Mi amigo y yo no podemos soportar la luna. A su luz salen los muertos desfigurados de las tumbas, sobre todo mujeres envueltas en blancos sudarios. El aire se puebla de sombras verduscas y a veces se tizna de un amarillo siniestro. Todo infunde temor, cada brizna de hierba, cada fronda, cada animal, en una noche de luna. Y lo que es peor, nos obliga a revolcarnos gruñendo y ladrando en lugares húmedos, en el cieno detrás de los pajares. ¡Ay entonces si un semejante nuestro se parase ante nosotros! Con ciega furia lo despedazaríamos, a menos que él nos pinchase, más veloz que nosotros, con un alfiler. Y en este caso también permanecemos toda la noche y luego todo el día aturdidos y torpes, como si saliéramos de una pesadilla infamante. Resumiendo, mi amigo y yo no podemos sufrir la luna.
Y sucedió que una noche de luna yo estaba sentado en la cocina, que es la estancia más abrigada de la casa, junto al hogar. Había cerrado puertas y ventanas, postigos y tragaluces para que no penetrase ni un hilo de los rayos que, afuera, llenaban el aire y lo dejaban en suspenso. Y, sin embargo, siniestros movimientos se producían dentro de mí, cuando mi amigo entró de improviso llevando en la mano un gran objeto redondo semejante a una vejiga de manteca de cerdo pero algo más brillante. Al observarla se veía que latía un poco, como hacen algunas bombillas eléctricas, y parecía recorrida por débiles corrientes bajo la piel, las cuales provocaban leves reflejos anacarados semejantes a los que colorean a las medusas.
—¿Qué es eso? —grité, atraído a pesar mío por algo de magnético en el aspecto y, también, en el comportamiento de la vejiga.
—¿No lo ves? Conseguí atraparla… —respondió mi amigo mirándome con una sonrisa insegura.
—¡La luna! —grité. Mi amigo asintió en silencio.
El asco nos dominaba. Además, la luna sudaba un líquido hialino que goteaba entre los dedos de mi amigo, pero no se decidía a soltarla.
—¡Oh, ponla en ese rincón! —grité—. Ya encontraremos el modo de matarla.
—No —dijo mi amigo con repentina resolución, y empezó a hablar apresuradamente—. Escúchame, yo sé que, abandonada a sí misma, esta cosa asquerosa hará todo lo posible para regresar al cielo (para tormento nuestro y de tantos otros). No puede dejar de hacerlo, es como los globitos de los niños. Y ciertamente no buscará las salidas más fáciles, no, siempre hacia arriba, ciega y estúpidamente. Ella, la maligna que nos domina, tiene una fuerza irresistible que también la gobierna. Ya habrás captado mi idea: dejémosla ir por la campana de la chimenea y, si no nos liberamos de ella, nos liberaremos de su funesto esplendor, pues el hollín la volverá negra como un deshollinador. De cualquier otro modo es inútil, no conseguiríamos matarla. Sería como querer aplastar una lágrima de plata viva.
Y, así, soltamos a la luna debajo de la campana de la chimenea e inmediatamente se elevó con la rapidez de un cohete y desapareció por el cañón de la chimenea.
—¡Oh! —dijo mi amigo—. ¡Qué alivio! ¡Qué esfuerzo me costaba tenerla agarrada, tan viscosa y grasienta! Ya podemos estar tranquilos —y se miraba con asco las manos untadas.
Por un momento oímos allá arriba unos ruidos, unos flatos sordos parecidos a pedos, como cuando se pincha una vejiga, y hasta suspiros. Tal vez la luna, llegada al sitio más estrecho del cañón, solo podía pasar a duras penas y se diría que resoplaba. Tal vez comprimía y deformaba, para pasar, su cuerpo fofo. Gotas de un líquido sucio caían crepitando en el fuego y la cocina se llenaba de humo, pues la luna obstruía el tiro. Luego, nada más, y la campana siguió extrayendo el humo.
Nos precipitamos fuera. Un gélido viento barría el cielo terso, todas las estrellas brillaban vivamente y no se veía el menor rastro de la luna. «¡Viva, hurra! —gritamos como posesos—. ¡Lo hemos conseguido!» Y nos abrazábamos. Pero una duda se apoderó de mí. ¿No podría haber ocurrido que la luna se hubiera quedado aplastada en el cañón de mi chimenea? Pero mi amigo me tranquilizó: no podía ser, de ninguna manera, y, además, me di cuenta de que ni él ni yo teníamos valor para ir a ver. De modo que nos abandonamos, afuera, a nuestra alegría. Cuando me quedé solo quemé en el fuego, con gran cuidado, sustancias venenosas y aquellos sahumerios me tranquilizaron del todo. Esa misma noche, tan alegres estábamos, fuimos a revolcarnos en un lugar húmedo en mi jardín, pero lo hicimos inocentemente y casi como una burla, no porque nos viésemos obligados a hacerlo.
Durante bastantes meses la luna no reapareció en el cielo y nosotros nos sentíamos libres y ligeros. Libres no, contentos y libres de las tristes rabias, pero no libres. No es que no estuviera en el cielo, sabíamos muy bien que estaba allí y que nos miraba, solo que estaba oscura, negra, demasiado fuliginosa para que se pudiera ver y para que pudiera atormentarnos. Era como el sol negro y nocturno que en los tiempos antiguos atravesaba el cielo hacia atrás, del ocaso al alba.
Efectivamente, también aquella mísera alegría nuestra duró poco. Una noche la luna volvió a aparecer. Estaba mellada y fumosa, sombría hasta más no poder y apenas se veía; tal vez solo mi amigo y yo podíamos verla porque sabíamos que estaba allí. Y nos miraba sombría desde lo alto con aire de venganza. Entonces vimos cuánto daño le había hecho su paso forzado por la estrechez del cañón. Pero el viento de los espacios y su misma carrera la iban limpiando paulatinamente del hollín y su continua rotación volvía a dar forma a su blanco cuerpo. Durante mucho tiempo apareció como cuando sale de un eclipse y cada día un poco más clara, hasta que volvió a ser así, como cualquiera puede verla, y nosotros volvimos a revolcarnos en el fango.
Pero no se vengó, como parecía que quería hacer. En el fondo, es más buena de lo que creemos, menos maligna, más estúpida. ¡Qué sé yo! Yo tiendo a creer que, en definitiva, no tiene ninguna culpa, que la culpa no es suya, que ella está obligada igual que nosotros, realmente quiero creerlo. Mi amigo no; para él no hay excusas que valgan.
Y por eso es por lo que yo les digo: contra la luna no hay nada que hacer.
FIN