I
A mano derecha se veían unas estacas de pesca parecidas a un extraño sistema de vallas de bambú; estaban a medio sumergir y resultaban un tanto incomprensibles en aquella división que marcaban sobre un mar de peces tropicales. Tenían un aspecto medio enloquecido, como si un puñado de pescadores nómadas las hubiese abandonado de aquella forma antes de retirarse hasta la otra punta del océano. No se veía ni la menor señal de asentamientos humanos en toda la extensión que abarcaba la vista. A mano izquierda se alzaban un puñado de peñones áridos semejantes a muros de piedra, torres y restos de fortines que hundían sus cimientos en aquel mar azul tan inmóvil y fijo que casi parecía sólido bajo mis pies, hasta el brillo de la luz del sol de poniente se reflejaba con suavidad sobre el agua sin ni siquiera denotar ese fulgor que manifiesta hasta las ondulaciones más imperceptibles. Cuando me di la vuelta para despedir con la vista al remolcador que nos acababa de dejar anclados, pude ver la línea de la costa fijada a aquel mar inalterable, filo contra filo, en una unión que no parecía tener fisura alguna y que se producía al mismo nivel, una de las mitades azul y la otra marrón, bajo la enorme cúpula celestial. De un tamaño tan minúsculo como el de aquellos peñones se veían también dos pequeños bosques, uno a cada uno de los lados de aquella impresionante unión que definía la desembocadura del río Meinam, del que en ese momento acabábamos de salir en la fase inicial de nuestro viaje de regreso a casa. Hacia el interior se veía una masa más grande y elevada; el bosque que rodeaba la gran pagoda de Paknam, el único lugar en el que podía descansar la vista de la inútil misión de recorrer con la mirada aquel monótono horizonte. Los meandros del río se podían localizar gracias a ciertos destellos aquí y allí, como si se tratara de pequeñas monedas de plata diseminadas, y en el recodo más cercano, del lado interno de la barra, perdí de vista al remolcador que entraba echando humo como si aquella tierra inamovible hubiera engullido el casco, la chimenea y los mástiles sin el menor esfuerzo. Fui recorriendo con la mirada la leve nube de vapor que tan pronto comenzaba a recorrer la llanura, como seguía las tortuosas curvas de la corriente, hasta que se perdió tras la colina en forma de mitra sobre la que descansa la pagoda. En ese momento me quedé completamente a solas en mi barco, anclado en el golfo de Siam.
Flotaba en el que iba a ser el punto de salida de un largo viaje, inmóvil en medio de aquella inmensa inmovilidad, con la sombra de los mástiles apuntando hacia el este y el sol en poniente. En ese instante, el único que se encontraba en cubierta era yo; en el barco no había el menor ruido y no se movía nada a nuestro alrededor, nada manifestaba signos de vida, no había en el aire ni un solo pájaro, ni una sola canoa en el agua, ni una nube en el cielo. En aquel intervalo de tranquilidad, justo en el comienzo de una larga travesía, daba la impresión de que los dos nos estuviésemos midiendo la capacidad para llevar a buen puerto una misión tan trabajosa y larga, apartados de toda mirada humana, con el mar y el cielo como únicos testigos y jueces posibles.
Es posible que hubiera en el aire cierto resol que dificultara un poco la visión, porque, justo hasta el momento previo al ocaso, mi mirada no distinguió detrás de una de las puntas más elevadas del principal peñón de aquel grupo una cosa que estaba a punto de poner fin a aquella perfecta soledad. La marea de la oscuridad subió a toda prisa y con la brusquedad propia de los trópicos, y sobre aquellas tierras sombrías se puso a brillar todo un enjambre de estrellas, mientras yo seguía apoyado en la regala como si se tratara del hombro de un amigo fiel. Aquella enorme multitud de cuerpos celestes hizo que desapareciera de pronto la tranquilidad de la sensación de mi comunión con la nave. Comenzaron a escucharse ruidos molestos: pasos y voces, el ir y venir del camarero en la cubierta principal como si fuera un fantasma atareado, una campana que sonaba con urgencia bajo el puente de toldilla…
Vi a mis dos oficiales esperándome para la cena en el camarote iluminado. Nos sentamos a la vez y, mientras servía al primer oficial, comenté:
—¿Se han dado cuenta de que hay un barco que está anclado entre las islas? Cuando se ponía el sol, he visto con claridad los topes sobre los peñones.
El primer oficial levantó su esquemático rostro partido en dos por un bigote enorme y exclamó como era su costumbre:
—¡Cielo santo, señor! ¡No me diga usted eso!
Mi segundo oficial era un hombre joven y cauto de mejillas arreboladas y demasiado serio para su edad, pero cuando se encontraron nuestras miradas me di cuenta de que le estaban temblando ligeramente los labios. Bajé la mirada al instante, no era a mí a quien correspondía fomentar las bromas. Habría que añadir también que sabía poco acerca de mis oficiales. A causa de unos episodios que solo me incumbían a mí, había sido elegido para aquel puesto hacía solo quince días. Tampoco sabía gran cosa acerca de la tripulación de proa. Ellos llevaban viajando juntos durante dieciocho meses, de modo que yo era casi el único desconocido a bordo. Doy esta información porque está relacionada de alguna forma con lo que viene a continuación, aunque la impresión más intensa de todas era mi calidad de desconocido para el propio barco y, si he de sincerarme por completo, también para mí mismo. Exceptuando al segundo oficial, yo era el hombre más joven a bordo, y como aún no tenía experiencia en un cargo de responsabilidad, daba por descontada la pericia de los demás. Por su parte, ellos no tenían más obligación que cumplir eficientemente con sus funciones, pero yo me preguntaba durante cuánto tiempo iba a estar yo a la altura de la imagen ideal que todos los hombres tienen en secreto de sí mismos.
El primer oficial, ayudado por aquellos ojos redondos suyos y aquel espectacular bigote, se entregó a la tarea de intentar establecer una teoría sobre el barco que estaba fondeado. Aquel hombre se lo tomaba todo realmente en serio, era realmente tenaz, o, como le gustaba decir a él mismo, “le gustaba poner los puntos sobre las íes” a casi todo lo que se cruzaba en su camino, empezando por el pequeño escorpión que había encontrado en su camarote la semana anterior. No paraba de darle vueltas al asunto del escorpión: cómo había conseguido acabar a bordo, por qué motivo había elegido su camarote como despensa (se trataba de un lugar más sombrío, especialmente del gusto de los escorpiones), y cómo había hecho para acabar ahogado en el tintero de su escritorio. Resultaba, por otra parte, mucho más sencillo encontrar una explicación que justificara la presencia de un barco entre aquellos peñones, y cuando estábamos a punto de levantarnos después de cenar, nos comunicó su conclusión. No tenía ni la menor duda de que se trataba de un barco de nuestro país, y lo más probable era que su calado fuera demasiado grande como para cruzar la barra, a no ser que fuera en los primeros meses de primavera. Ésa era la razón por la que había optado por mantenerse en aquel puerto natural para esperar unos días en vez de cruzar con la rada abierta.
—Estoy seguro de que es eso —aseguró el segundo oficial con voz grave—. Debe de tener al menos unos veinte pies de calado. Debe de ser el Sephora de Liverpool y lleva una carga de carbón. Desde Cardiff habrá tardado unos ciento veintitrés días.
Todos nos volvimos sorprendidos.
—Me lo dijo el capitán del remolcador cuando subió a bordo para recoger su correspondencia, capitán —añadió el joven—. Pasado mañana tiene intención de llevar el barco río arriba.
Después de dejarnos pasmados con aquella enorme cantidad de información, salió del camarote. El primer oficial añadió con cierta tristeza que no conseguía entender del todo “las excentricidades de aquel joven”. No entendía por qué no nos lo había dicho directamente.
Justo cuando ya se disponía a salir, lo detuve unos instantes. La tripulación había estado trabajando mucho durante los dos últimos días y la noche anterior había dormido muy poco. De pronto tuve la sensación de que estaba haciendo algo poco corriente cuando le ordené que toda la tripulación se fuera a descansar y que no dejara a nadie sobre cubierta, que yo mismo me quedaría allí más o menos hasta la una, y que a esa hora avisaría al segundo oficial para que me tomara el relevo.
—Luego, a las cuatro, que despierten al cocinero y al camarero —añadí—, y a continuación que le avisen a usted. Eso sí, en cuanto haya el menor viento despertaremos a toda la tripulación y zarparemos.
El oficial fingió que no estaba sorprendido.
—Como quiera, señor.
Cuando salió del camarote fue hasta la puerta del camarote del segundo oficial para hacerlo partícipe de mi extraño capricho de hacer una guardia de cinco horas. Escuché que el otro preguntaba incrédulo:
—¿Quién? ¿El capitán mismo?
Se oyeron luego otros murmullos y de nuevo el sonido de una puerta, y luego otra, al cerrarse. Unos minutos más tarde, salí a cubierta.
La sensación de ser un desconocido entre todas aquellas personas me había producido un insomnio que a su vez me había llevado a adoptar aquella medida tan extraordinaria. Puede que en mi interior lo único que sucediera fuera la vaga esperanza de que en medio de aquellas solitarias horas nocturnas podría ir familiarizándome un poco con aquel barco del que nada sabía y que estaba tripulado por unos hombres de los que sabía incluso menos. Cuando lo vi amarrado al muelle, estaba cubierto, como es normal cuando los barcos están en puerto, de tal cantidad de objetos que nada tenían que ver con él, y de tantos tipos de personas, que apenas pude hacerme una idea apropiada. Ahora que estaba listo para hacerse a la mar, la cubierta principal me parecía realmente hermosa bajo las estrellas; hermosa, grande y bien delineada. Caminé hasta la popa con la imaginación perdida en el trayecto que nos esperaba por el archipiélago malayo, el océano Índico y el Atlántico hacia el norte. Todos aquellos recorridos eran familiares para mí, todas las situaciones y circunstancias a las que seguramente tendría que enfrentarme en el océano las conocía… conocía todo… menos mi responsabilidad de mando. Es verdad que me daba cierta tranquilidad la seguridad de que aquel barco era al fin y al cabo como cualquier otro, que aquellos hombres debían de ser también como cualquiera, y que lo más seguro es que el mar no me diera ninguna sorpresa inesperada.
Concluí aquel agradable pensamiento, me dije que me apetecía un buen puro y bajé a buscarlo. Todo parecía de lo más tranquilo; en la popa todos dormían plácidamente. Subí de nuevo al alcázar a gusto en mi traje de dormir en medio de aquella noche tranquila y descalzo y con el puro encendido entre los dientes. La proa estaba en silencio. Lo único que escuché cuando pasé junto al castillo de proa fue el suspiro tranquilo y sereno de alguien que debía de estar durmiendo en el interior. De pronto me produjo una inmensa alegría la quietud que ofrecía aquel barco comparada con la inquietud de tierra firme, el pensamiento de que había elegido aquella vida sin grandes tentaciones ni problemas acuciantes, tan adornada por su belleza moral gracias a la simplicidad de sus fines y a la simplicidad de sus virtudes.
La llama de posición que se encontraba colgada en proa iluminaba con una luz clara y serena que casi parecía un símbolo, una luz brillante en medio de las misteriosas sombras de la noche. Me fijé, al pasar de camino a popa por el otro costado del barco, en que se habían olvidado de recoger la escalerilla de cuerda, y que seguía colgando sobre la banda; seguramente la habían echado para que pudiera subir a bordo el capitán del remolcador cuando se había acercado para recoger su correspondencia. Reconozco que me enfadó, porque siempre he creído que la atención a los pequeños detalles es la base de toda buena disciplina, pero al instante me sobrevino el pensamiento de que yo mismo había alejado a mis propios oficiales de su trabajo y que había sido mi decisión la que había impedido que se llevara a cabo la guardia de fondeo y todas las tareas se realizaran correctamente. Dudé de si había sido prudente interferir tan directamente en la rutina normal aunque lo hubiese hecho movido por las mejores intenciones. Una decisión como aquella podía provocar que más adelante me tomaran por un capitán excéntrico. Solo Dios podía saber de qué manera aquel oficial de exagerados bigotes les había explicado a los tripulantes de barco las excentricidades de su capitán. Me enfadé conmigo mismo.
Hice un gesto mecánico, que poco o nada tenía que ver con mi arrepentimiento, y recogí la escala. Ese tipo de escaleras de cuerda suelen ser ligeras y se pueden alzar con relativa facilidad, pero cuando di un fuerte tirón para subirla a bordo recibí uno idéntico en sentido contrario. ¡Qué diablos! Me quedé tan perplejo por la inmovilidad de la escalera que por unos instantes estuve inmóvil tratando de explicarme lo que había ocurrido, como el estúpido del primer oficial. Como es evidente, me asomé a la borda.
El flanco de la nave proyectaba una franja de sombra sobre el oscuro brillo de las aguas, pero eso no me impidió ver al instante algo alargado y pálido que flotaba cerca de la escalerilla. Antes incluso de que me hubiese propuesto averiguar de qué se trataba, pareció emerger de aquel cuerpo desnudo de un hombre un débil reflejo de luz fosforescente; fue como el parpadeo de un juego silencioso en las aguas dormidas, como un relámpago de verano en un cielo nocturno. Tuve que sofocar un grito cuando vi frente a mí un par de pies, unas piernas largas, una espalda grande y sumergida en aquel brillo verdoso y espectral. Una de las manos estaba al mismo nivel del agua, y se aferraba al último peldaño de la escalera. Aquel cuerpo estaba completo, pero le faltaba la cabeza. ¡El cadáver de un hombre sin cabeza! El puro se me cayó de la boca y se hundió en el agua con un susurro perfectamente audible en medio de la quietud que rodeaba el barco. Supongo que por esa razón el hombre levantó el rostro, un pálido óvalo en la sombra de la borda del barco, aunque ni siquiera en ese momento fui capaz de distinguir bien la forma de su cabeza morena. Eso fue suficiente para que se esfumara la inquietante sensación que me había agarrotado el pecho durante unos instantes. Transcurridos aquellos segundos ya había quedado atrás el momento de inútiles exclamaciones. Me puse sobre el palo de repuesto para así poder inclinarme sobre la borda tan cerca como fuera posible y acercarme a aquel misterio que flotaba junto al barco.
Agarrado a la escalerilla de aquella forma, como si se tratara de un nadador que estuviera descansando, el brillo del mar iba jugando con sus miembros, dándole un aspecto cada vez más pálido y fantasmagórico. Por otra parte, el hombre permanecía mudo como un pez. Tampoco hizo ningún movimiento para salir del agua. No hizo ningún movimiento que indicara que quería salir del agua, y resultaba absurdo que no hubiese intentado subir a cubierta. En realidad lo que resultaba inquietante era la posibilidad de que tal vez no quisiera. Fue precisamente esa inquietud la que me llevó a pronunciar las primeras palabras:
—¿Qué sucede? —pregunté con tono normal dirigiéndome a aquel rostro que estaba debajo del mío.
—Un tirón —contestó en el mismo tono que el mío, y a continuación añadió como si le invadiera una inquietud—: No es necesario que llame a nadie.
—No iba a hacerlo.
—¿Está usted solo sobre cubierta?
—Sí.
Por un instante me pareció que iba a soltar la escalerilla para alejarse nadando de mí de la misma misteriosa manera en la que se había presentado, pero al parecer aquella criatura surgida del mar (no había duda que de la costa más cercana a la nave) solo quería saber qué hora era. Se lo dije.
—Y el capitán estará acostado, ¿no es así? —preguntó balbuciendo.
—Todo lo contrario —respondí.
Parecía estar discutiendo internamente consigo mismo porque me pareció escuchar en cierto momento un murmullo grave con el que se decía: “¿Qué sentido tiene?”.
—Escuche, amigo. ¿No le importaría avisarle con cautela? —preguntó vacilante.
En ese momento supuse que ya no tenía mucho sentido retrasar el anuncio.
—Yo soy el capitán.
Desde el agua llegó una exclamación, “¡Por Júpiter!”. El reflejo iluminó un pequeño remolino de agua alrededor de sus miembros, y sujetó la escalerilla también con la otra mano.
—Me llamo Leggatt.
Tenía un tono de voz tranquilo y decidido, una buena voz. Su serenidad había provocado que también mi ánimo estuviera sereno.
—No me cabe duda de que es usted un buen nadador —dije con calma.
—Así es, estoy en el agua desde las nueve, pero ya no sé si debo soltar esta escalerilla, y seguir nadando hasta morir exhausto, o subir a bordo.
Me dio la impresión de que no lo decía por decir, sino que era un alma poderosa y que lo que decía era realmente una posibilidad. Tendría que haberlo deducido de su juventud, porque solo alguien joven es capaz de enfrentarse a unas soluciones tan radicales, pero en ese instante me dejé llevar por una intuición. Se había entablado entre los dos una especie de comunicación misteriosa frente a aquel mar tropical sombrío y tranquilo. Yo también era en esa época lo suficientemente joven como para no hacer ningún comentario. El hombre del agua comenzó a subir a la borda y yo fui corriendo para buscarle algo de ropa.
Antes de entrar en el camarote, me quedé unos segundos inmóvil en el vestíbulo al pie de la escalera. Del otro lado de la puerta cerrada del primer oficial me llegó el leve sonido de un ronquido. La puerta del segundo estaba abierta y sujeta con un pequeño gancho, pero en la oscuridad que se vislumbraba al otro lado no se producía ni el menor ruido. Él también era joven y dormía como un leño. También podía estar despierto el camarero, pero no solía despertarse hasta que lo llamaban. Cogí un camisón de mi camarote y cuando regresé a cubierta, comprobé que el hombre desnudo que había llegado del mar estaba sentado en la escotilla y tenía, en medio de la oscuridad, un brillo casi reluciente; había apoyado los codos en las rodillas, y la cabeza en las manos. Se puso rápidamente el camisón de rayas grises parecido al que llevaba yo y me acompañó hasta la popa como si fuera mi doble, descalzo y silencioso.
—¿Qué ha sucedido? —le pregunté con voz apagada, agarrando de bitácora la lámpara encendida y levantándola un poco para verle mejor el rostro.
—Un feo asunto.
Sus facciones eran regulares: una boca agradable, ojos claros bajo unas cejas pobladas y negras, frente amplia y cuadrada, mejillas afeitadas, un bigote marrón y una barbilla redonda y bien definida. Debido a la luz de la lámpara que había llevado hasta su cara, había adquirido una expresión de concentración parecida a la de un hombre solitario y sumido en sus propios pensamientos. Mi camisón era exactamente de su talla. Se trataba de un joven corpulento de unos veinticinco años, no mucho más. Se mordió el labio inferior con el borde de unos dientes blancos y uniformes.
—De acuerdo —dije mientras colocaba la lámpara de nuevo en su lugar. La noche cálida y tropical volvió a cernirse sobre nuestras cabezas.
—Allí hay un barco —susurró.
—Sí, lo sé, es el Sephora. ¿Sabía que estábamos aquí?
—No, no tenía ni idea. Yo soy el primer oficial —se detuvo un instante y rectificó—: o al menos lo era.
—¡Vaya! ¿Es que ha sucedido algo malo?
—Así es, muy malo; he matado a un hombre.
—¿Qué quiere decir? ¿Ahora mismo?
—No, fue durante la travesía, hace ya unas semanas, a treinta y nueve grados al sur. Pero cuando digo un hombre…
—Supongo que sería en un ataque de ira —sugerí confidencialmente.
Me dio la impresión de que aquella cabeza oscura asentía lentamente sobre el gris fantasmal de mi camisón. Me parecía estar frente a mi propio reflejo en plena noche, en el interior de un espejo inmenso y sombrío.
—Para alguien que ha salido del Conway es bastante duro verse obligado a reconocer algo así —murmuró mi doble con claridad.
—¿Ha estado en el Conway?
—Así es —respondió sorprendido, y añadió despacio—: Puede que usted también…
Y era cierto, pero como yo era dos años mayor que él había salido del buque escuela antes de que él entrara. Intercambiamos las fechas y a continuación nos quedamos los dos en silencio. Pensé de pronto en mi ridículo primer oficial con su descomunal bigote y sus exclamaciones del tipo: “¡Por Dios santo, señor! ¡No estará usted hablando en serio!”. Mi doble me abrió un resquicio para adivinar sus pensamientos cuando me dijo:
—Mi padre era párroco en Norfolk. ¿Me imagina usted frente a un juez y un jurado acusado de ese cargo? No creo que sea necesario. Hay hombres en esta tierra que son como ángeles del cielo, pero no es mi caso. Era uno de esos hombres que son incapaces de no hacer constantemente todo tipo de maldades y estupideces, uno de esos tipos que no tienen motivos para vivir, que ni trabajaba ni dejaba trabajar. ¡No hace falta que añada más! Estoy seguro de que sabe perfectamente a qué clase de hombre me refiero.
Apelaba a mí como si nuestras experiencias fueran tan idénticas como nuestra indumentaria. Yo conocía perfectamente el poder destructivo de ese tipo de personas cuando no hay forma de reprimirlas legalmente, e intuía también que mi doble no era ningún canalla homicida. No se me ocurrió descender a los detalles y él me fue contando la historia a grandes rasgos, utilizando frases bruscas y un tanto inconexas. Eso era todo cuanto necesitaba. Podía ver todo lo que había sucedido como si fuera yo mismo el que se encontrara en el interior de aquel camisón.
—Todo ocurrió cuando estábamos recogiendo el trinquete al anochecer. ¡Recoger el trinquete! Ya puede imaginarse, solo con eso, el tiempo que hacía. Habíamos dejado únicamente aquella vela para que el barco navegara, por lo que puede suponer las inclemencias que habíamos afrontado los días anteriores. Es una de esas tareas que podría poner nervioso a cualquiera, y él comenzó a darme las primeras señales de su insolencia. Ya le he dicho que me sentía un poco sobrepasado por aquel temporal que parecía que no iba a acabar nunca. Era terrible, ya le digo, terrible de verdad, y además el barco estaba medio hundido. Aquel tipo estaba enloqueciendo de miedo y, como no era una situación como para ponerse a discutir con propiedad, me di la vuelta y lo derrumbé como a un buey. Él reaccionó y fue directo a por mí. Nos enfrentamos en el mismo instante en que el mar se abalanzaba sobre nosotros. La tripulación entera se dio cuenta de lo que estaba pasando y se agarró a los aparejos, pero en ese momento yo ya lo había agarrado del cuello y lo golpeaba como a una rata mientras los hombres no paraban de gritar: “¡Cuidado! ¡Cuidado!”. A continuación escuché un estallido, como si se me hubiese caído el cielo encima. Dicen que durante diez minutos no se pudo ver nada en el barco, aparte de los tres mástiles y parte del castillo de proa, que la popa estaba totalmente cubierta por la espuma. Fue un auténtico milagro que nos encontraran, y quedó claro que mis intenciones eran serias porque, cuando nos recogieron, yo seguía agarrándolo del cuello. El hombre tenía la cara negra, y eso ya les pareció demasiado. Nos llevaron a popa a los dos agarrados el uno al otro gritando “¡Asesinato!” como un grupo de locos. Entraron en la cámara. Durante todo ese proceso el barco podría haber naufragado en todo momento, el mar estaba tan enfurecido que hacía encanecer con solo mirarlo. Por lo que he llegado a saber, el capitán se puso a gritar igual que el resto. Llevaba prácticamente una semana sin dormir, y estuvo a punto de enloquecer cuando se encontró con aquella situación en mitad del temporal. Todavía me pregunto cómo fue que no me tiraron por la borda en el mismo instante en que separaron mis dedos del cuello de su querido camarada. Por lo que me dijeron, les costó un buen trabajo separarlos. La historia es demasiado violenta como para que un viejo juez y un jurado respetable sientan compasión por mí. Cuando recobré el sentido lo primero que escuché fue el aullido enloquecido del temporal y la voz del viejo. Estaba sobre mi litera y me miraba directamente a la cara.
—Señor Leggatt, acaba de matar usted a un hombre: ya no puedo consentir que continúe siendo el primer oficial de este barco.
Ponía tanto esmero en alzar demasiado la voz que casi provocaba que la anécdota resultara monótona. Estaba apoyado en la claraboya para seguir en equilibrio, y totalmente inmóvil.
—Un relato de lo más agradable para contar frente a una taza de té —concluyó en el mismo volumen.
Yo también tenía la mano apoyada en la claraboya y, al igual que él, estaba inmóvil. Nos separaba una distancia de menos de un pie. Por un instante pensé que si el viejo “¡Por Dios santo, señor! ¡No estará usted hablando en serio!” asomaba en ese momento la cabeza por la escotilla, podría pensar que estaba viendo doble o que tal vez se trataba de un efecto de brujería; el misterioso capitán confabulándose con su propia versión fantasmagórica junto al timón. Me empezó a preocupar la posibilidad de que ocurriera algo así mientras lo escuchaba con su voz tranquila.
—Mi padre es el párroco de Norfolk —dijo. Parece que había olvidado que ya me había dado antes aquel dato tan importante. No había duda de que se trataba de una buena anécdota.
—Lo mejor será que venga a mi camarote —dije avanzando con cautela.
Mi doble siguió mis movimientos y no hicimos ruido alguno porque los dos caminábamos con los pies descalzos. Dejé que pasara, cerré la puerta con mucho cuidado, avisé al segundo oficial y regresé a cubierta para hacer el relevo.
—De momento no hay la menor señal de viento —le indiqué cuando se acercó.
—No, señor, no parece —asintió medio dormido, con voz grave y la educación imprescindible, medio conteniendo un bostezo.
—Eso es lo único que debe vigilar, ya tiene sus órdenes.
—Sí, señor.
Di un pequeño paseo y, antes de bajar de nuevo, vi cómo ocupaba su puesto mirando hacia el mar con los codos apoyados en los aparejos de mesana. El otro oficial seguía roncando. La lámpara de la cámara estaba encendida y, junto a ella, había un pequeño jarrón con flores, un amable detalle del proveedor, porque aquéllas iban a ser las últimas flores que íbamos a poder ver como mínimo en unos meses. A cada uno de los lados de la caja del timón colgaban unos baos con plátanos. En el barco todo estaba exactamente igual que antes con excepción de una cosa: que los dos camisones del capitán estaban siendo utilizados a la vez; uno estaba inmóvil en la cámara y el otro inmóvil en el camarote del capitán.
Aquí es necesario que explique que mi camarote tenía forma de L, la puerta se encontraba en el ángulo inferior y se abría hacia el brazo corto de la estancia. A la izquierda había un sofá, y a la derecha estaba mi cama. El escritorio y la mesa con los instrumentos de navegación se encontraban frente a la entrada, pero si alguien abría la puerta no podía ver el brazo largo de la estancia a no ser que entrara. Tenía unos armarios y encima de ellos un librero, algo de ropa, un par de chaquetas gruesas, gorras, un impermeable y cosas de ese estilo colgadas de los ganchos. Al fondo del brazo había una puerta que daba al baño, al que también se podía acceder directamente desde el salón, pero ése era un camino que no se usaba nunca.
La llegada de aquel hombre misterioso puso de manifiesto las ventajas que tenía aquella estructura. Cuando entré en mi camarote, y a pesar de que estaba perfectamente iluminado por una gran lámpara que colgaba sobre el escritorio, no lo vi en absoluto hasta que salió él mismo en silencio desde detrás de la ropa que estaba colgada en el rincón más oculto.
—Escuché que entraba alguien y me escondí enseguida —susurró.
Yo me dirigí a él también en susurros:
—Aquí no entrará nadie sin antes pedir permiso o llamar a la puerta.
Asintió. Las facciones de su rostro eran delgadas y tenía un moreno un tanto desvaído, como el de quien acaba de salir de una enfermedad. No llamaba la atención. Me relató cómo había estado arrestado en su propio camarote durante casi siete semanas. Ni en sus ojos ni en su expresión había nada enfermizo. Lo cierto era que no se parecía a mí en lo más mínimo, pero mientras estuvimos inclinados sobre la cama, susurrándonos el uno al otro y de espaldas a la puerta, cualquiera lo bastante audaz como para abrir la puerta y echar un vistazo a escondidas se habría quedado sorprendido ante la imagen de aquel capitán duplicado hablando en voz baja con su otro yo.
—Aún no me ha explicado cómo consiguió llegar hasta nuestra escalerilla —dije con aquellos murmullos prácticamente inaudibles con los que nos hablábamos después de que me comentara algo más sobre ciertas medidas que tomaron a bordo del Sephora.
—Justo cuando llegamos a la isla de Java por fin me pude poner a pensar en todas esas cosas de nuevo, no había hecho en realidad otra cosa desde hacía ya seis semanas porque solo me permitían dar un paseo de una hora por la tarde en el alcázar.
Hablaba a base de murmullos mirando hacia la portilla abierta y con los brazos cruzados sobre el lateral de la cama. Yo me imaginaba a la perfección la forma en la que había estado pensando todas aquellas cosas, más tenaz y obstinadamente que de forma acelerada, algo de lo que yo habría sido totalmente incapaz.
—Supuse que anochecería antes de que llegáramos a tierra —dijo en voz tan baja que tuve que aguzar el oído a pesar de que estábamos tan cerca el uno del otro que nuestros hombros casi se tocaban—, de modo que les pedí que me permitieran hablar con el viejo. Cada vez que me acercaba a él me daba la sensación de que se ponía enfermo, como si ni siquiera pudiera soportar mi presencia. El trinquete había acabado salvando aquel barco demasiado cargado como para viajar a mástil vacío. Y el que lo había hecho en su lugar había sido yo. Fuera como fuera el capitán vino y cuando llegó a mi camarote se quedó de pie al lado de la puerta sin parar de mirarme como si ya pudiera ver la soga alrededor de mi cuello. Le pedí directamente que dejara aquella noche abierta la puerta de mi camarote cuando el barco pasara por el estrecho de la Sonda. La costa de Java y el cabo de Angier solo estaban a unas dos o tres millas, era lo único que le pedía. Durante el año que estuve en Conway gane un premio de nado.
—Le creo —murmuré.
—Solo Dios sabe por qué razón me encerraban con llave durante la noche. Después de ver algunas de las expresiones de sus caras cualquiera habría podido pensar que tenían miedo de que saliera por las noches a estrangular a la tripulación. ¿Pero es que acaso soy un asesino sanguinario? ¿Es ése el aspecto que tengo? ¡Por Júpiter que si así fuera no creo que el capitán se hubiese atrevido a entrar en mi camarote! Supongo que estará a punto de decirme que podría haberle dado un empujón allí mismo si era ya de noche, pero no es así, y no lo es por la misma razón por la que tampoco intenté echar la puerta abajo. Todos habrían salido inmediatamente a intentar detenerme y lo último que quería era una nueva pelea. Podría incluso haber muerto otro hombre porque yo no tenía intención de escaparme para que me atraparan de nuevo y no quería que se repitiera todo. El capitán se negó y con el gesto más contrariado que nunca. Tenía miedo de los hombres y también de su viejo segundo oficial que llevaba ya muchos años navegando a su lado y que no era más que un canalla con canas. El camarero también llevaba no sé cuántos años con él, al menos diecisiete años, un vago que me odiaba a muerte solo porque yo era el primer oficial. No había habido ni un solo primer oficial que hubiese hecho más de una travesía en el Sephora. Los que de verdad llevaban el barco eran ese par de tipos y solo el diablo sabe de qué no tenía miedo aquel capitán (en medio del temporal en el que estuvimos llegó a perder completamente el control de sí mismo). Puede que temiera a la ley, puede que a su mujer. ¡Ah, sí! Porque su mujer también iba a bordo, aunque la verdad es que dudo mucho de que se metiera en nada porque para ella habría sido una alegría que yo me marchara del barco fuera como fuera. Ya ve que mi historia se parece mucho a la de la “marca de Caín”. Ya estaba más que dispuesto a vagar por la tierra, un precio francamente alto para pagar por un Abel así, pero sea como sea no quiso saber nada de mí. “Este tema debe tener su curso habitual, en este barco yo soy la representación de la ley”, dijo sin parar de temblar. “¿De modo que no quiere?”. “¡No!”. “Espero que sea usted capaz de volver a dormir después de lo que está haciendo”, repliqué y le di la espalda. “Me pregunto si usted mismo es capaz de hacerlo”, respondió él y cerró la puerta.
”Pues bien, la verdad es que no pude después de aquello. Me costaba mucho esfuerzo dormir regularmente desde hacía ya tres semanas. Hasta Java había llegado en una travesía muy lenta alrededor de Carimata durante diez días. Cuando fondeamos allí, supongo que pensaron que todo iría bien. La costa más cercana quedaba a cinco millas de distancia y además era el destino del barco; el cónsul no iba a tardar ni un minuto en ir a buscarme, y no tenía mucho sentido tratar de huir a uno de estos islotes de por aquí en los que seguro no hay ni una gota de agua. No sé cómo sucedió pero, cuando aquella noche el camarero me llevó la cena, olvidó cerrar la puerta con llave. Después de comérmelo todo, salí y di una vuelta por el alcázar. Lo hice sin ninguna intención concreta, creo que lo único que quería era un poco de aire fresco. De pronto sentí la tentación, me quité los zapatos de un golpe y, antes de que me diera tiempo a pensar nada más, ya estaba en el agua. Alguien en el barco debió de escuchar el chapuzón porque inmediatamente se creó un follón increíble: “¡Se ha marchado! ¡Arriad los botes! ¡Se ha suicidado! ¡No, está nadando!”. Y cómo no, claro que estaba nadando. Cuando alguien es un nadador de mi categoría no es sencillo suicidarse por ahogamiento. Antes de que el bote saliera del barco yo ya había alcanzado el peñón más cercano. Durante un rato los escuché gritar y remar, pero no tardaron demasiado en desistir. De nuevo se hizo el silencio y el mar quedó tan inmóvil como la muerte. Me senté en unas rocas y me puse a pensar. No tenía duda de que en cuanto amaneciera reanudarían la búsqueda y entre aquellas rocas no había demasiado sitio para esconderse. Y aunque lo hubiese habido ¿de qué habría podido servirme? Ya me había escapado del barco y no tenía ninguna intención de regresar, de modo que me quité la ropa, hice un hatillo con una piedra y la tiré al lado más profundo de la costa del peñón. Como suicidio, aquello ya era más que suficiente para mí; que pensaran lo que les diera la gana, pero yo no tenía ninguna intención de ahogarme. Mi intención era nadar hasta que me hundiera, que no es lo mismo. Nadé hasta otro de los islotes, y desde allí alcancé a ver la luz de posición de este barco, y así fue como pude nadar con una referencia. Continué nadando con facilidad y en el camino me encontré con una roca plana que sobresalía unos centímetros del agua; estoy seguro de que desde la popa se puede ver con un catalejo. Subí a la roca y descansé un poco, luego me puse en marcha de nuevo. Este último trecho ha tenido que ser más o menos de una milla.
Su murmullo se iba haciendo cada vez más débil, y no dejaba de mirar la portilla, a pesar de que no se viera ninguna estrella. Yo no lo había interrumpido en ningún momento. Había algo en su relato, puede que fuera en él mismo, que hacía completamente imposible la interrupción; se trataba de algo parecido a una sensación, una cualidad tal vez, indescriptible. Cuando por fin se calló, lo único que pude hacer fue preguntar algo absurdo:
—¿De modo que durante todo este tiempo has estado nadando hacia nuestra luz?
—Así es, lo más directamente que podía, me servía como referencia. No veía estrellas bajas porque la costa estaba en medio y tampoco podía ver la tierra. El agua parecía de cristal, me daba la sensación de estar nadando en una maldita cisterna de miles de metros de profundidad sin salida, pero, aunque pensara en rendirme, me desagradaba la idea de nadar en círculos como un buey enloquecido, y lo que tenía claro es que no quería volver… Eso no. ¿Se imagina que me hubiesen cazado en uno de esos peñones completamente desnudo como a un animal salvaje? No tengo duda de que me habrían matado, y como no quería que me ocurriera eso, lo único que podía hacer era seguir nadando hacia delante. Entonces me topé con vuestra escalerilla…
—¿Y por qué no llamaste al barco? —pregunté elevando un poco el tono.
Él me rozó levemente el hombro, y sobre nuestras cabezas se escuchó el sonido perezoso de unos pasos que finalmente acabaron deteniéndose. Lo más probable era que el oficial hubiese pasado desde la otra parte de la popa y se hubiese apoyado encima de la borda.
—No nos oyen, ¿verdad? —susurró mi doble al oído con inquietud.
Y lo cierto es que su inquietud bastaba como respuesta, una respuesta lo bastante elocuente a la pregunta que yo le acababa de hacer, una respuesta que contenía en sí misma toda la dificultad de aquella situación. Cerré con cuidado la portilla para estar completamente seguro, porque, si alzábamos demasiado la voz, era posible que escucharan alguna palabra.
—¿Quién es? —susurró entonces.
—Mi segundo oficial, pero no se crea que sé mucho más que usted sobre él.
Y a continuación le hablé un poco sobre mí. Solo hacía quince días me habían nombrado de manera totalmente inesperada capitán del barco. No sabía nada del barco ni de la tripulación. En los días de puerto no tuve tiempo de conocer la nave ni de evaluar la competencia de ninguno de sus tripulantes. En cuanto a los hombres, lo único que sabían de mí era que había sido elegido para llevar el barco de vuelta a nuestro país. Por lo demás, añadí, yo era tan desconocido a bordo como él. En aquel momento me daba cuenta de aquella realidad con una intensidad particular, y comprendí que hacía falta muy poco para que los marineros me vieran como a alguien sospechoso.
El hombre se dio media vuelta. Los dos desconocidos del barco nos miramos entonces en igualdad de condiciones.
—La escalerilla… —susurró tras un silencio—. ¿Quién habría podido imaginar que me iba a encontrar una escalerilla colgando de un barco que había fondeado aquí mismo? Justo en ese momento estaba a punto de marearme de la manera más desagradable. Después de la vida que me han obligado a llevar durante las últimas semanas, a cualquiera le habría pasado lo mismo. No habría sido capaz de nadar ni un metro más allá de la cadena del timón y… ¡quién lo habría pensado! Justo allí había una escalerilla a la que me podía agarrar. En cuanto me agarré a ella pensé: “¿Qué sentido tiene?”. Cuando vi la cabeza de un hombre que se asomaba y me miraba, mi primer pensamiento fue alejarme a nado y dejar que me gritara en el idioma que fuera. No me importaba que me mirara, casi me producía placer. Y como luego usted me habló con aquella voz tan tranquila… era como si me hubiese estado esperando… y por eso decidí quedarme un poco más. He estado muy solo… y no me refiero solamente al tiempo que he pasado nadando. Me alegra haber podido hablar con alguien que no perteneciera al Sephora. En cuanto a preguntar por el capitán, no fue más que un impulso. Podría no haber servido de nada si todo el mundo hubiese sabido de mi existencia y los demás hubiesen aparecido por la mañana. No sé, lo único que deseaba era que me viera alguien antes de marcharme, aunque no sé qué le habría podido decir… “Hace una noche preciosa, ¿verdad?”, o algo por el estilo.
—¿Cree que vendrán? —pregunté incrédulo.
—Es más que probable —respondió con voz débil.
De pronto me pareció que tenía un aspecto completamente demacrado. Agachó la cabeza.
—Mmm… Ya veremos, entonces. Mientras tanto, métase en la cama —susurré—. ¿Necesita ayuda? Ahí es…
Se trataba de una cama alta con unos cajones en la parte inferior. Aquel prodigioso nadador necesitó que lo ayudara a subir sosteniéndole una pierna. Se tumbó, consiguió darse media vuelta para quedar boca arriba, y se cubrió los ojos con el antebrazo. Con la cara medio tapada no había duda de que se parecía mucho a mí cuando me tumbaba en aquella cama. Me quedé unos instantes mirando a mi otro yo antes de echar con cuidado las dos cortinas verdes que estaban colgadas de una barra de hierro. Pensé un segundo en cerrarlas con una pinza para estar más seguro, pero me senté en el sofá y ya allí me dio demasiado pereza levantarme de nuevo; decidí hacerlo más tarde. Toda la tensión de aquella clandestinidad me había dejado con una especie de cansancio íntimo, era el esfuerzo provocado por hablar constantemente en susurros y el secreto que envolvía toda aquella excitación. Ya eran las tres y me había levantado a las nueve, pero no tenía sueño, habría sido incapaz de dormir. Me quedé allí sentado, exhausto y contemplando las cortinas, tratando de discernir con un poco de claridad aquella sensación de estar en dos sitios al mismo tiempo, y de lo más molesto con aquellos desesperantes golpes que parecían no terminar de sonar nunca en mi cabeza. Me alivió de pronto darme cuenta de que no eran en mi interior donde sonaban sino en la parte exterior de la puerta. Antes de que me diera tiempo a ordenar mis ideas salió de mis labios la palabra “adelante”, y el camarero entró con una bandeja en la que me traía el café de la mañana. Al final estaba tan cansado que había acabado durmiéndome. Me asusté tanto que le grité:
—¡Aquí, muchacho! ¡Por aquí! —como si se encontrara a kilómetros de distancia. Él dejo la bandeja sobre la mesa que estaba junto al sofá y me respondió:
—Ya me doy cuenta de que está aquí, señor.
Me miraba de una forma penetrante, pero no me atreví a devolverle la mirada. Seguramente se estaba preguntando por qué razón había corrido las cortinas de la cama para luego dormirme en el sofá. Salió y dejó la puerta sujeta con un gancho, como solía acostumbrar.
Se oía cómo la tripulación había comenzado a limpiar la cubierta. Yo era consciente de que si hubiese habido un poco de viento me lo habrían dicho de inmediato. De modo que sigue en calma, pensé, y aquello hizo que me sintiera doblemente mortificado. En realidad me sentía más dividido que nunca. El camarero apareció de nuevo en la puerta y yo me levanté del sofá tan rápidamente que lo asusté.
—¿Qué quiere?
—Cerrar la portilla, señor. Han empezado a limpiar la cubierta.
—Ya la he cerrado yo —dije ruborizándome.
—Está bien, señor —dijo sin moverse de la puerta, y me dedicó una mirada poco habitual e inquisitiva. A continuación apartó la vista, adoptó una actitud diferente y se dirigió a mí con una voz inquietantemente amable y solícita.
—¿Puedo pasar a retirar la taza, señor?
—Claro que sí —respondí, y le di la espalda mientras entraba y salía rápidamente para llevársela. A continuación quité el gancho, cerré la puerta y creo que hasta llegué a echar el pestillo. No podía durar mucho tiempo. Y además el camarote estaba hecho un horno. Miré con cautela a mi doble y descubrí que ni siquiera se había movido, aún tenía el antebrazo sobre los ojos y el pecho le subía y le bajaba. Tenía el rostro empapado en sudor. Me incliné sobre él y abrí la portilla.
“Es necesario que me haga ver en cubierta”, pensé.
Es evidente que podía hacer lo que me viniera en gana sin que nadie rechistara en mi círculo más cercano, pero me parecía demasiado cerrar el camarote con llave y llevármela. Me asomé por la escotilla y vi un pequeño grupo en el que estaban mis dos oficiales, el segundo descalzo y el primero con unas botas de caucho, cerca del castillo de popa y junto al camarero, que en ese momento estaba bajando la escalerilla y charlaba con ellos. El camarero me vio y bajó a toda prisa, el segundo oficial se fue por la cubierta gritando órdenes aquí y allá y el primer oficial vino a mi lado llevándose la mano a la gorra.
Había en su mirada una curiosidad que me disgustó, no sabía si el camarero les había comentado que yo era un tanto “extraño” o que estaba borracho, lo único que sé es que el hombre deseaba mirarme con atención. Se acercaba hacia mí con una sonrisa tan extraña que, cuando estuvo a mi lado parecía que se le habían helado los bigotes. No le di tiempo de abrir la boca:
—Que los hombres dejen fijas las vergas con las brazas antes de desayunar.
Aquélla era la primera orden especifica que daba a bordo del barco y me quedé en cubierta para ver cómo la llevaban a cabo. Tenía que afianzar mi autoridad sin perder ni un minuto más. Le puse las cosas en su sitio a un muchacho un tanto bromista, y también aproveché aquella ocasión para contemplar las caras de todos los marineros cuando pasaban delante de mí hacia las brazas de popa. Cuando llegó la hora de desayunar no probé bocado, y presidí la reunión con una dignidad gélida tan grande que los dos oficiales se vieron aliviados de poder abandonar la mesa en cuanto se lo permitió el decoro. Durante todo aquel rato mi mente me hacía resbalar hacia una dualidad que parecía empujarme a la locura. Ni mi yo secreto dejaba de mirarme a mí ni yo a él; había quedado tan atado a mis acciones como si fuera mi propia personalidad, y me contemplaba durmiendo desde aquella cama, detrás de aquella puerta que tenía frente a mí, mientras estaba sentado a la cabecera de la mesa. Era lo más parecido a estar loco, pero aún peor, porque yo era perfectamente consciente de la situación.
Me vi obligado a sacudirle durante casi un minuto y cuando abrió finalmente los ojos, ya estaba en pleno uso de su razón. Me inquirió con la mirada.
—Ya veo que va todo bien de momento —susurré—. Ahora lo mejor es que se esconda en el cuarto de baño.
Me obedeció tan en silencio como un fantasma y a continuación llamé al camarero y le pedí que limpiara el camarote mientras yo me bañaba. “Y dese prisa”. Utilizando el mismo tono de mi réplica me contestó: “Sí, señor”, y salió a toda prisa a buscar la escoba y el recogedor. Me bañé chapoteando y silbando para que me pudiera escuchar el camarero desde el camarote, mientras aquel cómplice secreto de mi vida esperaba en silencio en un reducido espacio. Visto a la luz del día su rostro tenía un aspecto demacrado, con la mirada hundida bajo la severa sombra de las cejas, unidas tan solo por un ceño levemente fruncido.
Cuando lo abandoné allí para regresar al camarote, observé que el camarero ya estaba terminando de limpiar el polvo. Mandé llamar al primer oficial y mantuve con él una trivial conversación sobre su tremendo bigote, cuando en realidad lo único que deseaba era que tuviera una oportunidad de echarle un buen vistazo al camarote. Así fue como pude cerrar de nuevo la puerta, y esta vez con la conciencia tranquila, para que mi doble volviera a ponerse en el rincón más oculto. Poco más se podía hacer, en realidad. Se vio obligado a estar sentado en una banqueta, y medio ahogado por la cantidad de abrigos que había allí. Escuchamos cómo el camarero entraba en el cuarto de baño desde el salón, llenaba unas botellas de agua, limpiaba la bañera, lo ordenaba todo, salía de nuevo al salón y cerraba con llave. Ése era mi plan para que mi segundo yo permaneciera ignoto; dadas las circunstancias, no se podía idear nada mejor. Y así fue cómo permanecimos sentados; yo frente a la mesa de mi escritorio tratando de dar un aspecto lo bastante ocupado frente a unos papeles, y él escondido detrás de mí y fuera de la vista de quien abriera la puerta. Hablar durante el día habría sido una imprudencia y no me habría podido deshacer de esa extraña sensación de estar hablando conmigo mismo. De cuando en cuando, echaba un vistazo por encima del hombro y lo veía a mi espalda, sentado rígidamente en la banqueta, descalzo y con los pies muy juntos, los brazos cruzados y la cabeza inclinada, totalmente inmóvil. Cualquiera habría podido creer que era yo mismo.
También a mí me tenía fascinado, y no pasaba un minuto sin que volviera la cabeza para observarlo. En una ocasión lo estaba mirando cuando una voz dijo desde fuera:
—Perdone, señor.
—¿Sí?
No retiré la mirada. Y así continué, de hecho, hasta que la voz del exterior me dijo:
—Se está acercando un bote, señor.
Comprobé que aquello había provocado que se sobresaltara, el primer movimiento que había realizado desde hacía horas, pero ni siquiera así levantó la cabeza, que permaneció inclinada.
—De acuerdo, echad la escala.
Todavía dudé unos instantes. ¿Debía susurrarle algo? Y sí así era, ¿qué? Daba la sensación de que nada externo había alterado en modo alguno su inmovilidad. ¿Qué podía decirle que no supiera ya…? Finalmente opté por subir a cubierta.
II
El capitán del Sephora tenía un bigote rojo que le ocupaba casi toda la cara, y el tipo de piel que suele tener la gente con ese pelo, al igual que los ojos, que eran del clásico azul turquesa. No se podía decir que fuera un hombre de una constitución imponente, era de hombros altos, estatura corriente y una pierna un poco menos recta que la otra. Cuando me estrechó la mano lo hizo mirando vagamente a su alrededor. Pensé que su cualidad debía de ser la tenacidad, pero sin ímpetu. Mi cortesía pareció desconcertarlo un poco, puede que fuera por timidez. Me habló farfullando como si estuviera avergonzado de sus propias palabras y me dijo su nombre (algo parecido a Archbold, aunque ha pasado ya tanto tiempo que ni siquiera estoy seguro), y a continuación el de su barco, con la misma desgana con la que confiesa un criminal. Me contó que había tenido una travesía con un tiempo tremendo… realmente tremendo, y que encima su mujer iba también a bordo.
Nos encontrábamos en el camarote y en ese momento el camarero nos trajo una bandeja con unas botellas y vasos.
—¡No, muchas gracias! —exclamó.
Al parecer no bebía ni una gota de alcohol, pero sí aceptó un vaso de agua. Dos vasos, en realidad. Un trabajo como aquél daba mucha sed. Desde el amanecer de aquel día no había parado de inspeccionar todos los peñones que estaban alrededor de su barco.
—¿Y eso por qué? ¿Por placer? —pregunté tratando de fingir interés.
—¡En absoluto! —respondió suspirando—. Se trata de una penosa obligación.
Él seguía farfullando y yo deseaba que mi doble pudiera escuchar claramente todas y cada una de las palabras que decía. No se me ocurrió otra cosa que decirle que era un poco duro de oído.
—¿Cómo? ¿Tan joven? —preguntó asintiendo y clavando en mí una mirada azul, turbia y no demasiado inteligente. ¿Y eso por qué? ¿Se debía acaso a algún tipo de enfermedad? Hizo aquellas preguntas sin la menor pasión, como si en el fondo pensara que se trataba de algo merecido.
—Así es, una enfermedad —reconocí con una alegría que pareció dejarlo paralizado. Aun así conseguí lo que me proponía, ya que se vio obligado a alzar la voz para relatarme la historia. No tiene mucho sentido dar cuenta de su versión: los sucesos que relataba se remontaban a varios meses antes y había pensado tanto en ellos que parecía haber perdido totalmente la noción de su relevancia, aunque no por eso estaba menos deprimido.
—¿Y a usted que le parecería si sucediera algo semejante a bordo de su barco? Todo el mundo sabe que durante los últimos quince años he sido el capitán del Sephora.
Se lo veía muy deprimido, y lo más posible es que en cualquier otra circunstancia me hubiera compadecido de él, pero no era capaz de olvidar la imagen de aquel que compartía mi camarote sin que nadie lo supiera, como si se tratara de mi segundo yo. Se escondía detrás de la mampara, a dos o tres metros de distancia de nosotros, que estábamos en el salón. Miré con educación al capitán Archbold (si es que ése era su nombre), pero en su lugar vi al otro, con su camisón gris y sentado en la banqueta, con los pies descalzos y muy juntos, los brazos cruzados y escuchando con la cabeza gacha cada una de las palabras que decíamos.
—Llevo treinta y siete años en el mar, he pasado en él casi toda mi juventud y mi madurez, y no había escuchado nunca que sucediera algo parecido en un barco inglés, y tenía que ocurrir en el mío, precisamente… Y encima con mi mujer a bordo.
En aquel momento yo apenas le prestaba ya atención.
—¿Y no le parece posible que haya sido esa tremenda tempestad de la que me ha hablado la que mató a aquel hombre? En más de una ocasión he podido comprobar cómo un golpe de mar le rompía el cuello a un hombre al instante.
—¡Por Dios santo! —murmuró de una forma inquietante y clavando en mí su mirada—. ¡El mar! Le aseguro que para que el mar matara a un hombre tendría que tener otro aspecto.
Mi sugerencia parecía haberlo escandalizado. Yo lo miré sin esperar nada imprevisible por su parte, pero él se acercó a mí y sacó la lengua tan súbitamente que no pude evitar echarme atrás de un salto. Después de haber conseguido acabar con mi tranquilidad de una manera tan gráfica, asintió tranquilo. Si hubiera visto aquello, me dijo, no lo habría podido olvidar jamás. El tiempo era demasiado malo para dar al cadáver el entierro marino correspondiente, por lo que al amanecer llevaron el cadáver hasta la popa y allí le cubrieron la cabeza con una bandera, leyó una breve oración y a continuación, y vestido tal y como estaba, con el impermeable y las botas, lo arrojaron hacia las gigantescas olas que parecían estar intentando engullir el barco entero y todas las vidas que en él se encontraban en ese instante.
—Y se salvaron gracias a que fijaron la vela de trinquete.
—Así es, gracias a Dios y a esa vela nos salvamos —repitió con fervor—. Estoy convencido de que aguantó durante todo el huracán gracias a su misericordia.
—Y entonces fue cuando la fijaron… —comencé a decir.
—Fue la mano de Dios —me interrumpió—. Aquello solo pudo hacerlo la mano de Dios. No me humilla decirle que fui incapaz de dar la orden. Me daba la sensación de que no podíamos tocar una sola parte del barco sin perderla, y perder esa vela habría equivalido en ese momento a perder nuestra última esperanza.
La tempestad todavía le llenaba el corazón de espanto, de modo que dejé que hablara durante un rato y, a continuación, y como de casualidad, como quien no le da ninguna importancia, le comenté:
—Supongo que estará usted deseando entregar a su primer oficial en tierra.
Lo estaba. A la ley. Sobre aquel punto en concreto su tenacidad era casi incomprensible y bordeaba lo atroz, era algo místico, por llamarlo de alguna manera, que no tenía nada que ver con que le consideraran “sospechoso de tolerar sucesos de esa naturaleza”. Llevaba en el mar treinta y siete años sin tacha y los últimos quince en el Sephora parecían haberlo obligado a tener una actitud implacable.
—Escuche —continuó tratando de abrirse paso torpemente entre sus sentimientos—, no fui yo quien contrató a ese joven, pero al parecer su familia estaba relacionada de alguna forma con los propietarios del barco. En cierto modo, no me quedó alternativa. Parecía muy inteligente, educado y todo lo demás, pero la verdad es que nunca me gustó del todo. Yo soy un hombre sencillo y, no sé cómo decirle, no era precisamente el primer oficial más adecuado para un barco como el Sephora. De eso no tenía ninguna duda.
”Yo nunca habría elegido a ese tipo de hombre, no sé si entiende lo que quiero decir —insistió ya sin necesidad y sin dejar de mirarme fijamente.
Sonreí cortésmente y por un momento me quedé sin palabras.
—Supongo que tendré que informar del suicidio.
—¿Cómo ha dicho?
—¡Sui-cidio! Digo que tendré que explicárselo a los propietarios cuando regrese.
—A no ser que consiga dar con él antes de mañana —asentí gravemente—. Vivo, me refiero.
Murmuró algo que no entendí del todo y acerqué el oído hacia él con desconcierto.
—Tierra —dijo alzando la voz—, le digo que, tierra firme queda a unas siete millas de donde tengo anclado el barco.
—Sí, aproximadamente.
Pareció empezar a sentir cierto recelo contra mí por mi falta de animación, curiosidad e interés, aunque lo cierto era que, aparte de cierta sordera, yo no había intentado fingir nada. Me sentía totalmente incapaz de fingir que era inocente, por eso ni siquiera lo intentaba. Habría que añadir también que el capitán había venido hasta nuestro barco con ciertas sospechas y mi cortesía le parecía una situación extraña y poco natural. ¿De qué otra forma lo podría haber recibido? ¿Sin cordialidad? Aquello sí que me habría resultado totalmente imposible, y por razones psicológicas que no explicaré aquí. Lo único que me interesaba era quedar al margen de sus pesquisas. ¿Con una actitud hostil? Puede ser, aunque eso podría haber precipitado de inmediato una pregunta directa. Gracias precisamente a lo poco acostumbrado que estaba a ella y a su naturaleza, la cortesía era sin duda la mejor manera de dirigirse a aquel hombre para contenerlo. Aunque también se daba el peligro de que intentara quebrantar mi defensa de golpe. Creo que nunca habría sido capaz de hacerle frente con una mentira abierta, y eso también más por razones psicológicas que morales. Si él hubiese sabido el miedo que me daba mostrar mis sentimientos de identidad frente al otro… Aunque, por extraño que suene (eso lo entendí más tarde), me parece también que no le sorprendió mi parecido con el hombre que buscaba, la misteriosa similitud entre él y aquel que había provocado sus recelos desde el principio.
Sea como sea el silencio no llegó a durar gran cosa. El capitán continuó avanzando de forma indirecta:
—Yo creo que mi barco se debe de encontrar a unas dos millas del suyo, no creo que más.
—Y ya es mucho, sobre todo con este calor tan sofocante —dije.
De nuevo, otra pausa desconfiada. Suelen decir que la necesidad es la madre del ingenio, pero yo añado siempre que el miedo también lo agudiza, y de lo que yo tenía miedo era de que me preguntara directamente sobre mi otro yo.
—Es una agradable sala de estar ¿no le parece? —pregunté cuando me di cuenta de cómo su mirada iba recorriendo una puerta tras otra—. Y está además perfectamente acondicionada. Fíjese, por ejemplo —añadí mientras me recostaba sobre uno de los asientos fingiendo desenfado y abriendo la puerta del cuarto de baño—, esto de aquí es mi cuarto de baño.
El capitán realizó un inquieto movimiento, pero apenas miró hacia el interior. Me levanté de nuevo, cerré la puerta del baño y lo invité a que echara un vistazo como si estuviera muy orgulloso de mi barco. Se vio obligado a levantarse mientras se lo enseñaba todo, aunque no parecía sentir mayor interés.
—Y ahora le enseñaré mi habitación —dije lo más alto que pude mientras cruzaba la sala hacia estribor con pasos deliberadamente pesados.
Vino detrás de mí y echó un vistazo a su alrededor. Mi inteligente doble se había esfumado y yo representé mi papel.
—De lo más cómodo, ¿no le parece?
—Muy agradable, muy co… —Ni siquiera terminó aquella frase y salió con brusquedad, como si tratara de huir de alguna clase de truco, pero yo no tenía intención de soltarlo tan fácilmente. Me había hecho pasar tanto miedo que ahora yo también quería mi pequeña venganza, lo tenía en mis manos y tenía intención de seguir adelante. Lo más probable es que mi educada insistencia tuviera para él algo temible, porque cedió enseguida. No permití que se le escapara un solo detalle: el camarote del primer oficial, la despensa, los pañoles, las velas que estaban almacenadas bajo la popa… Lo obligué a verlo todo. Cuando finalmente lo acompañamos hasta la salida del alcázar, soltó un enorme suspiro de desánimo y añadió desanimado que tenía que regresar a su barco. Le dije al primer oficial que se encargara personalmente del bote del capitán.
El bigotudo hizo sonar el silbato que casi siempre llevaba colgado al cuello y gritó: “¡Los del Sephora se marchan!”. Mi doble tuvo que escucharlo desde el camarote, y no tengo duda de que sintió incluso más alivio que yo. Cuatro hombres salieron corriendo desde alguna parte y se dirigieron hacia la borda, y mis hombres subieron también a cubierta y se alinearon en la amurada. Yo me llevé a nuestro visitante hasta la pasarela con una ceremonia que rozaba el exceso. Se trataba de un hombre tenaz y en la misma escala, y con su particular manera de afrontar las cosas, se dio media vuelta y dijo con expresión culpable:
—Tampoco quiero que piense…
Lo interrumpí alzando la voz:
—Por supuesto que no lo pienso. Ha sido un placer. Hasta la próxima.
Tenía una idea bastante aproximada de lo que me iba a decir y pude ahorrármelo gracias a los privilegios de mi fingida sordera. El capitán estaba demasiado nervioso como para seguir insistiendo, pero mi primer oficial, que fue testigo cercano de la despedida, se quedó desconcertado y con gesto pensativo. Como no quería que diera la sensación de que rechazaba la comunicación con mis oficiales, no le impedí que me dirigiera la palabra.
—Parece un hombre agradable. Si el camarero no miente, la tripulación le ha contado a nuestros marineros una historia realmente extraordinaria. Supongo que el capitán se la habrá relatado a usted, ¿no es así?
—Sí, el capitán me lo ha contado.
—Un historia espantosa, ¿verdad, señor?
—Así es.
—Es casi peor que las historias que hemos oído sobre asesinatos en barcos yanquis.
—No me parece que las supere, ni siquiera creo que se parezcan en lo más mínimo.
—¡Dios santo, señor! ¡No habla usted en serio! Ya sabe que no tengo ningún trato con barcos norteamericanos, de modo que no le puedo discutir ese punto. A mí me parece espantosa… aunque lo más raro de todo es que esos sujetos estaban convencidos de que su hombre se encontraba escondido en este barco. ¿Se lo puede usted creer?
—Absurdo.
Mientras tanto íbamos paseando por el alcázar de un lado al otro. No se veía a nadie de la tripulación de proa (ese día era domingo) y el primer oficial siguió hablando.
—Al parecer ha habido una pequeña discusión. Nuestros hombres se han ofendido y les han dicho “Como si fuésemos capaces de esconder a una bestia como ésa. ¿Por qué no miráis en la carbonera a ver si está por allí?”. Y menuda discusión se ha montado, aunque creo que al final han hecho las paces. Lo más probable es que se haya ahogado, ¿no cree, señor?
—Prefiero no suponer.
—¿Quiere decir que no tiene ninguna duda al respecto, señor?
—Ninguna.
Lo abandoné al instante. Tuve la seguridad de estar causando en él una pésima impresión, pero mi doble estaba abajo y me resultaba muy difícil seguir en cubierta sabiendo que mi doble estaba abajo, casi tan difícil como estar abajo. Se podía decir que era una situación de lo más tensa. No había en el barco ni una sola persona en la que pudiera confiar. La tripulación ya conocía la historia, de modo que habría sido imposible hacerlo pasar por otra persona, y ahora era más posible que nunca que se produjera un encuentro.
El camarero se encontraba poniendo la mesa en aquel momento, por eso cuando bajé solo pudimos hablarnos con la mirada. Esa misma tarde lo intentamos mediante susurros, pero en nuestra contra jugaba la calma dominical del barco, la quietud del aire y del agua, los elementos y los hombres: todo parecía levantarse en contra nuestra como si se tratara de una confabulación secreta, hasta el tiempo, pero aquello no podía permanecer de aquel modo para siempre. Supongo que precisamente por esa razón ni siquiera podíamos confiar en la Providencia. ¿Es necesario que añada lo que me entristecía aquella idea? En cuanto al capítulo de los imprevistos que suele tener una baza tan importante en el libro del éxito, lo único que podía esperar era que se mantuviera cerrado, y es que ¿qué imprevisto favorable nos podía suceder?
—¿Has escuchado todo? —fue lo primero que le pregunté cuando volvimos a estar inclinados los dos solos sobre la cama.
Lo había oído perfectamente, como demostró con el nerviosismo de su respuesta:
—Ese hombre ha dicho que apenas se atrevía a dar la orden.
Entendí que estaba hablando del salvífico trinquete.
—Sí, tenía miedo de que se perdiera al fijarla.
—Le juro que nunca dio esa orden. Puede que piense que la dio, pero eso no es cierto. Se quedó inmóvil a mi lado, en popa. La gavira saltó por los aires y él se quedó lloriqueando porque era nuestra última esperanza, estoy seguro de que lo único que hizo fue lloriquear. ¡Y encima estaba anocheciendo! Ver a un capitán comportarse de aquella manera con una tormenta como ésa habría bastado para volver loco a cualquiera. A mí me puso en un estado de desesperación total, fui yo quien se hizo cargo de todo, me aparté de su lado y… pero no sé por qué se lo cuento si ya lo sabe todo perfectamente… ¿o es que acaso cree que si no me hubiese comportado violentamente los hombres habrían reaccionado? ¡Por supuesto que no! ¿El contramaestre, quizá?, puede ser, pero no es que hubiese mala mar, es que estaba completamente enloquecida. Supongo que el día que llegue el fin del mundo será algo parecido, pero una cosa es ver qué sucede y otra distinta tener que aguantarlo un día y otro día… No le estoy echando a nadie la culpa, digo tan solo que al menos yo me comporté un poco mejor que el resto. Al fin y al cabo, el oficial de aquella ruina…
—Le entiendo perfectamente —le respondí sinceramente al oído. Se había quedado sin aliento y lo escuché jadear. Todo era muy sencillo; la misma tensión que lo había llevado a salvar la vida de veinticuatro hombres, lo había llevado a acabar con la vida de uno de un único y certero culatazo, una existencia indigna y rebelde, pero no me dio tiempo a reflexionar sobre el asunto porque de inmediato se oyeron unos pasos en el salón y alguien llamó con fuerza a la puerta.
—Señor, tenemos viento suficiente para zarpar.
Aquélla era una llamada que me obligaba en el acto a abandonar mis pensamientos y hasta mis sentimientos.
—Avise a toda la tripulación a cubierta —grité a través de la puerta—. Subo inmediatamente.
Estaba a punto de conocer por fin mi propio barco, y antes de salir de mi camarote se cruzaron nuestras miradas por última vez: éramos los dos únicos intrusos a bordo. Le señalé la banqueta del rincón y me llevé el dedo a los labios, y él me respondió con un gesto misterioso y vago al que acompañó con una pequeña sonrisa.
Éste no es el espacio más apropiado para que un hombre se extienda en exponer cuáles son los sentimientos que lo invaden la primera vez que un barco se mueve bajo sus órdenes. En mi caso he de decir que las sensaciones no eran del todo puras. No era solo yo quien se encontraba al mando, ya que en el camarote estaba aquel desconocido, o por decirlo de otro modo, yo no estaba total y completamente en el barco porque una parte de mí se encontraba junto a aquel desconocido. La impresión de estar en dos lugares simultáneamente me afectaba de una manera tan física que me daba la sensación de que el secreto había tomado posesión de mi alma. Ni siquiera había transcurrido una hora desde que el barco se empezó a mover cuando le ordené a mi primer oficial (estaba a mi lado) que fuera a buscarme la brújula y lo hice en un susurro. Me di cuenta a tiempo, pero el hombre se quedó claramente sorprendido. Casi dio un salto. Desde ese momento, mantuvo conmigo una actitud seria y vigilante, como si tuviera una mosca detrás de la oreja. Poco después, me alejé de la borda para echar un vistazo a la brújula con paso tan cauto que el timonel se me quedó mirando con unos ojos como platos. Eran cosas pequeñas, pero para un capitán no es ninguna ventaja pasar por excéntrico. Yo me sentía muy sensible y preocupado porque hay algunos gestos y actitudes que deberían salir de un marino de manera tan natural e involuntaria como el parpadeo ante un objeto amenazador. Hay cierto tipo de órdenes que deben salir de los labios casi sin pensar, ciertas actitudes tienen que surgir de él, por decirlo de alguna manera, sin reflexión. Pero en aquella situación a mí me había abandonado por completo ese estado natural de alerta inconsciente. Tenía que hacer constantes esfuerzos para salir de mi camarote y hacerme cargo de mis obligaciones. Cualquiera que me hubiese mirado críticamente habría pensado que era un capitán inseguro.
Y además estaban los sustos. El segundo día de viaje bajé por la tarde a cubierta (llevaba unas babuchas en los pies) y me detuve ante la puerta abierta de la despensa para decirle algo al camarero, que en ese momento se encontraba de espaldas entretenido en alguna cosa. Cuando escuchó mi voz estuvo a punto de caerse del susto, como se suele decir, y dejó caer al suelo una taza.
—¿Qué demonios te pasa? —pregunté sorprendido.
El hombre parecía presa de una confusión temporal.
—Perdóneme, señor, estaba convencido de que se encontraba usted en su camarote.
—Puedes comprobar que no.
—No, señor, pero habría jurado que le había escuchado moverse hace un segundo. Qué extraño… lo siento, señor.
Seguí a lo mío, tratando de evitar que se notara mi estremecimiento. Estaba tan identificado con mi doble que ni siquiera se lo conté en una de aquellas conversaciones nuestras, repletas de susurros y guiños. Lo más probable era que hiciera algún pequeño ruido. En realidad el milagro habría sido que no lo hiciera antes o después. Y a pesar de aquel rostro suyo casi siempre pálido y ojeroso daba la sensación de tener un enorme autocontrol. Por indicación mía, permanecía casi todo el día en el baño, porque me parecía el lugar más seguro. En cuanto lo había limpiado el camarero nadie podía tener la menor excusa para entrar en aquel lugar. Era un cuarto minúsculo. De vez en cuando se tumbaba sobre el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada sobre el codo. Otras veces me lo encontraba sentado en la banqueta con el camisón gris y el pelo corto; parecía un presidiario paciente e inmóvil. Por las noches se acostaba en mi litera y hablábamos en susurros mientras se escuchaban los pasos regulares del oficial de guardia pasando una y otra vez por encima de nuestras cabezas. Aquellos momentos resultaban extraordinariamente difíciles. Gracias a Dios, en uno de los armarios de mi camarote se guardaban unas magníficas latas de conserva y no me resultaba muy complicado hacerme con un poco de pan duro. Se alimentaba de pollo asado, paté de foie gras, espárragos, ostras cocidas, sardinas… todo tipo de manjares en lata. Mi café de primera hora de la mañana él se lo tomaba también conmigo, y eso era todo lo que hacía por él en ese sentido.
Todos los días teníamos que hacer una extraña maniobra para que el camarero limpiara la habitación y el baño de la forma conveniente. Llegué a odiar el momento en que aparecía por la puerta, la presencia y la voz de aquel hombre inofensivo. Estaba convencido de que él sería el primero en desatar el funesto desenlace de aquel descubrimiento que sentía sobre mi cabeza como una espada.
Creo recordar que fue el cuarto día de travesía (en ese momento cruzábamos el golfo de Siam con viento suave y aguas tranquilas), sí, casi seguro que llevábamos ya cuatro días de malabarismos con lo inevitable cuando aquel hombre, cuyos movimientos temía constantemente, dejó los platos y se fue rápidamente a cubierta. Allí no había ningún riesgo. Poco tiempo después, bajó de nuevo; al parecer se había olvidado de bajar un abrigo mío que había dejado sobre una barandilla para que se secara después de una tormenta que había caído la tarde anterior. Cuando vi aquella prenda en su brazo me quedé de hielo en la cabecera de la mesa. Como es lógico, el camarero se dirigió hacia mi puerta, no podía perder ni un segundo.
—¡Camarero! —bramé. Me había puesto tan nervioso que fui incapaz de controlar el volumen de mi voz. Aquél era el tipo de cosas que provocaba que mi primer oficial, el de los bigotes, se llevara el índice a la sien. En una ocasión había podido observar cómo hacía aquel gesto sobre cubierta cuando hablaba en voz baja con el carpintero. En ese momento estaba demasiado lejos para escuchar sus palabras, pero no tenía ni la menor duda de que aquella pantomima solo se podía referir al nuevo y extravagante capitán.
—Sí, señor —respondió el pálido camarero volviéndose hacia mí con resignación. Para él era una tortura tener que sufrir aquellos gritos injustificados, que lo detuviera sin razón aparente, que lo echara del camarote sin más explicaciones o lo sacara de la despensa con recados incomprensibles. Su expresión al responderme parecía cada vez un poco más torturada.
—¿Adónde llevas ese abrigo?
—A su camarote, señor.
—¿Va a caer otra tormenta?
—No lo sé, señor, ¿quiere que vaya a mirar?
—No, no te preocupes.
Con aquello ya había conseguido lo que pretendía porque mi otro yo había tenido oportunidad de oírlo todo. Durante unos segundos ninguno de mis oficiales levantó la cabeza del plato, pero no pude evitar comprobar cómo le temblaban los labios al joven segundo oficial.
Esperaba hasta que el camarero colgara el abrigo y saliera al instante. Pero lo hizo muy lentamente, aunque en aquella ocasión conseguí controlar mis nervios y no gritarle. Me di cuenta de pronto (y se oyó con claridad meridiana) de que por alguna razón estaba abriendo la puerta del baño. Aquello sí que era el fin; el cuarto era minúsculo. Sentía cómo se me entumecía la garganta, me quedé paralizado. Supuse que iba a escuchar un grito de sorpresa o de terror e hice ademán de levantarme, pero me faltaron las fuerzas para ponerme en pie. Todo seguía tranquilo. ¿Acaso mi otro yo había estrangulado al camarero? No sé lo que habría hecho si en ese mismo instante el camarero no hubiese salido de mi habitación, hubiese cerrado la puerta y se hubiese quedado en silencio junto al mueble.
De inmediato pensé: “¡Estoy salvado!”, pero al instante me invadió la inquietud: “¡No! ¡Perdido! ¡No estaba! ¡Se había marchado!”.
Dejé el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, y me eché un poco hacia atrás en la silla. Me sentía desfallecido. Poco después, cuando me hube repuesto lo bastante como para hablar con voz tranquila, le ordené al oficial que hiciera virar el barco y lo pusiera rumbo a las ocho en punto.
—No voy a subir a cubierta —dije—. Creo que voy echarme un rato, y a no ser que cambie el viento, no quiero que nadie me moleste antes de medianoche, no me encuentro bien.
—Hace un instante tenía usted muy mal aspecto —apuntó el primer oficial sin grandes signos de preocupación.
Los dos oficiales se marcharon y me quedé contemplando cómo el camarero recogía la mesa. No se veía nada raro en la mirada de aquel pobre hombre, pero aun así evitaba deliberadamente mi mirada. Pensé de pronto que deseaba escuchar su voz.
—¡Camarero!
—¡Sí, señor! —exclamó como siempre.
—¿Dónde ha colgado el abrigo?
—En el baño, señor —continuó con su tono habitual—. Aún no estaba del todo seco, señor.
Durante unos minutos me quedé sentado en la sala. ¿Acaso se había esfumado mi doble de la misma súbita manera en la que había venido? Pero aun así, si su llegada había tenido una explicación, su desaparición habría sido inexplicable. Me dirigí lentamente hacia mi oscuro camarote, cerré la puerta, encendí la lámpara y todavía pasaron unos instantes antes de que me atreviera a darme la vuelta. Cuando por fin lo hice, lo vi muy estirado en la parte más estrecha del camarote. Sería inexacto decir que me sobresalté, pero la verdad es que me entraron ciertas dudas sobre su existencia corpórea. ¿Era posible que solo se manifestara ante mis ojos? Me dio la impresión de que me estaba rondando un fantasma. Sin moverse, y con el gesto grave, alzó las manos para hacer un gesto que significaba sin duda algo así como: “¡Por Dios! ¡De buena me he librado!”. Desde luego. Me dio la sensación de que me había estado acercando cada vez más a la locura hasta quedar lo más cerca posible sin llegar a cruzar la frontera, y, por decirlo de alguna manera, fue aquel mismo gesto el que me detuvo.
El oficial bigotudo estaba haciendo virar el barco en aquel momento, y, en esa situación de silencio total que sucede al instante en que todos los miembros de la tripulación se encuentran en sus puestos, pude escuchar cómo gritaba desde popa: “¡A sotavento!”. Y la orden se repitió como en eco desde la cubierta principal. Las velas aleteaban haciendo poco ruido bajo aquella brisa ligera y fueron cediendo cada vez más a medida que la nave iba girando despacio. Yo aguanté la respiración expectante, era como si no hubiera un alma en todo el barco. Otro grito rompió el silencio: “¡Cobrad la mayor!”, y los dos nos sentamos en la cama al mismo tiempo que llegaban desde arriba los gritos y las carreras de los hombres que tiraban de la braza mayor.
Ni siquiera esperó a que le preguntara nada.
—He oído que buscaba algo a tientas y he conseguido acurrucarme en el baño —susurró—. Lo único que ha hecho ha sido abrir la puerta y meter el brazo para colgar el abrigo; aun así…
—No se me había ocurrido algo semejante —contesté con un susurro más nervioso que el anterior por el riesgo que habíamos llegado a correr, y fascinado por aquella naturaleza inquebrantable que le permitía afrontar todas las cosas con tanta calma. Hablaba en susurros y sin el menor signo de nerviosismo. Si uno de los dos estaba perdiendo la razón, desde luego no era él, estaba perfectamente en sus cabales y siguió dando pruebas de su sensatez cuando habló de nuevo:
—No me serviría de nada volver a la vida.
Aquéllas sí que habrían podido ser las palabras de un fantasma. Pero se refería en realidad a su reciente descubrimiento, en boca de su capitán, de la teoría del suicidio. Me parecía que le iba a resultar útil, si es que había entendido correctamente la intención que parecía regir su comportamiento.
—Tendrá que abandonarme en cuanto pueda meterse entre las islas de Camboya —añadió.
—¿Abandonarle? No estamos en un libro juvenil de aventuras —protesté, y el enfado de su réplica me hizo callar de nuevo.
—¡Por supuesto que no! ¡Ya sé que no estamos en un libro juvenil! Pero ya he tenido bastante, no quiero más. ¿Acaso le parece que tengo miedo de lo que puedan hacerme? No me importa que me condenen a la cárcel, a la horca o a lo que les parezca, pero no espere de mí que regrese a explicarle lo que he hecho a un anciano con peluca y a doce comerciantes respetables. ¡Qué sabrán ellos si soy o no culpable! ¿Culpable de qué? Eso no es más que asunto mío. ¿O es que no lo dice en la Biblia: “Tendré que caminar fugitivo y errante sobre la tierra”? Pues que así sea, ya no me encuentro sobre la superficie de la tierra. De la misma forma en la que llegué en plena noche, así me iré.
—¡Imposible! No puede usted…
—¿Que no puedo…? No podría irme desnudo, como si fuese un alma perdida del Juicio Final, pero me llevaré este camisón. Aún no ha llegado el último día, pero me ha entendido, ¿no es así?
No pude evitar sentirme avergonzado de pronto. En realidad, había entendido todo perfectamente y habría sido una farsa evitar que aquel hombre se alejara a nado, una cobardía por mi parte.
—No podrá marcharse hasta mañana por la noche —susurré—. En este momento estamos mar adentro y podría faltarnos el viento.
—Usted me entiende —susurró—, claro que me entiende. Para mí es una enorme satisfacción poder contar en este momento con alguien que me entiende, es como si hubiese estado esperándome a propósito —y con la misma forma de susurrar con la que solíamos dirigirnos el uno al otro añadió—: es verdaderamente maravilloso.
Todavía nos quedamos allí durante un rato, hablando en secreto. De cuando en cuando nos callábamos o decíamos tal vez alguna palabra suelta después de largos silencios. Él no dejaba de mirar por la portilla, como solía hacer. Cada cierto tiempo se escuchaba una ráfaga de viento. Daba la sensación de que el barco estaba amarrado a puerto, que avanzaba de manera tan suave y estable sobre aquellas aguas —oscuras y silenciosas como un mar fantasma—, que éstas no emitían ruido alguno.
Cuando llegó la medianoche subí a cubierta y, para gran sorpresa de mi piloto, viré hacia tierra. Sentí cómo sus bigotes se arrugaban en una molesta crítica. No hay duda de que jamás habría hecho algo parecido si no hubiese querido salir cuanto antes de aquel golfo adormilado. Creo que cuando lo relevó el segundo oficial, le comentó que le parecía una falta de juicio absoluta. El otro le respondió con un bostezo. Aquel joven inepto iba arrastrando los pies con tanta indolencia, y se apoyaba contra la borda en una postura tan desmañada, que lo reprendí al instante.
—¿Aún no se ha despertado?
—Sí, señor. Estoy despierto.
—En ese caso, hágame el favor de actuar como una persona despierta. Y esté atento. Si conseguimos dar con alguna corriente podremos acercarnos a las islas antes del amanecer.
La parte oriental del golfo está repleta de islas. Unas son más solitarias y otras se agrupan en un número reducido. En el fondo azul de la costa flotan en franjas plateadas de aguas calmas con formas áridas y grisáceas o verdes y redondas, como si se tratara de enormes arbustos de hoja perenne. Las más grandes pueden llegar a medir una o dos millas de largo y en ellas se ve un contorno montañoso y rocas grises bajo el manto de una vegetación enmarañada. Son lugares ignotos para el comercio, la navegación y casi para la geografía; el tipo de vida que contienen es todavía un misterio sin resolver. No es improbable que haya pueblos y pequeños asentamientos de pescadores en las islas más grandes, y que mantengan algún tipo de comunicación con el mundo, pero durante aquella mañana, y mientras nos dirigíamos hacia ellas acariciados por la brisa más leve, no vi la menor señal de un hombre o de una canoa a través del telescopio que apuntaba ávidamente hacia ellas.
Ya era mediodía y, como todavía no había dado ninguna orden de virar, los bigotes de mi primer oficial estaban más fruncidos y eran más visibles que nunca.
—Mantendré el rumbo —dije al fin—, y me acercaré a la costa todo lo que sea posible.
Su mirada de incalculable sorpresa dio a sus ojos cierta ferocidad, y por un instante tuvo un aspecto temible.
—No avanzamos bien por el centro del golfo —dije como si careciera de importancia—, de modo que esta noche esperaremos a ver si nos benefician las brisas de tierra.
—¡Por Dios santo, señor! ¿Está usted diciendo que vamos a navegar de noche entre todos esos arrecifes y bajíos?
—Si en la costa hay brisas de tierra tendremos que acercarnos un poco para aprovecharlas, ¿no le parece?
—¡Por Dios santo, señor! —exclamó entre dientes. Durante toda aquella tarde tuvo un aspecto entre ensoñado y contemplativo, su particular manera de mostrar su perplejidad. Después de cenar fui a mi camarote como si tuviera intención de descansar un poco. Allí volvimos a reunir nuestras negras cabezas sobre una carta náutica medio desplegada sobre mi cama.
—Esto de aquí —le dije— tiene que ser Koh-ring. No he dejado de mirarla desde el amanecer. Tiene dos colinas y un pequeño valle, lo más probable es que esté habitada. Y en la costa que está enfrente parece haber una desembocadura de un río bastante grande… casi con toda seguridad habrá algún pueblo un poco más arriba. Es la mejor opción que he encontrado.
—Cualquier cosa está bien, que sea Koh-ring.
Se quedó observando la carta náutica todavía unos instantes, pensativo, como si estuviera examinando las distancias desde una altura elevada y siguiera con su mirada su propia imagen vagando por las tierras desérticas de la Cochinchina para adentrarse luego en regiones ignoradas por la cartografía. Parecía una reunión de dos capitanes para decidir el rumbo del barco. Yo llevaba un día tan ocupado, corriendo arriba y abajo por todo el barco, que ni siquiera había tenido tiempo de vestirme. Todavía llevaba el camisón, las zapatillas y un sombrero descuidado. La cercanía con el calor del golfo había sido demasiado asfixiante y la tripulación ya estaba más que acostumbrada a verme pasear por el barco de aquella guisa.
—El barco pasará cerca del extremo sur —le susurré—, solo Dios lo sabe, pero seguro que a aquella hora habrá anochecido. Me quedaré a una media milla, siempre y cuando pueda avanzar con relativa seguridad en medio de la noche.
—Tenga cuidado —susurró con tono de advertencia.
También yo comprendí en ese instante que todo mi futuro, todo aquel futuro para el que me había estado preparando con tanto cuidado, podía irse al traste por el más mínimo error cometido en el primer barco que estaba bajo mis órdenes.
No me podía permitir seguir ni un minuto más en aquel camarote. Le hice una señal para que se escondiera y yo me dirigí hacia la popa. Estaba de guardia aquel chico tan serio. Anduve durante un rato arriba y abajo, pensando en la estrategia, y luego le pedí que se acercara.
—Mande a un par de hombres para que abran las portillas del alcázar —dije con calma.
No me quedó duda de su descaro, o puede que le sorprendiera tanto que exclamó ante aquella orden tan incomprensible:
—¿Abrir las portillas del alcázar? ¿Para qué, señor?
—El único motivo por el que le pido que piense en ello es que se lo he dicho yo. Limítese a dejarlas abiertas y bien sujetas.
Se ruborizó al instante y se alejó, pero creo que de camino le debió de hacer algún comentario burlón al carpintero sobre la razonable costumbre de ventilar el alcázar de un barco. Sé también que fue al camarote del primer oficial para comunicarle la orden, porque el bigotudo no tardó en presentarse en cubierta como por accidente y me miró desde abajo, tratando de encontrar en mí alguna señal que delatara locura o borrachera.
Regresé unos instantes con mi otro yo antes de la cena, más nervioso que nunca. Me maravilló encontrarlo sentado y tranquilo, me pareció que su calma era algo inhumano, contranatura.
Le expliqué el plan en susurros.
—Me acercaré a la costa todo posible y luego viraré. Ya encontraré la forma para sacarle de aquí y meterle en el pañol de velas que comunica con el salón. Tiene un pequeño agujero, un cuadrado para poder tirar de las velas que sale directamente al alcázar y que cuando hace bueno no se cierra para facilitar la ventilación de las velas. Cuando vire el barco y toda la tripulación se encuentre a popa con las brazas de la mayor, ahí tendrá tiempo suficiente para llegar a la borda del alcázar, ya he ordenado que estén abiertas. Utilice uno de los cabos para llegar al agua sin hacer ruido, ya que cualquiera podría oírle saltar y eso complicaría mucho las cosas.
Se mantuvo en silencio durante un rato y luego apenas murmuró:
—De acuerdo.
—No me encontraré ahí para despedirme —añadí con cierto esfuerzo—. En cuanto a lo demás, espero haber comprendido yo también.
—Me ha comprendido a la perfección, desde el principio hasta el final —aquélla fue la primera vez que lo vi quebrarse, su murmullo pareció de pronto un poco forzado. Me agarró de la mano, pero en ese instante me sobresaltó la llamada para cenar. Él no perdió la calma y se limitó a soltarme.
Acabó la cena y no bajé hasta que dieron las ocho pasadas. Aquella brisa débil y firme estaba cargada de humedad, y las velas oscuras y húmedas aprovechaban toda su fuerza. La noche era clara y estaba cubierta de estrellas, y aquellas pequeñas islas que parecían estar navegando a la deriva se alzaban como si fueran manchas oscuras frente a las estrellas. Sobre la amura se podía ver la más imponente de todas eclipsando una buena parte del cielo.
Cuando abrí la puerta contemplé la espalda de mi otro yo inclinada sobre la carta náutica. Se había alejado del rincón y se había inclinado sobre la mesa.
—Está todo muy oscuro —susurré.
Dio un paso atrás y se apoyó en la cama con una mirada serena y tranquila. Yo me senté en el sofá. No teníamos nada que decirnos. Sobre nosotros se oían las pisadas del oficial de guardia caminando de un lado al otro, hasta que, de repente, me pareció que se movía más deprisa. Yo sabía lo que aquello suponía; se dirigía hacia la escalera y no tardé en escuchar su voz en la puerta.
—Vamos muy rápido, señor. La costa ya está muy cerca.
—De acuerdo —respondí—. Enseguida subo.
Esperé a que se alejara de la cámara y en ese momento me levanté. También mi doble se movió. Había llegado el momento en que nos teníamos que despedir entre susurros, ya que ninguno de los dos había podido hablar con su voz normal.
—Venga aquí —abrí un cajón y saqué tres soberanos—. Lléveselos. Hay seis, se los daría todos, pero tengo que reservar un poco de dinero para comprar algo de fruta y verdura a los nativos cuando pasemos por el estrecho de Sonda.
Él los rechazó con la cabeza.
—¡Cójalos! —insistí—. Nadie puede saber cuándo…
Sonrió y dio una pequeña palmada en el bolsillo del camisón. No era precisamente un lugar seguro para guardar nada, pero yo saqué entonces un viejo pañuelo de seda, hice un pequeño hatillo con las tres monedas de oro en su interior y volví a insistir para que lo aceptara. Supongo que lo conmoví de alguna manera porque en aquel momento lo cogió y se lo ató a la cintura.
Nos miramos a los ojos, transcurrieron unos segundos y, sin dejar de mirarnos, extendí la mano y apagué la luz. A continuación salí a la cámara y dejé la puerta del camarote abierta.
—¡Camarero!
Se le oía trabajar en la despensa, limpiando con gran esfuerzo las plateadas vinagreras antes de irse a dormir. Intentando no despertar al primer oficial, cuya habitación estaba justo enfrente, le hablé en voz baja.
Se volvió asustado.
—¡Señor!
—¿Podría traerme un poco de agua caliente de la cocina?
—Señor, me temo que el fuego de la cocina está apagado desde hace ya tiempo.
—Suba a mirar.
El camarero subió corriendo las escaleras.
—¡Ahora! —susurré lo bastante alto desde el salón. Puede que lo hiciera demasiado alto, pero tenía miedo de no ser capaz de articular ni un solo sonido. Un segundo más tarde ya lo sentí a mi lado. El doble del capitán se deslizó por delante de las escaleras a través de un pasillo diminuto y oscuro, hacia la puerta. Enseguida nos encontramos sobre el pañol de velas, gateando sobre ella. Me vi de pronto descalzo, y con la cabeza descubierta y abrasada por el sol. Agarré el sombrero que llevaba e intenté ponérselo sobre la cabeza a mi otro yo, pero él lo rechazó y se alejó en silencio. Luego, supongo que porque entendió mis razones, lo aceptó. En medio de la oscuridad unimos nuestras manos y las estrechamos fuertemente en silencio durante un segundo. Ni él ni yo dijimos una palabra al separarnos.
Cuando regresó, el camarero me encontró totalmente tranquilo a la puerta de la despensa.
—Señor, lo siento mucho, pero está medio tibio. ¿Quiere que prenda el hornillo?
—No, no te preocupes.
Subió lentamente hacia cubierta. Para mí era una obligación acercar el barco a la costa lo máximo posible ya que él tenía que saltar en cuanto virara. ¡Tenía que abandonarlo! Ya no podía echarme atrás. Caminé hacia sotavento y sentí que se me paralizaba el corazón cuando comprobé lo cerca que estábamos de la costa. En otras circunstancias no habría transcurrido ni un minuto. El segundo oficial me había seguido inquieto.
Seguí mirando hasta que volví a sentirme dueño de mi voz.
—Ahora ya puede pasar el barco a barlovento de la isla —dije con calma.
—¿Lo va a intentar de verdad, señor? —balbuceó con incredulidad.
No le presté atención y alcé el tono lo bastante como para que me oyera el timonel:
—A toda vela.
—A toda vela, señor.
Sentía el soplo de la brisa en las mejillas, las velas se hincharon con un viento constante y el mundo permaneció en silencio. Era un esfuerzo demasiado excesivo estar mirando la silueta de la tierra haciéndose cada vez más grande. Cerré los ojos: era necesario que el barco se aproximara un poco más. ¡Era necesario que se acercara! El silencio resultaba insufrible. ¿Acaso nos habíamos detenido?
Cuando volví a abrir los ojos mi corazón estuvo a punto de detenerse del susto. La colina que estaba al sur de Koh-ring parecía estar flotando sobre el barco como un fragmento de la noche eterna. En medio de aquella enorme masa no se veía ni un solo brillo, no había ni un solo sonido. Flotaba hacia nosotros y parecía ya casi al alcance de la mano. Vi la silueta de los marineros de guardia contemplando toda la escena en un mudo silencio.
—¿Pretende seguir adelante, señor? —preguntó una voz temerosa a mi lado.
No le presté atención, tenía que continuar.
—A toda vela, que nadie haga nada de momento —advertí a todo el mundo.
—Apenas puedo ver las velas —respondió el timonel con un tono extraño.
¿Acaso era que el barco se encontraba ya lo bastante cerca? No puede decirse que se encontrara totalmente bajo la sombra de la tierra, pero sí estaba envuelto en su oscuridad. Lo había devorado, era como si el barco ya estuviera dentro de ella, como si la hubiese devorado.
—Avisa al primer oficial —le ordené al joven que estaba junto a mí, mudo como un muerto—, y a toda la tripulación.
Mi voz sonó con una fuerza redoblada por lo cerca que nos encontrábamos del acantilado, y al instante gritaron varias voces:
—Ya estamos en cubierta, señor.
De nuevo todo permaneció inmóvil ante aquella sombra que se cernía sobre nosotros, cada vez a más altura, sin ninguna luz, ningún sonido. En el barco el silencio era tan grande que se podría haber confundido con la nave de los muertos entrando en el Erebo.
—¡Dios santo! ¿Dónde estamos? —se quejó el primer oficial. Estaba tan asustado que ni siquiera parecía tener el apoyo de su propio bigote. Juntó las manos y exclamó—: ¡Estamos perdidos!
—¡Cállese! —grité con autoridad.
Él bajó la voz, pero seguí viendo sus gestos de angustia.
—¿Pero qué hacemos aquí?
—Buscamos el viento de tierra.
Se llevó las manos a la cabeza y se dirigió a mí frontalmente:
—Jamás conseguirá salir de aquí. Y todo ha sido idea suya, señor. Ya sabía yo que íbamos a acabar así. Ahora ya no podremos evitar la costa, estamos demasiado cerca como para virar, el barco se pondrá a la deriva antes de que nos dé tiempo a terminar de hacer la maniobra, ¡Dios santo!
Le agarré el brazo antes de que se pusiese a golpearse a sí mismo su estúpida y leal cabeza y fui yo el que le sacudió con violencia.
—Ya estamos sobre la costa —lloriqueó intentando retirar la mirada.
—¿De verdad lo cree? ¡A toda vela!
—¡A toda vela! —replicó el timonel con tono asustadizo e infantil.
Todavía tenía en la mano el brazo de mi primer oficial y seguía agitándolo.
—Y usted vaya a su puesto, ¿me oye? A proa, y quédese allí, compruebe que las escotas del trinquete siguen bien aclaradas.
Durante ese intervalo preferí no mirar hacia la costa por si sentía que me abandonaba el valor. Finalmente lo solté y salió disparado hacia proa como si le fuera la vida.
Me pregunté qué estaría pensando el doble de todo aquel alboroto, oculto como estaba en el pañol de velas. Puede que lo estuviera escuchando todo y entendiera por qué me sentía en la obligación de acercarme tanto a tierra. La primera orden que di: “¡Timón a sotavento!”, resonó ominosa bajo la elevada sombra del Koh-ring como si me encontrara junto a un acantilado. Clavé la mirada en tierra. Era casi imposible calcular la velocidad a la que se aproximaba el barco con aquellas aguas en calma y aquella brisa suave. ¡No! ¡Era realmente imposible! Mi otro yo estaba descolgándose por la borda justo en aquel instante… Puede que incluso se hubiese deslizado ya…
Aquella enorme masa negra que se alzaba por encima de nuestros mástiles empezó a virar y a alejarse de nuestra nave y en ese instante me olvidé por completo del desconocido que estaba a punto de saltar y lo único de lo que pude ser consciente era de que yo mismo era un desconocido en aquel barco. No sabía nada de él. ¿Obedecería mis órdenes? ¿Sería capaz de manejarlo?
Giré la verga mayor y esperé con impotencia. Era posible que el barco se hubiese detenido ya. Nuestro destino estaba en suspenso con toda aquella enorme masa del Koh-ring alzándose sobre la cima del barco como las puertas de una noche eterna. ¿Qué iba a hacer ahora el barco? ¿Avanzaba de nuevo? Me aproximé a la borda y no conseguí ver sobre la superficie más que una acristalada y soñolienta masa de agua. Era imposible determinar si nos movíamos o no, y yo aún no había aprendido a interpretar las señales del barco. ¿Nos movíamos o no? Necesitaba algo que pudiera distinguir claramente sobre la superficie, un trozo de papel, algo que pudiera tirar al agua y ver qué pasaba. No tenía a mano nada que lanzar y no me atrevía a salir corriendo a buscar alguna cosa, no tenía tiempo suficiente. De pronto distinguí un objeto blanco que flotaba a unos cincuenta metros del costado del barco. Una cosa blanca sobre las aguas negras, un destello fosforescente. ¿Qué podía ser eso? De pronto reconocí mi sombrero. Lo más probable es que se le hubiera caído de la cabeza y que no se hubiese tomado ya la molestia de recogerlo, pero me había dejado justo lo que yo necesitaba: una señal salvadora para usarla como punto de referencia. En ese momento no pensé en mi otro, y no me detuve a considerar que ya se había marchado del barco para siempre con todos sus gestos amistosos para convertirse de nuevo en un fugitivo sobre la superficie de la tierra, sin marca alguna sobre su frente que detuviera alguna mano asesina… Demasiado orgulloso como para dar explicaciones a nadie.
Me quedé observando el sombrero como si fuese una manifestación de la repentina piedad que había sentido por la carne mortal de aquel hombre. Lo único que había intentado era proteger su cabeza de los peligros del sol y resultaba que ahora me iba a permitir salvar el barco para utilizarlo como punto de referencia que compensara mi falta de conocimiento de la nave. ¡Sí! El sombrero quedaba a proa, por lo que ya no había duda de que el barco estaba virando…
—Gira el timón —susurré al marinero, que seguía rígido como una estatua.
Bajo la lámpara de la bitácora la mirada de aquel hombre tenía un brillo enloquecido cuando dio un salto a un lado para poder virar el timón.
Caminé hasta la popa. En medio de la cubierta, y a oscuras, la tripulación esperaba aún junto a las brazas de proa. Las estrellas parecían desplazarse de derecha a izquierda, y todo estaba tan inmóvil que hasta pude escuchar cómo un hombre le decía a otro con un alivio inmenso:
—Por fin ha virado.
Las velas giraron en medio de los gritos de alegría y los bigotes empezaron a dar las órdenes de rigor. El barco ya se dirigía mar adentro y yo estaba solo en su interior. Nada ni nadie podía ya interponerse entre nosotros, ni hacer sombra a nuestro conocimiento y afecto, esa perfecta comunión que ha de entablarse siempre entre un capitán y su primera embarcación.
Mientras subía de nuevo al alcázar, pude ver de nuevo el límite de la oscuridad recortando aquella enorme masa de oscuridad que parecía la misma entrada del Erebo, y también el fugaz destello de mi sombrero blanco, que quedaba también en la distancia para señalar el punto exacto por el que había pasado aquel con quien había compartido en secreto mi propio camarote y también mis pensamientos, como si se tratara de un segundo yo. Se había arrojado al agua para afrontar su castigo: ese hombre libre, ese nadador orgulloso que ahora se dirigía hacia su nuevo destino.
FIN