El dedo medio del pie derecho
I
Es bien sabido que la vieja casa de Manton está embrujada. En todo el distrito rural cerca de allí, e incluso en el pueblo de Marshall a una milla de distancia, ni una persona de mente imparcial abriga una duda sobre eso; la incredulidad está confinada a esas personas opinadoras que van a ser llamadas “excéntricas”, tan pronto como esa útil palabra haya penetrado el dominio intelectual de La avanzada de Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos clases: el testimonio de los testigos desinteresados que han tenido una prueba ocular, y la de la casa misma. La primera puede ser descuidada y descartada en cualquiera de los varios terrenos de la objeción, que puede ser impulsada contra ésta por el ingenioso, pero los hechos en la observación de todos son materiales y controlables.
En primer lugar, la casa de Manton ha estado desocupada por los mortales más de diez años, y con sus accesorias está cayendo con lentitud en la decadencia, una circunstancia que, en sí misma, el juicioso apenas se va a aventurar a ignorar. Se levanta un poco lejos del tramo más solitario del camino Marshall y Harriston, en un claro que fue alguna vez una granja, y que aún está desfigurado con franjas de vallas podridas y medio cubiertas de zarzas, que invaden un suelo estéril y pedregoso largo tiempo desconocido por el arado. La casa misma está en una tolerable buena condición, aunque bastante manchada por el tiempo y con una extrema necesidad de atención del vidriero, habiendo atestiguado la más pequeña población masculina de la región, a su manera amable, su desaprobación de la vivienda sin vivientes. Es de dos pisos de altura, casi cuadrada, su fachada está agujereada por una única puerta, flanqueada a cada lado por una ventana tapiada hasta el mismo tope. Las ventanas correspondientes de encima, no protegidas, sirven para admitir la luz y la lluvia en las habitaciones del piso superior. La hierba y la maleza crecen con mucha exuberancia a todo alrededor, y unos pocos árboles de sombra, un tanto peor para el viento, inclinados todos en una dirección, parecen estar haciendo un esfuerzo concertado para correr lejos. En resumen, como el humorista del pueblo Marshall explicó en las columnas de La avanzada, “la propuesta de que la casa de Manton está bastante embrujada, es la única conclusión lógica de las premisas”. El hecho de que en esta vivienda el señor Manton creyó era expediente, una noche hace unos diez años, levantarse y cortarle las gargantas a su esposa y dos hijos pequeños, mudándose a la vez a otra parte del país, ha hecho su parte sin dudas, al dirigir la atención pública hacia la idoneidad del lugar para el fenómeno sobrenatural.
A esta casa, una tarde de verano, llegaron cuatro hombres en una carreta. Tres de éstos se apearon pronto, y ése que había estado conduciendo amarró el tiro, al único poste que quedaba de lo que había sido una valla. El cuarto se quedó sentado en la carreta. —Vamos —dijo uno de sus compañeros acercándose a él, mientras los otros se movían en dirección de la vivienda—, este es el lugar.
El hombre abordado no se movió.
—¡Por Dios!— dijo con aspereza—, esto es un truco, y a mí me parece como si usted estuviera en esto.
—Acaso yo estoy —dijo el otro mirándolo a la cara fijamente, y hablando en un tono que tenía algo de desprecio en sí—. Usted recordará, sin embargo, que la elección del lugar, con su propio asentimiento, se le dejó a la otra parte. Por supuesto, si le tiene miedo a los fantasmas…
—Yo no le tengo miedo a nada —interrumpió el hombre con otro juramento, y saltó al terreno. Los dos luego se unieron a los otros en la puerta, que uno de ellos había abierto ya con alguna dificultad, causada por el óxido de la cerradura y las bisagras. Todos entraron. Adentro estaba oscuro, pero el hombre que había abierto la cerradura de la puerta, sacó una vela y unos cerillos e hizo una luz. Luego abrió la cerradura de una puerta a su derecha, mientras estaban parados en el pasillo. Eso les dio entrada a una gran habitación cuadrada, que la vela solo iluminó con vaguedad. El suelo tenía un espeso alfombrado de polvo, que ahogaba en parte las pisadas. Las telarañas estaban en los ángulos de las paredes, y colgaban del techo como tiras de un encaje podrido, haciendo movimientos ondulantes en el aire perturbado. La habitación tenía dos ventanas en los lados adyacentes, pero por ninguna podía verse nada, excepto las internas superficies rústicas de las tablas, a unas pocas pulgadas de los cristales. No había chimenea ni muebles, no había nada allí: además de las telarañas y el polvo, los cuatro hombres eran los únicos objetos allí que no eran parte de la estructura.
Lucían lo suficiente extraños a la luz amarilla de la vela. El que se había apeado tan renuente era especialmente espectacular, podía haber sido llamado sensacional. Era de mediana edad, de complexión robusta, pecho profundo y ancho de hombros. Mirando su figura, uno habría dicho que tenía la fuerza de un gigante, a sus facciones, que la usaría como un gigante. Estaba bien afeitado, con el pelo cortado al rape y gris. Su frente baja estaba surcada por arrugas encima de los ojos, y sobre la nariz éstas se volvían verticales. Las cejas negras, pesadas seguían la misma ley, salvadas de juntarse solo por una vuelta hacia arriba, en lo que hubiera sido de otro modo un punto de contacto. Profundamente hundidos debajo de éstas, brillaban en la luz oscura un par de ojos de color incierto, pero obviamente lo suficiente pequeños. Había algo imponente en su expresión, que no era mejorado por la boca cruel y la mandíbula ancha. La nariz estaba lo suficiente bien, como van las narices, uno no espera mucho de las narices. Todo lo que era siniestro en el rostro del hombre parecía acentuado por una palidez no natural, parecía exangüe por completo.
La apariencia de los otros hombres era lo suficiente común, eran esas personas que uno conoce y olvida que conoció. Todos eran más jóvenes que el hombre descrito, entre quien y el mayor de los otros, que estaba parado aparte, no había al parecer un sentimiento de amabilidad. Evitaban mirarse el uno al otro.
—Caballeros —dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves—, yo creo que todo está bien. ¿Está usted listo, señor Rosser?
El hombre parado aparte del grupo se inclinó y sonrió.
—¿Y usted, señor Grossmith?
El hombre robusto se inclinó y frunció el ceño.
—Ustedes van a tener el placer de quitarse la ropa exterior.
Sus sombreros, abrigos, chalecos, prendas del cuello pronto fueron quitados y lanzados afuera de la puerta, al pasillo. El hombre con la vela ahora asintió con la cabeza, y el cuarto hombre —el que había urgido a Grossmith a dejar la carreta— sacó del bolsillo del abrigo dos largos cuchillos de monte de aspecto asesino, que arrancó ahora de sus vainas de cuero.
Son exactamente iguales —dijo, presentando uno a cada uno de los dos principales; por esta vez el observador más torpe habrá entendido la naturaleza de este encuentro. Iba a ser un duelo a muerte.
Cada combatiente tomó un cuchillo, lo examinó críticamente cerca de la vela, y probó la fuerza de la hoja y el mango en la rodilla subida. Sus personas fueron luego cacheadas por turno, cada una por el padrino de la otra.
—Si es aceptable para usted, señor Grossmith —dijo el hombre que sostenía la luz—, se situará en esa esquina.
Éste indicó el ángulo de la habitación más lejano de la puerta, adonde Grossmith se retiró, su padrino se separó de él con un apretón de mano, que no tenía nada de cordialidad en sí. En el ángulo más cercano a la puerta, el señor Rosser se colocó y, después de una consulta susurrada, su padrino lo dejó, uniéndose al otro cerca de la puerta. En ese momento la vela se apagó de súbito, dejando a todos en una profunda oscuridad. Eso pudo haber sido hecho por una corriente desde la puerta abierta, cualquiera fuera la causa el efecto fue alarmante.
—Caballeros —dijo una voz que sonaba extrañamente no familiar, en la condición alterada que afectaba las relaciones de los sentidos—, caballeros, ustedes no se moverán hasta que oigan cerrarse la puerta exterior.
Sobrevino un sonido de pisadas, luego el cierre de la puerta interior y, finalmente, la exterior se cerró con una concusión que sacudió al edificio entero.
Unos pocos minutos después un muchacho granjero retrasado encontró una carreta ligera, que era conducida furiosamente hacia el pueblo de Marshall. Él declaró que detrás de las dos figuras en el asiento de enfrente, estaba parada una tercera con las manos sobre los hombros inclinados de las otras, que parecían luchar en vano para librarse de su agarre. Esa figura desigual a las otras estaba vestida de blanco y, de forma indudable, había abordado la carreta al pasar ésta por la casa embrujada. Como el chico podía jactarse de una anterior considerable experiencia en lo sobrenatural de los contornos, su palabra tuvo el peso justo debido al testimonio de un experto. La historia (en conexión con los sucesos del día siguiente) apareció eventualmente en La avanzada, con algunos adornos literarios ligeros, y la insinuación concluyente de que a los caballeros referidos se les permitiría el uso de las columnas del periódico, para su versión de la aventura nocturna. Pero el privilegio permaneció sin un reclamante.
II
Los sucesos que llevaron a este “duelo en la oscuridad” eran lo suficiente simples. Una noche tres jóvenes del pueblo de Marshall, estaban sentados en una serena esquina del portal del hotel de la villa, fumando y discutiendo esos asuntos que tres jóvenes educados de una villa sureña, naturalmente, hallaban interesantes. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A una pequeña distancia, al alcance del oído, pero sin tomar parte en la conversación, estaba sentado un cuarto. Éste era un extraño para los otros. Ellos sabían meramente que a su arribo en la diligencia esa tarde, había escrito en el registro del hotel el nombre de Robert Grossmith. No se había observado que hablara con nadie, excepto con el empleado del hotel. Parecía, en efecto, aficionado de modo singular a su propia compañía o, como el personnel de La avanzada expresó, “crasamente adicto a las asociaciones malignas”. Pero luego se debe decir en justicia al extraño, que el personnel mismo era de una disposición demasiado convival, como para juzgar con justicia a uno dotado de forma diferente, y que, tanto más, había experimentado un ligero rechazo en un esfuerzo por una “entrevista”.
—Yo odio cualquier tipo de deformidad en una mujer —dijo King—, ya sea natural o adquirida. Yo tengo la teoría de que cualquier defecto físico, tiene su correlativo defecto mental y moral.
—Yo infiero entonces —dijo Rosser con gravedad—, que una señora carente de la ventaja moral de una nariz, hallaría la lucha para convertirse en la señora King como una ardua empresa.
—Por supuesto, que puedes ponerlo de esa manera —fue la réplica—, pero, seriamente, yo una vez eché a la muchacha más encantadora, al enterarme de un modo bastante accidental, de que había sufrido la amputación de un dedo del pie. Mi conducta fue brutal si quieren, pero si yo me hubiera casado con esa muchacha, debería haber sido miserable de por vida, y debería haberla hecho a ella así.
—Mientras que —dijo Sancher con una risa ligera—, al casarse con un caballero de visión más liberal, escapó con una garganta partida.
—Ah, tú sabes a quien me refiero. Sí, ella se casó con Manton, pero yo no sé sobre su liberalidad; no estoy seguro, pero él le cortó la garganta, porque descubrió que le faltaba esa cosa excelente en la mujer, el dedo medio del pie derecho.
—¡Mira a ese tipo! —dijo Rosser en voz baja, con sus ojos fijos en el extraño.
El tipo, obviamente, estaba escuchando la conversación atentamente.
—¡Maldita sea su impudencia! —murmuró King—, ¿qué debemos hacer nosotros?
—Esa es una fácil —replicó Rosser levantándose—. Señor —continuó, dirigiéndose al extraño—, yo creo que sería mejor, si usted moviera su silla al otro extremo de la veranda. La presencia de los caballeros, evidentemente, es una situación no familiar para usted.
El hombre se puso en pie de un salto, y dio unas zancadas hacia adelante con los puños cerrados, su rostro blanco de rabia. Todos ahora estaban parados. Sancher se interpuso entre los beligerantes.
—Usted es arrojado e injusto —dijo a Rosser—, este caballero no ha hecho nada para merecer ese lenguaje.
Pero Rosser no hubiera retirado una palabra. Por la costumbre del país y la época, solo podía haber un resultado para la riña.
—Yo demando la satisfacción debida de un caballero —dijo el extraño, que se había vuelto más calmado—. Yo no tengo un conocido en esta región. Acaso usted, señor —inclinándose hacia Sancher—, será lo suficiente amable para representarme en este asunto.
Sancher aceptó la confianza —un tanto renuente se debe confesar—, pues la apariencia y las maneras del hombre no eran del todo de su agrado. King, quien durante el coloquio apenas había movido los ojos del rostro del extraño, y no había hablado una palabra, consintió en actuar para Rosser con un asentir de cabeza, y el resultado final de eso fue que, habiéndose retirado los principales, fue arreglado un encuentro para la noche siguiente. La naturaleza de los arreglos ya ha sido revelada. El duelo con cuchillos en una habitación oscura, fue alguna vez un rasgo más común en la vida del suroeste, de lo que era probable fuera de nuevo. Cuán delgado era el enchapado de “caballerosidad”, que cubría la esencial brutalidad del código bajo el que tales encuentros eran posibles, lo veremos.
III
En el resplandor del mediodía de verano, la vieja casa de Manton apenas era fiel a sus tradiciones. Era de la tierra, terrenal. La luz del sol la acariciaba de forma cálida y afectuosa, con un evidente descuido de su mala reputación. La hierba, que verdecía toda la extensión enfrente suyo, parecía crecer no con exuberancia, sino con una abundancia natural y jubilosa, y la maleza florecía tanto como las plantas. Llenos de luces y sombras encantadoras, y poblados de pájaros de voces placenteras, los árboles de sombra descuidados ya no luchaban por correr lejos, sino se inclinaban con reverencia bajo sus cargas de sol y canto. Incluso en las ventanas sin cristales superiores había una expresión de paz y contento, debido a la luz interior. Sobre los campos pedregosos el calor visible bailaba con un temblor avivado, incompatible con la gravedad que es atributo de lo sobrenatural.
Tal era el aspecto bajo el que el lugar se presentó al sheriff Adams y a otros dos hombres, que habían venido de Marshall a mirarlo. Uno de esos hombres era el señor King, el sheriff diputado, el otro, cuyo nombre era Brewer, era hermano de la finada señora Manton. Bajo una benéfica ley del Estado relativa a la propiedad, que ha sido por cierto período abandonada por un dueño, cuya residencia no puede ser averiguada, el sheriff era el custodio legal de la granja de Manton y de los accesorios que le pertenecían. Su visita actual era en mero cumplimiento superficial de una orden de la corte, en la que el señor Brewer tenía una acción para obtener la posesión de la propiedad como heredero de su difunta hermana. Por una mera coincidencia, la visita fue hecha al día siguiente de la noche, en que el diputado King había abierto la cerradura de la casa con otro propósito muy diferente. Su presencia ahora no era por su propia elección: se le había ordenado acompañar a su superior, y en el momento no podía pensar nada más prudente, que simular presteza en obediencia al comando.
Abriendo la puerta frontal sin cuidado, que para su sorpresa no estaba cerrada, el sheriff se asombró al ver, yaciendo en el suelo del pasillo al que ésta se abría, un confuso montón de ropas masculinas. El examen mostró que éste consistía de dos sombreros, y del mismo número de abrigos, chalecos y bufandas, todo en un notable buen estado de conservación, aunque un tanto ensuciado por el polvo en que yacía. El señor Brewer estaba igualmente pasmado, pero la emoción del señor King no se registra. Con un nuevo y avivado interés en sus propias acciones, el sheriff ahora corrió el cerrojo y empujó una puerta a la derecha, y los tres entraron. La habitación estaba al parecer vacante, pero no, cuando sus ojos se hubieron habituado a la luz tenue, algo fue visible en el ángulo más lejano de la pared. Era una figura humana, la de un hombre agachado cerca de la esquina. Algo en su actitud hizo que los intrusos se pararan, cuando apenas habían pasado el umbral. La figura se definía con más y más claridad. El hombre estaba sobre una rodilla, la espalda en el ángulo de la pared, los hombros elevados al nivel de las orejas, las manos delante de su rostro, las palmas hacia afuera, los dedos tendidos y torcidos como garras; el rostro blanco vuelto hacia arriba sobre el cuello contraído, tenía una expresión de susto indecible, la boca medio abierta, los ojos abiertos de modo increíble. Estaba muerto como una piedra. Pero con excepción de un cuchillo de monte, que se había caído, evidentemente, de su propia mano, no había otro objeto en la habitación.
En el polvo espeso que cubría el suelo, había algunas pisadas confusas cerca de la puerta, y a lo largo de la pared por la que ésta se abría. A lo largo de una de las paredes contiguas también, pasado las ventanas tapiadas, había un rastro hecho por el hombre mismo al alcanzar su esquina. Instintivamente, al aproximarse al cuerpo los tres hombres siguieron ese rastro. El sheriff agarró uno de los brazos tendidos, estaba rígido como el hierro, y la aplicación de una fuerza gentil meció el cuerpo entero, sin alterar la relación de sus partes. Brewer, pálido de excitación, miró atentamente el rostro distorsionado. —¡Dios de piedad —gritó de súbito—, es Manton!
—Usted tiene razón —dijo King con un evidente intento de calma—: Yo conocía a Manton. Él entonces usaba una barba completa y el pelo largo, pero ese es él.
Podría haber agregado: “Yo lo reconocí cuando desafió a Rosser. Yo le dije a Rosser y a Sancher quién era él, antes de hacerle ese truco horrible. Cuando Rosser dejaba esta habitación oscura tras nuestros talones, olvidaba su ropa exterior con la excitación y conducía con nosotros en mangas de camisa, ¡en todo ese proceso deshonroso nosotros sabíamos con quién estábamos tratando, lo asesino y cobarde que era!”
Pero el señor King no dijo nada de eso. Con su mejor luz estaba tratando de penetrar el misterio de la muerte del hombre. Que no se había movido ni una vez de la esquina donde había sido colocado, que su postura no era ni de ataque ni de defensa, que había dejado caer el arma, que había perecido, obviamente, de puro horror por algo que vio, eran circunstancias que la inteligencia perturbada del señor King no podía comprender de forma correcta.
Andando a tientas en la oscuridad intelectual, en busca de una pista en su laberinto de dudas, su mirada, dirigida de modo mecánico hacia abajo, a la manera de uno que pondera asuntos de gran momento, cayó sobre algo que allí, a la luz del día y en presencia de los compañeros vivientes, lo afectó con terror. En el polvo de años que yacía espeso en el suelo —que conducía desde la puerta por la que habían entrado, recto por la habitación hasta una yarda del cadáver agachado de Manton— había tres líneas de pisadas paralelas, las ligeras pero definidas impresiones de unos pies descalzos, las externas de unos niños pequeños, las internas de una mujer. Desde el punto en que terminaban no retornaban, apuntaban todas en una sola dirección. Brewer, que las había observado en el mismo momento, se inclinaba hacia adelante en una actitud de atención extasiada, horriblemente pálido.
—¡Mire eso! —gritó, apuntando con ambas manos a la más cercana impresión del pie derecho de la mujer, donde ésta, al parecer, se había detenido y parado—. ¡El dedo medio no está, era Gertrude!
Gertrude era la finada señora Manton, la hermana del señor Brewer.
FIN
Ambrose Bierce. (Ohio, Estados Unidos, 24 de junio de 1842 - 1913) fue un escritor, periodista y editorialista estadounidense. Su estilo lúcido y vehemente le ha permitido conservar la popularidad un siglo después de su muerte, mientras que muchos de sus contemporáneos han pasado al olvido. Ese mismo estilo cáustico hizo que un crítico le apodara El amargo Bierce (Bitter Bierce).
Tras licenciarse se dio a conocer como periodista en San Francisco, donde colaboró en The Argonaut, The Overland Monthly y New Letters, del que fue nombrado director en 1868. Es la época en la que se hará buen amigo personal de Mark Twain, de cuyo fluido y expeditivo modo de escribir se vuelve admirador entusiasta.
Desde 1872 hasta 1875 vivió con Mary Ellen en Londres, donde escribió. De vuelta a Estados Unidos, se estableció de nuevo en San Francisco, donde se convirtió en columnista y editorialista del San Francisco Examiner, propiedad de William Randolph Hearst. Convertido ya en el escritor más célebre de la costa occidental, en 1889 se trasladó a Washington D.C., pero continuó su relación con los diarios de Hearst hasta 1906.