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El cruzado

Crusader, Psalter, with litany, prayers and Easter tables (The “Westminster Psalter”), c. 1200, f. 220

(Cuento medieval)

I

Reinando en Francia el muy cristiano príncipe Felipe I, vivía en la pequeña ciudad de Vaisón una doncella cuya belleza y dulzura era conocida a diez leguas a la redonda.

Tenía naturalmente muchos galanes; algunos de ellos eran de noble alcurnia, pero Juana (así se llamaba la doncella) no parecía tener preferencia por ninguno. Y por esto, cuando acudía a rezar en la pequeña iglesia inmediata a su morada, si le ocurría separar un instante su mirada de la blanca imagen de la Virgen María, veía dibujarse entre los labrados pilares las siluetas de apuestos donceles, que contemplaban extasiados su hermoso rostro, cuyos ojos idealmente azules, cabellos de áureos reflejos y pequeña boca roja cual cereza, se habían vuelto la suave preocupación de sus existencias.

Uno de sus pretendientes más distinguidos era el joven Severín de Got, hijo del preboste de los mercaderes. Era un gallardo mozo, de rizados cabellos castaños; tenía la voz dulce y era más excelente jinete y tañía arpa y laúd con dexteridad de un juglar. El padre de Juana miraba con buenos ojos las inclinación que el joven mercader sentía por su hija; pero cuando él o cualquier otra persona le preguntaba si se había decidido por algún galán, esta respondía:

—Sabéis que mi prometido es aquel que fue a las Cruzadas con los nobles condes, nuestros señores.

Dos años hacía que Germán Estienne, el orífice, se había marchado a Tierra Santa, para libertar de las manos de los infieles el sagrado féretro del Salvador.

Dos años hacía que Juana aguardaba confiada su regreso cubierto de lauros y riquezas. Antes de su partida, habían jurado mutuamente amarse siempre y contraer nupcias a su vuelta. Por los peregrinos ella se había enterado de los progresos de los cruzados. Había oído los relatos de su marcha penosa a través de Italia y Dalmacia, hasta encontrarse en vista de los muros de Constantinopla. Luego, con el corazón henchido de angustia había sabido cómo, al pasar al Asia Menor, miles y miles de estos bizarros guerreros habían perecido de calor y de sed en los terribles desiertos. Habían llegado a Antioquía… y dejó de tener noticias del avance de las huestes santas.

Recordaba las facciones del orífice, como si se hubiera separado de él ayer, y a cada instante evocaba los felices momentos pasados en su compañía con un estremecimiento de placer. A veces, en las largas horas que pasaba en su jardincillo hilando con la rueca, sentía su alma llenarse de una invencible melancolía: «¡Si hubiera perecido! ¡Si estuviese mal herido!…». Y estas ideas le hacían derramar abundantes lágrimas. Su padres, ansioso de verla decidirse por Severín, aprovechaba sus momentos de tristeza para hablarle:

—Y Juana, más triste aún, prometía reflexionar. Pero cuando iba a la iglesia y se arrodillaba ante el relicario de oro que contenía piadosos despojos de la bienaventurada virgen Cecilia, y cuyas caras había sido labradas por su amado Estienne, se sentía animada por nuevas esperanzas, y segura ya de que el misericordioso Jesús, a quien tanto había rogado por la salvación de su prometido, no burlaría cruelmente su espera, respondía a sus pretendientes, que con los ojos brillantes de amor le preguntaban si se había decidido por alguno de ellos:

—Os he dicho que mi prometido es Germán, aquél que se marchó a las Cruzadas con el conde Raimundo, nuestro señor.

II

Una mañana, varios campesinos cubiertos de polvo atravesaron las calles de Vaisón al galope de sus asnos, anunciando la vuelta de los cruzados.

A lo lejos se oyeron toques de trompeta y repiques de címbalos, y la multitud amontonada en los muros de la ciudad pudo ver en la lontananza un punto negro que avanzaba en la llanura y que, al acercarse, crecía, extendiéndose por el horizonte como un vasto batallón de hormigas. Los cruzados estaban allí.

Juana, vestida con su atavío de fiesta, con sus largas trenzas entrelazadas de cintas, estaba apostada cerca de la puerta Norte y miraba pasar a los guerreros. Primero desfilaron los caballeros, con resplandecientes armaduras, montados en caballos ricamente enjaezados. Luego sus guardas, con pesados cascos y ligeras cotas de mallas, los trompeteros y címbalos de multicolores trajes, y luego, los soldados, que venían en grupos, hablando ruidosamente y entrechocando con metálico tableteo sus anchos sables. Juana observaba cuidadosamente el rostro de cada uno de estos últimos… ¿Vendría? De pronto, sin poderse detener, corrió hacia uno de ellos, de gran estatura y que marchaba callado y separado de los otros.

—¡Germán! ¡Germán! —gritó.

—¡Ah!, ¿tú, Juana? —dijo él con voz distraída.

—¡Germán! —repetía ella sin poder articular otra palabra. Y anudándole los brazos alrededor del cuello lo contemplaba embelesada. Había cambiado mucho, su rostro un poco delgado tenía el cutis bronceado por los brillantes soles de Oriente. Sus cabellos estaban algo descoloridos, pero lo que extrañó a Juana era la expresión sombría de sus ojos. Algo desconcertada y apenada por su frialdad, le siguió preguntando:

—¿Has estado enfermo, mi Germán? Yo he pensado tanto en ti. ¿Que habéis hecho? ¡Cuántas cosas me tendrás que contar! ¿Recuerdas nuestro jardincillo? Pero ¿qué te ocurre? Te encuentro tan cambiado. ¿Te ha acontecido algo durante tu ausencia?

Entonces oyó con pavor, casi sin comprender, que Germán le decía con voz ronca, deshaciéndose de sus brazos:

—Nada me ha pasado, no me importunes más con tus preguntas sosas. Bastante cansado estoy de la larga ruta que he andado.

Juana, desfallecida, se apoyó contra una pared.

—¡Germán! —gritó aún.

A través de sus lágrimas vio alejarse a su prometido, siempre solo y cabizbajo.

Los cruzados habían pasado.

III

La vida de Estienne, en los días que siguieron a su vuelta, no pudo ser más singular. Permanecía todo el tiempo encerrado en su casa de cerca de la iglesia, sin comunicarse con nadie. A veces, al anochecer se le veía salir un instante y caminar apresuradamente por la calle Mayor, pronunciando en voz alta palabras ininteligibles, que algunos dijeron pertenecer al lenguaje de los infieles. Gentes compadecidas de la suerte de Juana, casi enferma de desesperación, que habían tratado de hablarle, no había logrado sacar nada de su obstinado mutismo. Su actitud continuó siendo un misterio; hasta que un día, uno de sus compañeros de armas relató al padre de la doncella los acontecimientos que había traído tal cambio en el carácter del orífice.

Después de la penosa travesía de los desiertos de Asia Menor, donde los cruzados habían muerto por centenas de millares, la horda había emprendido el sitio de Antioquía.

Los guerreros, rendidos por los terribles días de marcha bajo un sol de plomo y sufriendo el suplicio de la sed, consideraron este asedio, en una de las regiones más ricas del mundo, como un verdadero alivio a sus cansancios innumerables, y, una vez repuestos de sus fatigas, comenzaron a librarse, bajo la mirada de los sarracenos, a todos los juegos y distracciones que practicaban en sus estados o países natales. Algunos se dedicaban a lanzar dardos, amaestrar caballos o se adiestraban en pescar en un río llamado Oronte, o contemplar correrías para reconocer los alrededores y proveerse de caza para sus banquetes. En una de estas excursiones, Germán, que se había alejado de su comitiva, se halló en un lugar encantador donde los antiguos paganos habían adorado al dios Apolo. En este sitio descubrió un secular palacio, casi en ruinas y que parecía ocultar su vetustez en un tupido bosque de verdes almendros, donde moraba una dama musulmana de maravillosa belleza. Esta dama, que llevaba vida indigna, se había prendado entrañablemente del hermoso cazador que cabalgaba en sus dominios. Germán, después de alguna resistencias, se había dejado vences, víctima de la tez ambarina de la cortesana, y de sus ojos cuyas aterciopeladas miradas encerraban en sí todo el juego de las mujeres de Oriente.

Todos los días desaparecía largas horas, acudiendo a su lado para gozar de las delicias de su pasión impura. Zuleika (así llamábase la cortesana), concluyó por enloquecerlo de tal modo, con las voluptuosidades de que lo rodeaba, la gracia de sus danzarinas y el encanto de sus poetas, que Germán, sin cuidarse de la salud de su alma, concluyó por no volver al campo de los cruzados.

El conde Juan de Viry intrigado por tan larga ausencia, lo hizo buscar por todas partes, hasta que un día fue hallado en el silencioso palacio, haciéndose instruir de la ciencia maléfica del Corán, por la cortesana, en cuyas rodillas apoyaba la cabeza. Los soldados, llenos de indignación, habían muerto a Zuleika, y Estienne hubiera sufrido la misma suerte sin la intervención del conde Raimundo, que recordaba su pasado virtuoso.

Desde aquel tiempo, inconsolable por la muerte de su amante, el orífice había cambiado de carácter se había vuelto irascible y huraño. Siguió la expedición a Jerusalén con el abatimiento de una bestia que obligan a andar por la fuerza. No pareció sentir gozo alguno el día de la liberación del sepulcro del Salvador, y había vuelto a Vaisón sin abrigar aparentemente otro sentimiento que una enorme tristeza. Sin duda que la cortesana musulmana había envenenado su alma son sus artes impías.

Esta historia comenzó a correr de boca en boca, y un día se supo que la hermosa Juana aceptaba la unión de Severín de Got, el amable hijo del preboste de los mercaderes.

IV

Severín de Got, el galán tañedor de arpa, y la tierna Juana se habían desposado en la pequeña iglesia, cuyo esquilón animaba la calma nocturna con sus sonoros toques.

En Vaisón todo era alegría: mercaderes, señores, pobres, mendigos y hasta siervos estaban invitados en la morada del preboste, donde les esperaban mesas cubiertas de suculentos manjares, frutas raras, tortas y vinos multicolores. Severín y Juana presidían la de los ricos burgueses; él estaba gozoso y alegre como nunca; mas ella se sentía bajo el poder de una invencible tristeza. No cesaba de repetirse que su nuevo esposo era amable y hermoso, pero cuando recordaba a Germán, al que creía odiar, sentía un nudo doloroso apretarle la garganta.

A medida que transcurría el banquete y el vino subiendo a la cabeza de los comensales hacía estallar carcajadas cada vez más ruidosas, Juana se sentía atenaceada por un malestar mayor. A veces, Severín le decía al oído alguna frase amorosa, a la que apenas hallaba la fuerza de contestar, y a cada nuevo brindis a la salud de los nuevos desposados ella se sonreía más dolorosamente… Un presentimiento horrible que no podía explicarse la oprimía a punto de hacerla sollozar.

De pronto, a pesar de la algarabía ensordecedora que llenaba la casa, le pareció oír claramente un ruido extraño. Era como el de un saco de trigo que no lejos dejaran caer de gran altura.

No pudo más. Muy pálida, se levantó y, sin decir palabra alguna a los comensales que la miraban con sorpresa, se dirigió a la puerta y desapareció en la obscura calle.

Corriendo como una loca, llegó delante del campanario de la iglesia. Miró a su alrededor y, al ver un bulto negro que yacía sobre el suelo, arrojó un grito y se precipitó hacia él. Era el cuerpo inanimado del orífice Germán, que se había dejado caer de lo alto de la torre. Parecía sonreír… pero bajo su cabeza veíase correr un chorro de sangre negra.

Juana, arrodillada a su lado, miraba su rostro con desesperación: «¡Cuán hermoso era! ¡Cómo lo amaba aún, a pesar de todo!…». Deshaciendo su peinado con gestos convulsivos, seguía contemplándolo con tenacidad de demente. De repente, al ver un objeto que el orífice apretaba en una de sus manos crispada por la muerte, un sollozo le desgarró la garganta.

… Era una chinela de paño dorado, bordada de pequeñas perlas blancas, como las que usaban las damas musulmanas de Tierra Santa…

Fin

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