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El elixir del padre Gaucher

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Beba usted esto, beba usted ésto, mi querido vecino; verá usted lo que es bueno.

Y, gota a gota, con la minuciosidad de un lapidario que contase perlas, el cura de Graveson escanció en mi copa obra de dos dedos de un licor verde, dorado, tibio, reluciente, exquisito… Me bastó probarlo para sentir en el estómago un calor muy agradable.

—Es el elíxir del P. Gaucher, el regocijo y la salud de nuestra Provenza (me dijo el buen señor en son de triunfo): lo elaboran en el convento de los Premonstratenses, como a dos leguas del molino de usted ¿No es cierto que vale tanto cuanto puedan valer todos los chartreuses del mundo?…. ¡Y si supiese usted qué gracia tiene la historia de este elíxir! Óigala usted, ante todas cosas….

Entonces, con toda sencillez, sin pizca de segunda intención, en aquel comedor de presbítero, tan cándido y tan tranquilo, con su vía crucis, sus cuadritos y sus lindas cortinas claras y almidonadas como sobrepellices, el sacerdote comenzó una historieta, algo y aun algo escéptica e irreverente, a la manera de un cuento de Erasmo o de Assoucy.

—Hace ahora veinte años, los Premonstratenses o, por mejor decir, los Padres blancos, según los nombraban nuestros paisanos los provenzales, habían caído en una escasez extremada. Si hubiese usted visto la casa de esos pobres frailes entonces, se habría entristecido.

La hermosa cerca, la torre Pacome se caían a pedazos. Enrededor del claustro, en que nacían hierbas, hendíanse las columnas, y las esculturas de piedra se derrumbaban en sus hornacinas. No había vidriera sana, ni puerta que cerrase. En los patios, en las capillas los aires del Ródano soplaban lo mismo que en Camagüe, apagando los cirios, rompiendo cristales y vaciando las pilillas del agua bendita. Pero lo más triste de todo esto era el campanario del convento silencioso como palomar vacío: ¡y, los Padres, a falta de recursos para comprar una campana, obligados a tocar a maitines con carracas de madera de almendro!

¡Pobres Padres blancos! Todavía me parece verlos en la procesión del Corpus desfilar tristemente, envueltos en sus capas remendadas, flacos, como alimentados con limones y sandías, y detrás de ellos el señor abad que andaba con la cabeza baja, muy avergonzado de mostrar a la luz del sol su cruz ya desdorada y su mitra de lana blanca apolillada por completo. Las señoras de la hermandad lloraban de compasión en sus filas, y los abanderados rollizos bromeaban entre sí, señalando a los monjes y diciendo:

—Los estorninos, cuando van en bandadas, van flacos.

La verdad es que los desventurados Padres blancos habían llegado al extremo de preguntarse a ellos mismos si no les sería más conveniente emprender el vuelo por esos mundos, y buscarse cada cual el necesario alimento.

Pues, señor, cierto día en que estaban tratando esta cuestión en el cabildo, se puso en conocimiento del Prior que el hermano Gaucher solicitaba ser oído en consejo…. Bien es que usted sepa ante todo, para su gobierno, que este hermano Gaucher era un boyero del convento; es decir, que se pasaba los días dando vueltas en el claustro desde una arcada a otra arcada, antecogiendo a dos vacas éticas que buscaban hierbas en las hendeduras del pavimento. Mantenido hasta la edad de doce años por una vieja medio loca de la comarca de Baux, vieja a quien los del país nombraban la tía Begón; recogido después en el convento por los frailes, el infeliz vaquero nunca había aprendido cosa alguna que no fuese guiar sus vacas y rezar un Pater noster; y aun para eso lo decía en dialecto provenzal, porque el pobre tenía duro el cerebro, y el ingenio como un puñal de plomo. Fuera de esto, era buen cristiano, muy fervoroso, si bien un poco visionario, y llevaba el cilicio con fe, y se disciplinaba con robusta convicción y brazo fuerte.

Cuando se le vio entrar en la sala del capítulo, tan sencillo, tan burdo y saludando a la asamblea repetidas veces echando una pierna hacia atrás, prior, canónigos, tesorero, todos en una palabra, se echaron a reír. Este era el efecto que producía siempre en dondequiera que se presentase aquella cara buenaza, a la que hacía blanquear su barba de cabra, y aquellos ojos medio alocados; por esto el hermano Gaucher no se turbó.

—«Reverendos padres (dijo el recién llegado con tono bonachón y retorciendo su rosario de huesos de aceitunas): tienen mucha razón los que dicen que los toneles vacíos son los que mejor suenan. Figuraos que a fuerza de ahuecar mi pobre cabeza, ya bastante hueca de por sí, creo haber encontrado el medio de sacaros de apuros.

»He aquí la manera. ¿Os acordáis de la tía Begón, aquella mujer que me cuidaba cuando yo era pequeño? (Santa gloria haya la vieja picara; cantaba unas canciones bastante malas después de beber.) Pues quiero deciros, mis reverendos padres, que la tía Begón, cuando estaba viva, era tan conocedora de las hierbas de las montañas como sacristán viejo de Córcega, o más todavía. ¡Vaya! como que había compuesto antes de morirse un elíxir — que no hay otro—mezclando cinco o seis especies de hierbas que ella y yo íbamos a buscar juntos por los bosques. Desde entonces han pasado ya muchos años, ya lo creo; pero tengo esperanzas de que con el auxilio de San Agustín y la licencia de nuestro abad, podría ya, buscándola bien, volver a dar con la composición de ese elíxir asombroso. Entonces nosotros no tendríamos que hacer sino embotellarlo y venderlo un poco caro, lo que permitiría a la comunidad enriquecerse muy santa y dulcemente, como han hecho nuestros hermanos de la Trapa y de la Gran Cartuja. No tuvo tiempo de concluir. El Abad habíase levantado para echarle al cuello los brazos. Los canónigos le estrechaban las manos. El tesorero, más conmovido todavía que los demás, besaba con respeto el borde, no muy aseado, de los hábitos del vaquero. Después volvió cada cual a su asiento para deliberar, y sin levantar la sesión, el cabildo determinó que fuesen confiadas las vacas al hermano Thrasybulo, para que el hermano Gaucher pudiera consagrarse por completo a la confección del elíxir.

¿Cómo llegó el pobre hermano Gaucher a tropezar de nuevo con la receta de la tía Begón? ¿A precio de qué esfuerzos? ¿A costa de qué vigilias? La historia no lo dice. Lo únicamente seguro es que, transcurridos seis meses, era ya muy popular el elíxir de los Padres blancos. En toda la comarca, en todo el país de Arles, no había vivienda, ni granja, ni posesión, en el fondo de cuya despensa no figurase, entre las botellas de vino rancio y la jarra de aceitunas manzanilla, un frasquito de barro oscuro, lacrado y sellado con la corona de la Provenza, con un fraile en éxtasis, pintado sobre una faja plateada. Merced a la boga de su elíxir, el convento de los Premonstratenses se enriqueció con rapidez. Se reedificó la torre de Pacôme. El Abad tuvo una mitra nueva; la iglesia hermosos cristales labrados; y en el fino encaje del campanario, toda una compañía completa de campanas y de campanillas, dióse a luz en una mañana de Pascuas repicando y tocando a vuelo.

Por lo que respeta al hermano Gaucher, es claro que en el convento no volvió a hablar nadie de aquel infeliz hermano lego, cuyas necedades divertían a toda la comunidad. Desde aquella fecha no se conocía más que al Reverendo Padre Gaucher, hombre de gran cabeza y de mucho saber, que vivía completamente aislado de las ocupaciones múltiples y monótonas del claustro, y se encerraba todo el día en su destilatorio, mientras que treinta frailes recorrían las montañas para buscarle hierbas aromáticas. Este destilatorio, donde nadie, ni aun el mismo Prior, tenía derecho a penetrar, era una capilla antigua y abandonada, situada en el extremo del jardín de los canónigos. La sencillez de aquellos Padres candorosos había convertido la tal capilla en una cosa misteriosa y formidable, y si, por acaso, un monacillo atrevido y curioso, encaramándose por alguna parra, llegaba hasta el rosetón de la portada, muy pronto se dejaba caer espantado por haber visto al Padre Gaucher con su barba de nigromántico, inclinado sobre sus hornillos y con el pesalicores en lo mano; y además, en torno del fraile, retortas de barro encarnado, alambiques gigantescos, serpentinas de vidrio, en amontonamiento extraño, que resplandecía como cosa de magia al rojo brillo de los cristales.

Al caer la tarde, cuando se oía el toque de oración, la puerta de este recinto del misterio se abría discretamente, y el reverendo. padre Gaucher se dirigía a la iglesia para asistir a los oficios de la noche. ¡Había que ver cómo era recibido cuando atravesaba el monasterio! Los Hermanos se abrían en dos filas para dejarle paso. Decíanse:

—¡Chis!…. ¡Tiene el secreto!

El tesorero le seguía y le hablaba inclinando la cabeza. En medio de estas adulaciones, el Padre se alejaba enjugándose el sudor de la frente, con el tricornio de anchas alas un poco echado atrás como una aureola, contemplando con regocijo enrededor suyo los patios espaciosos sembrados de naranjos, los techos azulados en que giraban veletas nuevas, y en el claustro, resplandeciente de blancura,—entre las columnitas elegantes y limpias,—los canónigos con trajes nuevos, que desfilaban de dos en dos con semblantes tranquilos.

—«¡A mí, a mí se debe todo esto!»,—se decía asimismo el Padre Gaucher, y cada vez que lo pensaba subía a su cabeza una ráfaga de orgullo.

El pobre hombre recibió muy pronto el castigo. Va usted a verlo.

Figúrese usted que una noche, durante los oficios, llegó a la iglesia el Padre Gaucher presa de una agitación extraordinaria; encendido, jadeante, con la capucha del revés, y de tal modo turbado, que para tomar agua bendita mojó sus mangas hasta el codo. Creyóse, por de pronto, que aquella emoción era motivada por el retraso con que llegaba; pero cuando le vieron hacer reverencias repetidas al órgano, a la tribuna, en lugar de dirigir su saludo al altar mayor, atravesar la iglesia como un huracán, vagar durante cinco minutos por el coro para buscar su sillón, y después de sentado inclinarse a derecha y a izquierda, sonriéndose con su aire de beatitud, un murmullo de asombro circuló por las tres naves. Se hablaba en voz baja de breviario a breviario :

—¿Qué tiene nuestro Padre Gaucher? ¿Qué tiene nuestro Padre Gaucher?

Por dos veces el Abad, impacientándose, golpeó con su cruz las losas del pavimento para imponer silencio…. Allá, en el fondo del coro, los salmos adelantaban, pero los responsos carecían de vigor.

De repente, en medio del Ave verum, cate usted a nuestro Padre Gaucher que se recuesta en su sillón, y entona con voz ruidosa ;

«Hay en París un blanco, papá,
Patatín, patata, tarabú, taraba.»

Consternación general. Todos se levantan. Exclaman algunos :

—Lleváosle,—está endemoniado.

Los canónigos se persignan. La cruz de monseñor se agita con violencia. Pero el Padre Gaucher ni ve nada, ni escucha nada; y dos frailes vigorosos se ven precisados a llevárselo casi arrastrado por la puertecilla del coro, a pesar de resistirse él como un exorcizado, y continuar cada vez con más fuerza sus patatín y sus taraba.

Al amanecer del día siguiente, hallábase el desventurado de rodillas en el oratorio del Prior y se confesaba derramando torrentes de lágrimas.

—Es el elíxir, monseñor, es el elíxir el que me ha sorprendido,—exclamaba Gaucher, dándose golpes de pecho. Y de verle tan arrepentido, tan contrito, el mismo Abad se conmovía.

—Vamos, vamos, Padre Gaucher, cálmese; todo eso desaparecerá como desaparece el rocío a los rayos del sol. Al fin y al cabo, el escándalo no ha sido tan grande como cree. Es cierto que la canción era un poco…. un poco… un poco…. En fin, es preciso creer que los novicios no la habrán oído. Ahora, veamos: dígame cómo le ha ocurrido esa desgracia. ¿Ha sido catando el elíxir, no es verdad? Habrá tenido la mano algo torpe. Sí, sí, lo comprendo. Lo mismo le sucedió al hermano Schwartz, el inventor de la pólvora: ha sido el Padre víctima de su propia invención. Y díganos, excelente amigo: ¿es absolutamente necesario que sea él mismo quien cate, quien pruebe ese terrible elíxir?.

—Desgraciadamente sí, monseñor…. El areómetro me da con exactitud la fuerza y el grado del alcohol; pero para el refinado, para la suavidad, no puedo confiar sino en mi lengua.

— iAh! está perfectamente. Pero escuche, Padre, escuche lo que le digo. ¿Cuando prueba así ese licor por necesidad, le parece bueno? ¿Lo saborea con gusto?

— ¡Ay! sí, monseñor (respondió el desventurado ruborizándose). Desde hace dos noches que la encontré ¡un bouquet, un aroma! Seguramente ha sido el demonio el que me ha jugado esa mala pasada…. Estoy, por lo tanto, decidido a no utilizar en adelante más que el areómetro. Tanto peor si el líquido no resulta bastante suave, si no tiene las condiciones….

—Líbrese muy bien de hacer eso (interrumpió el Abad con viveza). No conviene exponerse a disgustar a nuestra clientela Lo que debe hacer ahora, Padre, ya que está apercibido, se reduce a tomar precauciones. Vamos a ver. ¿Qué es lo que necesita para una cata completa? Quince o veinte gotas, ¿no es esto? Pongamos veinte gotas. Muy diestro ha de ser el demonio, Padre, si por veinte gotas logra atraparle. Además, para prevenir todo accidente, yo le dispenso para en adelante de asistir a la iglesia. Diga el oficio de la tarde en el destilatorio. Ahora, vaya en paz, reverendo Padre; vaya en paz, y, sobre todo, cuente bien sus gotas.

¡Ay! En vano fue que el desdichado Padre contase las gotas…. El demonio se había apoderado de él, y no le soltó.

¡La destiladora, eso es otra cosa, oyó desde entonces rezos muy peregrinos!

Durante el día, vaya, todo iba perfectamente. El Padre estaba muy tranquilo; preparaba sus hornillos, sus alambiques, exprimía cuidadosamente sus hierbas, todas hierbas de Provenza, delicadas, grises, lanceoladas…. abrasadas de sol y de aromas. Pero por la tarde, cuando los componentes estaban en infusión y el elixir se templaba en cacerola inmensa de cobre rojizo, comenzaba el martirio del pobre hombre.

—¡Diez y siete…. diez y ocho…. diez y nueve…. veinte!

Las gotas caían desde el pesalicores al cubilete de plata sobredorada. Estas veinte eran tragadas por el Padre de una vez, sin que el catador experimentase placer alguno. Solamente la que hacía veintiuna le inspiraba deseo…. ¡Oh! ¡esta vigésimoprimera gota! Entonces, para librarse de la tentación, iba el pobre al extremo del laboratorio, poníase de rodillas, y se abismaba en sus padre nuestros. Pero del licor tibio todavía elevábase un humillo saturado de perfumes, que venía a rodearlo, y a pesar suyo le arrastraba otra vez hacia los receptáculos del líquido…. El licor tenía ya su hermoso matiz verde dorado…. Inclinado hacia él, dilatadas sus narices, el Padre lo movía suavemente con el mango del aparatillo, y en la burbujita brillante que arrastraba la ola de esmeralda, parecíale ver los ojos de la tía Begón que se reían y brillaban y le miraban.

— ¡Vamos! ¡Una gotita más!

Y gota a gota, el infeliz acababa por tener lleno su cubilete hasta los bordes. Entonces, agotadas sus fuerzas, dejábase caer el Padre en un gran sillón, y allí, abandonado el cuerpo, medio cerrados los ojos, saboreaba a sorbos su pecado, diciendo en voz muy baja con un remordimiento delicioso:

— ¡Ah! ¡me condeno!…. ¡me condeno!

Lo peor del caso es que en el fondo de este elixir diabólico encontraba el Padre, en virtud de no sé qué sortilegio, las pecaminosas canciones de la tía Begón: Estas eran tres comadres que hablan de dar un banquete!…. o La pastorcita del maestro Andrés, se va sólita al bosque de…. y siempre la famosa de los Padres blancos: Patatín y patatán.

Calcúlese cuál sería su confusión al día siguiente, cuando los frailes de la celda próxima a la suya le decían con cierto aire malicioso:

—¡Bah! ¡bah! ¡Padre Gaucher! Ayer, cuando se acostaba, tenía la cabeza a pájaros.

Entonces era el llorar y el desesperarse, entonces el apelar al ayuno, al cilicio y a los disciplinazos. Pero nada podía contra el demonio del elíxir, y todas las noches, a la misma hora, la posesión tornaba a empezar.

Durante este tiempo llovían encargos sobre el convento que era una bendición. Venían de Nîmes , de Alix, de Avignon, de Marsella…. El convento iba tomando, de un día para otro, el aspecto de establecimiento manufacturero. Había hermanos embaladores; otros para poner las contraseñas, otros para llevar la correspondencia, otros para cuidar del arrastre; con unas y con otras el servicio de Dios, perdía siempre algún repique de campanas; pero las gentes necesitadas del país no perdían nada; yo lo aseguro.

Pues bien: cierto domingo por la mañana, mientras el tesorero leía ante el capítulo en pleno su inventario de fin de año y los canónigos le escuchaban, brillándoles los ojos y con la sonrisa en los labios, he aquí al Padre Gaucher que se presenta en el salón, gritando:

—Se acabó…. Ya no hago más…. Vuélvanme mis vacas.

—¿Qué ocurre, Padre Gaucher?—preguntó el Prior, que algo sospechaba sobre lo que ocurría.

—¿Qué ocurre, monseñor?…. Pues ocurre que estoy en camino de prepararme una hermosa eternidad de llamas y de tizonazos. Ocurre que bebo, y bebo, y bebo como un miserable.

—Pero ya le dije que contara las gotas.

—¡Ah, sí, corriente, sí! ¡contar las gotas! Ahora sería preciso que contase por vasos. Sí, sí, reverendos ; he llegado ahí. Tres frascos por noche. Comprendan que esto no puede durar. Así, dispongan que siga haciendo el elíxir quien quiera. ¡Que me parta un rayo si vuelvo a esa tarea!

Los del cabildo no se rieron entonces.

—¡Pero, desgraciado, nos arruina!—gritó el tesorero, agitando su libro mayor.

—¿Prefieres que yo me condene? Entonces el Prior se levantó.

—Mis reverendos (dijo, extendiendo su hermosa mano blanquísima en que brillaba el anillo pastoral): hay una manera de arreglarlo todo…. Por la noche es , ¿no es verdad, querido hijo mío, cuando el diablo le tienta?

—Sí, señor Abad, regularmente todas las noches; por eso ahora, cuando veo que la noche llega, tengo, con perdón sea dicho, unos sudores que se apoderan de mí, como el pollino de Capitou cuando veía llegar el aparejo.

—Pues bien; tranquilícese. De hoy en adelante, todas la noches, en los oficios, recitaremos todos por su intención la plegaria de San Agustín, a la cual va unida indulgencia plenaria. Con esto, ocurra lo que ocurra, padre, está a cubierto. Esto es la absolución durante el pecado.

—¡Oh, bien! entonces muchas gracias, señor Prior.

Y sin solicitar otra cosa, el Padre Gaucher volvió a sus alambiques rápido como una cogujada.

En efecto: desde aquel día, todas las noches, al terminarse las completas, el oficiante tenía buen cuidado de decir:

—Oremos por nuestro pobre Padre Gaucher, que sacrifica su alma a los intereses de la comunidad. Oremus, Domine….

Y en tanto que sobre todas estas capuchas blancas, prosternadas en la sombra de las naves, la oración corría murmurando como un vientecillo sobre la nieve, allí, en lo último del convento, detrás de la vidriera iluminada del destilatorio, oíase al Padre Gaucher, que cantaba a voz en grito :

«Hay en París un blanco papá,
Patatín, patatán; tarabú, taraba.
Hay en París un blanco papá ,
Que a los frailecitos hace bailar.
Trin tran, trin tran,
En los jardines….»

Al llegar aquí, el pobre cura se detuvo espantado.

—¡Misericordia! (dijo); ¡si me oyeran mis feligreses!

FIN

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