El comodín
Un sábado por la noche, hacia finales de noviembre, me hallaba solo en casa con Lucy. Yo estaba sentado en el sillón junto a la ventana, ella junto a la mesa del comedor haciendo un solitario, últimamente no paraba de hacer solitarios, yo no sabía por qué, pensaba que quizá tenía miedo de algo. Hace mucho calor, dijo Lucy, podrías abrir un poco la ventana. Estaba de acuerdo en que hacía algo de calor, y como afuera no hacía demasiado frío, abrí la ventana. Daba al jardín de atrás y a un bosquecillo, y me quedé de pie un rato escuchando el suave rumor de la lluvia. Tal vez fuera esa la razón, la suave lluvia y el silencio, lo cierto es que ocurrió lo que ocurre de vez en cuando: se te viene encima un gran vacío, es como si la misma falta de sentido de la existencia se te metiera adentro y se extendiera como un inmenso y desnudo paisaje.
Ya puedes volver a cerrar, dijo Lucy, aunque yo seguía mirando por la ventana. Voy a dar una vuelta, dije. ¿Ahora?, preguntó ella. Cerré la ventana. Solo un paseíto, contesté. Ella seguía con su solitario, sin levantar la cabeza. En la entrada, me puse el impermeable y el gorro de lluvia que solo uso para trabajar en el jardín cuando hace mal tiempo. Tal vez por eso fui al jardín en lugar de salir a la carretera. Llegué hasta el final, donde cultivábamos la col y había un pequeño banco sin respaldo que databa de antes de que Lucy heredara la casa. Me senté bajo la lluvia en la oscuridad y miré hacia las ventanas iluminadas, pero como el jardín formaba una suave pendiente hacia abajo, no podía ver a Lucy, solo el techo y la parte superior de las paredes.
Al cabo de un rato hacía demasiado frío para permanecer sentado; me levante con la intención de trepar por la valla y cruzar el bosquecillo hasta la carretera, junto a la oficina de correos. Pero al llegar a la valla, me volví y vi la sombra de Lucy en la pared de dentro y un trozo de techo, y no entendía cómo podía ser, no entendía cuál podía ser la fuente de luz que hacía que la sombra cayera justo ahí. Trepé por la valla por el lugar donde podía agarrarme a la rama inferior de un gran roble; desde allí podía ver a Lucy sentada junto a la mesa. Delante de ella ardía una vela, y en una mano llevaba algo que también ardía, pero me resultaba imposible ver de qué se trataba. Luego la llama desapareció, y Lucy se levantó; en ese instante fue como si toda la habitación quedara en penumbra. Un momento después, Lucy había desaparecido de mi campo visual. Esperé un rato, pero no volvió. Bajé de un salto hacia la parte exterior de la valla y me adentré en el bosquecillo. Me preguntaba qué había quemado, y de alguna manera me sentía engañado, por no decir encandilado, sé que fue justo eso lo que sentía, porque la idea me dejó algo perplejo, incluso me pregunté de dónde procedía el verbo “encandilar”. Seguí andando por el sendero hasta llegar al aparcamiento de gravilla que había detrás de la oficina de correos; allí me paré a sopesar los pros y los contras, luego volví por el mismo camino, no era muy largo, solo unos doscientos metros, y enseguida me encontraba otra vez junto a la valla.
Permanecí un buen rato en la entrada, y cuando llegue al cuarto de estar, Lucy estaba haciendo un solitario. Levantó la vista de las cartas y me dirigió una sonrisa. No había ninguna vela en la mesa, ni restos de papel quemado en el cenicero. ¿Y bien?, preguntó. Llueve, contesté. Me senté junto a la ventana. Miré hacia el jardín, pero solo me encontré con el reflejo de la habitación y el de Lucy. Al cabo de un rato, sin levantar la vista de las cartas y con una voz completamente cotidiana, dijo: No tengo más que pellizcarme el brazo para saber que existo. Incluso tratándose de Lucy era una afirmación muy contundente, y si la interpreté como una acusación, lo atribuyo a esa sensación de haber sido engañado, una sensación que no se había esfumado al volver a casa y encontrar borradas todas la huellas de la que había visto desde la valla.
Estuve a punto de darle una respuesta irónica, pero me controlé. No dije nada, ni siquiera me volví hacia ella, sino que continué observando su reflejo en el cristal de la ventana. Se puso a recoger las cartas, todavía sin levantar la vista. Me sentí como si tuviera la cara rígida. Lucy guardó la baraja en el estuche y se levantó lentamente. Me miró. Fui incapaz de volverme, estaba completamente recluido en la sensación de haber sido agraviado. Dijo: Pobre Joachim. Y se fue. La oí abrir el grifo de la cocina, luego se oyó la puerta del dormitorio, y finalmente se hizo el silencio. No sé cuánto tiempo permanecí sentado, desmenuzando con amargura sus últimas palabras, tal vez varios minutos, pero por fin mis pensamientos tomaron otro rumbo. Me levanté y me acerqué a la chimenea. Estaba tan limpia de cenizas como antes. Quería ir a la cocina y mirar en el cubo de la basura, pero dudé ante la posibilidad de que Lucy me sorprendiera. ¿Y qué?, me dije, no sabe que la he visto. Abrí la puerta de abajo del fregadero, y sobre la basura podía verse la esquina de una carta quemada. La cogí y empecé a darle vueltas, perplejo y confuso. Las preguntas se enmarañaban en mi interior. ¿Había ido a buscar una vela con el fin de quemar una carta? ¿Una de esas cartas con las que hacía solitarios? ¿Por qué una vela? ¿Qué carta? A la última pregunta tal vez pudiera darle una respuesta: dejé caer la carta quemada en el cubo de la basura y volví al cuarto de estar. La baraja seguía sobre la mesa, saqué las cartas y las conté, cincuenta y tres. Solo había un comodín. Lucy había quemado un comodín. Miré el que quedaba: un bufón guiñando un ojo al sacarse un as de corazones de la manga. Me metí la carta en el bolsillo con una confusa sensación de venganza, luego volví a meter la baraja en el estuche.
Cuando una hora más tarde fui a acostarme, Lucy ya estaba dormida. Permanecí mucho tiempo despierto, y a la mañana siguiente me acordaba de todo. Llovía. Intenté imaginarme que era una mañana de domingo cualquiera, pero no lo conseguí. Desayunamos en silencio, es decir, Lucy mencionó un par de asuntos triviales, pero yo no contesté. Luego añadió: No hace falta que estés tan callado por mí. En ese instante todo se me volvió negro por dentro. Tenía el cuchillo en la mano y golpeé el mango con tanta fuerza contra el plato, que estalló. Luego me levanté y salí de la habitación gritando: ¡Pobre Joachim, pobre Joachim!
Unas horas más tarde, volví a casa. Había pensado decirle que lamentaba no haber sido capaz de controlarme. La casa estaba a oscuras. Encendí las luces. En la mesa de la cocina había una nota en la que ponía: “Sí. Te llamaré mañana u otro día. Lucy”.
Así salió de mi vida. Después de ocho años. Al principio me negué a creerlo, estaba seguro de que al cabo de un tiempo se daría cuenta de que me necesitaba tanto como yo a ella. Pero no se dio cuenta, ahora lo sé, he de aceptarlo, no era lo que yo creía que era.
FIN
Kjell Askildsen. (Mandal, Noruega, 30 de septiembre de 1929 - 23 de septiembre de 2021) fue un renombrado escritor y maestro del relato breve. Su debut literario en 1953, "Desde ahora te acompañaré a casa", recibió tanto aclamación como censura debido a su contenido sexual, siendo prohibido en la biblioteca de su ciudad natal.
Reconocido a nivel mundial, Askildsen ha sido traducido a cerca de veinte idiomas, ganándose el respeto de la crítica literaria. Su obra, caracterizada por un lirismo sin artificios y sutil ironía escandinava, sumerge al lector en un mundo inquietante y amenazante.
Sus relatos, como "Los perros de Tesalónica" y "Últimas notas de Thomas F. para la humanidad", son un ejemplo de su estilo conciso y pulso firme, capaz de plasmar la soledad y la complejidad de las relaciones humanas. Askildsen ha sido considerado un cronista magistral de los miedos y rencores ocultos bajo la fachada de una sociedad aparentemente próspera y complaciente.
Sus libros han sido editados por la Editorial Lengua de Trapo, en su mayoría traducidos por Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Entre sus obras destacan "Un vasto y desierto paisaje", ganadora del Premio de la Crítica en Noruega en 1983, y "Cuentos reunidos", una compilación de sus cautivadores relatos.
Con una legendaria carrera literaria, Kjell Askildsen ha dejado un legado invaluable en la literatura contemporánea escandinava y europea. Su capacidad para retratar la complejidad humana en breves líneas y su visión ácida y sarcástica de la realidad, lo convierten en un autor imprescindible para los amantes del buen relato.