El caso Plattner
Si se debe dar o no crédito a la historia de Gottfried Plattner, es una buena cuestión por lo que respecta al valor de la evidencia. Por una parte, contamos con siete testigos —para ser del todo exactos, contamos con seis pares y medio de ojos y un hecho innegable— y por la otra contamos con —¿cómo diríamos?— prejuicios, sentido común e inercia de opinión. Jamás hubo siete testigos con una apariencia más sincera, y jamás hubo un hecho más innegable que la inversión de la estructura anatómica de Gottfried Plattner y jamás existió una historia más absurda que la que tuvieron que contar. Y la parte más descabellada de la historia de la digna contribución de Gottfried (pues él mismo es uno de los siete). ¡No quiera Dios que yo, impulsado por mi pasión hacia la imparcialidad, me vea inducido a alentar la superstición llegando a compartir así el sino de los patrones de Eusapia! Francamente, estoy convencido de que hay algo distorsionado en este asunto de Gottfried Plattner, pero debo reconocer con la misma franqueza, que ignoro cuál es el elemento distorsionador. Me ha sorprendido el crédito concedido a esta historia en los ambientes más inesperados y autorizados. Lo mejor para el lector, en cualquier caso, será que yo la cuente sin más comentarios.
A pesar de su nombre, Gottfried Plattner es un libre ciudadano inglés. Su padre era un alsaciano que vino a Inglaterra en los años sesenta, casó con una respetable muchacha inglesa de antepasados nada excepcionales, y murió, tras una vida saludable y sin peripecias (dedicada principalmente, según tengo entendido, a la colocación de pavimentos de parquet), en 1887. Gottfried tiene veintisiete años de edad.
En virtud de su herencia trilingüe, es profesor de Lenguas Modernas en una pequeña escuela privada del sur de Inglaterra. Ante el observador casual, él es singularmente similar a cualquier otro profesor de Lenguas Modernas de cualquier otra pequeña escuela privada. Su indumentaria no es ni especialmente costosa ni demasiado a la moda, pero por otra parte tampoco es demasiado barata ni usada; su complexión resulta insignificante tanto por su estatura como por su porte. Quizá uno pudiera reparar en que, como en la mayoría de la gente, su cara no es absolutamente simétrica, siendo su ojo derecho un poco mayor que el izquierdo y su mandíbula una pizca más fuerte en el lado derecho. Si usted, como cualquier persona descuidada, tuviera que desnudarle el pecho para sentir latir su corazón, lo encontraría más o menos similar al corazón de cualquier otro.
Pero en este punto usted y el observador experimentado acabarían por tomar diferentes derroteros. Si usted no hallara nada raro en ese corazón, el observador experimentado lo hallaría de muy distinta manera. Y una vez que le fuera señalada, usted también percibiría la peculiaridad fácilmente. Y es que el corazón de Gottfried Plattner late en el lado derecho de su cuerpo.
Ahora bien, no es que ésta sea la única singularidad de la estructura de Gottfried, si bien es la única que llamaría la atención de una mente no experimentada. Un detenido sondeo de la ubicación interna de los órganos de Plattner, por parte de un conocido cirujano, parece apuntar hacia el hecho de que todas las demás partes asimétricas de su cuerpo se hallan análogamente desplazadas. El lóbulo derecho de su hígado está en el lado izquierdo y el izquierdo en el derecho; en tanto que sus pulmones también están análogamente contrapuestos. Y lo que es aún más singular: a menos que Gottfried sea un actor consumado, deberíamos creer que su mano derecha se ha vuelto recientemente izquierda. Desde los acontecimientos que estamos a punto de considerar (tan imparcialmente como sea posible), él ha experimentado la mayor dificultad en escribir, excepto de derecha a izquierda, a través del papel, con la mano izquierda. Es incapaz de lanzar nada con la mano derecha, y a la hora de las comidas se queda perplejo entre el cuchillo y el tenedor y sus ideas sobre las normas de la carretera (es ciclista) se hallan aún sumidas en una peligrosa confusión. Y no existe ni la más leve prueba que nos indique que Gottfried hubiera sido zurdo antes de estos sucesos.
Hay, no obstante, otro hecho extraordinario en esta absurda cuestión. Gottfried exhibe tres fotografías suyas. Lo tenemos a la edad de cinco o seis años mientras acerca unas piernas regordetas en dirección nuestra, por debajo de una levita escocesa, frunciendo el ceño. En esa fotografía su ojo izquierdo es un poco mayor que el derecho y su mandíbula una pizca más marcada en el lado izquierdo. Justo lo contrario que en sus actuales condiciones de vida. La fotografía de Gottfried a los catorce años parece estar en contradicción con estos hechos, pero esto ocurre porque se trata de una de aquellas fotografías baratas ‘Gem’ que estaban entonces en boga, tomadas directamente sobre metal y que, por consiguiente, invertían las cosas exactamente igual que lo hubiera hecho un espejo. La tercera fotografía le representa a la edad de veintiún años y confirma el testimonio de las anteriores. Parece existir aquí una evidencia, del más alto valor confirmatorio, de que Gottfried ha intercambiado su lado izquierdo con el derecho. Sin embargo, cómo un ser humano pueda ser cambiado de ese modo, de no ser por un fantástico e inútil milagro, resulta extremadamente difícil de sugerir.
Es indudable que, en cierto sentido, estos hechos podrían resultar explicables bajo la suposición de que Plattner hubiera emprendido una elaborada mistificación fundándose en el desplazamiento de su corazón. Las fotografías pueden ser retocadas y la zurdería, imitada. Pero el carácter de este hombre no se presta a ninguna de dichas teorías. Es tranquilo, práctico, discreto y cabalmente sano según los cánones de Nordau. Le gusta la cerveza y fuma con moderación, da su paseo cotidiano para hacer ejercicio y posee un saludable y alto concepto del valor de su enseñanza. Tiene una buena, aunque no educada voz de tenor, y disfruta cantando arias de carácter festivo y popular. Es amante de la lectura, aunque no de forma morbosa (principalmente ficción impregnada de un optimismo vagamente piadoso), duerme bien y sueña raras veces. Es, efectivamente, la última persona que podría desarrollar Una fábula fantástica. En verdad, lejos de imponerle al mundo esta historia, se ha mostrado singularmente reticente en la materia. Responde a las indagaciones con cierto cautivador… retraimiento, por así decirlo, que desarma a los más suspicaces. Parece sinceramente avergonzado de que algo tan insólito le haya ocurrido a él.
Hay que lamentar que la aversión de Plattner a la idea de la disección post-mortem pueda posponer, tal vez para siempre, la prueba definitiva de que el lado izquierdo y el derecho de la totalidad de su cuerpo han sido transpuestos.
De ese hecho depende principalmente la credibilidad de su historia. No hay forma de coger a un hombre y removerlo en el espacio, tal y como la gente corriente entiende el espacio, que dé por resultado el intercambio de sus lados. Hagáis lo que hagáis, el derecho sigue siendo el derecho y el izquierdo, el izquierdo.
Eso se puede hacer con una cosa perfectamente fina y plana, por supuesto. Si tuvierais que recortar una figura de papel, cualquier figura con un lado derecho y uno izquierdo, podríais intercambiar los lados simplemente levantándola y dándole la vuelta. Pero con un sólido es diferente. Los teóricos matemáticos nos dicen que la única manera de intercambiar el lado derecho y el izquierdo de un cuerpo sólido es quitándolo limpiamente del espacio tal y como lo conocemos (es decir, quitándolo de una existencia ordinaria) y dándole la vuelta en alguna parte fuera del espacio. Esto es un poco abstruso, no hay duda, pero cualquiera que tenga los más mínimos conocimientos de la teoría matemática, puede garantizar al lector que es verdad. Por ponerlo en lenguaje técnico, la curiosa inversión de los lados derecho e izquierdo de Plattner es la prueba de que él se trasladó de nuestro espacio a lo que se denomina Cuarta Dimensión y regresó de nuevo a nuestro mundo. A menos que optemos por considerarnos víctimas de una elaborada e inmotivada maquinación, casi nos vemos obligados a creer que ha ocurrido esto.
Eso en cuanto a los hechos tangibles. Vamos ahora con el relato de los fenómenos que concurrieron en su desaparición temporal del mundo. Plattner, al parecer, en la Sussexville Proprietary School, no solo desempeñaba el cargo de profesor de Lenguas Modernas, sino también de química, geografía mercantil, teneduría de libros, taquigrafía, dibujo y cualquier otra asignatura adicional que suscitara directamente la atención de los caprichos de los volubles padres de los muchachos. Sabía poco o nada de estas variadas asignaturas, pero en la secundaria, a diferencia de la escuela pública o primaria, los conocimientos en el profesor no son, muy acertadamente, de ningún modo tan necesarios con un elevado talante moral y un tono caballeroso. En química era especialmente deficiente, no conociendo, decía él, nada a excepción de los Tres Gases (sean lo que fueran estos Tres Gases). Como, no obstante, sus alumnos empezaban por no saber nada y recababan de él toda su información, esto no le causó, ni a él ni a nadie, el más mínimo inconveniente durante varios trimestres. Y entonces llegó a la escuela un chiquillo de nombre Whibble que, al parecer, había sido educado por algún malévolo pariente en la costumbre de hacer preguntas. Este chiquillo atendía a las clases de Plattner con marcado y sostenido interés y, a fin de mostrar su fervor por la materia, en varias ocasiones llevó a Plattner unas sustancias para analizar. Plattner, halagado por esta prueba de su capacidad de despertar interés y confiando en la ignorancia del muchacho, las analizó y llegó incluso a emitir algunos juicios generales sobre su composición.
Más aún, se sintió tan estimulado por su alumno que llegó a hacerse con un tratado de química analítica y a estudiarlo durante su turno de guardia en las horas de estudio vespertinas. Y se sorprendió al descubrir que la química era una materia realmente interesante.
Hasta aquí la historia es absolutamente tópica. Pero ahora aparece en escena el polvo verdoso.
La fuente de ese polvo verdoso, lamentablemente, parece haberse perdido. El señorito Whibble cuenta la historia tortuosa de haberlo encontrado dentro de un paquete en una calera abandonada junto a las colinas. Si se hubiera podido acercar enseguida una cerilla a ese polvo, habría sido una cosa excelente para Plattner y, posiblemente, para la familia del señorito Whibble. Lo que sí es cierto es que el joven caballero no lo llevó a la escuela en un paquete, sino en un frasco corriente de ocho onzas, graduado, para medicinas, y taponado con papel de periódico masticado. Se lo dio a Plattner al término de las clases de la tarde. Cuatro muchachos habían sido retenidos en la escuela después de las oraciones con el fin de completar unos deberes descuidados, y Plattner los vigilaba en la pequeña aula donde se daban las clases de química. El equipo para la enseñanza práctica de la química en la Sussexville Proprietary School, al igual que en la mayoría de las escuelas privadas de este país, se caracterizaba por una severa simplicidad. Se conservaba en un armario situado en un entrante de la pared y que tenía aproximadamente la misma capacidad que un baúl corriente de viaje. Plattner, aburrido de su pasiva tarea de vigilancia, parecía haber acogido la intervención de Whibble con su polvo verde, como una agradable diversión y, abriendo el armario, procedió inmediatamente a sus experimentos analíticos. Whibble se sentó a mirarle, afortunadamente para él, a una distancia prudencial. Los cuatro bribones, fingiendo estar profundamente absortos en su trabajo, le miraban furtivamente con el más vivo interés. Porque incluso dentro del límite de los Tres Gases, las prácticas de química de Plattner, resultaban, según tengo entendido, temerarias.
Todos se muestran prácticamente unánimes en sus relatos sobre la actuación de Plattner.
Vertió un poco de polvo verde en una probeta y trató la substancia con agua, ácido clorhídrico, ácido nítrico y ácido sulfúrico sucesivamente. Al no obtener ningún resultado, vació otro poco (casi medio frasco en realidad) sobre una plancha de pizarra y acercó una cerilla. Sujetó el frasco de medicinas con la mano izquierda. La substancia empezó a despedir humo y a licuarse y luego… explotó con una violencia ensordecedora y un relámpago cegador.
Los cinco muchachos, al ver el relámpago y presagiando la catástrofe, se arrojaron bajo los pupitres, y ninguno de ellos resultó seriamente herido. La ventana salió despedida hasta el campo de juegos y la pizarra fue derribada de su caballete. La pizarra quedó pulverizada. Del techo cayó un poco de enlucido. Ni el edificio de la escuela ni los accesorios sufrieron ningún otro daño y los muchachos, al principio, al no ver a Plattner por ninguna parte, se imaginaron que había caído al suelo y que yacía fuera de su vista bajo los pupitres. De un salto, salieron de sus sitios para acudir en su ayuda y se quedaron estupefactos al no encontrar más que un espacio vacío. Aún confundidos por la súbita violencia de la explosión, se precipitaron hacia la puerta abierta bajo la impresión de que él debía haber quedado herido y que debía haber salido corriendo del aula. Pero Carson, que era el primero, casi tropezó en el umbral con el director, el señor Lidgett.
El señor Lidgett es un hombre corpulento, colérico, con un solo ojo. Los muchachos le describen entrando a trompicones en el aula y vociferando alguna de esas interjecciones mitigadas que los maestros de escuela irritables acostumbran a utilizar, por miedo de no caer en lo peor. “¡Córcholis!” dijo. “¿Dónde está el señor Plattner?” Los muchachos concuerdan en que éstas fueron sus palabras exactas. (“Haragán”, “Pisaverde” y “Córcholis” se encuentran, al parecer, entre la pequeña moneda corriente del comercio escolar del señor Lidgett.)
¿Dónde está el señor Plattner? Esa era una pregunta que iba a repetirse muchas veces en los días inmediatos. Parecía realmente como si esa desmedida hipérbole, ‘pulverizado por la explosión’, se hubiera cumplido por una vez. De Plattner no quedaba ni una sola partícula visible; ni una sola gota de sangre y ni un jirón de ropa. Al parecer su existencia había sido apagada de un soplo, limpiamente, sin dejar ningún rastro. ¡No quedaban de él ni sus cenizas!, por citar una expresión proverbial. La evidencia de su absoluta desaparición, como consecuencia de aquella explosión, es un hecho indudable.
No es necesario extendernos aquí sobre la conmoción suscitada en la Sussexville Proprietary School, en Sussexville y en otras partes, por este acontecimiento. Es muy posible, en verdad, que los lectores de estas páginas puedan recordar haber oído alguna versión remota y atenuada de esa conmoción durante las últimas vacaciones de verano. Por lo que parece, Lidgett hizo todo cuanto estuvo en su mano para sofocar y minimizar la historia. Instituyó una penalización de veinte líneas para quien hiciera alguna mención del nombre de Plattner entre los muchachos, y declaró en el aula que estaba perfectamente al tanto del paradero de su ayudante. Temía que la posibilidad de que tuviera lugar una explosión, explicó, a pesar de las elaboradas precauciones tomadas para minimizar la enseñanza práctica de la química, pudiera dañar la reputación de la escuela, como también podría dañarla toda misteriosa propiedad en la desaparición de Plattner. Y efectivamente, hizo todo cuanto pudo para que la concurrencia pareciera lo más corriente posible. Concretamente, sometió a los cinco testigos oculares del lance a un interrogatorio tan minucioso, que empezaron a dudar de la simple evidencia de sus sentidos. Pero, a pesar de estos esfuerzos, el relato, en una versión magnificada y distorsionada, causó tal sensación en el distrito que numerosos padres retiraron a sus hijos con plausibles pretextos. No menos notable en la cuestión es el hecho de que un gran número de personas del vecindario soñaron con Plattner en unos sueños vividos durante el período de agitación que precedió a su regreso, y que estos sueños poseían una curiosa uniformidad. En casi todos Plattner fue visto, a veces solo, a veces en compañía, vagando por una fulgurante iridiscencia. En todos los casos su rostro estaba pálido y fatigado y, en algunos, gesticulaba hacia el soñador. Uno o dos de los muchachos, evidentemente bajo el influjo de una pesadilla, imaginaron que Plattner se acercaba a ellos a una notable velocidad y parecía mirarles fijamente a los mismísimos ojos.
Otros huyeron, junto con Plattner, de la persecución de vagas y extraordinarias criaturas de forma globular. Pero todas estas fantasías quedaron olvidadas en interrogantes y especulaciones cuando, el miércoles de la semana posterior al lunes de la explosión, Plattner regresó.
Las circunstancias de su regreso fueron tan singulares como las de su partida. Tratando de integrar, en la medida de lo posible, el esbozo algo colérico del señor Lidgett con las vacilantes manifestaciones de Plattner, resultaría que en la tarde del miércoles, hacia la hora del crepúsculo, el primero de estos caballeros, tras dar por finalizado el estudio vespertino, se hallaba atareado en su jardín, recogiendo y comiendo fresas, una fruta a la que es desmedidamente aficionado. Es un jardín grande de los de antaño y, afortunadamente, al abrigo de las miradas indiscretas, gracias a una alta tapia de ladrillo rojo recubierta de hiedra. Precisamente mientras se hallaba inclinado sobre una planta especialmente prolífica, hubo un relámpago en el aire y un batacazo sordo; y antes de que pudiera mirar a su alrededor, un cuerpo pesado chocó contra él violentamente desde atrás. Fue arrojado hacia adelante aplastando las fresas que tenía en la mano y con tanta fuerza que su sombrero de copa (el señor Lidgett sigue apegado a los más viejos cánones de los uniformes escolares) se encasquetó violentamente sobre su frente y casi sobre un ojo. Este pesado misil que pasó rozando su costado desplomándose en posición sedente entre las plantas de las fresas resultó ser nuestro señor Plattner, largo tiempo perdido, en un estado extremadamente desmañado. Estaba sin cuello y sin sombrero, con la ropa blanca sucia, y había sangre en sus manos. El señor Lidgett estaba tan indignado y sorprendido que se quedó a cuatro patas y con el sombrero encasquetado sobre su ojo, mientras reconvenía a Plattner con vehemencia por su irrespetuosa e inexplicable conducta.
Esta escena tan poco idílica completa lo que yo llamaría la versión exterior de la historia de Plattner —su aspecto esotérico—. Huelga entrar aquí en todos los detalles de su despedida por parte del señor Lidgett. Dichos detalles, con todos los nombres y fechas y referencias, podrán encontrarse en el informe más pormenorizado de estos sucesos que fue depositado en la Sociedad para la Investigación de Fenómenos Anormales. La singular transposición de los lados derecho e izquierdo de Plattner apenas fue observada durante el primer día, o poco más, y luego se apreció, por primera vez, en relación con su inclinación a escribir de derecha a izquierda en la pizarra. Más que ostentarla, él ocultó esta curiosa circunstancia confirmatoria, pues consideraba que afectaría desfavorablemente a sus esperanzas de encontrar un nuevo empleo. La descolocación de su corazón fue descubierta algunos meses después, cuando tuvo que sacarse una muela bajo anestesia. Él, entonces, de muy mala gana, permitió que le hicieran un precipitado reconocimiento quirúrgico con vistas a un breve informe publicado en el Journal of Anatomy. Aquí se agota la exposición de los hechos materiales y podemos pasar a considerar ahora el relato de Plattner sobre esta cuestión.
Pero antes debemos diferenciar claramente entre la porción de la historia que precede y la que viene después. Todo cuanto he narrado hasta aquí se basa en tales pruebas que incluso un abogado criminalista las aprobaría. Todos los testigos aún están vivos; el lector, si así le place, puede salir mañana mismo a cazar a los chicos, e incluso a desafiar los terrores del temible Lidgett y proceder a interrogar, tender trampas y efectuar comprobaciones a su antojo; Gottfried Plattner, en persona, con su corazón descolocado y sus tres fotografías, están a su disposición. Puede considerarse probado que él desapareció durante nueve días como consecuencia de una explosión; que regresó casi con la misma violencia, en circunstancias cuya naturaleza encocora al señor Lidgett, cualesquiera que sean los detalles de aquellas circunstancias; y que regresó invertido, del mismo modo que un reflejo es devuelto por un espejo. La consecuencia de este último hecho, como ya hice notar, es que Plattner debió encontrarse, con toda seguridad, durante aquellos nueve días, en un estado de existencia más allá del espacio. La evidencia de estas aseveraciones es, en verdad, mucho más sólida que aquella con la que se ahorca a muchos asesinos. Pero por su propio relato acerca de dónde había estado, aun con sus confusas explicaciones y detalles poco menos que antinómicos, solo contamos con la palabra del señor Gottfried Plattner. Yo no deseo desacreditarla, pero debo señalar (cosa que tantos escritores de oscuros fenómenos psíquicos dejan de hacer) que aquí estamos pasando de lo que es prácticamente innegable, a ese campo en el que todo hombre razonable tiene derecho a creer o rechazar, según le convenga. Las manifestaciones anteriores lo hacen plausible; su discordancia con la experiencia común lo inclina hacia lo increíble. Preferiría no influir en el juicio del lector ni en un sentido ni en otro, sino simplemente contar la historia tal y como Plattner me la contó a mí.
Me hizo este relato, puedo asegurarlo, en mi casa de Chislehurst; y en cuanto me hubo dejado aquella tarde, me fui a mi estudio y lo puse todo por escrito tal y como lo recordaba. Más tarde, tuvo la amabilidad de leer una copia mecanografiada de modo que su exactitud sustancial resulta innegable.
Él afirma que en el momento de la explosión pensó claramente que había resultado muerto. Notó que sus pies eran arrancados del suelo siendo lanzado hacia atrás con violencia. Es un hecho curioso para los psicólogos que él pensara con claridad durante su vuelo hacia atrás y se preguntara si iría a chocar contra el armario de química o contra el caballete de la pizarra. Sus talones golpearon la tierra y él se tambaleó yendo a caer pesadamente en posición de sentado sobre algo blando y consistente. Por un momento la sacudida le dejó aturdido. Al instante percibió un intenso olor a cabellos chamuscados y le pareció oír la voz de Lidgett preguntando por él. Comprenderéis que durante cierto tiempo su mente permaneciera muy confusa.
Al principio tuvo la clara impresión de que aún se encontraba en el aula. Advirtió con toda claridad la sorpresa de los muchachos y la entrada del señor Lidgett. Se muestra totalmente seguro a este respecto. No oyó sus comentarios pero lo atribuyó al efecto ensordecedor del experimento. Las cosas que le rodeaban parecían curiosamente oscuras y desvaídas, pero su mente lo explicó por la obvia aunque errónea idea de que la explosión había engendrado un ingente volumen de humo oscuro. Las figuras de Lidgett y de los muchachos se movían por la oscuridad tan tenues y silenciosas como fantasmas.
Plattner aún sentía en el rostro el calor punzante de la llamarada. Se sentía ‘totalmente atontado’, por decirlo con sus mismas palabras. Parece que sus primeros pensamientos definidos fueron para su incolumidad personal. Pensó que tal vez había quedado ciego o sordo. Se palpó los miembros y la cara con cautela. Luego sus percepciones se hicieron más claras y se quedó asombrado al echar de menos los viejos pupitres familiares y demás muebles del aula a su alrededor. En su lugar solo había formas oscuras, inciertas y grises. Luego ocurrió algo que le hizo gritar fuertemente y despertar a una actividad instantánea sus aturdidas facultades. ¡Dos de los muchachos, gesticulando, habían pasado limpiamente a través de su cuerpo, uno tras otro! Ninguno de los dos había manifestado tener la más mínima conciencia de su presencia. Es difícil imaginar la sensación que experimentó. Habían avanzado contra él, afirma, con una fuerza no mayor que la de una ráfaga de niebla.
Lo primero que pensó Plattner después de aquello fue que estaba muerto. Sin embargo, al haber sido criado de acuerdo con unos principios cabalmente sólidos en estas materias, estaba un poco sorprendido de encontrarse aun dentro de su cuerpo. Su segunda conclusión fue que él no estaba muerto sino que lo estaban los demás: que la explosión había destruido la Sussexville Proprietary School y a todos sus ocupantes excepto a él. Pero eso también resultaba escasamente satisfactorio. No tuvo más remedio que regresara su atónita observación.
Todo cuanto le rodeaba estaba extraordinariamente oscuro: al principio le pareció que todo era totalmente negro como el ébano. En lo alto, sobre su cabeza, había un firmamento negro. El único toque de luz en la escena era una débil luminosidad verdosa en el límite del cielo, en una dirección en la que sobresalía un horizonte de negras colinas onduladas. Ésta, he dicho, fue su impresión al principio. A medida que sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad, empezó a distinguir en el ambiente nocturno circundante una débil calidad de diferentes coloraciones verdosas. Sobre este fondo, el mobiliario y los ocupantes del aula parecían delinearse como espectros fosforescentes, lánguidos e impalpables. Alargó la mano y la hundió sin esfuerzo en la pared del aula junto a la chimenea.
Se describe a sí mismo haciendo denodados esfuerzos para llamar la atención. Gritando a Lidgett e intentando asir a los muchachos mientras iban de acá para allá. Solo desistió de sus intentos cuando entró en el aula la señora Lidgett por quien él, en calidad de Director Adjunto, sentía natural aversión. Dice que la sensación de estar en el mundo sin ser, no obstante, parte de él, resultaba extraordinariamente desagradable. Comparó sus sentimientos, no sin razón, con los de un gato que contempla a un ratón a través de una ventana. Cada vez que hacía un movimiento para comunicarse con el mundo borroso y familiar que le rodeaba, encontraba una invisible e incomprensible barrera que le impedía el contacto.
Dirigió entonces su atención a su entorno sólido. Encontró el frasco de medicina aún intacto que contenía el resto de polvo verde en su mano. Se lo metió en el bolsillo y empezó a palpar a su alrededor. Al parecer, estaba sentado sobre un peñasco rocoso recubierto de musgo aterciopelado. Era incapaz de ver el oscuro paisaje que le rodeaba porque la imagen desvaída y nebulosa del aula lo emborronaba, y sin embargo, tenía la sensación (debida tal vez al viento frío) de que se encontraba cerca de la cresta de una colina y que bajo sus pies se abría un escarpado valle. El fulgor verde en el límite del cielo pareció crecer en amplitud e intensidad. Se puso de pie, frotándose los ojos.
Parece que dio algunos pasos, bajando por la escarpada pendiente y luego tropezó, se cayó casi y volvió a sentarse sobre un peñasco a contemplar el alba. Se dio cuenta de que el mundo que le rodeaba estaba absolutamente silencioso. Estaba tan inmóvil como oscuro y aunque había un viento frío que soplaba hacia lo alto de la colina, el crujir de la hierba, los suspiros de las ramas que habrían debido acompañarlo, estaban ausentes. Por consiguiente, pudo oír, aunque no pudiera ver, que la ladera sobre la que se encontraba, era rocosa y desolada. El verde se volvía cada vez más luminoso y mientras tanto un rojo-sangre desvaído, transparente, se mezclaba aunque sin mitigarlas, con la negrura del alto cielo y la desolación de las rocas circundantes. Teniendo en cuenta lo que sigue, me inclino a pensar que aquella luz rojiza pudo haber sido un efecto óptico debido al contraste. Algo negro fluctuó momentáneamente contra el lívido amarillo-verdoso de la parte baja del cielo y entonces la fina y penetrante voz de una campana surgió del negro abismo que tenía ante sí. Una expectativa abrumadora iba creciendo con el crecer de la luz.
Es probable que transcurriera una hora o más mientras él estuvo allí sentado y esa extraña luz verde se volvía cada vez más luminosa y se difundía lentamente, con flameantes apéndices, hacia lo alto, en dirección al cenit. A medida que crecía, la visión espectral de nuestro mundo se hizo, relativa o absolutamente, más lánguida. Probablemente las dos cosas, porque la hora debió ser aproximadamente la de nuestro atardecer terreno. A medida que desaparecía su visión de nuestro mundo, Plattner, con unos pocos pasos cuesta abajo, había atravesado el suelo del aula y parecía encontrarse ahora sentado en el aire, a media altura, en el aula más grande de la planta baja. Vio claramente a los internos, pero mucho más débilmente de lo que había visto a Lidgett. Estaban haciendo sus deberes vespertinos y reparó con interés en que varios estaban haciendo trampas con sus problemas de geometría porque consultaban un formulario cuya existencia él jamás había sospechado hasta entonces. A medida que pasaba el tiempo se fueron desvaneciendo progresivamente, con la misma progresión con la que iba creciendo la verde luz del alba.
Mirando hacia el fondo del valle, vio que la luz se había deslizado a lo largo de sus laderas rocosas y que la profunda negrura del abismo estaba ahora quebrada por un diminuto resplandor verde, como la luz de una luciérnaga. Y casi inmediatamente el perfil de un inmenso cuerpo celeste, de un verde llameante, surgió sobre el fondo de las ondulaciones basálticas de las colinas lejanas, y las monstruosas masas rocosas a su alrededor aparecieron demacradas y desoladas, envueltas en luz verde y en profundas sombras rojizas. Empezó a distinguir un vasto número de objetos esféricos que flotaban en el aire como flota el escardillo del cardo sobre la tierra alta. Ninguno de ellos se encontraba más cerca de él que el lado opuesto del valle. Abajo, la campana vibraba cada vez más rápida, con una especie de impaciente insistencia y varias luces se movían aquí y allá. Los muchachos, atareados en sus pupitres, ahora eran casi unas siluetas imperceptibles.
Esta extinción de nuestro mundo, al levantarse el sol verde de este otro universo, es un punto curioso sobre el que Plattner insiste. Durante la noche del Otro Mundo resulta difícil moverse debido a la intensidad con la que son visibles las cosas de este mundo. Si este es el motivo, se convierte en un enigma explicar por qué, en este mundo, nosotros no alcanzamos a vislumbrar nada del Otro Mundo. Quizás se deba a la relativamente intensa iluminación de este mundo nuestro. Plattner refiere que la luminosidad máxima del mediodía del Otro Mundo no llega a alcanzar ni con mucho la claridad de una noche de luna llena de este mundo, mientras que su noche es de un negro profundo. En consecuencia, la cantidad de luz, incluso de una habitación oscura corriente, es suficiente para hacer invisibles las cosas del Otro Mundo, y por el mismo principio, esa débil fosforescencia solo es visible en la oscuridad más profunda. Después de contarme su historia, he intentado ver algo del Otro Mundo sentándome de noche, y durante largo tiempo, en la cámara oscura de un fotógrafo. He visto efectivamente las formas confusas de pendientes y rocas verdosas, pero debo reconocer que las vi solo de una manera muy confusa. Puede que el lector sea, posiblemente, más afortunado. Plattner me ha dicho que desde que volvió, ha visto y reconocido lugares del Otro Mundo en sus sueños, pero esto se debe, seguramente, a su recuerdo de estas escenas. Parece muy posible que personas dotadas de una insólita sensibilidad visual puedan vislumbrar, de vez en cuando, algo de este extraño Otro Mundo que hay a nuestro alrededor.
Sin embargo, esta es una digresión. Cuando salió el sol verde, se hizo perceptible en el valle una larga calle de negros edificios, si bien solo de un modo oscuro e indistinto; y tras cierta vacilación, Plattner empezó a bajar gateando por la escarpada pendiente en dirección a ellos.
La bajada fue larga y extremadamente fastidiosa, no solo por ser extraordinariamente abrupta sino también por la inestabilidad de los cantos que estaban esparcidos por toda la superficie de la colina. El ruido de su descenso, de vez en cuando sus tacones levantaban chispas de las rocas, parecía ahora el único sonido del universo porque la campana había dejado de tañer. Mientras se acercaba, percibió que los diferentes edificios poseían una extraña semejanza con tumbas, mausoleos y monumentos, con la única salvedad de que todos eran uniformemente negros en vez de ser blancos como la mayoría de los sepulcros. Y luego vio, agolpadas fuera del edificio más grande, una serie de figuras descoloridas, redondeadas, de color verde pálido, muy al estilo de la gente que sale de la iglesia. Éstas se dispersaron en distintas direcciones alrededor de la calle ancha del lugar, algunas tomando por callejones laterales y reapareciendo sobre la escarpada pendiente de la colina, otras entrando en algunos de los pequeños edificios que flanqueaban el camino.
Al ver estas cosas que flotaban hacia arriba en dirección suya, Plattner se detuvo, con los ojos abiertos. No iban andando y carecían realmente de miembros; y tenían la apariencia de cabezas humanas bajo las cuales se bamboleaba un cuerpo de renacuajo. Estaba demasiado asombrado por su extrañeza, demasiado lleno de extrañeza, para sentirse realmente alarmado por ellas. Fueron a su encuentro delante del viento frío que soplaba cuesta arriba, como pompas de jabón empujadas por la corriente. Y al mirar a la más próxima de las que se le estaban acercando, vio que se trataba realmente de una cabeza humana, si bien con ojos singularmente grandes y exhibiendo tal expresión de angustia y de zozobra, como jamás había visto antes en un semblante mortal. Advirtió con sorpresa que no se volvió a mirarle, sino que parecía estar contemplando y siguiendo algo invisible que se movía. Por un momento se quedó perplejo y luego se le ocurrió que esta criatura estaba contemplando con sus enormes ojos algo que estaba sucediendo en el mundo que acababa de dejar. Se acercó a él cada vez más, pero estaba demasiado anonadado para gritar. Cuando estuvo junto a él emitió un sonido muy débil y quejumbroso. Luego le dio en el rostro un golpecito suave —su tacto era muy frío— y pasó delante de él subiendo hacia la cresta de la colina.
Por la mente de Plattner cruzó como un relámpago la extraordinaria convicción de que esta cabeza poseía un fuerte parecido con Lidgett.
Luego volvió su atención hacia las otras cabezas que ahora trepaban por la ladera como un tupido enjambre. Ninguna mostró la más mínima señal de reconocerle. Es más, una o dos se acercaron a su cabeza y a punto estuvieron de seguir el ejemplo de la primera, pero él se escabulló de su camino con una convulsión. En la mayoría de ellas vio la misma expresión de vano pesar que había visto en la primera y oyó los mismos débiles sonidos de desdicha. Una o dos lloraron y otra, que rodaba velozmente cuesta arriba, tenía una expresión de furia diabólica. Pero otras estaban frías y varias tenían en los ojos una mirada de complacido interés. Una, al menos, se hallaba casi en un éxtasis de felicidad. Plattner no recuerda haber encontrado otras semejanzas en todas las que vio en ese momento.
Durante varias horas quizás, Plattner contempló esas extrañas cosas mientras se dispersaban por las colinas y solo mucho tiempo después de que hubieran dejado de salir de los negros edificios apiñados en la garganta, reanudó su escalada hacia abajo. La oscuridad a su alrededor aumentó, hasta tal punto, que tuvo dificultades para pisar firme. En lo alto, el cielo tenía ahora un color verde pálido brillante. No sentía ni hambre ni sed. Más tarde, cuando las sintió, descubrió un frío riachuelo que fluía en el centro de la garganta y encontró que el extraño musgo que cubría los cantos, cuando la desesperación le impulsó a probarlo, era comestible. Anduvo a tientas por entre las tumbas que bajaban a lo largo de la garganta, buscando vagamente algún indicio que explicara estas inexplicables cosas. Al cabo de mucho tiempo, llegó a la entrada del gran edificio (de donde habían salido las cabezas), el cual parecía un mausoleo. En su interior encontró un grupo de luces verdes que ardían sobre una especie de altar de basalto y una cuerda de campana que colgaba desde lo alto de un campanario en el centro del lugar. Una inscripción de fuego, con letras que le eran desconocidas, corría alrededor de la pared. Mientras se estaba preguntando todavía el significado de estas cosas, oyó el ruido de fuertes pisadas cuyo eco se iba alejando calle abajo. Volvió a salir corriendo a la oscuridad, pero no pudo ver nada. Se le ocurrió tirar de la cuerda de la campana y finalmente decidió perseguir a aquellos pasos. Pero aunque corrió lejos, jamás logró alcanzarlos y de nada sirvieron sus gritos. La garganta parecía extenderse a lo largo de una distancia interminable. Todo su recorrido era tan oscuro como una noche de estrellas terrenal, mientras la horrible luz verde del día se recostaba a lo largo del borde superior de sus precipicios. Ahora ya no estaba ninguna de esas cabezas abajo. Al parecer, se hallaban solícitamente ocupadas a lo largo de las pendientes superiores. Levantando la vista, las vio deslizarse de acá para allá, algunas se balanceaban sin moverse de su sitio, otras volaban velozmente por el aire. Dijo que le recordaban a ‘grandes copos de nieve’; solo que estos eran negros y verdes pálidos.
Plattner declara haber pasado la mayor parte de siete u ocho días persiguiendo a aquellos recios pasos uniformes a los que jamás alcanzó, caminando a tientas en nuevas regiones de esta interminable zanja del diablo, gateando hacia arriba y hacia abajo por esas despiadadas alturas, vagando entre las cumbres y contemplando aquellas caras a la deriva. No había llevado la cuenta, dice. Si bien en una o dos ocasiones había reparado en unos ojos que le observaban, no había cruzado palabra con ningún ser vivo. Dormía entre las rocas de la pendiente. En la garganta las cosas terrenales eran invisibles porque, desde el punto de vista terrenal, se encontraba demasiado enterrado. En las alturas, tan pronto como hubo empezado el día terrenal, el mundo le resultaba visible. Algunas veces se encontraba tropezando en las oscuras rocas verdes o deteniéndose al borde de un precipicio, mientras a su alrededor se tambaleaban los verdes ramales de las veredas de Sussexville; o, de nuevo, le parecía estar andando por las calles de Sussexville u observando, sin ser visto, los asuntos privados de alguna familia. Y así fue como descubrió que a casi todos los seres humanos de nuestro mundo, les pertenecían algunas de estas cabezas flotantes y que todas las personas del mundo son observadas intermitentemente por estos seres desencamados y desvalidos.
¿Qué es lo que son… estos Observadores de los Vivos? Plattner jamás lo comprendió. Pero dos de ellos, que pronto le habían encontrado y seguido, se asemejaban al recuerdo que tenía de su padre y de su madre en la infancia. De vez en cuando otras caras volvían sus ojos hacia él; unos ojos como los de las personas muertas que habían influido en él o le habían perjudicado o ayudado en su juventud y madurez. Cada vez que le miraban, Plattner se sentía subyugado por un extraño sentido de la responsabilidad. Se aventuró a hablar a su madre; pero ella no le respondió. Le miró a los ojos con tristeza, resolución y ternura, y también con cierto reproche.
Él se limita a contar su historia: no se esfuerza en explicarla. A nosotros no nos queda más que hacer conjeturas sobre quiénes puedan ser estos Observadores de los Vivos o, si son realmente los Muertos, por qué deberían observar tan de cerca y tan apasionadamente un mundo que han abandonado para siempre. Podría ser —y a mí me parecería justo— que cuando nuestra vida ha concluido, cuando el bien o el mal ha dejado de ser una alternativa para nosotros, tuviéramos que presenciar aún el desarrollo de la serie de consecuencias de nuestras obras. Si las almas humanas continúan existiendo después de la muerte, entonces no hay duda de que también persisten los intereses humanos después de la muerte. Pero eso no es más que una mera suposición mía sobre el significado de lo que hemos visto. Plattner no ofrece ninguna interpretación porque a él nadie le dio ninguna. Es bueno que el lector lo comprenda con claridad. Día tras día, con la cabeza dándole vueltas, vagó por ese mundo iluminado de verde fuera del mundo, fatigado, y, hacia el final, débil y hambriento. De día —es decir, nuestro día terrenal— la visión espectral del viejo decorado familiar de Sussexville, que se extendía a su alrededor, le fastidiaba y le preocupaba. No podía ver dónde ponía los pies, y de tanto en tanto, con un toque gélido, una de estas Almas Observadoras iba a dar contra su cara. Y después de oscurecido, las multitudes de estos Observadores que le rodeaban, y su resuelta aflicción, confundían su mente de forma indecible. Le consumía un gran anhelo de regresar a la vida terrenal que estaba tan cerca y, sin embargo, tan remota. La naturaleza no terrenal de todo cuanto le rodeaba le producía una zozobra mental decididamente dolorosa. Sus propios seguidores particulares le preocupaban lo indecible. Por mucho que les gritara para que desistieran de mirarle fijamente, que les increpara, que se alejara precipitadamente de ellos, permanecían siempre mudos y resueltos. Por mucho que corriera sobre ese accidentado terreno, ellos seguían su destino.
Al noveno día, hacia el atardecer, Plattner oyó acercarse los pasos invisibles, lejos, en el fondo de la garganta. En ese momento se encontraba vagando por la ancha cresta de la misma colina sobre la que había caído al entrar en este su extraño Otro Mundo. Se volvió para refugiarse corriendo en la garganta, tanteando apresuradamente su camino, pero le detuvo la visión de lo que estaba ocurriendo en una habitación de una calle secundaria, junto a la escuela. Conocía de vista a las dos personas que se hallaban dentro. Las ventanas estaban abiertas, las persianas subidas y la puesta de sol resplandecía claramente dentro del cuarto, de modo que trascendió, con gran nitidez al principio, una habitación vívidamente oblonga que resaltaba como la imagen de una linterna mágica sobre el fondo del paisaje negro y del alba verde e intensa. La habitación estaba iluminada, además de por la luz del sol, por una vela recién encendida.
Sobre la cama yacía un hombre flaco, apoyando la horrible lividez de su pálida cara sobre la revuelta almohada. Sus manos apretadas estaban levantadas por encima de su cabeza. Una mesilla junto a la cama sostenía unos frascos de medicinas, unas tostadas y agua, y un vaso vacío. De vez en cuando los labios del hombre flaco se entreabrían para sugerir una palabra que no podía articular. Pero la mujer no se daba cuenta de que él quería algo, porque estaba en el rincón opuesto de la habitación, ocupada sacando papeles de una anticuada cómoda. Al principio la escena era realmente vivida, pero a medida que el verde amanecer iba creciendo en luminosidad, se volvía más tenue y cada vez más transparente.
Mientras el eco de los pasos se iba acercando más y más, esos pasos que resuenan tan fuerte en aquel Otro Mundo y tan silenciosamente en éste, Plattner percibió a su alrededor una gran multitud de rostros borrosos que se iban reuniendo, saliendo de la oscuridad y observando a las personas de la habitación. Jamás había visto antes a tantos Observadores de los Vivos.
Una multitud solo tenía ojos para el doliente, otra multitud, con infinita angustia, observaba a la mujer, mientras buscaba, con mirada codiciosa, algo que no podía encontrar. Se agolparon alrededor de Plattner, atravesaron su campo visual y le golpearon en la cara mientras el ruido de sus vanas lamentaciones le envolvía aturdiéndole. Ya solo veía con claridad de vez en cuando. Otras veces las imágenes palpitaban oscuras, a través del velo de verdes reflejos que cubría sus movimientos. En la habitación debía estar todo muy quieto y Plattner dice que la llama de la vela exhalaba una línea de humo perfectamente vertical, pero en sus oídos cada pisada y sus ecos resonaban como el golpear de un trueno. ¡Y las caras! Especialmente dos, junto a la de la mujer; también una de otra mujer, blanca y de rasgos transparentes, una cara que podría haber sido una vez fría y dura pero que ahora aparecía suavizada por una pincelada de sabiduría extraña a la tierra. La otra podía haber sido la cara del padre de la mujer. Parecía que ambos estaban, sin lugar a dudas, absortos en la contemplación de algún acto de aborrecible bajeza, que ya no podían impedir, tampoco poner en guardia contra él. Detrás había otros, maestros quizá, que habían enseñado mal, amigos cuya influencia había fracasado. ¡Y encima de este hombre también había una multitud, pero nadie que diera la impresión de ser pariente o maestro! ¡Caras que podían haber sido antes vulgares pero que ahora estaban purificadas por la fuerza del dolor! Y en primera fila una cara, la cara de una muchacha, ni enojada ni compungida sino simplemente paciente y fatigada y, por lo que le pareció a Plattner, a la espera de consuelo. Su capacidad de descripción le había fallado al recordar a esta multitud de lívidos semblantes. Al sonar la campana se reunieron. Los vio a todos en el espacio de un segundo. Al parecer, había caído en tal estado de excitación, que sus dedos inquietos sacaron involuntariamente de su bolsillo el frasco del polvo verde, sosteniéndolo delante de él.
Pero de eso él no se acuerda.
Bruscamente los pasos cesaron. Esperó el siguiente y hubo silencio y luego, repentinamente, surcando la inesperada quietud como una hoja afilada y fina, había llegado el primer tañido de la campana. Ante eso, las caras de la multitud habían ondeado de acá para allá y a su alrededor se había levantado un lamento más fuerte. La mujer no oyó; ahora estaba quemando algo en la llama de la vela. Al segundo tañido, todo se oscureció y un hálito de viento, frío como el hielo, sopló a través de la hueste de observadores. Se arremolinaron a su alrededor como un torbellino de hojas secas en primavera, y al tercer tañido algo se extendió a través de ellos hasta la cama. Sabéis lo que es un rayo de luz. Esto era como un rayo de tinieblas y, volviendo a mirarlo, Plattner vio que se trataba de la sombra de un brazo y de una mano.
El sol verde ya estaba alto en el horizonte de aquellas desolaciones y la visión de la habitación era muy débil. Plattner pudo ver que el blanco de la cama forcejeaba presa de convulsiones; y que la mujer miró a su alrededor volviéndose asustada.
La nube de observadores se levantó en el aire como una humareda de polvo verde delante del viento, y se deslizó rápidamente hacia el templo al fondo de la garganta. Entonces, súbitamente, Plattner comprendió el significado de la sombra negra del brazo extendido sobre su hombro y cerrado sobre su presa. No tuvo el valor de volver la cabeza para ver a la Sombra detrás del brazo. Con un esfuerzo violento y tapándose los ojos, se puso a correr, dio tal vez veinte zancadas, luego resbaló en una piedra y cayó. Cayó hacia adelante sobre sus manos y el frasco se hizo pedazos y estalló en el momento en que él tocaba el suelo.
Al cabo de un momento se encontró, aturdido y sangrando, sentado cara a cara con Lidgett, en el viejo jardín cercado de detrás de la escuela. Aquí termina la narración de las experiencias de Plattner. Me he resistido, creo que con éxito, a la predisposición natural de un escritor de ficción a adornar esta clase de incidentes. En la medida de lo posible, he contado las cosas en el mismo orden en que Plattner me las contó a mí. He evitado cuidadosamente todo intento de estilo, efecto o construcción. Hubiera sido fácil, por ejemplo, elaborar la escena del lecho de muerte con alguna clase de trama que hubiera podido involucrar a Plattner. Pero aparte de lo censurable que resultaría falsificar una historia de tan extraordinaria autenticidad, unos artificios tan trillados habrían estropeado, en mi opinión, el peculiar efecto de este mundo oscuro, con sus lívidas iluminaciones verdes y sus Observadores flotantes de los Vivos, el cual, aunque invisible e inaccesible para nosotros, subyace sin embargo a nuestro alrededor.
Queda añadir que hubo efectivamente una muerte en Vincent Terrace, justo detrás del jardín de la escuela y, por lo que se pudo probar, en el mismo momento del regreso de Plattner. El difunto era un recaudador y agente de seguros. Su viuda, mucho más joven que él, se casó el mes pasado con cierto señor Whymper, un cirujano veterinario de Allbleeding. Dado que una parte de la historia relatada aquí ha circulado oralmente en varias versiones por Sussexville, ella ha consentido en que yo utilizara su nombre, con la condición de que yo diera a conocer con claridad que ella desmiente, resueltamente, hasta el último detalle del relato de Plattner acerca de los últimos momentos de su marido. Que ella no quemó ningún testamento, dice, aunque Plattner jamás la acusó de hacerlo; que su marido solo había hecho un testamento, y eso justo después de su boda. Claro que, para un hombre que jamás lo había visto, la descripción que hizo Plattner del mobiliario de la habitación resultaba curiosamente detallada.
Debo insistir sobre una cosa, aun a riesgo de resultar tedioso por repetido, para que no pueda parecer que favorezco el punto de vista crédulo y supersticioso. La ausencia del mundo durante nueve días de Plattner es, en mi opinión, un hecho probado. Pero eso no prueba su historia. No resulta nada inconcebible que incluso en el espacio exterior puedan ser posibles las alucinaciones. Que el lector tenga eso, al menos, claramente presente.
FIN
H. G. Wells. Herbert George Wells, conocido como H. G. Wells, fue un influyente escritor y novelista británico nacido el 21 de septiembre de 1866 en Bromley, Kent. Su vida y obra abarcaron una amplia gama de géneros literarios, dejando un legado duradero en la literatura y la cultura. Wells es ampliamente reconocido como uno de los padres de la ciencia ficción junto con Julio Verne y Hugo Gernsback.
Wells nació en una familia de clase media-baja, donde su padre, Joseph Wells, tenía una tienda que vendía productos deportivos y loza fina. Su temprano interés por la lectura se despertó cuando, a la edad de ocho años, sufrió un accidente que lo dejó confinado a la cama con una pierna quebrada. Durante ese tiempo, comenzó a explorar libros de la biblioteca local y desarrolló una pasión por la lectura y la escritura.
A lo largo de su vida, Wells estudió biología y, más tarde, se especializó en zoología en el Royal College of Science de Londres, donde fue alumno de Thomas Henry Huxley. Sin embargo, perdió su beca en 1887 y se enfrentó a dificultades económicas antes de graduarse en 1890. Su experiencia en trabajos diversos, como aprendiz de una tienda de textiles y profesor en la Henley House School, influyó en sus obras posteriores que describían la vida de la clase media-baja.
Wells se unió a la Sociedad Fabiana, un grupo de pensadores socialistas, en un momento y fue un defensor apasionado de la justicia social y los derechos de los marginados. Sus primeras obras de ciencia ficción, como "La máquina del tiempo" (1895), "La isla del doctor Moreau" (1896) y "El hombre invisible" (1897), reflejaron temas relacionados con la lucha de clases y los límites éticos de la ciencia.
Entre sus obras más famosas se encuentran "La guerra de los mundos" (1898), que exploró temas como el imperialismo y las prácticas de la época victoriana. También escribió "Los primeros hombres en la luna" (1901), que es otra de sus obras destacadas.
A medida que avanzaba su carrera, Wells se adentró en la literatura de carácter social, escribiendo novelas como "Ana Verónica" (1909), que abordaba la liberación de la mujer, y "Tono-Bungay" (1909), una crítica al capitalismo irresponsable. Sus últimas obras, como "El destino del homo sapiens" (1945), reflejaban un tono pesimista sobre el futuro de la humanidad.
Además de su carrera literaria, Wells se destacó en la defensa de causas sociales y fue un pacifista en gran parte de su vida. También se preocupó por la supervivencia de la sociedad contemporánea y escribió extensamente sobre temas políticos y sociales.
H. G. Wells dejó un legado duradero en la literatura y la ciencia ficción, influyendo en generaciones de escritores y pensadores. Su enfoque en la ciencia ficción como una herramienta para explorar temas sociales y políticos lo convierte en una figura fundamental en la historia de la literatura. Falleció el 13 de agosto de 1946 en Londres, dejando una profunda huella en la literatura y la cultura.