poner el dedo en la llaga —dijo mi hermano—, la idea es esa: servicio. Papá solía reventarse los huevos consiguiéndoles cosas a granel, buscándoles rebajas. Lo que necesita la señora Frances de Westchester es que se lo den todo a precio de coste. Y la tía Molly, pues igual. Y el marido de la tía Molly, y el ex marido de la tía Molly. Y la abuela, siempre que tenía un recado. Papá se pasaba el día colgado del teléfono. Jamás se les ocurrió que el tiempo de papá tuviese valor. Nunca pensaron que cada vez que alguien le hacía un favor tenía él que corresponder de alguna manera. Electrodomésticos, discos, relojes, loza, entradas para la ópera, lo que sea. Bien fácil: llamas a Jack y ya está.
—Es que a papá le enorgullecía poder hacerles esos favores —dije—, mostrar que tenía relaciones.
—Sí, y la verdad es que no entiendo por qué —comentó mi hermano, asomándose a la ventana.
De pronto se me ocurrió pensar que yo estaba metido en el asunto.
—Lo que tienes que hacer es usar más la cabeza —dijo mi hermano.
Pero lo cierto es que accedí a escribir una carta más desde el desierto. Se la mandé por correo a tía Frances y, unos días más tarde, cuando volví del colegio, me pareció verla en su coche, delante de nuestra casa. Era un Buick Roadmaster negro, un coche muy grande y limpio, con llantas blancas. En efecto, era tía Frances. Cuando me vio me llamó tocando el claxon, y yo me acerqué y me asomé a la ventanilla.
—Hola, Jonathan —dijo—, tengo prisa, ¿quieres subirte al coche?
—Mamá no está en casa —dije—, está trabajando.
—Ya lo sé, es contigo con quien quiero hablar.
—¿Quieres subir?
—No puedo, tengo que volver a Larchmont. ¿Te importaría subirte al coche un momento, por favor?
Me metí en el coche. Mi tía Frances era una mujer muy mona, de pelo blanco, muy elegante y fina en el vestir. A mí siempre me había gustado, y ella, por su parte, solía decir de mí desde pequeño que más parecía hijo suyo que de Jack. Llevaba guantes blancos y tenía las manos sobre el volante y habló mirando hacia adelante, como si el coche estuviera en pleno tráfico y no aparcado junto al arcén.
—Jonathan —dijo—, ahí está tu carta, en el asiento. Ni que decir tiene que no se la leí a la abuela. Te la voy a devolver y tú no digas una palabra a nadie. Esto que quede entre nosotros dos. Nunca pensé que fueras tan cruel. Nunca te creí capaz de una cosa tan deliberadamente cruel y perversa.
Yo no dije nada.
—Tu madre está muy amargada y ahora veo que te ha envenenado también a ti. Siempre ha tenido rencor a la familia. Es una persona muy obstinada y egoísta.
—Eso no es cierto —dije.
—No pensaba yo que me darías la razón. A Jack le volvió loco con sus exigencias. Siempre picó muy alto y él nunca consiguió satisfacer sus aspiraciones. Cuando todavía tenía su tienda, tuvo allí a sueldo al hermano de tu madre, que bebía. Después de la guerra, cuando comenzó a ganar un poco de dinero, tuvo que comprar a Ruth un chaquetón de visón porque no podía consigo misma de impaciencia por tener uno. Él tenía deudas que pagar, pero ella quería un visón. Mi hermano era una persona fuera de lo corriente, debiera haber hecho cosas fuera de lo corriente, pero quería a tu madre y le dedicó su vida. Y a ella lo único que le preocupaba era estar a la altura de los vecinos.
Yo miraba el tráfico que subía hacia el Grand Concourse. Un grupo de chicos esperaba en la parada del autobús, en la esquina. Habían dejado los libros en el suelo y estaban jugando.
—Siento mucho tener que descender a esto —dijo tía Frances—, no me gusta hablar así a la gente. Si no tengo nada bueno que decir de alguien prefiero callarme. ¿Qué tal está Harold?
—Bien.
—¿Te ayudó a escribir esa maravillosa carta?
—No.
Al cabo de un momento me dijo, con voz más suave:
—¿Y a ti, qué tal te va?
—Pues bien.
—Te invitaría a casa por la Pascua judía si estuviera segura de que a tu madre le iba a parecer bien.
Yo no contesté.
Puso en marcha el motor.
—Bueno, pues adiós, Jonathan. Coge tu carta. Espero que pienses bien lo que has hecho.
Aquella tarde, cuando mi madre volvió del trabajo, me di cuenta de que no era tan guapa como la tía Frances. Yo solía pensar que mi madre era guapa, pero ahora la encontré demasiado pesadota, y me di cuenta de que su cabellera carecía de elegancia.
—¿Por qué me miras? —dijo.
—Si no te miro.
—Hoy me enteré de una cosa interesante. Es posible que tengamos derecho a una pensión de la Administración de Veteranos por el tiempo que vuestro padre pasó en la Armada.
Esto me sorprendió. Nadie me había dicho nunca que mi padre había estado en la Armada.
—Durante la primera guerra mundial —dijo ella— fue a la Academia Naval de Webb, junto al río Harlem. Se preparó para oficial, pero nunca llegó a serlo.
Después de cenar estuvimos los tres buscando entre los papeles de mi padre, para ver si dábamos con alguna prueba que presentar a la Administración de Veteranos. Encontramos dos cosas: una Medalla de la Victoria, que mi hermano dijo que se las daban a todos los que habían luchado en la Gran Guerra, y una desconcertante fotografía color sepia de mi padre y sus compañeros de tripulación en la cubierta de un barco. Llevaban pantalón acampanado y camisa de marino y tenían en las manos estropajos y baldes, escobas y cepillos.
—Yo no estaba enterado de esto —dije, sin darme cuenta siquiera de lo que decía—. Nunca lo supe.
—Lo que pasa es que no te acuerdas —dijo mi hermano.
Reconocí a mi padre. Estaba en el extremo de la fotografía. Era un muchacho delgado y apuesto, con mucho pelo, bigote, expresión risueña e inteligente.
—Solía decir en broma —dijo mi madre— que a su barco lo llamaban Estreñimiento, porque nunca se movía.
Ni la fotografía ni la condecoración constituían prueba de nada, pero mi hermano pensaba que en algún sitio de Washington tendría que haber un duplicado de la hoja de servicios de mi padre, y que lo único que había que hacer era averiguar su paradero.
—La pensión no seria gran cosa —dijo mi madre—, veinte o treinta dólares, pero desde luego nos vendría bien.
Cogí la fotografía de mi padre y sus compañeros de barco y la puse contra la lámpara, junto a mi cama. Estuve mirando su rostro juvenil y tratando de relacionarlo con el padre a quien había conocido. Contemplé largo tiempo la escena. Sólo de manera gradual la fui relacionando con la colección de Grandes Novelas del Mar que había en la balda inferior de la estantería, a poca distancia de donde estaba yo en aquel momento. Era un regalo de mi padre: todas tenían la misma encuadernación verde y letras estampadas en oro, y entre ellas había obras de Melville, Conrad, Víctor Hugo y el capitán Marryat. Encima, encajado entre los libros y la balda superior, que se doblaba, estaba el viejo telescopio de barco en su caja de madera con cierre automático de bronce.
Me llamé tonto e insensible y egocéntrico por no haber comprendido, en vida de mi padre, cuál había sido el sueño de su vida.
Por otra parte, en mi última carta de Arizona —la que tan enfadada tenía a la tía Frances— había escrito yo algo que podía permitirme a mí, el escritor de la familia, suavizar un poco mi propio juicio sobre mí mismo. Para terminar daré aquí el texto completo de la carta.
Querida mamá:
Ésta será mi última carta, porque los médicos me han dicho que estoy al borde de la muerte.
He vendido la tienda con muy buen beneficio y voy a enviar hoy mismo a Frances un cheque de cinco mil dólares para que lo ingrese en tu cuenta corriente. Es mi regalo, mamaíta. Di a Frances que te enseñe la libreta del banco.
En cuanto a la naturaleza de mi enfermedad te diré que los médicos no me la han revelado, pero lo que sé es que me muero de no haber vivido la vida que me correspondía. Nunca debí venir a este desierto, no era mi sitio.
He pedido a Ruth y a los chicos que se incinere mi cadáver y se esparzan mis cenizas por el mar.
Tu hijo que te quiere, Jack.
Fin