El diablo y Tom Walker
A unas pocas millas de Boston, en Massachusetts, desde la bahía de Charles se adentra el mar muchas millas hasta formar un pantano, tierra adentro, rodeado de frondosos árboles y vegetación, una auténtica ciénaga. A un lado de esta lengua de mar hay un bosque pequeño y muy oscuro, y del otro se ve la costa abrupta que se alza en una suerte de colina sobre la que también crecen árboles centenarios imponentes. Cuentan las antañonas leyendas que al pie de uno de esos árboles está enterrado gran parte del tesoro del pirata Kidd. La ría hacía posible que con total secreto se transportara de noche el tesoro en un bote hasta las faldas de la colina, pues la altura de aquellos parajes facilitaba la vigilancia y cuidarse de la posible presencia de cualquiera; los árboles, además, señalaban perfectamente el lugar para que no hubiera dilaciones ni pérdidas llegado el momento de localizarlo. Siempre según las viejas historias del lugar, además, el propio Diablo, que había estado junto al pirata Kidd mientras enterraba su tesoro, se encargaba de vigilar el lugar, pues, como bien se sabe, hace lo dicho con los tesoros enterrados, sobre todo si son producto de la rapiña. Pero lo cierto es que el pirata Kidd jamás pudo desenterrar su tesoro, pues fue arrestado en Boston, enviado a Inglaterra y allí colgado en la horca.
Por el año de 1727, coincidiendo con una sucesión de terremotos que sacudió Nueva Inglaterra al punto de que los pescadores, temerosos y desesperados, cayeran de rodillas para implorar clemencia al cielo y perdón por sus pecados, vivía en la región un hombre miserable y enteco que tenía por nombre Tom Walker. Su esposa era una mujer tan pobre como él; para que se tenga una idea clara de cuál no sería su pobreza baste decir que trataban de continuo de estafarse entre sí; ella no hacía más que ocultarle cualquier cosa, y así, apenas comenzaba a cacarear una gallina, ya corría a quitarle el huevo para guardárselo. Tom Walker no le iba a la zaga y se pasaba el día intentando dar con los sitios en donde creía que su mujer ocultaba las cosas; así estaban a diario, enfrentados por innumerables querellas a propósito de los pobres bienes que hubieran debido compartir.
Su casa era miserable, se caía a pedazos, tenía todo el aspecto de la devastación… No había viajero, claro, que se parase allí a pedir ninguna cosa, y de la chimenea apenas se elevaba al cielo un hilillo de humo; tenían un pobre penco lleno de mataduras en el que las costillas parecían las rejas de una ventana; el pobre bruto tiraba malamente del arado y mordisqueaba los terrones de tierra para engañar al hambre, aunque pasaba casi todo el día mirando lastimeramente a la lejanía, lleno de moscas que acudían a sus mataduras, detrás del corto muro de piedra de lo que era su cuadra, como si implorase que se lo llevaran de allí, que lo librasen de aquella tierra de hambruna.
Ni que decir tiene, por todo ello, que la casa y sus moradores no tenían en la comarca eso que se dice un buen nombre. La mujer de Tom era muy alta y malencarada; de un temperamento fiero y larga de lengua y con los brazos poderosos, apenas cesaba en sus imprecaciones al marido, que le respondía en términos igualmente desagradables, pasándose así, en continuo enredo y disputa, la mayor parte de las horas del día. Se veía en su cara que aquéllas no eran transitorias, las naturales broncas de los momentos de enfado. Pero nadie hubiera sido capaz de interponerse entre ambos para calmarles. Si por casualidad pasaba un viajero a cierta distancia de la casa, y aun siendo difícil que buscara algo en tan lamentable lugar, de inmediato apretaba el paso para alejarse cuanto antes con solo oír las voces del matrimonio, llenas de insultos y de graves amenazas. Naturalmente, si el viajero era soltero, se regocijaba grandemente de su condición de célibe.
Un día en el que Tom Walker volvía a su miserable morada desde una aldea próxima, decidió tomar un atajo y se metió por las veredas del pantano; como suele ocurrir en estos casos, hacerlo fue una equivocación absoluta; los árboles estaban muy próximos entre sí, crecía salvaje la vegetación por allí, y en suma, resultaba harto difícil y agotador dar un paso; encima, de tan altos y tupidos, los árboles apenas permitían que pasara la luz, de manera que parecía siempre de noche; para dar una idea exacta, diremos que allí acudían en busca de refugio las lechuzas. Para colmo, el camino estaba salpicado de zanjas y hoyos, difíciles de ver en la casi completa oscuridad que auspiciaba el bosque cerrado, por lo que tan pronto caía el pobre hombre en una charca fétida como en un hoyo con el seno de légamo. Era, pues, el lugar idóneo para que criasen los sapos y las culebras; era, pues, un cementerio de lodo en el que se pudrían los troncos de los árboles caídos, que así, sumergidos en el légamo, parecían caimanes soñolientos.
Tom trataba de ir con la máxima cautela para no sufrir males mayores en aquel bosque que era toda una trampa; saltaba de tronco en tronco, saltaba sobre zanjas y malezas, siempre intentando pisar en lugar firme y seguro, en la pura tierra; sus pasos, de tan precavidos cuando pisaba un tronco, eran muy silenciosos, como los de un gato, y trataba de no impresionarse cuando se dejaba sentir el grito de los patos salvajes que sobrevolaban la ciénaga. Por fin llegó a tierra firme, hasta una suerte de lengua de tierra que se adentraba en el pantano; era un lugar oscuro que habían utilizado los indios para emboscarse en los días de las guerras contra los primeros colonos; allí, en lo más profundo de la ciénaga, habían construido el refugio en el que esperaban a los guerreros las mujeres y los niños. Nada quedaba de aquel fuerte ya, salvo la empalizada de madera que se hundía ahora en el barro hasta confundirse con los árboles del pantano.
Avanzaba ya la tarde hacia el crepúsculo cuando llegó Tom Walker hasta lo que quedaba del viejo fuerte indio y decidió descansar un poco para recuperar las fuerzas. Cualquiera hubiera hecho todo lo contrario, intentar salir de allí cuanto antes en vez de tomarse un respiro en un lugar tan solitario y melancólico, pues eran muchas las tristes historias que se contaban en la región acerca de las guerras libradas contra los indios precisamente en aquellos tétricos parajes; se decía que en aquel lugar aún había salvajes que tomaban cautivos a los que osaran adentrarse en el pantano y luego los ofrecían en sacrificio a uno de sus espíritus demoníacos.
Tom Walker, empero, no era hombre que se asustara fácilmente con esos relatos. Se echó a reposar contra el tronco de un árbol caído, incluso se deleitó con los trinos de un pájaro, y mientras recuperaba las fuerzas comenzó a apilar barro con su bastón… Así estaba, removiendo el barro sin pensar en lo que hacía, cuando tropezó su bastón con algo que le ofreció dura resistencia; se levantó, removió un poco más de barro y sacó aquello contra lo que había chocado la punta de su bastón; era una calavera que tenía clavado un tomahawk indio. Por el estado del hacha supo que había pasado mucho tiempo desde que se produjera el ataque, así que no le dio más importancia a su descubrimiento, diciéndose que no era más que un triste recuerdo de aquellos días de lucha feroz entre los colonos y los guerreros indios.
—¡Toma! —dijo entonces Tom Walker pegándole una patada a la calavera para sacudirle el barro que tenía encima.
—¡Deje tranquilo ese cráneo! —oyó entonces Tom Walker que le decía una voz cavernosa.
Tom alzó los ojos y vio a un negro muy alto y corpulento, sentado frente a él sobre un tronco, unos metros más allá. Su sorpresa fue grande, pues ni un solo paso había oído, pero mayor aún fue su extrañeza al darse cuenta de que el hombre que así le hablaba no era en realidad ni un negro ni un indio, eso lo pudo ver con absoluta certeza a despecho de la oscuridad, aunque su manera de vestir recordase la de los indios y llevara un grueso cinturón rojo. Pero el color de su tez no era negro ni cobrizo, sino más bien mugriento, como de hollín, lo propio de quien se desempeña habitualmente entre fraguas y llamas. Lucía además una cabellera negra y reseca que se agitaba a uno y otro lado de continuo y le caía sobre los hombros.
Aquella aparición estuvo mirando un rato a Tom con sus ojos grandes y rojos.
—¿Qué estás haciendo en mis dominios? —le preguntó entonces con su voz de ultratumba.
—¡Tus dominios! —exclamó con sorna Tom—. Estas tierras son tan tuyas como mías; al fin y al cabo pertenecen al diácono de Peabody…
—¡Que se muera el maldito diácono! —dijo violento el extraño—. Y te aseguro que morirá si no se preocupa más de sus pecados en vez de hacerlo por los de sus vecinos… Mira hacia allí y verás cómo le van las cosas al diácono…
Miró Tom en la dirección que le señalaba el desconocido para ver un gran árbol, muy frondoso, pero que tenía el tronco enfermo, una hendidura enorme en la corteza, un hueco absoluto… El primer viento fuerte que soplara lo tiraría a tierra sin remedio. Mas vio también Tom Walker que en lo que de corteza sana le quedaba al tronco estaba grabado a navaja el nombre del diácono, un hombre respetado, prominente, rico por los muchos negocios de ventaja que había hecho con los indios… Miró después alrededor del árbol y comprobó que en casi todos los demás había un nombre, siempre de los hombres más respetables de la región y siempre en los árboles que parecían a punto de caerse. Pero vio más Tom; en el tronco del árbol contra el que se había echado para descansar estaba escrito el nombre de Crowninshield, un colono muy rico y famoso por hacer ostentación de su riqueza, que le venía, según el decir de muchos, de sus tratos con los piratas.
—Ya está presto para arder —dijo aquel ser, con aire triunfal—. Como verás, no me falta leña para calentarme en invierno…
—¿Con qué derecho cortas árboles en una tierra que no es tuya sino del diácono de Peabody? —lo increpó Tom.
—Me asiste el derecho de ser el primero que habitó este lugar —dijo el otro—. Esta tierra me pertenece desde mucho antes de que cualquiera de los rostros pálidos de tu raza la pisara…
—Dime, te lo ruego, quién eres… ¿Me lo puedes decir? —le preguntó Tom, ahora con cierta angustia.
—¡Oh!, tengo un montón de nombres… En algunas regiones soy el cazador furtivo, en otras me llaman el minero negro… Aquí, por ejemplo, aluden a mí como el leñador negro; los hombres de la piel cobriza me consagraron este lugar, y es cierto que, para honrarme, asaron algún que otro rostro pálido… Admito que me encanta el olor de la carne quemada en sacrificio… Desde que los pieles rojas fueron exterminados por vosotros, los salvajes rostros pálidos, me lo paso muy bien, sin embargo, persiguiendo a los cuáqueros y a los anabaptistas… Digamos que soy el gran patrón y protector de los esclavos negros y el maestro supremo de las brujas de Salem…
—Lo que quiere decir, si no me equivoco —apostilló Tom, audaz y firme—, que eres ése al que de común llaman el Diablo.
—El mismo, a tu servicio… —dijo el hombre oscuro, con una inclinación de cabeza muy cortés.
Así, según lo refieren las antañonas historias del lugar, se produjo la conversación entre el Diablo y Tom Walker, aunque puede que, de tan apacible, resulte poco creíble… Uno puede pensar que en un encuentro semejante, con tal personaje, en un lugar lóbrego y apartado, lo normal hubiera sido que Tom Walker perdiera los nervios y la compostura, pero lo cierto es que se trataba de un hombre con buen temple, incluso frío, de esos que no se asustan así por las buenas… Además, al fin y al cabo llevaba muchos años viviendo con una auténtica furia, su esposa, por lo que ya no le daba miedo ni el Diablo…
Se cuenta, igualmente, que después hizo Tom el camino de regreso a su casa acompañado por el siniestro personaje, lo que propició una conversación más en profundidad entre ambos. El hombre oscuro le habló de los tesoros enterrados por el pirata Kidd, en aquella colina próxima al pantano; unos tesoros, le dijo, de cuya custodia se encargaba él mismo, y que ponía a su entera disposición, si así lo quería… Dijo el Demonio a Tom Walker, además, que lo hacía por nada, porque le había resultado simpático, aunque, naturalmente, habría de establecer unas condiciones previas para ofrecérselo… No es difícil suponer cuáles eran… Tom Walker, empero, jamás se las dijo a nadie; acaso se trató de condiciones muy exigentes, pues le pidió tiempo para pensárselas antes de darle una respuesta definitiva, y eso que no era un hombre de los que se entretienen en tonterías cuando hay dinero a la vista… Llegaban ya a las lindes del pantano con la tierra habitada, cuando el Demonio se paró en seco, para despedirse.
—¿Qué garantía me ofreces de que cuanto me has dicho es verdad? —le preguntó entonces Tom Walker.
—Aquí tienes mi sello —dijo el hombre oscuro tocando con un dedo la frente de Tom.
De inmediato volvió sobre sus pasos para perderse en lo más espeso de la ciénaga; pareció, según lo narraba el propio Tom Walker, que al irse se hundía poco a poco en el barro, hasta que no pudo ver de él más que los hombros y la cabeza… Nada más llegar a su casa comprobó que el sello del Demonio le había dejado en la frente, en efecto, una especie de quemadura imposible de borrar.
La primera nueva que le dio su mujer fue la de la muerte repentina de Absalom Crowninshield, el rico colono bucanero… Los periódicos se hacían además eco del luctuoso suceso, con la prosa florida común en estos casos, diciendo que había muerto «un gran hijo de Israel».
Tom recordó de inmediato que había visto su nombre grabado a navaja en el tronco del árbol sobre el que descansara, aquel árbol presto para alimentar un buen fuego. «Pues que se achicharre bien ese filibustero… ¿A quién le importa?», dijo Tom. Ahí tenía prueba, desde luego, de que cuanto había visto y oído no fue el producto de sus ilusiones.
No era, como podrá suponerse, un hombre dado a confiarse a su esposa, pero como su avatar versaba acerca de algo tan importante como maléfico, decidió hacerlo en esta ocasión. Apenas hubo aludido al oro enterrado se despertó en ella toda la avaricia de que era capaz; urgió de inmediato al marido, pues, a que aceptara las condiciones puestas por el hombre oscuro, segura de que con aquel tesoro se acabarían de por vida sus miserias. Tom, empero, no estaba muy convencido de un aspecto tan fundamental como lo era el de vender su alma, menos, además, si negándose a ello conseguía molestar a su mujer; así, tan serio asunto no pudo más que provocar una gran bronca entre los esposos, que se insultaron con mayor fiereza que nunca, amenazándose y echándose en cara cosas innumerables e indecibles… Cuanto más hablaban del asunto, más se reafirmaba Tom en su negativa de vender su alma. No es que le importara en exceso condenarse; simplemente, sentía la necesidad perentoria de no concederle semejante placer a su esposa.
Al final decidió ella tomar las riendas del asunto y negociar directamente; si le salía bien el negocio, se decía, podría quedarse con todo sin tener que compartirlo con Tom. Era, no se olvide, de un temperamento valiente, muy parecido al de su marido. Así, una tarde de verano puso rumbo en dirección a la ciénaga, con la intención de ir hasta el viejo fuerte indio. Estuvo fuera de casa varias horas. Cuando regresó no contó gran cosa; dijo algo acerca de un hombre muy oscuro, al que apenas había podido vislumbrar en aquella penumbra, que parecía empeñado en tirar árboles a golpes de hacha… Y nada más; mantuvo un absoluto silencio sobre todo aquello; solo dijo que tenía que volver otro día para hacerle una oferta más convincente, sin otros detalles.
Al día siguiente por la tarde salió de nuevo hacia la ciénaga llevando en su delantal varios útiles de cocina. Tom la esperó largamente, pero en vano; llegó la medianoche y seguía sin aparecer su esposa; se hizo la mañana siguiente, y nada; pasó la tarde y cayó otra vez la noche, sin que diera señales de vida. Entonces comenzó a preocuparse de verdad, temiendo que le hubiera ocurrido algo grave, aunque se tranquilizó al comprobar que entre las cosas que llevaba en su delantal estaba el juego de té de plata, cucharas, tenedores, y otros utensilios de valor, lo que podría servirle para negociar, acaso, con bien. Pero pasó otra noche entera y su mujer seguía sin regresar a casa… La verdad es que nunca volvió a tener nadie, en toda la comarca, noticia alguna de ella.
Sobre cuál fue su suerte, nada en concreto se puede decir, lo que no obsta para que muchos hayan pretendido desde entonces hallarse en posesión del secreto del asunto. Aquí radica uno de los extremos que tanto han confundido a una buena cantidad de historiadores. No pocos aseguran que la pobre mujer se perdió en algún punto de la ciénaga y cayó a un pozo; otros, menos caritativos, aseguran que se hizo con el tesoro y huyó hacia cualquier lugar distante, y no faltan quienes aseguran que el hombre oscuro tendió una trampa a la esposa de Tom, de la que le fue imposible salir, y donde se la encontraría tiempo después, ya muerta, lo que también aseguran unos pocos vecinos según los cuales vieron a un hombre que en la distancia parecía negro caminar hacia lo más espeso del bosque con una gran hacha, un hatillo hecho con un delantal de mujer, y riéndose como quien ha conseguido algo que de verdad apetecía, con un aire triunfal.
La historia más verosímil, sin embargo, que es también la que más adeptos reúne, observa que Tom Walker se inquietó de tal manera ante la ausencia de su esposa, que además se había llevado algunas pertenencias necesarias en una casa, que no pudo evitar el impulso de salir a buscarla… Según esta versión, pasó un día entero recorriendo los alrededores del fuerte indio, sin éxito; gritó su nombre una y otra vez, sin hallar respuesta en aquella calurosa tarde de verano. No oyó voz humana alguna, solo el croar de las ranas y el graznido de las aves de la ciénaga. Cuando empezó a declinar el día y comenzaban a enseñorearse en los árboles las lechuzas, se sobresaltó por la irrupción de cientos de murciélagos que volaban haciendo círculos en el aire. Y descubrió, absorto en aquella tétrica contemplación, algo que no pudo por menos que asombrarlo, algo que colgaba de la rama de un ciprés; algo, además, a medias envuelto en un delantal como el de su esposa… Un murciélago revoloteaba cerca, como si vigilase lo que tenía por suyo… Tom Walker, aun en aquellas circunstancias, y no obstante las aprensiones que sentía, experimentó cierta alegría al ver el delantal de su mujer… Mas no por otra cosa que porque supuso que aún contendría en su hatillo aquellos útiles de cocina. «Recuperaré primero lo que es mío, que ya sabré arreglármelas sin mi mujer, en caso de que no aparezca», se dijo.
Comenzó a trepar por el árbol, y el murciélago, abriendo las alas cuanto le daban de sí, huyó para esconderse en lo más profundo del bosque… Alcanzó Tom Walker el delantal… mas al deshacer el hatillo no encontró otra cosa que un hígado y un corazón.
Aquello, por cierto, y según lo refieren las más antañonas leyendas del lugar, que son las más fiables, fue cuanto se encontró de la pobre esposa de Tom. Es muy probable, por lo demás, que llegara a hacer un pacto con el hombre oscuro, y que discutiera con él, llegando incluso a gritarle y a insultarlo como hacía habitualmente con su marido, pues si bien una auténtica arpía como ella está de veras capacitada para librar un match con el mismísimo Diablo, acabó llevándose las de perder… Murió, pues, pero vendiendo cara su vida; no en balde encontró Tom Walker huellas numerosas de sus pies, como si se hubieran tratado de plantar firmemente en la tierra y en el barro, cerca y más allá del ciprés, y unos cuantos mechones de pelo negro, largo y reseco, que sin duda pertenecían a la cabellera de ése a quien llamaban el leñador negro… Bien había comprobado en sus carnes Tom, más de una vez, cuán diestra era su mujer para la pelea, y supo que, si bien junto a las huellas de los pies de ella había otras muchas de garras, al hombre oscuro le había costado bastante doblegarla. «¡Por todos los huevos de la serpiente! Hasta el Diablo se habrá llevado más de un mamporro», se dijo.
Tom supo consolarse pronto de la pérdida de su esposa y de aquellas pertenencias, pues era hombre con los nervios templados. Mas aún, hasta sintió poco después cierta gratitud hacia el hombre oscuro, toda vez que le había hecho un favor; seguro que por eso intentó dar de nuevo con él, lo que hizo durante varios días, pero sin éxito. El Diablo parecía evitarlo entonces, pues, aunque de común piensen las gentes lo contrario, no ha de creerse que acude siempre a la primera llamada de los hombres… El viejo patas negras sabe muy bien jugar sus bazas cuando está seguro de ganar la partida.
Al cabo, cuando tan inútiles esfuerzos por encontrarlo agotaron a Tom Walker, según es fama, al extremo de mostrarse dispuesto a aceptar cualquier cláusula del ominoso contrato con tal de hacerse con el tesoro enterrado, una tarde se topó al fin con el leñador negro, que silbaba una melodía mientras caminaba por las veredas del pantano con su gran hacha al hombro… Reaccionó con gran indiferencia ante la alegría que mostraba Tom por haber dado de nuevo con él, apenas le respondió con monosílabos y siguió silbando sin detenerse.
Poco a poco, sin embargo, fue llevando Tom la conversación a lo que más le interesaba, y entonces, sin mayores preámbulos, comenzó a hablar de las condiciones para hacerse con el tesoro del pirata. La primera de todas era, naturalmente, ésa a la que no cabe hacer alusión, pues es de sobra sabida, la principal siempre que el Diablo ofrece un favor a alguien… Pero había otras añadidas, sobre las que el hombre oscuro insistía una vez y otra, aunque por parecerle de menor importancia no alcanzaba Tom Walker a comprender el motivo de su tozudez. Una, por ejemplo, exigía que el dinero que obtuviera mediante su ayuda se empleara en su servicio… Propuso, pues, que Tom lo invirtiese en el comercio de esclavos negros, para lo cual habría de fletar un barco. Aquello, sin embargo, disgustó a Tom, que se negó en redondo; es verdad que su conciencia no era precisamente firme, pero en cualquier caso no le permitía convertirse en un negrero.
Al ver a Tom así de seguro en su negativa, no insistió más; cambió entonces de táctica el Diablo y le pidió que se convirtiera en una especie de prestamista, pues ha de saberse que el Diablo está muy interesado en que aumente la especie de los usureros, a los que ve como si fueran de su propia familia.
No puso objeción alguna Tom Walker en este punto y cerraron prontamente el trato.
—Abrirás tus oficinas en Boston antes de un mes —le dijo el hombre oscuro.
—Mañana mismo, si quieres —dijo Tom Walker.
—Prestarás el dinero a un interés del dos por ciento mensual…
—¡No, hombre, no! Mejor al cuatro por ciento —replicó Tom Walker.
—Extenderás pagarés que no puedan cobrarse, liquidarás las hipotecas, llevarás a los comerciantes a la ruina…
—¡Los mandaré al… demonio! —gritó Tom Walker.
—No olvides que harás usura con mi dinero —dijo el hombre oscuro, muy satisfecho con el trato—. Bien, ¿cuándo quieres que te entregue el tesoro?
—Esta noche.
—¡Hecho! —exclamó el Diablo.
—¡Hecho! —repitió Tom Walker y se estrecharon las manos para cerrar definitivamente el trato.
Pocos días después se vio a Tom Walker sentado tras su escritorio en la casa de préstamos recién abierta en Boston. Supo hacerse muy pronto con una buena reputación, la de un prestamista que daba dinero por buena voluntad más que por afán de negocio… Eran los tiempos en que gobernaba Belcher y las gentes andaban con la bolsa vacía; vivía una época convulsa todo el país, por lo demás, y corría de mano en mano el papel de crédito, los pagarés, pues comenzaba el imperio de los bancos hipotecarios, entre los que destacaba el famoso Land Bank, y se iniciaban también toda clase de especulaciones, entre las que era muy notable la de las viviendas recién construidas, pues llegaba gente en masa a las ciudades con la intención de asentarse en ellas. La continua impresión de papel moneda desató los precios y la gente se ilusionaba además con la colonización de territorios aún salvajes y con la promesa de levantar nuevas ciudades en ellos. Por doquier se veían vendedores a veces de nada con supuestos planos de ciudades que eran El Dorados, de las que nadie había oído decir cosa alguna pero a las que pronto quisieron irse muchos… En una palabra, la fiebre de aquella gran especulación, algo, por cierto, consustancial a la historia de nuestro país, acabó por desatar un estado en el que cualquiera quería hacerse rico, con nada, de la noche a la mañana. Pero como de común acontece, la fiebre fue cediendo, se esfumaron pronto esos sueños de grandeza y muchos se vieron en la ruina… Quienes habían enfermado con tales sueños vivieron después una larga y dura convalecencia; el país entero, en fin, se lamentaba de aquellos dolorosos «tiempos difíciles».
En medio de tan enorme desastre público, propicio por lo demás para sus intereses, inició Tom Walker su negocio de usurero en Boston… Ante las puertas de sus oficinas se amontonaban las gentes día a día, lo mismo necesitados que aventureros, lo mismo especuladores que contemplaban los negocios como si fueran un juego de naipes, que comerciantes arruinados y otros a los que nadie concedía ya más crédito… En suma, todo aquel que andaba desesperado por la falta de dinero, o por la premura con que se le exigía satisfacer una deuda, allí iba, a las oficinas de Tom Walker, dispuesto al sacrificio.
Tom se mostraba con todos como el amigo universal de los más necesitados, lo que quiere decir, en el fondo, que concedía préstamos, sí, pero con unas condiciones terribles e inflexibles, cuya dureza de por sí grande crecía según la debilidad de uno o según la fama de moroso de otro… Amontonaba pagarés e hipotecas, iba sangrando poco a poco a los incautos que le pedían un préstamo, y luego los abandonaba ante la puerta de su negocio como quien se deshace de una esponja ya vieja y reseca.
Así fue aumentando su riqueza paulatinamente, mientras él se sentaba a esperar en su despacho, mano sobre mano. Devino en poco tiempo en un hombre extremadamente rico y comenzó a construirse, en consecuencia, una de esas grandes mansiones que se hacen los hombres poderosos, la mansión propia de la buena sociedad de la que ya formaba parte, según él, por sus muchos méritos. Sin embargo, seguía siendo Tom tan miserable, que por simple tacañería no acabó de construirse la casa, ni mucho menos de amueblarla… Eso sí, como también era ya muy vanidoso, adquirió un hermoso carruaje… Mas mataba de hambre a los caballos destinados al tiro largo… Los ejes de las ruedas no tardaron en chirriar espantosamente, pues no se cuidaba de que se los engrasaran, por no gastar, y la gente pronto empezó a decir que aquel ruido era el lamento suplicante de las pobres almas que habían acudido a él para pedirle un préstamo.
A medida que fue haciéndose viejo comenzaron a preocupar a Tom Walker ciertas cosas. En realidad, y ya que en este mundo nada le faltaba, comenzó a temer por la otra vida… No tardó mucho en sentir angustia cada vez que recordaba el trato que había hecho con el Diablo, y cada vez más arrepentido de aquello quiso engañarle… Comenzó a frecuentar la iglesia como un devoto; rezaba a voz en grito con una entrega total, como si quisiera ganarse el cielo con la fuerza de sus pulmones. Por la manera en que hacía sus oraciones los domingos parecía que quería quitarse así la pesada carga de los pecados cometidos en el transcurso de la semana… Los demás fieles, gentes de esas que perseveran modestamente y sin aspavientos por la senda de la virtud, no podían por menos que reprocharse no ser capaces de semejante entrega como la que demostraba el usurero. Tom era ya tan violentamente religioso como avaro… Hasta se convirtió en un estricto vigilante, si no en un censor, de sus vecinos, como si cualquier pecado que cometieran lo exonerase de los suyos propios… Incluso llegó a clamar porque fueran perseguidos los cuáqueros y los anabaptistas… En una palabra, su celo religioso se hizo tan notorio como su riqueza.
Mas, a despecho de tales demostraciones de fe, era el miedo que sentía ante la posibilidad de que el Diablo triunfase, a pesar de tanto fervor religioso como demostraba, lo que más le hacía sufrir. Seguramente ese miedo fue lo que hizo que, como cuentan, llevara siempre consigo una pequeña Biblia que guardaba en uno de los bolsillos de su levita… Tenía otra mucho más grande en un cajón de su escritorio, y era común verle leyéndola… Cuando acudía a sus oficinas algún cliente, Tom Walker dejaba sus lentes entre las páginas, con gesto muy teatral, despacioso y solemne, y ejercía como el implacable usurero que era.
Algunos cuentan que Tom, ya en los días de su vejez, fue perdiendo la cabeza poco a poco, y que una vez, creyendo inminente el final de sus días, dio orden de que enterraran a uno de sus caballos, no sin antes herrarlo y ensillarlo convenientemente, con las patas hacia arriba, pues dio en creer que así, llegado el día del Juicio Final, todo se pondría del revés y su montura estaría presta, en consecuencia, para salir huyendo del más que seguro castigo que temía… Ni que decir tiene que estaba decidido a ponerle las cosas difíciles a su oscuro socio, si deseaba llevarse su alma… Aunque, la verdad, mucho me temo que lo anterior no sea más que uno de esos cuentos que tanto gustan a las viejas comadres… Si es cierto que adoptó semejantes y tan excéntricas precauciones, todo fue en vano… La leyenda más verosímil concluye su historia de la siguiente manera:
Una calurosa tarde de verano, una de esas tardes de bochorno que anuncian tormenta, estaba Tom sentado ante su escritorio con su blanco guardapolvos puesto. A punto de desahuciar una hipoteca, con lo que hacía definitiva la ruina de un pobre infeliz, un negociante de poco fuste al que todo le había ido mal, y con quien aparentemente tenía el usurero una gran amistad, el pobre hombre le pidió que le ampliara el plazo unos pocos meses más… Tom, frío e irritable, le dijo que ni un día más.
—Eso supone la ruina para mi familia, su total desamparo —dijo el hombre.
—Lo siento, pero la caridad empieza por uno mismo —le respondió Tom—. Son éstos tiempos muy difíciles y debo mirar por mi negocio…
—Yo le he dado a ganar mucho dinero —adujo el otro.
Tom perdió entonces toda mesura y hasta el mínimo de piedad que le quedaba.
—¡Que el Diablo me lleve —dijo— si me he enriquecido con usted!
Justo apenas acabó de decirlo se dejaron sentir en la puerta tres aldabonazos. Salió Tom Walker a ver de quién se trataba. En el dintel de la puerta un hombre oscuro llevaba de la brida un caballo negro, que resoplaba nervioso y golpeaba el suelo con sus cascos.
—Tom, sígueme —le dijo sin más aquel hombre.
Tom quiso dar un paso atrás y cerrar la puerta, pero ya era tarde. Tenía la Biblia pequeña en el bolsillo de la levita y la grande en la mesa, bajo la hipoteca de aquel infeliz al que estaba decidido a mandar a la ruina… Jamás hubo pecador tan desprevenido como él… El hombre oscuro lo subió de un tirón, lo sentó en la grupa de su caballo, como si fuera un niño, y salió a galope mientras rompía con estrépito la tormenta. Los escribientes de su oficina se pusieron los lápices en la oreja y vieron a través de la ventana cómo se llevaban a su jefe… Así se perdió por las calles de la ciudad Tom Walker, con su guardapolvos blanco agitándose al viento, bajo la lluvia, y con el caballo sacando chispas del empedrado… Pronto desaparecieron de la vista de los escribientes.
Tom jamás pudo liquidar hipoteca alguna. Alguien que vivía cerca del pantano contaría, pasado el tiempo, que cuando comenzó a dejarse sentir aquella tormenta oyó un terrible ruido de herraduras y unos gritos de pánico espantosos… Se asomó entonces a la ventana, para ver de qué se trataba, y vio a un hombre que se cubría con un guardapolvos blanco, gritando desesperado a lomos de un caballo negro, pero se perdió de inmediato en dirección al antiguo fuerte indio… Añadió que muy poco después un rayo cayó en la ciénaga, lo que produjo un gran incendio en el bosque.
Las buenas gentes de Boston movieron la cabeza hacia los lados y se encogieron de hombros, pues no en balde estaban acostumbradas a las historias de brujas, encantamientos y tretas diabólicas, y ahí paró todo, no se horrorizaron especialmente, en contra de lo que cabría esperar ante lo ocurrido. Se constituyó una comisión ciudadana encargada de administrar los bienes de Tom Walker, comisión que no tuvo que trabajar en exceso toda vez que, cuando abrieron el cofre en el que suponían que guardaba su fortuna, vieron que los pagarés y los papeles de las hipotecas habían quedado reducidos a ceniza, y de oro y plata, nada, solo piedras… En las caballerizas de la casa del usurero, por lo demás, no quedaban ni los pencos; en su lugar, sendos esqueletos equinos amarrados a un carruaje destrozado… Al día siguiente la casa ardió de pronto hasta quedar destruida por completo.
Así aconteció el triste fin de Tom Walker y sus dudosas riquezas. Ojalá esta historia llegue al corazón de quienes solo viven para el dinero, pues su veracidad no puede ponerse en duda. Aún se ve en aquel lugar el hoyo bajo los árboles en el que el pirata Kidd escondió su tesoro; y aun en nuestros días, en las noches de tormenta, se contempla a veces, cerca del antiguo fuerte indio, la figura de un jinete que viste un guardapolvos blanco, a todas luces, el espíritu del usurero… De hecho, esta historia ha dado origen a un cuento muy conocido en toda Nueva Inglaterra, acerca del extraño caso del Diablo y Tom Walker.
Hasta donde puedo recordar, ésta es la historia, en esencia, que me refirió el ballenero del Cabo Cod un día de pesca. Su narración, empero, estaba preñada de cosas superfluas, a la manera de ornamento, de las que me he deshecho por considerarlas sin mayor importancia, aunque no por ello dejo de reconocer que el relato, tal y como lo refirió el ballenero, me sirvió de grata diversión aquel día… Así pasamos el tiempo hasta la hora de pisar tierra de nuevo,
Al amparo de un árbol aguardamos las primeras horas de la tarde, en un lugar que conocía bien por las excursiones que allí había hecho en mi adolescencia; es la zona más boscosa de la isla de Manhattan, una propiedad de la familia de los Hardenbroocks… Cerca de donde fondeamos aquel día se alzaba un antiguo panteón holandés, terror de los niños de aquel tiempo y origen de muchas de las macabras historias que nos decíamos en el colegio… Bien, pues durante una de aquellas excursiones costeras que hacíamos al salir del colegio, decidimos un buen día explorar el panteón. Encontramos féretros recargados de píos ornamentos, y claro, una enorme cantidad de huesos… Pero lo más interesante de nuestra aventura era su relación con el casco del barco pirata que se pudría entre las rocas de Hell Gate, pues se daba por verdadera la vinculación de cierto personaje con los filibusteros, cosa que no podía por menos que ser cierta; no era lógico que en un lugar abandonado y de tierras baldías tuviera sus propiedades uno de los más preeminentes burgueses de la región, llamado Ready Money Provost, un hombre al que se le suponían negocios en ultramar, por lo menos misteriosos… Todas esas historias habían formado en nuestras cabezas adolescentes una auténtica conmoción, que en el fondo solo tenía que ver con la atmósfera tenebrosa en la que de común se envuelven, necesariamente, los cuentos y la narración de las aventuras.
Mientras rememoraba todo aquello, mis amigos abrieron la canasta del almuerzo y pusieron las viandas que allí había sobre un mantel extendido en el suelo, bajo los árboles, cerca del agua… Tumbado en la hierba fresca, absorto en mis ensoñaciones tan queridas y en el recuerdo de aquellos días de mi mocedad, hice a quienes me acompañaban partícipes de mis recuerdos. Cuando acabé de referirlos, un anciano burgomaestre que nos acompañaba, John Jorre Vandermoere, el mismo que me contó tiempo atrás las aventuras de Dolph Heyliger, rompió el silencio para decir que también él recordaba una historia acerca de un tesoro, un hecho ocurrido en donde vivía, que acaso sirviera para explicar convenientemente algunas de las supersticiones que yo había conocido en mi adolescencia. Como le pedimos por favor que nos contase aquel hecho, de buen carácter como era accedió de inmediato… Por lo demás, y puesto que se trataba de un hombre honesto y de probada inteligencia, ninguno de los allí presentes dudó de la veracidad de su relato, así que encendimos nuestras pipas con el excelente tabaco Blase Moore’s y nos dispusimos a escuchar atentamente.
FIN
Washington Irving. Escritor norteamericano, nació en Tarrytown el 3 de abril de 1783. Está considerado uno de los grandes escritores del romanticismo y de la literatura del siglo XIX. Irving comenzó su carrera escribiendo relatos para varios periódicos y revistas, de tal modo que consiguió un cierto éxito y renombre popular con sus historias cortas, normalmente con grandes dosis de humor y sátira.
Tras una primera estancia en Europa por motivos de trabajo, Irving, una vez consagrado a la escritura, viajó por Inglaterra, Alemania y París, donde conoció a Mary Shelley.
De esta época son relatos que han pasado a convertirse en auténticos cuentos populares, como La leyenda de Sleepy Hollow -llevada al cine en multitud de ocasiones, la última de ellas por el cineasta Tim Burton- o Rip van Winkle.
En 1826 acude a España para realizar una investigación sobre algunos documentos referidos al descubrimiento de América, para luego ser elegido como embajador de los Estados Unidos hasta 1845. Sin duda, de esta época, es una de sus obras más famosas, los Cuentos de la Alhambra (1832).
Washington Irving murió en Tarrytown el 28 de noviembre de 1859.