La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido en su quietud, lo golpeó en la cara. Sus pasos resonaron en la noche estancada del pasaje. Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó involuntariamente. Parecía que todo el frío de la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso desigual, un frío de tumba, compacto.
«Claro —se dijo y sus dientes castañeteaban—, vengo de otros climas. Esto ya no es para mí.»
Se detuvo ante una puerta. Sí, esa era la casa. Miró la ventana, antes de llamar, la única ventana por la que se filtraban débiles hilos de luz. Lo demás era un bloque informe de sombra.
En el pequeño espacio de tiempo que medió entre el ademán de alzar la mano y tocar la puerta, cruzó por su cerebro el recuerdo entero de la mujer a quien venía a buscar, su vida con ella, su felicidad, truncada brutalmente por la partida sin anuncio. Se había conducido como un miserable, lo reconocía. Su partida fue casi una fuga. ¿Pero pudo proceder de otro modo? Un huésped desconocido batía ya entonces entre los dos su ala sombría, y ese huésped era la demencia amorosa. Hincada la garra en la entraña de Elvira, torturábala con desvaríos de sangre. Muchas veces él vio brillar determinaciones terribles en sus ojos, y los labios, dulces para el beso, despedían llamas y pronunciaban palabras de muerte, detrás de las cuales percibíase la resolución que no engaña. Cualquier demora suya, cualquier breve ausencia sin aviso, obligado por sus deberes, por el reclamo inexcusable de sus amigos, provocaba explosiones de celos. La encontraba desgarrada, temblando en su nerviosidad, pálida. Ni sus preguntas obtenían respuesta ni sus explicaciones lograban romper el mutismo duro, impregnado de rencor, en que Elvira mordía su violencia. Y de pronto estallaba en injurias y gritos, la cabellera al aire, loca de cólera y amargos resentimientos.
Llegó a pesarle ese amor como una esclavitud. Pero eran cadenas que su voluntad no iba a romper. La turbulencia es un opio, a veces, que paraliza el ánimo y lo encoge. Vivía Vicente refugiado en su temor, sabiendo, al propio tiempo, lo mismo que el guardián del laboratorio, que sólo de él dependía despertar el nudo de serpientes confiado a su custodia. Y la amaba, además. ¿Cómo soportar, si no como una enfermedad del ser querido, ese flagelo que corroía su dicha, ese concubinato con la desventura? La vida se encargaría de curarla, el tiempo, que trae todas las soluciones.
Fue la vida la que cortó de un tajo imprevisto los lazos afectivos. Un día recibió la orden de partir. Pensó en la explicación y la despedida, y su valor flaqueó. Engañándose a sí mismo, se prometió un retorno próximo, se prometió escribirle. Y habían transcurrido dos años. Casi consiguió olvidarla, ¿pero la había olvidado? Regresó a la ciudad con el espíritu ligero, conoció otras mujeres en su ausencia, se creía liberado. Y, apenas había dejado su valija, estaba aquí llamando a la puerta de Elvira, como antes.
La puerta se abrió sin ruido, empujada por una mano cautelosa, una voz —la voz de Elvira— preguntó:
—¿Eres tú, Vicente?
—¡Elvira! —susurró él, apenas, ahogada el habla por la emoción y la sorpresa—. ¿Cómo sabías que era yo? ¿Pudiste verme, acaso en la oscuridad, a través de las cortinas?
—Te esperaba.
Lo atrajo hacia adentro y cerró.
—¡Es que no puede ser! Tuve el tiempo escaso para dejar mi equipaje y venir volando hasta acá. ¿Cómo podías saberlo? No lo sabía nadie.
Ella callaba, grave, parsimoniosa. Estaba pálida, más pálida que nunca, pensó Vicente. Lumbres de fiebre encendían sus ojos arrasados por el desconsuelo. Como él había imaginado, con lacerante lástima, cada vez que pensaba en ella.
—La soledad enseña tantas cosas —dijo—. Siéntate.
Él ya se había sentado, con el abrigo puesto.
— Hace tanto frío aquí como afuera. ¿Por qué no enciendes la estufa?
—¿Para qué? Aquí siempre hace frío. Ya no lo siento.
No había cambiado. Era así, indócil, cuando la roía alguna desazón. ¿Iba a discutir con ella esa primera noche? Le tomó la mano helada y permanecieron en silencio. La habitación estaba casi en penumbra, otra de sus costumbres irritantes. Pero, en fin, no le había hecho una escena. Él esperaba una crisis, recriminaciones, lágrimas. Nada de eso hubo. Sin embargo, no estaba tranquilo: la tormenta podía estar incubándose. Debajo de esa máscara podía hallarse, acechante, el furor, más aciago y enconado por el largo abandono. Tardaba, empero, en estallar. De la figura sentada a su lado solo le llegaba un gran silencio apacible, una serena transigencia.
Comenzó a removerse, inquieto, y de pronto se encontró haciendo lo que menos había querido, lo que se había prometido no hacer: enzarzado en una explicación minuciosa de su conducta, de las razones de su marcha subrepticia, disculpándose como un niño. A medida que hablaba, comprendía la inutilidad de ese mea culpa y el humillante renuncio. Mas no interrumpía su discurso, y solo cuando advirtió que sus palabras sonaban a hueco, calló en medio de una frase, y su voz se ahogó en un tartamudeo.
Con la cabeza baja, sentía pasar el tiempo como una agua turbia.
—De modo —dijo ella, al cabo— que estuviste de viaje.
La miró Vicente, absorto, no sabiendo si se burlaba de él. ¡Cómo! ¿Iba a decirle ahora que lo ignoraba, que en dos años no se había enterado siquiera del curso de su existencia? ¿Qué juego era ese? Buscaba herirlo, probablemente, simulando un desinterés absoluto en lo que a él concernía, aun a costa de desmentirse. ¿No acababa de afirmar que ella lo sabía todo? ¡Bah! Se cuidó, no obstante, de decírselo; no quería dar pretexto para que se desatara la tormenta que su tacto había domesticado esta noche. Decidió responder, como al descuido:
—Sí, estuve ausente algún tiempo.
Solo después de una pausa Elvira comentó enigmática:
—Qué importa. Para mí ya no existe el tiempo.
—Precisamente —dijo él extrayendo de su bolsillo un menudo reloj con incrustaciones de brillantes, te he traído esto. Nos recuerda que el tiempo es una realidad.
Consideró Elvira la joya unos instantes. Sin ajustar el broche, puso el reloj en su muñeca.
—Muy bonito —elogió. —No sé si podré usarlo.
—¿Por qué no?
—Déjalo ahí, en la mesita.
«Parece enferma», pensó Vicente, mientras depositaba el reloj sobre el estuche abierto. Estaba, en efecto, delgada. Delgada y exangüe. Pero no se atrevió a interrogarla.
Estalló un trueno, lejos, en las profundidades de la noche. La lluvia gemía en los vidrios de la ventana. Un viento desasosegado arrastraba su caudal de rencor por las calles, sobre los techos.
—Bésame —le pidió ella.
La besó largamente, estrechándola en sus brazos. El viejo amor renacía en un nuevo imperio, y era como tocar la raíz del recuerdo, como recuperar el racimo de días ya caídos. Refugiada en su abrazo, parecía la hija del metálico invierno, un trozo desprendido de la noche.
—Tienes que irte, Vicente.
Se puso de pie.
—Volveré mañana.
—Sí.
—Vendré temprano. No nos separaremos más. Te prometo…
—No prometas nada. Estoy segura. El pacto está sellado, vete.
La lluvia azotaba la calle con salvajes ramalazos de furia.
“¡Maldito tiempo!”, rezongó Vicente, calado antes de haber dado diez pasos. «A ver si ahora no encuentro un taxi.»
***
Somos prisioneros del círculo. Uno cree haberse evadido del tenaz acero y camina, suelto al fin, un poco extraño en su albedrío, y siente que lo hace como en el aire. Le falta un asidero, el suelo de todos los días. Y el asidero es, de nuevo, la clausura.
Vicente atraviesa calles y plazas. Hay un ser que se desplaza de él y lo aventaja, apresurado, con largas zancadas varoniles, ganoso del encuentro. Mientras otro, en él, se resiste, retardando su marcha, moroso y renuente. Él mismo va siguiendo al primero, contra su voluntad. ¿Pero sabe siquiera cuál es su voluntad? ¿Lo supo nunca? Creyó, un momento, que era el saberse libre. Ya libre, su libertad le pesaba como un inútil fardo. ¿Qué había logrado, si su pensamiento era Elvira, si su reiteración, sus vigilias se llamaban Elvira? Su contienda (los dos atroces años debatiéndose en un litigio torturado) ¿no tenía también ese nombre? Lúcido, con una lucidez no alterada, percibía, curiosamente, la naturaleza del discorde sentimiento, que no se parecía al amor ni era el anhelo de la carnal presencia de Elvira, sino una penosa ansia, la atracción lancinante de una alma.
La secreta corriente lo lleva por ese trayecto tantas veces recorrido. Vicente se deja llevar. Discurre los antiguos lugares, los saluda, ahora, a la luz del sol; entra en la calleja familiar, luego de haber dejado atrás, a medio cumplir, sus afanes.
Llama a la puerta. Un perro que pasa se detiene a mirarlo un instante, después sigue trotando, sin prisa, calle abajo.
Vuelve a llamar y espera el eco del campanillazo. Nada oye; el timbre, sin duda, no funciona. Toca entonces con los nudillos, en seguida más fuerte. Ninguna respuesta. Elvira ha debido salir. ¿Pero no queda nadie en la casa? Retrocede hasta el centro de la calzada para mirar el frente del edificio. Observa que las celosías están corridas, los vidrios sin limpieza. Se diría una casa abandonada. ¡Qué raro era todo esto!
Una vecina se había asomado. Lo examinaba desde la puerta de su casa, la escoba en la mano. Vicente soportó el escrutinio sin darse por enterado. «Bruja curiosa», gruñó. La vieja avanzó por la acera.
—¿Busca a alguien, señor? —preguntó.
—Sí, señora —respondió de mala gana. —Busco a la señorita Elvira Evangelio.
La mujer tornó a examinarlo, acuciosa.
—¿No sabe usted que ha muerto hace tres meses, señor? La casa está vacía.
Vicente se encaró con la entremetida. Esbozó una sonrisa.
—Por suerte —dijo—, la persona a quien busco vive, y vive aquí.
—¿No pregunta usted, acaso, por la señorita Evangelio?
—Así es, señora.
—Pues la señorita Evangelio ha muerto y fue enterrada cristianamente. La casa ha sido cerrada por el juez, ya que la difunta no parecía tener parientes.
¿Estaría en sus cabales esa anciana? Vicente la midió con desconfianza. En cualquier caso, era una chiflada inofensiva; seguiría probando.
—Soy el novio de Elvira, señora. Estuve ausente y he vuelto ayer, para casarme con ella. La visité anoche, conversamos un buen rato. ¿Cómo puede decir que ha muerto?
La mujer lo contemplaba ahora con espanto, dando pequeños grititos de desconcierto. Llamó en su auxilio a un señor de aspecto fúnebre, con trazas de funcionario jubilado, que había salido a regar sus plantas en la casa de enfrente, y a quien Vicente recordaba haber visto en la misma faena alguna vez. El hombre se acercó sin dar muestras de apresuramiento.
—¿Oye usted lo que dice este señor, don Cesáreo? Que anoche estuvo en esta casa… con la señorita Elvira… visitándola. ¡Hablando con ella!
Los ojos del jubilado se clavaron hoscos en Vicente, unos segundos: no lo encontró digno de dirigirle siquiera la palabra. Dio a comprender, con su actitud, que juzgaba con severidad a los jóvenes inclinados a la bebida y, volviéndole la espalda, se retiró farfullando entre dientes.
Vicente decidió marcharse. O toda esa gente estaba loca o padecía una confusión grotesca. ¡Par de zopencos! Después de todo, tenía un viso cómico el asunto. Se reiría Elvira al saberlo.
Por la noche la casa estaba toda oscura. Llamó en vano. Sus golpes resonaban profundamente en la calma nocturna. Sus propios golpes lo pusieron nervioso. Comenzó a traspirar, advirtió que tenía la frente humedecida. Un tanto alarmado ya, corriendo sin reparo por las calles silenciosas, hasta encontrar un vehículo, acudió a interrogar a algunos amigos. Todos le confirmaron que Elvira había muerto. No se aventuró a referirles su extraña experiencia; temía que lo tomaran a risa. Peor aún: temía que le creyeran.
Hay una zona de la conciencia que se toca con el sueño, o con mundos parecidos al sueño. Creía estar pisando esa zona, esa linde a la que los vapores azules del alcohol nos aproximan. Y con la misma dificultad del ebrio o del delirante, su espíritu luchaba por discernir la realidad.
Cuando el juez, accediendo a su demanda, abrió la casa de la muerta, Vicente descubrió, sobre la mesita de la sala, el pequeño reloj con incrustaciones de brillantes, en el estuche abierto.
FIN