El derecho de asilo
El asilo de perseguidos políticos en Legaciones, será respetado en la medida en que, como un derecho o por humanitaria tolerancia, lo admitieran las convenciones o las leyes del país de refugio…
Artículo 2.º del Convenio redactado por la Conferencia Panamericana reunida en La Habana, el año 1928.
I
Domingo
Como era domingo, el Secretario de la Presidencia y Consejo de Ministros llegó, a eso de las diez, al Palacio de Miramontes, después de permanecer largo tiempo en la contemplación de un Meccano exhibido en tienda próxima. Hoy —y más en verano— las gentes estaban metidas en misas y playas. En días de semanas apenas si el Secretario podía trabajar a derechas en asuntos que merecieran una redacción ponderada y confidencial, a causa del incansable desfile de embajadores, entorchados y condecoraciones, altos funcionarios, personalidades extranjeras, tonsurados grandes y pequeños, gobernadores de provincias remotas, solicitantes y pedigüeños, que, con audiencia o sin ella —sin ella, sobre todo, cuando se trataba de militares—, deseaban ser recibidos por el Señor Presidente, o, en el peor de los casos, por el Vice cuya ejecutividad estaba más que desacreditada: «Hablaré de su asunto con el Señor Presidente», decía, engolando la voz. Y luego, al ver al Primer Magistrado de la Nación: «General… Nos han conseguido unas italianas de primera». (Juntaba los dedos de la mano derecha que dejaba vagar en el espacio después de dispararse un beso a las yemas). «Beati Possidentes». «Ya me estaba cansando del ganadito criollo, ese, que me conseguías donde la Lola», había declarado, algunas semanas antes, el Primer Magistrado. «Hemos llegado a un punto en que necesitamos mujeres europeas, elegantes, refinadas y con conversación…». El Secretario se asomó al patio-jardín de aquella casona de un estilo aproximadamente Segundo Imperio, de una sola planta, nunca habitada por los últimos presidentes constitucionales o de asonada, a causa de su incomodidad, la monumentalidad de sus retretes y su situación poco estratégica en caso de cuartelazo, puesto que estaba en el área de tiro de una batería próxima. Detrás de los bojes tallados, el Sargento Ratón procedía a alimentar a la tortuga Cleopatra con las lechugas que iba sacando de un saco de esparto mojado. «¿Ha visto la prensa?», dijo el militar blandiendo un periódico: «Hitler dijo a sus soldados: Tú no tienes corazón ni nervios; en la guerra no se necesitan. Destruye en ti la misericordia y compasión. Mata a todo ruso-soviético; no te detengas si ante ti se encuentran un viejo o una mujer, una niña o un niño; mátalos y con ello te salvarás de la muerte, asegurarás el futuro de tu familia y te cubrirás de gloria para siempre. ¡Plomo con ellos! Lo que yo digo: las teorías de Clauseviche. ¡Qué grande era el prusiano ese!». El Secretario se había admirado siempre ante el culto de Ratón a Clausewitz, a quien tenía por el inventor de una guerra total de science-fiction —aparatos al rojo vivo que entraban en las ciudades aserrando las casas al nivel de las aceras: grúas que levantaban los edificios, y los dejaban caer de gran altura sobre los 184 focos de resistencia: lanzallamas con bocas de túneles; carros de asalto con trescientos hombres dentro—, «guerra total» de cuyo inventor sólo tenía noticias por los decires de otro sargento, quien tenía sus informaciones, a su vez, de un cabo, ayudante de un teniente que tenía ejemplares de De la guerra y La Campaña de Waterloo, y gustaba de comentar algunos de sus conceptos en voz alta. «¡Para qué ese Clauseviche haya podido más que Napoleón!». Y seguía el Sargento alimentado a Cleopatra. El Secretario pensaba, una vez más, en ese anhelo de guerra total nunca vista alentado por un hombre tierno y simple, capaz de llorar ante un achaque de su tortuga, que gastaba todo su sueldo en comprar soldaditos de plomo a los chicos del barrio, comulgaba con cierta regularidad y, en cuanto a literatura, poseía la gracia de Libro Único, insustituible, irreemplazable, que colmaba aún, al cabo de un centenar de lecturas, sus apetencias de belleza, de aventura, de amor, halagando sus ocultas voluntades de poder, y trayendo acaso, a su condición de graduado menor, tenido a poco, aquello que sólo se encuentra en los escritos de Boecio, Epicteto y Marco Aurelio: El Conde de Montecristo. Pero a la vez, soñaba con guerras terribles, exterminadoras, exhaustivas, con sus consiguientes genocidios. Sentía que una diferencia surgida entre la nación de aquí y la nación vecina a causa de límites mal determinados por una frontera tan teórica como selvática, buena únicamente para pintarse en los mapas de geografías escolares, no se dirimieran, de una vez, por las armas. «Y usándose las peores», añadía, soñando con un arsenal que contuviera todos aquellos artefactos tremendos que actuaban en las aventuras interplanetarias de los comics dominicales, traducidos al español por la prensa local.
El Secretario entró en su despacho decorado al estilo pompeyano, donde lo esperaban varios legajos de fácil revisión, al pie del tintero amparado por un águila napoleónica. Terminado el trabajo y esperando que el Sargento Ratón le sirviera el almuerzo, se dio a andar por el Palacio, cuya vastedad, vacía de gentes, ujieres y guardias, le daba una deleitosa sensación de soledad. Cruzó el Gran Salón, al estilo Luis XV, con sus Gobelinos de baratillo y su piano blanco, de ribetes dorados; las yermas habitaciones presidenciales, con sus muebles falso-Escorial; la biblioteca, con sus Mommsen, sus Duruy, sus Michelet, sus César Cantú, sus Guizot, jamás compulsados; las estancias teóricamente reservadas a la Señora Presidenta, todo en ocurrencia modern-style, náyades policromas sosteniendo espejos, dibujos a lo Mucha, con vagos remedos de Aubrey Beardsley en los Pierrots llorosos que, con sus lunerías y mandolinatas, adornaban un biombo detrás del cual se ocultaban un lavabo y un bidet —este último, motivo de escándalo en la ciudad, cuando había sido traído de Francia, con demasiado misterio para no haber promovido suspicacias, cuarenta años antes—. El salón de Audiencias y Presentación de Cartas Credenciales tiraba a lo medieval, con sus ménsulas de nogal, sus panoplias y la tapicería que servía de dosel al asiento presidencial que mostraba a San Luis impartiendo justicia a la sombra de una encina… Servido el almuerzo, entró el Secretario en el comedor, entre cuyas pinturas de centauros y bacantes, ejecutadas, a comienzo del siglo, por un alumno prominente de la Escuela de Bellas Artes de París, representábase el estilo Veuve-Clicquot en un alto óleo que mostraba una botella de champaña —con la marca bien visible— que al descorcharse arrojaba al espacio una espuma de angelitos y querubines. El Secretario se sentó en la cabecera de la gran mesa, en el propio lugar del Presidente. La verdad era que, los domingos, se sentía un poco presidente en el Palacio de Miramontes. Cierta vez había llegado a terciarse una banda presidencial para sentir la emoción del poder. «¿Ya sabe usted lo que dicen en la calle? Que el General Mabillán se ha alzado con sus tropas. Hay una tremenda agitación en la ciudad. Aquí lo que hace falta es una guerra total. Que no quede nadie del lado de allá de la frontera que quieren movernos…». Pero el Señor Secretario no respondía. Había sacado de su bolsillo un pequeño libro de reproducciones de cuadros de Paul Klee. El Secretario amaba, por encima de toda plástica, la obra de Paul Klee.
II
Lunes
Levantarse temprano. Jamás me he acostumbrado a ello. Y luego, la repetición de los mismos gestos. Hoy, como ayer, como hace veinte años. Te hallas envejecido en el espejo. Y la navaja de afeitar. El mismo gesto. La misma mueca. Los nidos rebeldes, siempre rebeldes. Los dientes, ahora. Esa barrera de gestos exigidos por la comunidad —y más si se es Secretario de la Presidencia y del Consejo de Ministros entre el lecho y la calle. Entre lo que ha sido el yacer y va a ser el andar vestido. Desde que el hombre nace su existencia se acompaña de un reptar, de un deslizarse, de un tránsito en las fundas de innumerables tejidos, paños, telas, que han de quedar unidos por siempre en la historia de su existencia. Del pañal primero al traje solemne que lleva en su entierro, es un viaje de topo de camisa en camisa, de levita en levita, hasta penetrar —esta vez vestido por otro— en la funeraria. Queda el recuerdo del flux verde de los días de penuria, que llegó a ser amarillo; queda el recuerdo del azul cruzado, inglés, que fue compañero de los primeros éxitos; y aquel de esport, que llevaba cuando me declaré a Sonia; y aquel gris que me quité ante ella, mientras, ya desnuda, mordía un durazno. Y aquellos otros, acompañados de fechas, como los vinos de buenos años. Desde que abre los ojos hasta que los cierra —y aún después de cerrarlos— no hace el hombre más que desempeñar el papel de paraguas que tuviese varias fundas: fundas a las que, por lo demás, se atribuyen virtudes definidoras de condición, inteligencia y estado social. Ahora, andar. Andar hacia el Palacio de Miramontes, con los dieciocho botones del atuendo perfectamente abotonados (los dos de los bolsillos interiores, los seis de la pretina, los tres de la americana, los siete del chaleco). Hoy a las nueve hay Consejo de Ministros para considerar las exigencias del país Fronterizo en punto a fronteras. Llego ya al Palacio de Miramontes y me asombra un hecho sin importancia para el común de los transeúntes. El Sargento Ratón ocupa la garita de la posta, armado, con dos cartucheras terciadas. Se nota alguna nerviosidad en el cuerpo de guardia, cuyo vestíbulo, que es también vestíbulo de entrada, se ve desde la calle. En eso llega el Ministro de Finanzas en su Jaguar: le abren la portezuela con la cortesía de siempre, pero cuando penetra en el vestíbulo es agarrado brutalmente por los hombros y puesto bajo custodia militar. Con el Ministro de Obras Públicas, llegado en un Cadillac, ocurre lo mismo. Y lo mismo con el Ministro de Higiene, el Ministro del Interior, el Ministro de Comunicaciones… Ratón te ha visto. Viene hacia ti. «¿No entra, doctor? Hoy tenemos Consejo», y te pone una mano demasiado pesada en el hombro. «Ya vengo», dices. «Quiero comprar cigarrillos en la esquina». «Yo se los busco». «Sargento», dices con una voz tan autoritaria que confunde a Ratón: «En ningún caso puede un soldado abandonar la posta que le ha sido confiada. Relea a Clausewitz. Que, por lo demás, parece que no lo ha leído muy bien». Ratón queda atónito, pero el Secretario siente que sus ojos le siguen atentamente cuando se dirige hacia el estanquillo abierto en el ángulo de un bar. El Sargento, por lo demás, se complace en hacerle oír un ruido admonitorio: el de un Mauser palanqueado con mano ligera. «El bar no tiene salida a la otra calle», te dices. «Déme una cajetilla de Chesterfield». Ratón no te quita los ojos de encima. Ganar tiempo, justificando la demora con gestos bien visibles para el Sargento. «Déme un refresco de ésos». Está helado. Pero tú: «No está frío. Déme un poco de hielo, por favor». Cintillos de periódicos: LA AVIACIÓN SE SUMA AL MOVIMIENTO DEL GENERAL MABILLÁN. «Y también la guarnición del Palacio», dirías tú. «Otro refresco». En eso hay tremendo alboroto en el cuerpo de guardia. Ha llegado el Presidente de la República con el Primer Ministro. Ante la magnitud de la presa, el Sargento Ratón, emocionado, abandona su garita y entra en el Palacio. Se oyen varios disparos —infructuosa tentativa de resistencia por parte del Presidente, sabría yo después. Aprovechaste ese momento para salir del bar y andar muy de prisa hasta las oficinas del National City Bank of New York, que ya está repleto de gente inocente de lo que está ocurriendo a cincuenta metros de distancia. Tomas la calle aledaña y te internas en el barrio de casas viejas donde no conoces a nadie. Tu única solución es la de buscar el asilo en alguna embajada de país latinoamericano. Piensas en la de México, tan hermosa, con su gran jardín adornado de flamboyanes. Piensas en la de Brasil, que tiene buena piscina. Piensas en la de Venezuela, que tiene una magnífica biblioteca y donde dan arepas con el desayuno. Pero están muy lejos. Y tú, que vives a cien metros del Palacio de Miramontes, sólo saliste hoy con un peso o dos en el bolsillo. Pronto, además, las tropas de Mabillán ocuparán las inmediaciones de las embajadas latinoamericanas para evitar los «asilos». De súbito, al doblar la esquina de la Iglesia de la Milagrosa Virgen del Páramo, autora de muy sonados milagros, te detienes ante un edificio modesto, de tres plantas, en cuyo piso intermedio, colgada del balcón, se ostenta Ja bandera de un país de América Latina en cuya banda blanca se pinta el escudo nacional: dos panteras descansando —pero vigilantes siempre— sobre los catetos de un triángulo dorado, en cuyo centro se ven dos manos de mujer, india y blanca (allí donde las mujeres blancas no dirigen la palabra a las indias), que acaban de romper las cadenas de la opresión. Del otro lado de la modesta embajada estaba la Ferretería-Quincalla de los Hnos. Gómez. Enfrente, la fachada lateral de la sucursal de una gran tienda internacional norteamericana cuyas sucursales se multiplican en todo el continente. No hay vacilación. Entras. Subes una pequeña escalera. Tocas a la puerta de la embajada, donde está advertido, por cartel, que hasta las 11 a. m. no se recibe a nadie. Te abre el Señor Embajador en pijama. «¿No ha visto el letrero?». Lo apartas suavemente y te instalas en una butaca en plena luz: «Me quedo», dices. «No entiendo, Señor Secretario, y perdóneme que no lo haya conocido antes… Pero con el resplandor de este cristal…». «El General Mabillán ha alzado los cuarteles. Todo el gobierno está preso. Pude escapar. Ahora me acojo al asilo de esta embajada de acuerdo con los nobles principios proclamados en La Habana en la Conferencia Panamericana del Año 28». El señor Embajador, de pronto, se congestiona y estalla: «Pero esto es imposible, señor mío. Imposible. Esta embajada de un país pobre es muy pequeña. Usted sabe, mejor que nadie, de la miseria de sueldo que cobran los embajadores de ciertos países nuestros». «Tengo quien me remita unos quinientos pesos mensuales», dices. Suena detrás de ti una voz de mujer: «Tenemos una habitación muy aceptable, tratándose de un hombre solo. Bastaría con sacar unos velises». Te vuelves. La guapa embajadora, vestida de gran kimono regalado por la esposa del Cónsul del Japón, te trae una taza de café. «Espero que no se aburrirá demasiado con estos dos viejos».
El toque de queda era para las 4 p. m. hasta nueva orden. A las 8 p. m. el General Mabillán se dirigiría a la Nación. Y a las 8 p. m. el General Mabillán se dirigió en efecto a la Nación, hablando de los Héroes de la Independencia, de la Libertad recobrada, de la Justicia Social venidera, de la Bandera, del Ejército depositario de las más gloriosas tradiciones, y otras cosas por el estilo. También asoció el glorioso movimiento de aquel día al ideario de los grandes hombres de América, y a otras cosas también por el estilo. Hizo saber que el martes sería un día normal —aunque se mantendría el toque de queda a las 4 p. m.— Finalmente, anunció el inmediato comienzo de grandes obras públicas: la represa de Convocaras, el puente sobre el río Cozal, maravilla de ingeniería, el Ferrocarril del Oeste y la autopista de Nueva Córdoba a Puerto Cadenas. «Listos son», dices: «Aún no han empezado a gobernar y ya están robando. Hay que ver el negocio de comisiones sobre durmientes, rieles, clavos, balasto, postes telegráficos, etc., que significará el Ferrocarril del Oeste… y esto, sin haber entrado, siquiera, en el capítulo del material rodante y la licitación de los puentes y estaciones. En cuanto a la autopista, el juego es sencillo y no deja huellas: ocho metros de anchura en el proyecto aprobado; 7,60 a la hora de rodar sobre ella. Sobre cuatrocientos kilómetros, imagínese el beneficio…». Por la noche sonaron disparos en la ciudad. «Macanas», dijo el Señor Embajador: «En América Latina, los golpistas siempre salen victoriosos». «Lo malo son los cadáveres, que nunca fueron de gente del Country Club o de los barrios ricos», dices: «Los arsenales latinoamericanos nunca tuvieron sino clientela de pobres».
III
Otro lunes (cualquier lunes)
Me aburro. Me aburro. Me aburro. Y estoy rodeado de cosas que traen elementos nuevos a mi aburrimiento. No es ya el hecho de estar encerrado, de no poder dar un salto, siquiera, hasta el cine que está a media cuadra (ya hay dos guardianes apostados en la entrada de la Embajada), de que mi hábitat se haya reducido a una habitación angosta con una caja de Sopas Campbell haciendo de velador, entre un calendario de la General Electric (vistas del Gran Cañón del Colorado, el Golden Gate, Montañas Rocosas, la pesca de la trucha, etcétera…) y el calendario de una firma productora de discos, al que quedan aún las hojas correspondientes a Wanda Landówska, Al Jolson, Elizabeth Schwartzkopf, Louis Amstrong, David Oistrakh y Art Tatum. Lo peor de todo es lo que me circunda. El ábside del Santuario de la Milagrosa Virgen del Páramo cae en absoluta verticalidad central sobre la ventana del comedor del apartamento. Esa bocina arquitectónica-natural, del más puro estilo gótico 1910, me arroja a todas horas del día los latines de los oficios. He llegado a saberme de memoria las palabras de un himno de vísperas;
Dum esset Rex in accubitu suo,
nardus mea dedit oderem suavitatis.
Y aquello, con los días y los días de encierro, acaba por hacerme perder la noción de las fechas. Miro hacia la Ferretería-Quincalla de los Hermanos Gómez (fundada en 1912, léese en la fachada), y quedo absorto ante la antigüedad sin época de las cosas que ahí se venden. Porque la historia de las industrias del hombre, desde la protohistoria hasta la bombilla eléctrica, está ilustrada por los artículos, objetos y enseres que se ofrecen en la Ferretería-Quincalla de los Hnos. Gómez: las sogas, jarcias y cordeles de Ulises; las balanzas y pesas que nos hablan de los remotísimos tiempos en que el hombre, dejando de vender frutas, carnes o peces, al estimado o a la pieza, empezó a vender sus mercancías al peso, introduciendo, con ello, en el comercio, los tribunales y justicias; los almireces de piedra porosa, idénticos aún a los que usaban los primitivos habitantes de estas tierras; los yunques, grandes o pequeños evocadores de tantas cosas; los calderos del Sabbath; unos clavos españoles, cuadrados, de medio palmo de largo, semejantes en todo a los que penetraron la carne de Cristo, y unas azadas, de mucho peso, preferidas por los campesinos de aquí, idénticas en traza y rollizo espesor de los mangos a las que blanden los labriegos que habitan las miniaturas agrícolas o bucólicas (casi siempre relativas al mes de marzo) de los Libros de Horas medievales. Iba entonces, más que hastiado, a la ventana del frente que daba sobre los escaparates de juguetería de la gran tienda norteamericana. Pero ah, lo inamovible, lo siempre semejante a sí mismo, por encima de los responsos, lecciones y liturgias de la iglesia, por encima del arcaísmo de los enseres modernos de la Ferretería-Quincalla de los Hnos. Gómez, era el Pato Donald. Estaba ahí, en su humanidad de cartón piedra, de patas anaranjadas, en un ángulo de la vitrina, dominando un mundo de pequeños ferrocarriles en marcha, de alacenas con frutas de cera, pistolas vaqueras y carcajes, andaderas con ábaco. Estaba ahí, aunque lo vendieran y revendieran, quince veces al día. Como los niños querían «ése», el de la vitrina, una mano femenina lo agarraba por sus patas anaranjadas, colocando poco después otro Pato Donald, el mismo, en su lugar. Esa perpetua sustitución de una forma por otra idéntica, inmóvil, alzada en el mismo pedestal, me hacia pensar en la Eternidad. A lo mejor Dios era relevado así; de tiempo en tiempo, por una potencia superior (¿Madre de Dios, madres de Dioses? ¿Algo no había dicho Goethe acerca de ellas?), custodia de su perennidad. En el minuto del cambio, cuando el Trono del Señor quedaba vacío, era cuando ocurrían las catástrofes de ferrocarril, las caídas de aviones, los naufragios de trasatlánticos, se encendían las guerras, se desataban las epidemias. Esta sola hipótesis echaba por tierra la abominable herejía de Marción, según la cual un mundo malo sólo podía haber sido creado por un Dios malo. También me hacía pensar el Pato Donald de la tienda en el sofisma de la flecha de Zenón de Elea: siempre inmóvil y semejante a sí mismo, seguía una rauda trayectoria, renovada quince, veinte veces al día, que lo conducía a todos los extremos y suburbios de la ciudad. Esto era también, para mí, un elemento de intemporalidad, junto al trenecito eléctrico que, día y noche, proseguía su inacabable viaje sobre tres metros de rieles, sin dejar de encender una diminuta luz roja a cada vuelta. «¿Hoy es viernes?», preguntó a la Señora Embajadora. «Lunes, hijo, lunes». Por lo demás, no leía los periódicos. Conozco demasiado al General Mabillán y a los castrenses que lo acompañan. Me lo imagino preguntando ya a su ayudante: «¿Cómo era eso de las mujeres europeas, elegantes, refinadas y con conversación?». «Ya lo tengo averiguado, mi general: quien tiene sus señas es una cabronaza llamada Hipólita, que vive cerca del Parque Tadeo». «Tenemos que conseguirnos una casa en las afueras, teniente». «A la orden, mi general». Volví a la ventana para ver el Pato Donald dieciocho, pronto sustituido por el número diecinueve del día.
IV
Un lunes que puede ser viernes
El Señor Embajador estaba molesto, inquieto, desconcertado por la Querella de Fronteras que, cada día, se alejaba más de una solución posible, y más ahora que el General Mabillán, con el ánimo de distraer la opinión pública de las sangrientas peripecias de su cuartelada —todavía sonaban disparos en la noche—, hacía todo cuanto le fuera posible por galvanizar la nación en torno al patriótico empeño de una guerra inminente. Todo aquello de: «Sois hijos de los héroes que…», «Sean nuestros confines un glorioso campo de batalla», «Honor a quienes honores merecerán», «No hay muerte más bella que la que…», etcétera, etcétera, etcétera, era repetido por la radio y TV a todas horas. Para acabar de impresionar a la población capitalina, donde aún tenía muchos adversarios, el General Mabillán anunció que el Día Tal —no sabía el Asilado sí se estaba a 2, 11 o 28 de aquel mes—, habría un gran simulacro de defensa antiaérea en la ciudad. Todos los habitantes fueron provistos de un pequeño catecismo en el cual se les instruía en lo que debían hacer para no ser afectados por la caída de proyectiles «en su caída natural». «¿Es un periódico abierto sobre la cabeza protección suficiente?». «No». «¿Es un paraguas abierto protección suficiente?». «No». «¿Es la carrocería de un automóvil protección suficiente?». «Sí, aunque se aconseja bajar los cristales laterales, colocándose las personas lo más al centro del vehículo. Al comenzarse el bombardeo antiaéreo, además, los automóviles pararán junto a la acera más inmediata, apagando todas las luces». Llegó la gran noche. El General Mabillán, de completo uniforme de campaña, con el barbuquejo hundido en la papada, era el escenógrafo máximo, el Gran Intendente de Espectáculos del Simulacro, dirigiéndolo todo desde una colina guarnecida de una batería antiaérea. Señales. Sirenas. Apagón total. Expectación. «Ya se oyen los aviones enemigos». Pero por una de las tretas que se permite el Trópico, al día espléndido que había sido el Día Tal, había sucedido un brusco descenso de neblinas de todos los cerros circundantes. Los «aviones enemigos» nada vieron debajo de sí, sino unas gasas opalescentes. Y los artilleros de abajo nada vieron, sino unas nubes gris elefante. «Disparen todos», gritó el General Mabillán furioso. Y fue el pandemónium durante media hora. Los aviones pasaban y repasaban sin saber de proyectiles teóricos, siempre dirigidos adonde no estaban. Al fin regresaron a sus bases. Cuando todo terminó, volvió el General de muy mal talante al Palacio de Miramontes. «Que matan en la cárcel al meteorólogo», dijo. «En los barrios pobres hubo muchas víctimas de las caídas naturales de proyectiles. Imagínese: sus casas tienen techos de cartón. Diez y siete muertos y varios niños heridos», dijo quedamente el Ayudante: «¿Pararemos las informaciones?». «En el acto. Y advierta a los periódicos que si se les va algo impongo, sí, impongo la censura».
Como la Querella de Fronteras se iba agudizando, pensé que en algo podría ayudar al Señor Embajador, de quien su guapa esposa me dijera ayer: «Es un cretino». Sin saber a ciencia cierta lo que podría hallar, empecé por estudiar la historia del País Fronterizo. Fue descubierto por Colón en su cuarto viaje y si nada dijo de ello fue —lo sabemos ahora por los escritos póstumos de un matemático moro, entonces grumete de la nao almirante, que pertenecía a la familia de Ibrahim Al Zarkali, el del tratado sobre los astrolabios—; si nada dijo, repetimos, fue porque el día de aquel descubrimiento, Colón, hallándose enfermo de calenturas, no quiso ir a tierra de gran terciopelo, estandarte en mano, para «tomar posesión de esta tierra en nombre de…» etcétera, etcétera. Tampoco quiso despachar a otro, porque sabía que el estandarte se le subiría a la cabeza, puesto que el guardamecí brocado, movido por la brisa, le barrería el rostro con incitante suavidad. Quedó el estandarte de los Reyes en su lugar, zarpando las naves, y así permaneció el País Fronterizo sin constancia de su descubrimiento, en medio de una siempre remozada controversia académica entre los partidarios del «sí bajó» y del «no bajó», hasta que una docta fundación creada para estimular el estudio de las lenguas arábigas publicó el texto revelador de Al Zarkali. Descubierto el País Fronterizo, arribaron a él los de la primera hornada de civilizadores: adelantados, encomenderos, hidalgos arruinados, truhanes de almadraba sevillana, todos grandes manejadores de dados plomados, bebedores del rancio y del agriado, todos grandes fornicadores de indias; arribaron luego los de la segunda hornada: magistrados, leguleyos, agentes del fisco y oidores, transformándose la colonia, por más de dos siglos, en un vasto potrero con ganado y campos de maíz, hasta donde alcanzara la vista, con algún remanso de hortalizas de España… Pero, vaya usted a saber por qué aparece un día, en ese país, un ejemplar del Contrato social de Rousseau, ciudadano de Ginebra. Y luego, es el Emilio: los niños, en el colegio de un instituto rousseauniano, dejan de estudiar por libros; se consagran a la carpintería, a una observación de la naturaleza que se traduce en destripamientos de coleópteros y lagartijas arrojadas a las tarántulas dentro de sus propios hoyos. Los padres enérgicos se enfurecen; los espíritus simples preguntan que cuándo y en qué barco llegará el Vicario Saboyano. Y luego, para remate, es la Enciclopedia Francesa. Aparece en América, por vez primera, el personaje insólito del cura volteriano. Y después es la fundación de la Junta Patriótica de Amigos del País, de ideas liberales. Y, un buen día, suena el grito de «¡Libertad o Muerte!». Y, bajo la égida de los héroes, se pasará un siglo de cuartelazos, bochinches, golpes de estado, insurrecciones, marchas sobre la capital, rivalidades personales y colectivas, caudillos bárbaros y caudillos ilustrados. Hay quien quiere calmar los ánimos, sin éxito, instituyendo el culto a Augusto Compte, erigiéndole templos, y difundiendo, en gran escala, el Catecismo positivista. (Poco éxito obtiene, por cierto, un culto sin santos visibles a quienes adorar, como tampoco el Calendario positivista, donde los días se consagran a la memoria de Columela y Kant, de los Teócratas del Tíbet y de los Trovadores —tenían su fecha— y hasta del Doctor Francia, tirano del Paraguay, allí donde se tenía gran devoción por San José, San Nicolás, San Isidro Labrador, que quitaba el agua y ponía el sol, y la Virgen de Catatuche, que gustaba por trigueña, buena moza y milagrera de manga ancha). Y así se llega, arruinando el país, despojado de su ganadería por las partidas armadas y los cuatreros, hundida su agricultura, al momento (1907) en que se plantea por vez primera la Cuestión de Límites. Pero me parece que olvidaron, los de allá, que las dos comisiones interesadas y la comisión alemana que hubo de asesorarlas en lo técnico, habían llegado a una excelente solución. Eran quinientos kilómetros de selva los que reclamaban —y reclaman ahora— mis compatriotas. En esa selva no hay un solo concesionario de tierras vírgenes que sea de este país, donde la población es muy dada a afluir hacia la capital En cambio los hay, numerosos, de la Nación Fronteriza. Solución: se resolverá que el Río Iripare sea de uso común. La frontera, más teórica que real, quedará donde está. En cambio, los de allá ofrecerán extraordinarios privilegios en enseres agrícolas, etcétera, a los colonos de acá —ninguno— que quieran instalarse en el área disputada, considerándolos como hermanos, ya que nunca se sabrá cuándo una tierra entregada a algún pionero o civilizador vaya a quedar del lado de acá o del lado de allá de la frontera —cuando no quede a caballo sobre ella. Más aún: el País Fronterizo hará extraordinarias concesiones —derechos de paso, franquicia de peajes…— a quienes quieran adquirir tierras dentro de lo considerado como territorios limítrofes… «¡Espléndido! ¡Pero, espléndido!», clama el Señor Embajador al conocer esta solución posible: «El General Mabillán aparecerá como un magnífico negociador. No hay modificación de límites teóricos. Y después del fracaso de las prácticas de defensa antiaérea, podrá nuestro General declarar que no habrá guerra. Devuelve los hijos a sus madres; los hombres a sus hogares. Y el honor de mi país queda salvaguardado»… «Esa solución debiste haberla hallado tú», dice la Señora Embajadora que, esta tarde, me mira de extraña manera.
V
Viernes en lunes o jueves en martes próximo
Hacía meses —desde el éxito de la solución propuesta a la Querella de Fronteras— que el Asilado se había vuelto un personaje de trabajo imprescindible en la Embajada. Gracias a él se había negociado un fructuoso intercambio de algodón por tabaco; gracias a él se había comerciado con cosas ayer inertes, confinadas, como eran la ruanas montañesas, tejidas en Londres, que formaban parte del traje nacional del País Fronterizo; se había traído, a las reposterías de acá, pájaros de azúcar cande, animales de melcocha, confituras en jarros de barro; en las tiendas se veían cinturones, sombreros de fieltro velludo, blusas de escote cuadrado, que eran de la industria aledaña. Con esto, y las iglesias de barro para guardar santos, las guitarras de fabricación aldeana, los violines de Petache, pueblo en donde todo el mundo era luthier, se iba creando a este país, exento de un folklore expresado en tejidos u objetos, la ilusión de un folklore que era muy del agrado de los extranjeros… Pero eso no era todo: el Asilado, hastiado de su inactividad, en un tiempo sin tiempo, donde era lo mismo que fuese viernes que lunes, jueves o martes, se había echado encima todo el trabajo de la Embajada. Así, mientras el Señor Embajador leía sus siempre renovados tomos de Simenon, metido en la piel del Inspector Maigret, el Asilado redactaba notas diplomáticas, cartas confidenciales, comunicaciones a la Cancillería, informes, memorándums, etcétera… «Parece usted el propio embajador de mi país», decía el Señor Cónsul, que solía visitar inesperadamente la Embajada… «para fisgonear y espiar», decía el Señor Embajador, que detestaba la cara de caballo malvado del Señor Cónsul. Y un día, el Asilado manifestó el deseo de adoptar la nacionalidad del País Fronterizo. «Estás loco», me dijo el Embajador. «En vuestra Constitución se lee (tomaste el tomo, lo hojeaste, estiraste el índice sobre el artículo interesante) que todo extranjero con dos años de residencia en el país puede solicitar su nacionalización. Estoy aquí en territorio nacional de ustedes. Estoy regido por sus leyes. Si en esta casa cometiera un delito, sólo podría ser juzgado por los tribunales de su país». «Pero… ¿piensas permanecer dos años en esta casa?». «Llevo varios meses ya. Y quiero recordarle que un famoso leader latinoamericano estuvo asilado en la embajada de un país hermano por espacio de siete años. Enclaustramiento más largo que el de Jonás, lo reconozco; pero apenas menor que el de Silvio Pellico». «Veremos cuando cumplas los dos años». «Los cumplirá», dijo la Embajadora con una convicción que me hizo pensar en los meses —¿cuántos meses?— que me faltaban por vivir en este mundo situado entre la eternidad de Dios y la eternidad del Pato Donald.
Hoy se marchó temprano el Señor Embajador, de gran levita para asistir al Desfile Militar del Día de la Patria. Desayunamos solos, la guapa embajadora y yo. Luego fuimos a la pequeña biblioteca que había dejado el embajador de antes. «No busques nada interesante», dice la Embajadora: «Ese señor estaba empeñado en demostrar que los Conquistadores de América habían hallado, en estas tierras, todos los prodigios que aparecen en los Romances de Caballería. De ahí, su biblioteca (ademán): Amadís de Gaula, un plomo; Palmerín de Hircania, otro plomo; El Caballero Cifar, dos plomos». Tomé el tomo de Tirante el Blanco. «¿Y éste?». «Tres plomos». «Acaso porque nunca entraste en el mundo del personaje llamado Placer de mi Vida, aquella que, habiendo escondido al caballero en un cofre entreabierto, le enumera y muestra las maravillas físicas de una princesa desnuda. Y le dice… (abriendo prestamente el libro en golpe de efecto):
¡Oh, Tirante señor! ¿Dónde estás tú ahora que no eres aquí cerca
para que pudieses ver y tocar la cosa que más amas en este mundo?
Mira, señor Tirante, cata aquí los cabellos de la señora princesa;
y los beso en tu nombre, que eres el mejor de los cabañeros del mundo.
Cata aquí los ojos y la boca: yo los beso por ti. Cata aquí sus
cristalinas tetas, que tengo cada una en su mano; mira como son
chiquitas, duras, blancas y lisas. Cata aquí su vientre y los muslos
y el lugar secreto. ¡Oh desventurada de mí! ¡Y cómo no soy hombre
para fenecer aquí mis postrimeros días! ¿Dónde estás tú ahora, caballero
invencible? ¿Por qué no vienes a mi pues tan piadosamente te llamo?
Las manos de Tirante son dignas de tocar aquí donde yo toco, y otro no,
que éste es bocado con el cual quienquiera se querría ahogar».
La Señora Embajadora se reía con las ocurrencias del libro de gracias escondidas. Se rió más con el capítulo del Sueño de Placer de mi Vida, aquel en que la princesa decía: «Déjame, Tirante, déjame». Y aquel día, a fuer de parecer pedante, diré que «no leímos más allá…». Y cuando, advirtiendo que oficiales y soldados, rotas las filas, se desbandaban por las calles al haberse terminado la Gran Parada del Día de la Patria, los amantes entendieron que había llegado la hora de vestirse y de sentarse en el salón, para esperar al Señor Embajador. La Embajadora tomó una agenda: «Todo está en organizamos: El Día de la Patria, nos da ocho horas de tranquilidad. El Día de los Héroes, seis horas, porque hay buffet después de la colocación de coronas. El Centenario de la Independencia, nueve horas y almorzaremos solos. Duelos Nacionales, seis al año; ceremonias de cuatro horas anchas, con discursos. (Yo me he dado una fama de enferma hepática para no acompañar a mi marido a esos actos). Recepción de Primero de Año, en Miramontes, cinco horas más o menos; Día del Ejército, ocho horas, pues el desfile se acompaña de un almuerzo en el club militar; añade los carnavales, con la coronación de la Reina; las fiestas diplomáticas, a las que sí voy un poco para cubrir las apariencias. Pero de eso nos desquitaremos con las inauguraciones de monumentos a cualquier prócer —¡y cuidado que este país tiene próceres!—; y eso no es todo: el besamanos del Nuncio de Su Santidad; la tarja colocada en la casa natal de un gran r educador del siglo pasado; las inauguraciones de diques, represas, puentes, etcétera, etcétera. Esto ya a ser una fiesta de cada día». En esto llegó el Señor Embajador, sofocado, resudado, con el almidón del cuello cubierto de ampollas, quejándose del calor, de la incomodidad de la tribuna, situada de frente al sol. «Los agregados militares norteamericanos pudieron reconocer, en las unidades motorizadas, todos los rezagos de la Segunda Guerra Mundial». Además, el polvo que levantaba la infantería, con esa manía nueva de hacerlos marchar al paso de ganso…
VI
Cualquier día
El Señor Embajador, cumpliendo con las obligaciones impuestas a los diplomáticos que confieren el asilo a un perseguido político (Conferencia Panamericana de 1928, Artículo 2.º, Disposición Segunda), según las cuales «El Agente, inmediatamente después de concedido el Asilo, lo comunicará al Ministro de Relaciones Exteriores del Estado del Asilado», había hecho lo indicado desde el principio. Por ello, los dos soldados, de bayonetas en claro, seguían montando la guardia frente a la Embajada, para gran desasosiego de los muy escasos solicitantes cuyos asuntos escaparan a la jurisdicción del Consulado. De ahí que el tiroteo de aquella mañana te repercutiera en el vientre. A dos pasos de ti, en esta calle, entre la juguetería —aún tan próxima de quienes eran balaceados— y la Iglesia de la Virgen del Páramo, la policía disparaba sobre una manifestación de estudiantes que protestaban contra el General Mabillán, por su intento de reforma de la Constitución, encaminada a asegurarle una permanencia de ocho años en el poder, con posible reelección si el pueblo la determinaba mediante plebiscito. Yo hubiese querido estar con los estudiantes, gritando, arrojando trozos de cabillas, tuercas, piedras, tumbando los guardias montados de sus caballos. Pero nada podía hacer, «quemado» como lo estaba y con mis dos guardias a la puerta. Por lo demás, conocía todos los pormenores de la represión que sería aplicada con saña singular al primer grupo de estudiantes capturados: lo de las cárceles repletas, y que, en ciertos casos los presos de última hora, afortunados sin saberlo, habían tenido que ser alojados en los hoteles cercanos; lo de las humillaciones, las torturas ya clásicas, practicadas por la Gestapo y la FBI americana; el tormento consistente en parar a un hombre durante doce horas sobre un viejo caucho de automóvil, etc. Pero ahora habían entrado los fenómenos en escena: los sádicos, los copuladores legalizados, los tarados de toda índole, regidos por el Gavilán, aquel que tenía tan largas y duras las uñas de los dedos índices y pulgares que podía hundirlas rápidamente, con horribles desgarramientos, en una garganta humana. Esto, sin hablar de los violadores y proxenetas, dotados ahora de carnets y credenciales para poder demostrar, en todo caso, que habían pasado a ser agentes de la Policía Política del Gobierno.
Ahora estás enamorado y te echas en cara ese amor como una falta, como un delito. Los que son ametrallados en las calles son los mismos —aunque de nueva generación— que los que contigo, no hace tanto tiempo aún, penetraban, de tu brazo, en el vasto mundo de la filosofía. Los mismos que decían, en broma: «Dos mecanismos mueven el mundo: el sexo y la plusvalía». Los mismos que se asombraban de que algunos filósofos materialistas concedieran tanta importancia a ciertos textos presocráticos, tan exiguos y mutilados que no acababan de dibujar un pensamiento claro… Me asomo a la ventana: allá yacen varios heridos de los míos, tirados en el suelo, perdiendo su sangre, arrastrándose bajo las balas que aún se encajan en las columnas y pilastras. Vas hacia la Embajadora y te echas a sollozar en su regazo. «Horrible, horrible», dice ella. «Estos policías de tu país son unos bárbaros». «Y más ahora que tienen instructores norteamericanos». Sollozas. Te hace bien. Luego, para calmarte más, la Embajadora te recuesta a su lado. Cierras los ojos sobre su carne y es noche. ¿De qué día? No lo sabes. ¿La fecha? La ignoras. ¿El mes? No te importa. ¿El año? El único año visible aquí es el de la Ferretería-Quincalla: «Fundada en 1912». «Tal vez pueda ser un punto de referencia», dices, amargo. Y ahora, el amor, una vez más; el amor que no tiene fecha. Como decía una cantante francesa: «Podría ocurrir el fin del mundo y no nos daríamos cuenta». El amor, en este encierro, en este aislamiento, en este tiempo sin tiempo, me da una sensación parecida a la del hombre que hubiese fumado opio en una casa desconocida y que, al despertar, se comportara como Elpenor, lanzándose al vacío por no saber dónde estaba. Sin embargo, tú amas a la Embajadora —Cecilia se llama—. Sus brazos blancos, hondos, te son necesarios. Hallas en ella, dentro de tu infortunio, la ternura de la madre, la solicitud del aya, el calor de la amante. Junto a Cecilia estás trazando el plan de vastas acciones destinadas a eliminar al Señor Embajador. El arsénico, acaso. Pero… ¿cómo obtenerlo, sin llamar la atención? ¿El cianuro de potasio? Fácil de usar, con un juego apasionante añadido a la «eliminación física» del personaje: el veneno se mezclaría con alguna de las pastillas que el Señor Embajador tomaba todas las noches para la digestión. Se revolverían las pastillas como los dados en un cubilete. Y no habría más que esperar. Hoy no ha sido. Será mañana: sólo quedan tres pastillas. Y cuando sólo quedaran dos, ya dispondríamos todo lo del entierro. Las bandas y condecoraciones que habría de llevar el muerto consigo. ¿Y cuando sólo quedara una? Noche de indecible emoción. Pero… ¿quién iba por el cianuro? ¿Venderían eso en botica? Lo ideal hubiese sido el curare, que no deja huellas en el organismo. Una hincada con una buena aguja enherbolada y el personaje se caía de repente, sin poder respirar, con los músculos de los pulmones paralizados. Pero para conseguir el curare, que se conservaba en pequeñas calabazas, era necesario llegar al territorio de los indios Guachinapas, y era cosa de un mes, por lo bajo, pasando de lanchas a canoas. Lloras con ella sobre la común desgracia de sentirse tan inermes. ¡Qué felices hubiésemos sido a la orilla de un féretro…! Te acercas a la ventana. Ha terminado el tiroteo. Se han llevado a los heridos —o muertos, tal vez. El cristal de la vitrina de la juguetería está resquebrajado por un balazo que derribó de su zócalo al Pato Donald, con un pequeño agujero negro en el cartón del pecho. Como era el Día de los Héroes, nadie había en la tienda que pudiese reponer la figura. Seguía, despatarrada, con las palmas anaranjadas en alto.
VII
Hacia un martes
Cuando se llegó a la estación de las lluvias, las relaciones diplomáticas de este país con el Fronterizo, empeoraron. La Querella de Límites volvió a encenderse y, con ella, los ánimos. Pero ahora el General Mabillán movilizó todos sus cuerpos y oficinas de propaganda y censura para aminorar los arrestos bélicos. Necesitando de un ejército represivo interno para disolver manifestaciones y desfiles, atajar las huelgas, hacer observar los toques de queda, allanar casas y empresas, patrullar las calles, etcétera, etcétera, no creía que fuese oportuno, en verdad, mandar varias divisiones a la frontera selvática, dejando en descubierto el frente interno. Por lo mismo, su arrogancia de antaño ante el País Fronterizo se había transformado en una política de tolerancia y cooperación. «Nada de problemas internacionales», decía. Y más ahora que los Estados Unidos habían adquirido grandes concesiones mineras en el territorio litigioso. Tan confusa era la situación que el Señor Embajador fue llamado por su Cancillería para que informara personalmente. Sería un viaje de quince días, a lo más. La Señora Embajadora le hizo sus maletas con extraordinario amor y al día siguiente, fue a despedirlo al aeropuerto, observando, con satisfacción, que el avión era de modelo antiguo, con todas las trazas de caerse: era el mismo que los operarios del mantenimiento designaban con el nombre de «el ataúd volante».
Al día siguiente, el Cónsul vino a visitarme. «Ya es usted mi compatriota», dijo, abrazándome, y dándome los papeles de mi nueva nacionalidad. De ahora en adelante, mi escudo sería —lo veo reproducido en todos los documentos entregados— el de los dos tigres vigilantes, adormecidos sobre los catetos de un triángulo dorado, de origen evidentemente masónico, si pensamos que el Prócer Máximo de mi nuevo país había sido, en Europa, Príncipe Kadosh de la Logia de los Caballeros Racionales. «Pero esto no es todo», comenzó a decir el Cónsul con un tono que, por la impostación de la voz, por el ritmo de la palabra, difería mucho de lo anterior. Hablaba lentamente: «Durante estos años he informado a mi Cancillería acerca de sus trabajos. Querella de Fronteras, intensificación del comercio, intercambios fructuosos de productos, etcétera, etcétera. Están enterados de todo lo que usted hizo por nuestro país, que no era el suyo todavía. Este imbécil (señaló el sillón del Embajador) nunca sirvió para nada. Y lo saben. Por ello (engolando la voz) va usted a ser nombrado embajador de mi país, en su lugar». Ante mis protestas, el Señor Cónsul me hizo saber que en su país —«nuestro país»— los cargos de embajadores no se daban, por lo general, a diplomáticos de carrera, sino a hombres brillantes o capaces: escritores, financieros, figuras mundanas, periodistas. Además, la utilización diplomática y docente de figuras pertenecientes a otras naciones continentales era tradicional en América. Podían ser extranjeros: hubo ministros cubanos en Centroamérica: el venezolano Andrés Bello fue Rector de la Universidad de Chile. Recuerdo a… Corté la enumeración prevista: «Pero… nunca me darán el placet». «Con las ganas que tiene Mabillán de quedar bien con nuestro país, ahora que quiere sacarle 150 000 000 de dólares a la Alianza para el Progreso, le daría el placet a Jack el Destripador». (Risa). «¿Pero, el Embajador, la Embajadora…?». «El Embajador ha sido llamado, a la verdad, para trasladarlo a Gotemburgo, como mero agente consular. En cuanto a la Embajadora, si ella no se opone a ello, podrá quedar aquí, en calidad de Secretaria de la Embajada».
El placet fue otorgado sin demora. Y el martes siguiente salió el Asilado para presentar sus credenciales al General Mabillán. Los guardias de la puerta, en su último día de posta, le presentaron armas. La levita del Señor Embajador le quedaba bastante bien. A la chistera, había sido necesario rellenarle la badana con papel de periódico. Los guantes de color mantequilla, tenían que ser llevados en la mano izquierda, como un manojo de espárragos, por demasiado estrechos. Pero todo era magnífico hoy: el automóvil de la Cancillería, la conversación insulsa del Introductor de Embajadores. Hoy era martes. ¡Martes, martes, martes! Martes, 28 de junio. ¡28 de junio! Un mes cuyo nombre sonaba a playas, a grandes espacios… Acompañado del Introductor de Embajadores, llegó el ex asilado al Palacio de Miramontes. No contestó a la mirada implorante, compungida, del Sargento Ratón, que buscaba la suya. Se le rindieron los honores militares y penetró en el despacho del General Mabillán. Fue recibido muy cordialmente, y el General hizo la amable comedia de leer sus cartas credenciales que, para todos los casos y países, estaban redactadas de manera casi idéntica. Luego, pronunció un pequeño discurso en el cual habló de la amistad secular entre los dos pueblos, de lo bien que iban a entenderse ahora, en estos umbrales de una era de prosperidad para ambos; de las mutuas glorías pasadas; de lo hermanos que eran ambos países y de lo más hermanos aún que iban a ser en lo adelante, y de otras cosas así. El nuevo Embajador respondió en los mismos términos de «prosperidad», «amistad», «entendimiento», «hermanos», «nuestra América», el «continente del porvenir», «la tercera solución aportada a los conflictos ideológicos de la época por los avisados gobiernos del Nuevo Mundo», y todo lo que se oye en semejantes oportunidades. Dos copas de champaña, brindándose por la prosperidad de ambos pueblos. Y un estrechón de manos, durante el cual el General cuchicheó al nuevo Embajador: «No llamé a los fotógrafos. Hubiese sido difícil. Mandaré una nota de prensa en la que creerán ver un homónimo». «Lo considero, mi general». Y el General, bajando la voz todavía más: «Eres un cabroncito, Ricardo». «¿Y qué tal las mujeres europeas, elegantes, refinadas y con conversación, mi general?». «¡Vete al carajo!»… El Introductor de Embajadores se acercó para significar que la visita diplomática había terminado. El nuevo Embajador retrocedió hacia la puerta, de espaldas a ella, haciendo una reverencia a cada paso. Cuando estuvo fuera, entreabrió la cortina, metió la cabeza, y dijo: «Chao, Felipe».
La Señora Embajadora me esperaba con un fino almuerzo de regocijos y vinos. No faltaban los pepinos rusos, en salmuera, que tanto me gustan, ni el mango-chutney que con algo se armonizaría, ni las alcaparras francesas que tan bien acompañan la cachaza brasileña. El Pato Donald herido, había sido sustituido por otro, intacto. Pero su figura no se asociaba tanto ahora, para mí, a la idea de eternidad. Como los bombillos Edison de la Ferretería-Quincalla de los Hnos. Gómez tampoco evocaban tanto a Menlo-Park como ayer. Limpié el calendario de hojas muertas, poniéndolo en el martes 28 de junio. Empezaban tiempos mejores. Y cuando, ya amoscado por unas cachazas tomadas de prisa, se nos metió en el comedor el latín de
Dum esset Bex in accubitu suo,
nardus mea dedit oderem suavitatis,
lo apagamos con la trompeta de Amstrong hallada en la radio. Al día siguiente, me costó trabajo pensar que se vivía en miércoles, y que miércoles tenía sus obligaciones. Pero desde el jueves volvieron los días, con sus nombres, a encajarse dentro del tiempo dado al hombre. Y empezaron los trabajos y los días.
Fin
Alejo Carpentier. Fue un escritor cubano y francés que se destacó por su obra literaria de corte barroco y realista mágico. Nació en Lausana, Suiza, el 26 de diciembre de 1904, hijo de un arquitecto francés y una pianista rusa. Su familia se trasladó a Cuba cuando él era muy pequeño y allí creció en contacto con la cultura y la música del país.
Desde joven se interesó por la literatura y la musicología, y colaboró en varias revistas culturales. En 1928 fue encarcelado por sus actividades políticas contra la dictadura de Gerardo Machado y al salir se exilió en París, donde entró en contacto con el movimiento surrealista. Allí escribió su primera novela, Ecué-Yamba-O, publicada en 1933.
En 1939 regresó a Cuba y trabajó como periodista y profesor. En 1944 se mudó a Venezuela, donde vivió hasta 1959. Durante este período escribió algunas de sus obras más importantes, como El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces (1962). Estas novelas reflejan su visión de la historia y la cultura latinoamericanas, así como su uso de lo que él llamó "lo real maravilloso", una forma de integrar lo fantástico y lo mítico con lo real.
En 1959 regresó a Cuba tras el triunfo de la Revolución y ocupó varios cargos diplomáticos y culturales. En 1966 fue nombrado embajador en Francia, donde residió hasta su muerte el 24 de abril de 1980. Entre sus últimas obras se encuentran El recurso del método (1974), Concierto barroco (1974) y El arpa y la sombra (1979). Recibió numerosos premios y reconocimientos, entre ellos el Premio Cervantes en 1977.
Alejo Carpentier fue un autor innovador y original, que supo fusionar su erudición con su imaginación para crear una obra rica y diversa, que influyó en muchos escritores posteriores. Su legado es parte fundamental de la literatura hispanoamericana del siglo XX.