El cascanueces y el rey de los ratones
La noche de Navidad
El veinticuatro de diciembre los hijos del consejero médico Stahlbaum tenían terminantemente prohibido entrar durante todo el día en la sala y aún más, si cabe, en el lujoso salón contiguo. Fritz y Marie se sentaban acurrucados en un rincón de un cuarto interior, había comenzado a anochecer y se asustaron al ver que nadie, como solía ocurrir en ese día, traía una luz. Fritz reveló con susurros a su hermana menor (acababa de cumplir siete años) cómo había estado oyendo desde por la mañana temprano, en las habitaciones cerradas, chirridos y golpecitos. No hacía mucho tiempo un pequeño hombre oscuro se había deslizado por el pasillo con una gran caja bajo el brazo, pero que él sabía muy bien que no podía ser otro que el padrino Drosselmeier. Marie dio entonces una palmada de alegría con sus manitas y gritó:
—¡Ay, qué cosa tan bonita nos habrá hecho esta vez el padrino Drosselmeier!
El consejero judicial Drosselmeier no tenía nada de apuesto, era pequeño y escuálido, su rostro estaba muy arrugado, en vez del ojo derecho tenía un gran parche negro y nada de pelo, por lo que llevaba una peluca blanca muy bonita, que era de vidrio y muy elaborada. El padrino también era un hombre muy hábil, que incluso entendía de relojes y sabía fabricarlos. Cuando uno de los bonitos relojes en la casa de los Stahlbaum se ponía enfermo y no podía cantar, venía el padrino Drosselmeier, se quitaba la peluca de vidrio y la levita amarilla, se anudaba un mandil azul y hurgaba tanto con instrumentos puntiagudos en el interior del reloj que a la pequeña Marie le llegaba a doler, pero al reloj, en cambio, no le causaba daño alguno, todo lo contrario, volvía a vivir y comenzaba de nuevo a ronronear de la manera más graciosa, a dar las campanadas y a cantar, con lo que todo el mundo se alegraba. Siempre que venía traía algo bonito para los niños en el bolsillo, ya fuera un muñeco que hacía cumplidos y giraba los ojos, ya una caja de la que salía un pajarillo, o cualquier otra cosa. Pero para Navidad siempre había fabricado algo bonito que le había costado mucho trabajo, por lo que, una vez que lo regalaba, los padres lo guardaban cuidadosamente.
—¡Ay, qué cosa tan bonita nos habrá hecho esta vez el padrino Drosselmeier! —gritó Marie.
Fritz opinó que esa vez no podía ser otra cosa que una fortaleza, en la cual marcharían de un lado a otro soldados muy apuestos y harían la instrucción y luego vendrían otros soldados que querrían entrar en la fortaleza, pero los soldados de dentro les dispararían con cañones y habría, por consiguiente, sonoras explosiones y estruendos.
—¡No, no! —le interrumpió Marie—, el padrino Drosselmeier me ha hablado de un bonito jardín, en él hay un gran lago, en el que nadan majestuosos cisnes con collares de oro y cantando las más bellas canciones. Entonces una niña se acerca al lago y llama a los cisnes, les da de comer mazapán…
—Los cisnes no comen mazapán —le interrumpió Fritz con algo de brusquedad— y el padrino Drosselmeier tampoco puede hacer todo un jardín. En realidad tenemos muy pocos de sus juguetes, nos los quitan enseguida, por eso son preferibles los que papá y mamá nos regalan, pues nos los quedamos y podemos hacer con ellos lo que queremos.
Los niños se dedicaron entonces a adivinar qué podría ser de nuevo en esa ocasión. Marie opinó que Mamsell Trutchen (su muñeca grande) estaba cambiando mucho, pues se había vuelto de lo más torpe y no dejaba de caerse al suelo, lo que no ocurría sin ensuciarse la cara, por no hablar de su vestido, que era imposible mantenerlo limpio. Regañarla ya no servía de nada. Mamá también sonrió al mostrarse ella tan contenta por la pequeña sombrilla de Gretchen. Fritz aseguró, en cambio, que a su establo principesco le faltaba un buen caballo, al igual que caballería a sus tropas, y eso lo sabía muy bien papá. Así pues, los niños sabían que sus padres les habían comprado muchos regalos bonitos que ahora estaban colocando en el árbol, pero también sabían con certeza que mientras tanto les estaba mirando el Niño Jesús con sus ojos amables y piadosos y que, como tocados por una mano bienhechora, esos regalos navideños procuraban una alegría incomparable. Eso se lo recordó a los niños la hermana mayor, Luisa, mientras seguían susurrando sobre los regalos que esperaban, añadiendo que también era el Espíritu Santo el que a través de los padres regalaba siempre a los niños lo que les podía procurar una gran alegría, eso lo sabía Él mucho mejor que los mismos niños, quienes no tenían que desear todo género de cosas ni querer que se las regalasen todas, sino esperar tranquilos y piadosos lo que se les iba a regalar. La pequeña Marie se puso muy reflexiva, pero Fritz murmuró para sí: «Pues a mí me gustaría tener un caballo y húsares».
Había oscurecido del todo. Fritz y Marie, arrimados el uno al otro, no se atrevieron a decir una palabra más. Sentían como si unas alas ligeras revoloteasen a su alrededor y como si se oyera una música muy lejana, pero espléndida. Una franja de luz se reflejó en la pared y los niños supieron que en ese momento el Niño Jesús se había ido volando sobre nubes brillantes hacia otros niños felices. De repente se oyó un sonido metálico: klingkling, klingkling, las puertas se abrieron y la habitación se llenó de una luminosidad tal que los niños se quedaron como petrificados en el umbral sin dejar de exclamar: «¡Ay, ay!». Pero papá y mamá entraron, los cogieron de la mano y dijeron:
—Venid, venid, hijos míos y mirad lo que os ha traído el Niño Jesús.
Los regalos
Me dirijo a ti, amable lector u oyente, ya te llames Fritz, Theodor, Ernst, o como quieras llamarte, y te ruego que recuerdes con la mayor viveza posible tu última mesa de Navidad cubierta de bellos y multicolores regalos, así también podrás imaginarte cómo se quedaron estáticos y mudos los niños y cómo, tras un rato, exclamó Marie con un profundo suspiro: «¡Ay, qué bonito!, ¡ay, qué bonito!», y cómo Fritz intentó dar unas piruetas que además le salieron perfectas. Pero los niños debían de haberse portado muy bien durante todo el año, pues nunca les habían regalado cosas tan bonitas como en esa ocasión. El gran abeto de Navidad en el centro de la habitación estaba adornado con muchas manzanas doradas y plateadas y de todas las ramas surgían, como flores y frutos, caramelos, bombones y otras golosinas. Pero lo que había que elogiar como lo más bello de ese árbol tan maravilloso eran las cien pequeñas velas que brillaban en sus ramas más oscuras como si fueran estrellas, invitando el mismo árbol a los niños, con sus acogedoras luces, a recoger sus flores y sus frutos. Alrededor del árbol todo centelleaba lleno de colores, estaba repleto de las cosas más bonitas, sí, ¡quién pudiera describirlo! Marie descubrió las muñecas más delicadas y muchos accesorios y lo que causó una gran impresión: un vestidito con lazos de colores bellamente adornado que colgaba de una percha, de modo que Marie lo tenía ante ella y podía mirarlo por todas partes, y eso es lo que hizo sin dejar de exclamar: «¡Qué vestido tan bonito, y además me lo podré poner!». Fritz, por su parte, ya había probado su nuevo caballo, galopando o trotando alrededor de la mesa y al que había encontrado ya embridado. Bajándose de nuevo, se imaginó que era un caballo salvaje, pero no importaba, él lograría domarlo, y se dedicó a inspeccionar su nuevo escuadrón de húsares, vestidos todos ellos de manera espléndida, de rojo y oro, con sus armas plateadas y montando caballos de una blancura refulgente, de los cuales se podría haber creído que eran de plata de ley. Los niños, ya más tranquilos, se disponían a apropiarse de los libros ilustrados, que estaban abiertos, mostrando en sus páginas flores de gran belleza y todo tipo de personas, entre ellas encantadores niños jugando, pintados de una manera tan natural como si vivieran y hablaran de verdad, sí, ya se disponían los niños a apropiarse de sus libros, cuando volvió a sonar la Campanilla. Sabían que ahora le tocaba el turno a los regalos del padrino Drosselmeier y corrieron hacia la mesa apoyada contra la pared. Deprisa retiraron la pantalla que los ocultaba. ¡Y qué vieron los niños! Sobre un césped lleno de flores multicolores había un espléndido palacio con muchas ventanas de cristal y torres doradas. Se oyeron unas campanadas, las puertas y las ventanas se abrieron y se vio cómo damas y caballeros, muy pequeños pero muy elegantes, paseaban con sombreros de plumas y vestidos largos por las salas. En la sala central, que parecía estar en llamas, había muchas lucecillas que brillaban en plateados candelabros, bailaban niños vestidos con jubones y falditas al son de las campanillas. Un señor con una chaqueta de color verde esmeralda miraba a menudo por la ventana, saludaba y volvía a desaparecer; del mismo modo, el padrino Drosselmeier, pero apenas más alto que el dedo pulgar de papá, apareció de vez en cuando abajo, en la puerta del palacio, y se volvió a meter. Fritz había estado contemplando, con los brazos extendidos sobre la mesa, el espléndido palacio y las figuritas que caminaban y bailaban, y dijo:
—¡Padrino Drosselmeier, déjame entrar en tu palacio!
El consejero judicial le dijo que eso era imposible. Tenía razón, pues era tonto por parte de Fritz el querer entrar en un palacio que, incluidas sus torres doradas, ni siquiera llegaba a su altura. Fritz también lo comprendió. Tras un rato, durante el cual las damas y los caballeros siguieron paseando de un lado a otro, los niños bailando, el hombre con la chaqueta de color verde esmeralda asomándose por la ventana, y el padrino Drosselmeier saliendo a la puerta, Fritz gritó impaciente:
—¡Padrino Drosselmeier, sal ahora por esa otra puerta!
—Eso no es posible, querido Fritzchen —replicó el consejero judicial.
—Pues entonces haz —dijo Fritz—, haz que el hombrecillo verde, que tanto se asoma, pasee con los demás.
—Tampoco eso es posible —volvió a replicar el consejero judicial.
—Pues entonces que bajen los niños —exclamó Fritz—, los quiero ver de cerca.
—¡Ay, nada de eso es posible! —dijo el consejero judicial mohíno—, así es el mecanismo y así se tiene que quedar.
—¿Asííí? —preguntó Fritz alargando la última vocal—, ¿nada de eso es posible? Escucha entonces, padrino Drosselmeier, si tus figurillas del palacio no pueden sino hacer siempre lo mismo, no valen para mucho, y eso que tampoco pido nada extraordinario. No, prefiero entonces a mis húsares, ellos tienen que maniobrar, hacia delante, hacia atrás, como yo quiero, y no están encerrados en una casa.
Y dicho esto se fue hacia la mesa de los regalos e hizo que su escuadrón trotara sobre el caballo plateado y se balanceara y atacara y disparara a su gusto. Marie pronto se escabulló, pues ella también se había aburrido de tanto ver pasear y bailar a las figuritas en el palacio, pero, como era una niña buena y bien educada, no quiso que se le notara tanto como a su hermano Fritz. El consejero judicial Drosselmeier se dirigió bastante enojado a los padres:
—Esta obra mecánica no es para niños tan poco comprensivos, así que volveré a guardar mi palacio.
Pero la madre se adelantó y le pidió que le mostrara el interior y el espléndido mecanismo, mediante el cual se movían las figuritas. El consejero lo desmontó todo y lo volvió a montar. Mientras tanto se había vuelto a poner contento e incluso les regaló a los niños unos muñecos y muñecas marrones con caras, manos y piernas doradas. Todos procedían de la ciudad de Thorn, y su olor era tan dulce y agradable como pasteles de nuez, de lo cual Fritz y Marie se alegraron mucho. La hermana Luisa, a petición de su madre, se había puesto el bonito vestido que le habían regalado, y estaba muy guapa, pero Marie opinó que, aunque ella también se podía poner el suyo, preferiría seguir así un poco más. Cosa que se le permitió.
El protegido
En realidad Marie no había querido separarse de la mesa de los regalos, pues había descubierto algo que había pasado inadvertido. Al salir los húsares de Fritz, que habían estado en formación junto al árbol, había quedado visible un hombrecillo peculiar, con una actitud modesta y calmada, como si esperara con tranquilidad a que le tocara su turno. Se podrían haber objetado muchas cosas contra su estatura, pues aparte de que el fuerte tronco no armonizaba con las delgadas piernecillas, la cabeza parecía asimismo demasiado grande. Muchos de estos defectos, sin embargo, quedaban compensados por su traje elegante, que le caracterizaba como un hombre de gusto y de educación. Llevaba una chaquetilla de húsar muy bonita, de un color violeta brillante, con muchos cordones blancos y botones, así como pantalones y las botas más estupendas que jamás hayan llevado los pies de un estudiante o incluso de un oficial. Quedaban tan ajustadas a sus piernas que parecían pintadas. Era extraño, sin embargo, que sobre ese traje se hubiera colgado una capa estrecha y basta que parecía como si fuera de madera, y que en la cabeza llevara una gorra de minero, pero Marie pensó que también el padrino Drosselmeier llevaba una capa muy rara y se ponía una gorra espantosa y que, sin embargo, era un padrino la mar de cariñoso. Marie también pensó que aunque el padrino Drosselmeier la llevara con la misma elegancia que el hombrecillo, su aspecto nunca sería tan apuesto como el de este. Mientras Marie seguía mirando cada vez con más detenimiento a ese hombrecillo tan simpático, al que había cogido cariño a primera vista, se dio cuenta de cuánta bondad había en su rostro. En sus ojos verde claros, quizá demasiado saltones, no asomaba sino la cordialidad y la afabilidad. Al hombrecillo le sentaba bien que se hubiese dejado una barba cuidada, como de algodón blanco, alrededor de su barbilla, pues así se podía apreciar mucho mejor la dulce sonrisa de sus rojos labios.
—¡Ay —exclamó Marie por fin—, ay, querido padre!, ¿de quién es este encantador hombrecillo del árbol?
—Ése —respondió el padre—, ése, querida niña, deberá trabajar de firme para vosotros, os morderá las nueces duras y pertenece tanto a Luisa como a ti y a Fritz.
El padre lo cogió con cuidado de la mesa y, al levantar la capa de madera, el hombrecillo abrió mucho la boca y enseñó dos hileras de dientes muy blancos y puntiagudos. Marie introdujo, a petición del padre, una nuez en ella y knack knack, el hombrecillo la mordió de modo que la cáscara cayó y Marie recibió en su mano el dulce contenido. Todos se enteraron entonces, también Marie, de que el elegante hombrecillo pertenecía a la estirpe de los cascanueces y que ejercía la profesión de sus antepasados. Ella gritó de alegría y el padre dijo:
—Como te gusta tanto, Marie, el amigo cascanueces, tendrás que cuidarlo y protegerlo mucho, por más que, como he dicho, tanto Luisa como Fritz tengan el mismo derecho a utilizarlo.
Marie lo cogió de inmediato y comenzó a cascar nueces, pero buscaba las más pequeñas para que el hombrecillo no tuviera que abrir tanto la boca, lo que no le sentaba nada bien. Luisa se acercó y también ella reclamó los servicios del cascanueces, lo que parecía hacer encantado, pues no paraba de sonreír. Fritz, mientras tanto, se había cansado de tanta instrucción y de tanto montar a caballo, y como oía el gracioso ruido al cascar las nueces, se sumó a las hermanas y se rió de todo corazón del gracioso hombrecillo, el cual, como Fritz también quiso comer nueces, comenzó a pasar de mano en mano y no podía parar de abrir y cerrar la boca. Fritz le ponía las nueces más grandes y duras, y de repente, crack, crack, de la boca del cascanueces se cayeron tres dientes y su mandíbula inferior se quedó floja y bamboleante.
—¡Ay, mi pobre cascanueces! —gritó Marie, y se lo quitó a Fritz de las manos.
—Es un tipo simple y tonto —dijo Fritz—, quiere ser cascanueces y no tiene una dentadura apropiada, no sabe ejercer su oficio. ¡Devuélvemelo, Marie! Me tiene que cascar nueces aunque pierda los dientes que le quedan, sí, aunque pierda toda la mandíbula, eso dependerá del holgazán.
—¡No, no! —gritó Marie llorando—, no te lo voy a dar, mira a mi cascanueces, cómo me mira con tristeza y me enseña su boca herida. ¡Y tú tienes un corazón duro! Pegas a tus caballos y haces que maten de un disparo a un soldado.
—Eso tiene que ser así, tú no lo entiendes —dijo Fritz—, y el cascanueces me pertenece a mí tanto como a ti, así que dámelo.
Marie comenzó a llorar con fuerza y envolvió deprisa al herido cascanueces en un pañuelo. Los padres se acercaron con el padrino Drosselmeier. Este último, muy a pesar de Marie, se puso de parte de Fritz. Pero el padre dijo:
—He puesto expresamente al cascanueces bajo la protección de Marie, y como veo ahora que la necesita, ella puede disponer a su antojo de él, sin que nadie pueda decir nada. Por lo demás, estoy asombrado por la actitud de Fritz, que exige de un herido que ha cumplido su deber que siga prestando sus servicios. Como buen militar debería saber muy bien que no se puede exigir de los heridos que sigan en formación.
Fritz se avergonzó mucho y se escabulló hacia el otro extremo de la mesa, sin prestar más atención a las nueces y al cascanueces, donde sus húsares, después de haber colocado los puestos de guardia, se habían retirado a su cuartel. Marie reunió los dientes que se le habían caído al cascanueces y sujetó su mandíbula enferma con un bonito lazo blanco, que había cogido de su vestido, y luego envolvió al pobrecillo, que presentaba un aspecto de lo más pálido y asustado, aún con más cuidado, en un pañuelo. Así lo mantuvo en sus brazos, meciéndolo como si fuera un niño pequeño, y mientras tanto miraba las imágenes del nuevo libro que le habían regalado ese día. Se enfadó mucho, lo que era muy inhabitual en ella, cuando el padrino Drosselmeier comenzó a reírse y no dejaba de preguntar cómo era posible que cuidara tanto de un tipejo tan feo.
Se le vino a la mente esa peculiar comparación con Drosselmeier que ella había hecho cuando vio por primera vez al hombrecillo y dijo con toda seriedad:
—Quién sabe, querido padrino, si en el caso de que tú te arreglaras tanto como mi querido cascanueces, y si tuvieras unas botas tan bonitas, quién sabe si tendrías un aspecto tan elegante como el suyo.
Marie no supo por qué los padres se reían tanto y por qué al consejero judicial se le puso una nariz tan roja y dejó de reírse tan abiertamente como antes. Tendrían sus motivos para ello.
Cosas maravillosas
En la casa del consejero médico, cuando se entraba en la sala, se veía en la amplia pared de la izquierda una vitrina alta en la que los niños guardaban todas las cosas bonitas que se les regalaba cada año. Luisa aún era muy pequeña cuando el padre encargó a un carpintero muy hábil que la fabricara, y este puso unos cristales tan claros y dispuso todo el interior con tanta maestría que se veía todo lo que había en el interior de lo más bonito, como si uno lo tuviera en las manos. En la parte superior, inalcanzable para Marie y Fritz, estaban las obras maestras del padrino Drosselmeier, en el estante inferior estaban los libros, y los estantes más bajos pertenecían a Marie y a Fritz, pudiendo poner en ellos lo que quisieran, pero Marie siempre empleaba el estante más bajo como morada para sus muñecas, y Fritz el siguiente como cuartel para acantonar a sus tropas. Y así ocurrió también esta vez, pues, mientras Fritz ponía arriba sus húsares, Marie retiró a un lado a Mamsell Trutchen, sentó a la nueva muñeca, que estaba tan limpia, en la habitación con muebles muy bonitos y se invitó a sí misma a tomar unas golosinas en su casita. He dicho que la casa estaba muy bien amueblada y es verdad, pues no sé si tú, mi atenta oyente Marie, tuviste, al igual que la pequeña Stahlbaum (ya sabes que también se llama Marie), un pequeño sofá floreado, sillitas encantadoras, una simpática mesita para el té, pero sobre todo una graciosa camita blanca, donde descansaban las muñecas más bonitas. Todo esto estaba en la esquina de la vitrina, cuyas paredes interiores incluso estaban tapizadas allí con dibujos multicolores, y puedes imaginarte que esa nueva muñeca, que, como Marie supo esa misma noche, se llamaba Mamsell Clarita, se tenía que sentir allí la mar de bien.
Ya se había hecho tarde, era cerca de la medianoche, y el padrino Drosselmeier hacía tiempo que se había ido, pero los niños aún no se habían podido apartar de la vitrina, por más que les dijera la madre que se tenían que ir ya a la cama.
—¡Es verdad! —exclamó por fin Fritz—, los pobres (refiriéndose a sus húsares) quieren descansar y mientras yo esté aquí, ninguno de ellos se atreverá ni a echar un sueñecito, de eso estoy seguro.
Dicho esto se fue; pero Marie rogó:
—Sólo un ratito más, tan sólo un ratito, querida mamá, en cuanto termine de hacer algo me iré yo también a la cama.
Marie era una niña buena y razonable y la madre pudo por eso, sin preocuparse, dejarla sola con sus juguetes. Pero para evitar que Marie, tras jugar con su nueva muñeca y sus bonitos juguetes, se olvidara de apagar las velas que ardían a ambos lados de la vitrina, la madre las apagó todas, de modo que sólo la lámpara que colgaba del techo en el centro de la habitación emitía una luz suave y acogedora.
—Ven pronto, querida Marie, si no mañana no podrás despertarte a tiempo —le dijo la madre mientras se dirigía a su dormitorio. En cuanto, Marie se encontró sola, se dispuso rápidamente a hacer lo que tenía en mente y que, no sabía por qué, no había querido que supiera la madre. Aún llevaba en brazos al enfermo cascanueces, envuelto en el pañuelo. Ahora lo dejó con cuidado sobre la mesa, lo desenvolvió con suavidad e inspeccionó sus heridas. El cascanueces estaba muy pálido, pero pese a ello sonreía con una amabilidad tan triste que conmovió el corazón de Marie.
—¡Ay, cascanueces! —dijo ella en voz baja—, no te enfades porque mi hermano Fritz te haya hecho daño, no era su intención, tan sólo se le ha endurecido algo el corazón por su soldadesca, pero por lo demás es un buen chico, esto te lo puedo asegurar. Pero yo te voy a cuidar hasta que te hayas curado por completo y vuelvas a estar alegre; el padrino Drosselmeier te pondrá de nuevo los dientes y te ajustará los hombros, él sabe hacer esas cosas.
Pero Marie no lo pudo convencer, pues cuando ella mencionó el nombre Drosselmeier, su amigo el cascanueces hizo un gesto de disgusto y sus ojos refulgieron como si despidieran dardos. Pero en el instante en que Marie iba a asustarse, apareció de nuevo la sonrisa amable y triste en la cara del cascanueces, que la miraba, y ella supo que la luz, oscilante por una corriente repentina de aire, había sido la que había deformado el rostro del cascanueces.
—¡Qué niña más tonta soy por asustarme tan fácilmente! He creído incluso que este muñeco de madera puede hacerme muecas. Pero me cae muy simpático el cascanueces, por ser tan extraño y, sin embargo, tan bondadoso, y por eso tengo que cuidarlo como debe ser.
Marie volvió a coger al cascanueces, se acercó a la vitrina, se agachó y habló así a la nueva muñeca:
—Te ruego, Mamsell Clarita, que dejes tu camita al cascanueces enfermo y herido, tú puedes dormir en el sofá. Piensa que tú estás muy sana y tienes todas tus fuerzas, si no, no tendrías esos rojos mofletes, y además muy pocas muñecas tienen un sofá tan cómodo.
Mamsell Clarita, con su espléndido vestido navideño, presentaba un aspecto de lo más molesto y distinguido, pero no dijo ni mu.
—Pero de qué me preocupo tanto —dijo Marie, sacó la cama y puso en ella con mucho cuidado al cascanueces, vendó sus hombros heridos con un bonito lazo de su vestido y lo tapó hasta la nariz—. De la maleducada de Clarita no se puede esperar nada —dijo, y sacó la cama con el cascanueces tendido en ella y la puso en el estante superior, de modo que se quedó junto al pueblo donde estaban acantonados los húsares de Fritz. Cerró la vitrina y ya se disponía a irse a su dormitorio cuando, ¡atención, niños!, comenzaron a oírse susurros y murmullos, ruidos por todas partes, tras la chimenea, tras las sillas, tras los armarios. El reloj de pared comenzó a ronronear cada vez más alto, pero no podía dar la hora. Marie lo miró, el gran búho dorado que se posaba sobre él había encogido las alas de modo que estas cubrían todo el reloj y había extendido hacia delante su fea cara de gato con el pico torcido. Y ronroneó más y más fuerte, percibiéndose las palabras: «¡Reloj, relojes, todos tienen que ronronear en voz baja, en voz baja, el rey de los ratones tiene un oído muy fino… purr purr, pum pum, canta, cántale la vieja cancioncilla… purr purr, pum pum, da la hora campanita, da la hora, pronto estará perdido!». ¡Y pum pum se repitió doce veces de la manera más sorda y ronca! Marie comenzó a asustarse mucho y estaba a punto de salir corriendo espantada cuando vio al padrino Drosselmeier, sentado sobre el reloj de pared en el lugar del búho, y dejando colgar los faldones de su levita amarilla como si fueran alas. Pero ella se dominó y dijo con voz llorosa:
—Padrino Drosselmeier, padrino Drosselmeier, ¿qué haces allí arriba? Baja conmigo y no me asustes así, no seas malo, padrino.
Pero entonces a su alrededor se oyó una confusión de siseos y silbidos, poco después como si miles de piececillos trotaran o corrieran por detrás de las paredes y miles de lucecitas asomaran por las grietas del suelo. ¡Pero no eran lucecitas, no! ¡Eran pequeños ojos centelleantes! Marie se dio cuenta de que eran ratones los que miraban desde todas partes e intentaban salir. Al poco rato estaban por toda la habitación, trott… trott, hopp… hopp, masas cada vez más apretadas de ratones galopaban de un lado a otro y por fin se pusieron en formación, como Fritz solía poner a sus soldados cuando tenían que participar en una batalla. Eso le pareció a Marie muy gracioso, y puesto que no tenía, como otros niños, una aversión natural hacia los ratones, casi llegó a perder el miedo, pero de repente comenzaron a sisear todos a la vez de una manera tan espantosa y estridente que un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡Y qué vio entonces! No, de verdad, mi estimado lector Fritz, sé muy bien que tienes el mismo valor que nuestro bravo Fritz Stahlbaum, pero si hubieras visto lo que Marie tenía en ese momento ante sus ojos, te digo que habrías salido corriendo, creo incluso que te habrías metido de un salto en la cama y te habrías cubierto con la manta hasta las orejas. ¡Ay!, la pobre Marie ni siquiera pudo hacer eso, pues escuchad ahora, niños, a sus pies comenzaron a brotar, como impulsados por una fuerza subterránea, tierra, cal y ladrillos rotos, y asomaron por el suelo siete cabezas de ratón con siete coronas brillantes, silbando y siseando de la manera más horrible. Poco a poco fue asomando el cuerpo, en cuyo cuello se asentaban las siete cabezas, y un ratón enorme, adornado con siete diademas, dio tres gritos en coro hacia el ejército, el cual se puso de inmediato en movimiento y hott… hott, trott… trott…, se dirigió directamente hacia la vitrina, precisamente hacia donde estaba Marie, que aún permanecía junto a la puerta de cristal. El corazón de Marie había latido con tal fuerza por el miedo que creyó que se le iba a salir del pecho y que después iba a morir; pero ahora la sangre se le congeló en las venas. Apenas consciente de lo que hacía, retrocedió vacilante y… klirr… klirr… prr, los cristales de la puerta de la vitrina cayeron hechos añicos, pues los había golpeado con el codo. En ese mismo instante sintió un pinchazo doloroso en el brazo izquierdo, pero de repente sintió un gran alivio, pues ya no se oía ningún grito ni ningún silbido, todo había quedado en silencio, y aunque no podía mirar, creía que los ratones, asustados por el ruido del cristal, se habían retirado a sus agujeros. Pero ¿qué ocurría ahora? A las espaldas de Marie, en la vitrina, comenzó a oírse un ruido extraño, y unas vocecillas dijeron: «¡En pie, en pie, a la batalla, esta misma noche, en pie, a la batalla!». Y mientras tanto sonaba una armoniosa campanilla de la manera más alegre.
—¡Ay, ése es mi pequeño carillón! —exclamó Marie con alegría y se apartó de un salto. Vio entonces que la vitrina se iluminaba de una manera extraña, y en el interior se producía una gran agitación. Había varias muñecas que corrían de un lado a otro sin dejar de bracear. De repente se incorporó el cascanueces, arrojó la manta que lo cubría y saltó con los dos pies a la vez de la cama, sin dejar de gritar: «¡Knackknack-knack, chusma ratonil, loca turbamulta, chusma ratonil, knack-knack, chusma ratonil, krick y krack!». Y sacó una pequeña espada y la blandió gritando: «¡Mis vasallos, amigos y hermanos!, ¿me apoyaréis en la dura lucha?». Al instante gritaron con fuerza tres scaramouche, un pantaleón, cuatro deshollinadores, tres tocadores de cítara y un tamborilero: «¡Señor, contad con nuestra inquebrantable lealtad, con vos iremos a la muerte, a la lucha y a la victoria!», y se precipitaron tras el entusiasmado cascanueces, que osó el peligroso salto desde el estante. Los otros se pudieron arrojar sin más, pues aparte de llevar unos ricos trajes de seda y paño, el interior de su cuerpo estaba relleno de algodón y paja, por eso cayeron cómodamente, como si fueran saquitos de lana. El pobre cascanueces, en cambio, podría haberse roto con toda seguridad el brazo y la pierna, pues pensad que casi había dos pies de distancia desde el estante en el que se encontraba, y su cuerpo era tan duro como si lo hubiesen acabado de tallar en madera de tilo. Sí, el cascanueces se podría haber roto con toda certeza el brazo y la pierna si en el instante en que saltó, Mamsell Clarita no se hubiera levantado del sofá y no hubiese recogido en sus blandos brazos al héroe con la espada en alto.
—¡Ay, mi buena y querida Clarita —sollozó Marie—, cómo me he equivocado contigo! Seguro que le habrías ofrecido encantada tu cama al amigo cascanueces.
Mamsell Clarita dijo, mientras abrazaba suavemente al joven héroe contra su sedoso pecho:
—¿Queréis, señor, enfermo y herido como estáis, exponeros al combate y al peligro? ¡Mirad cómo vuestros valientes vasallos se reúnen, ansiosos por combatir y convencidos de la victoria! Scaramouche, pantaleón, los deshollinadores, los tocadores de cítara y el tamborilero ya están abajo, y las figuras con divisa de mi estante ya se agitan considerablemente. ¿Qué preferís, oh, señor, descansar en mis brazos o contemplar desde mi sombrero de plumas vuestra victoria?
Esto fue lo que dijo Clarita, pero el cascanueces se resistió y pataleó tanto con sus piernas que Clarita se vio obligada a dejarlo rápidamente en el suelo. En ese mismo instante él dobló una rodilla con gran cortesía y susurró:
—¡Oh, señora, siempre tendré presente vuestra gentileza cuando esté en el combate!
Clarita se agachó entonces tanto que pudo cogerle de la manga, lo levantó con suavidad, se quitó una cinta y quiso dársela, pero él retrocedió dos pasos, se llevó la mano al pecho y dijo con gran solemnidad:
—¡No desperdiciéis así vuestro favor conmigo, oh, señora, pues…! —y aquí se detuvo, suspiró profundamente, se quitó el lazo del hombro con el que Marie le había vendado, se lo llevó a los labios, se lo puso como un distintivo de combate, y saltó, blandiendo valientemente la espada desnuda, con la rapidez y agilidad de un pajarillo, sobre la moldura de la vitrina. Habréis notado, oyentes atentísimos, que el cascanueces ya antes de cobrar vida había sentido muy bien todo el amor y la bondad que le había mostrado Marie, y fue por esa razón que no quiso ni llevar una cinta de Mamsell Clarita, por más que brillara mucho y fuese muy bonita. Pero ¿qué ocurrirá ahora? En cuanto saltó el cascanueces, volvieron a resonar los silbidos y los chillidos. ¡Ay, bajo la mesa grande se veía a los fatídicos pelotones de incontables ratones, y sobre todos destacaba el repugnante ratón con las siete cabezas! ¿Qué ocurrirá ahora?
La batalla
—¡Toque a formación, fiel tamborilero! —gritó el cascanueces, y el tamborilero comenzó de inmediato a redoblar de la manera más espectacular, de modo que los cristales de la vitrina temblaron y resonaron. En el interior se oyeron crujidos y tableteos.
Marie se dio cuenta de que las tapas de todas las cajas en las que estaba acuartelado el ejército de Fritz se abrían con violencia y los soldados salían de ellas y saltaban al estante inferior donde se reunían por pelotones. El cascanueces corría de un lado a otro arengando con entusiasmo a sus tropas.
—¡Que no se mueva ni una mosca! —gritó el cascanueces enojado, volviéndose de inmediato hacia pantaleón, que, algo pálido, vacilaba bastante con la larga barbilla, y dijo con tono ceremonioso:
—General, conozco su valor y su experiencia, aquí sólo se necesita una ojeada rápida y aprovechar el momento, le traspaso el mando de toda la caballería y la artillería; no necesita caballo, tiene las piernas demasiado largas y apenas podría cabalgar. Cumpla con su deber.
Pantaleón presionó de inmediato sus largos y delgados dedos contra sus labios y cacareó con tal estridencia que sonó como si desafinaran cien trompetas. En la vitrina se oyeron relinchos y el piafar de los caballos, y he aquí que los coraceros y los dragones de Fritz, pero sobre todo los nuevos y espléndidos húsares, salieron y formaron abajo en el suelo. Ahora desfiló regimiento tras regimiento con sus estandartes y su música frente al cascanueces y se situaron en línea a lo largo del suelo de la habitación. Ante ellos pasaron con gran estrépito los cañones de Fritz, rodeados de los artilleros, y pronto comenzaron a disparar, bum… bum…, y Marie vio cómo los terrones de azúcar caían entre las nutridas escuadras de los ratones, que quedaron bien blancos y se avergonzaron mucho. En especial una batería les causó muchos daños, estaba situada en el escabel de mamá y pum… pum… pum, no dejaba de disparar pan de especia con forma de nuez entre los ratones, por lo que sufrieron muchas bajas. Pero los ratones se aproximaban cada vez más y llegaron a tomar algunas baterías de cañones; de repente, sin embargo, sólo se oyó prr… prr… prr, y por el humo y el polvo Marie apenas pudo ver algo de lo que ocurría. Ahora bien, una cosa era segura, todos los cuerpos se batían con el máximo encono y la victoria estuvo mucho tiempo en el alero. De los ratones cada vez había más y más masas, y sus pequeñas píldoras plateadas, que sabían lanzar con gran habilidad, caían ya hasta en la vitrina. Clarita y Trutchen iban de un lado a otro desesperadas y no dejaban de retorcerse las manos.
—¿Tendré que morir en la flor de mi juventud, yo, la más bella de las muñecas? —gritó Clarita.
—¿Para esto me he conservado tan bien, para morir aquí entre estas cuatro paredes? —gritó Trutchen.
Y se abrazaron y lloraron con tal fuerza que se las podía oír pese al estrépito.
Del espectáculo que se produjo ahora, estimado oyente, no te puedes hacer ni una idea. Todo era prr… prr…, puff… piff…, schnetterdeng… schnetterdeng, bum… burum… bum… burum, un completo caos, y en medio gritaban y silbaban el rey de los ratones y sus congéneres y de repente se volvía a oír la voz poderosa del cascanueces, cómo impartía órdenes y se le veía pasando por encima de los batallones en llamas. Pantaleón había emprendido varios ataques brillantes con la caballería y se había cubierto de gloria, pero a los húsares de Fritz la artillería ratonil les arrojó bolas feas y pestilentes que dejaron manchas espantosas en sus rojos jubones, por lo que no querían exponerse mucho. Pantaleón les ordenó que se desviaran a la izquierda, y con el entusiasmo de ordenar, él hizo lo mismo, así como sus coraceros y dragones, y se fueron a casa. Por este motivo la batería situada en el escabel corrió peligro, y no transcurrió mucho hasta que un nutrido grupo de ratones muy feos atacó con tal fuerza que el escabel cayó al suelo con todos los artilleros y los cañones. El cascanueces quedó muy afectado y ordenó al ala derecha que se replegase. Tú sabes de sobra, oyente Fritz, gracias a tu gran experiencia bélica, que hacer ese movimiento significa casi lo mismo que darse a la huida y ya te compadeces conmigo por la desgracia que va a caer sobre el ejército del pequeño cascanueces, tan querido por Marie. Pero aparta tu mirada de este fracaso y contempla el ala izquierda del ejército cascanuecil, donde todo está bien y donde hay esperanza para el general en jefe y su ejército. Durante lo más reñido del combate masas de la caballería ratonil habían salido en silencio desde debajo de la cómoda y con gran furia y griterío se habían arrojado contra el ala izquierda del ejército cascanuecil, ¡pero qué resistencia encontraron allí! Lentamente, como lo permitía la dificultad del terreno, pues había que pasar la moldura de la vitrina, avanzó el cuerpo del ejército bajo el mando de dos emperadores chinos, poniéndose en formación de combate. Estas tropas valientes, abigarradas y espléndidas, compuestas por muchos jardineros, tiroleses, tungures, peluqueros, arlequines, cupidos, leones, tigres, macacos y monos, peleaban con presencia de ánimo, con valor y resistencia. Este batallón de élite habría arrebatado la victoria al enemigo con espartano arrojo si no hubiese sido por un temerario capitán de caballería del otro ejército que atacando con osadía le quitó la cabeza de un mordisco a uno de los emperadores chinos, y esta, al caer, mató a dos tungures y a un macaco. Se abrió entonces una brecha por la cual penetró el enemigo y poco después el batallón entero había quedado destrozado. Pero el enemigo sacó poca ventaja de esta fechoría. En cuanto un ratón de la caballería mordió con ansias asesinas a un valiente oponente, recibió una bola de papel en el cuello de la que murió al instante. ¿Ayudó esto al ejército cascanuecino, que, ya en pleno retroceso, cada vez retrocedía más y más, sufriendo cada vez más bajas, de modo que el infortunado cascanueces se quedó solo con un pequeño grupo ante la vitrina?
—¡Que salga la reserva! ¡Pantaleón, scaramouche, tamborilero! ¿Dónde os habéis metido? —así gritó el cascanueces, que ponía sus esperanzas en tropas de refresco que deberían salir de la vitrina.
Y en efecto bajaron hombres y mujeres de Thorn con sus rostros dorados, con sombreros y yelmos, pero que pelearon con tal torpeza que no acertaron a ningún enemigo y que poco después incluso llegaron a tirar la gorra de la cabeza del mismo cascanueces. El regimiento de cazadores enemigo les mordió las piernas, así que muchos de ellos se cayeron matando de paso a algunos de sus camaradas. El cascanueces se encontraba ahora rodeado por el enemigo y en el más terrible peligro. Quiso saltar sobre la moldura de la vitrina, pero sus piernas eran muy cortas; Clarita y Trutchen se habían desmayado, no podían ayudarle; los húsares y los dragones saltaron con gracia a su lado y se metieron dentro, entonces gritó completamente desesperado:
—¡Un caballo, mi reino por un caballo!
En ese mismo instante dos tiradores enemigos le cogieron de la capa de madera, y gritando triunfante por sus siete gargantas, se adelantó de un salto el rey de los ratones. Marie ya no pudo contenerse más.
—¡Oh, mi pobre cascanueces, mi pobre cascanueces! —gritó sollozando, cogió su zapato izquierdo, sin ser muy consciente de lo que hacía, y lo arrojó con fuerza hacia el lugar donde se concentraban más ratones, el lugar donde estaba su rey. En un instante pareció volatilizarse todo, Marie sintió un pinchazo más doloroso que antes y cayó al suelo sin conocimiento.
La enfermedad
Cuando Marie despertó de un profundo sueño, yacía en su cama y el sol brillaba a través de la ventana cubierta de hielo. A su lado se sentaba un hombre desconocido, pero al que pronto reconoció como el médico cirujano Wendelstern. Este dijo en voz baja:
—Se ha despertado.
Se acercó entonces la madre y la miró con ojos temerosos.
—¡Ay, querida mamá! —susurró la pequeña Marie—, ¿se han ido ya todos esos feos ratones, y se ha salvado el bueno del cascanueces?
—No digas esas tonterías, Marie —replicó la madre—, ¿qué tienen que ver los ratones con el cascanueces? Pero tú, niña mala, nos has asustado y preocupado mucho. Esto ocurre cuando los niños son desobedientes y no hacen lo que sus padres les dicen. Ayer te quedaste jugando hasta muy tarde con tus muñecas, te entró sueño y es posible que un ratón, de los que, por lo demás, aquí no tenemos, saliera de repente y te asustara; le diste al cristal de la vitrina con el brazo y te hiciste un buen corte. El señor Wendelstern, que te acaba de quitar algunos cristales que tenías en la herida, dice que podrías haberte cortado una vena y se te habría podido quedar rígido el brazo o haberte desangrado. Gracias a Dios me desperté a medianoche y echándote en falta tan tarde me levanté y fui a la sala. Allí te encontré en el suelo, junto a la vitrina, sin conocimiento, y sangrabas mucho. Casi me desmayo yo también del susto. A tu alrededor estaban tirados todos los soldados de plomo de Fritz y otros muñecos rotos, el cascanueces, sin embargo, estaba en tu brazo ensangrentado, y no muy lejos de ti se encontraba tu zapato izquierdo.
—¡Ay, madrecita! —la interrumpió Marie—, ya ves, esas eran las huellas de la gran batalla entre los muñecos y los ratones, y por eso me asuste tanto cuando los ratones se disponían a capturar al pobre cascanueces, que era quien estaba al mando del ejército de los muñecos. Fue entonces cuando arrojé mi zapato entre los ratones y luego ya no sé qué ocurrió.
El cirujano Wendelstern hizo una señal a la madre con los ojos y esta habló con dulzura a Marie.
—Déjalo, mi niña, tranquilízate, los ratones ya se han ido y el cascanueces está sano y alegre en la vitrina.
En ese momento entró el consejero médico en la habitación y habló durante un rato con el cirujano Wendelstern, luego tomó el pulso a Marie y supo que tenía fiebre a causa de la herida. Tenía que quedarse en la cama y tomar una medicina, y así transcurrieron unos días, aunque aparte de algo de dolor en el brazo, no se sentía ni enferma ni incómoda. Sabía que el cascanueces se había salvado de la batalla y estaba sano y a veces le parecía como si él le hablara en sueños con una voz muy triste y dijera: «Marie, mi queridísima señorita, os debo mucho, pero aún podéis hacer mucho por mí».
Marie no dejaba de pensar en qué podría ser, pero no se le ocurría nada. No podía jugar bien por el brazo herido y si quería leer u ojear un libro ilustrado, veía chiribitas y tenía que dejarlo. Así el tiempo se le hacía muy largo y esperaba con impaciencia a que anocheciera, porque entonces la madre se sentaba a su lado y le leía y contaba cosas bonitas. Precisamente la madre acababa de contarle la historia del príncipe Fakardin, cuando se abrió la puerta y entró el padrino Drosselmeier, diciendo:
—Ahora tengo que ver por mí mismo qué tal le va a la enferma.
En cuanto Marie vio al padrino Drosselmeier con su levita amarilla, recordó con gran viveza la imagen de aquella noche, cuando el cascanueces perdió la batalla contra los ratones y sin querer gritó al consejero judicial:
—¡Oh, padrino Drosselmeier, te comportaste muy mal, te vi cómo te sentabas sobre el reloj y lo cubriste con tus faldones para que no se oyera cómo daba las horas, porque así podría haber ahuyentado a los ratones! ¡Oí cómo tú llamaste al rey de los ratones! ¿Por qué no fuiste en ayuda del cascanueces, por qué fuiste tan malo, padrino Drosselmeier? ¡Es culpa tuya que tenga que estar en la cama herida y enferma!
La madre le preguntó asombrada:
—Pero ¿qué te pasa, querida Marie?
Pero el padrino Drosselmeier hizo las más extrañas muecas y habló con una voz de lo más ronca y monótona:
—¡La péndola tuvo que zumbar, picotear, no quería obedecer, relojes, relojes, relojes de péndola, tienen que ronronear, ronronear en voz baja, tocan las campanas, kling klang, hink y honk, y honk y hank, no tengas miedo, muñequita! ¡Toca la campanita, ha tocado, cazar al rey de los ratones, viene el búho en vuelo rápido, pak y pik, y pik y puk, campanita bim bim, relojes, ronroneo ronroneo, no quiso conformarse, schnarr y schnurr, picar, no quería obedecer, schnarr y schnurr, y pirr y purr!
Marie miraba al padre Drosselmeier de hito en hito, pues su aspecto era muy distinto al habitual, mucho más feo, y no paraba de agitar el brazo derecho como si fuera el de una marioneta. Si la madre no hubiese estado con ella, se habría asustado mucho, y si Fritz, que acababa de entrar, no le hubiese interrumpido con una gran carcajada.
—¡Eh, padrino Drosselmeier —exclamó Fritz—, hoy vuelves a ser muy gracioso, te comportas como mi títere, al que arrojé hace tiempo a la chimenea!
La madre permaneció muy seria y dijo:
—Querido señor consejero judicial, esa es una broma muy rara, ¿qué ha pretendido con ella?
—¡Cielo santo! —contestó Drosselmeier riéndose—, pero ¿no conoce mi bonita cancioncilla del relojero? Suelo cantarla ante pacientes como Marie.
Y dicho esto se sentó en la cama junto a Marie y dijo:
—No te enfades porque no le haya sacado enseguida los catorce ojos al rey de los ratones, pero no pudo ser, en vez de eso te daré una gran alegría.
El consejero judicial se metió con estas palabras la mano en el bolsillo y lo que sacó despacio, muy despacio, fue… el cascanueces, al que le había vuelto a poner con gran habilidad los dientes y le había fijado la mandíbula. Marie dio un grito de alegría, pero la madre dijo sonriendo:
—¿No ves lo bien que se ha portado el padrino Drosselmeier con tu cascanueces?
—Lo tienes que reconocer, Marie —interrumpió el consejero judicial a la madre—, tienes que reconocer que el cascanueces no se puede decir que tenga la mejor figura y que su rostro tampoco se puede llamar apuesto. Te contaré cómo la fealdad llegó a su familia y se hizo hereditaria, si lo quieres escuchar. ¿O acaso conoces ya la historia de la princesa Pirlipat, de la bruja Mauserink y del habilidoso relojero?
—Oye —le interrumpió Fritz de sopetón—, oye, padrino Drosselmeier, al cascanueces le has puesto bien los dientes, y la mandíbula ya no está tan floja, pero ¿por qué le falta la espada, por qué no le has colgado una espada?
—¡Ay, jovencito! —replicó el consejero judicial indignado—, tú tienes que quejarte de todo y buscarle tres pies al gato. ¿Qué me importa a mí la espada del cascanueces? Le he curado el cuerpo, que él consiga la espada como pueda.
—Eso es cierto —dijo Fritz—, es un tipo fuerte, ¡sabrá encontrar un arma!
—Entonces, Marie —continuó el consejero judicial—, dime si conoces la historia de la princesa Pirlipat.
—Pues no —respondió Marie—, ¡cuéntamela, querido padrino, cuéntamela!
—Espero —dijo la madre—, espero, querido señor consejero judicial, que su historia no sea tan espantosa como suele serlo todo lo que cuenta.
—Nada de eso, querida señora —replicó el padrino Drosselmeier—, todo lo contrario, lo que tendré el honor de contar es de lo más divertido.
—¡Cuenta, padrino, cuenta! —gritaron los niños, y el padrino comenzó así:
El cuento de la nuez dura
La madre de Pirlipat era la esposa de un rey, por consiguiente una reina, y Pirlipat en el mismo instante en que nació, una princesa de nacimiento. El rey estaba contentísimo por la bella hijita en su cuna, lanzó gritos de alegría y bailó y se balanceó sobre una pierna para luego balancearse sobre la otra:
—¡Eh!, ¿ha visto alguien algo más bonito que mi Pirlipatita?
Y todos los ministros, generales, presidentes y oficiales de Estado Mayor también saltaron sobre una pierna como el rey y gritaron:
—¡Nunca, jamás!
Y desde luego no se podía negar que desde que el mundo era mundo no había nacido una niña más guapa que la princesa Pirlipat. Su rostro parecía tejido de seda violeta y rosa, los ojillos eran de un vivo y centelleante azul, y le sentaba muy bien que los ricitos le cayeran como hilos dorados. A esto se añadía que Pirlipat había traído al mundo dos hileras de dientecillos como perlas con los que, dos horas después de nacer, mordió al canciller en el dedo cuando quiso inspeccionar de cerca los rasgos de su rostro, de modo que gritó «¡oh, maldición!», aunque otros afirman que en realidad gritó «¡oh, qué daño!», las opiniones siguen divididas hasta el día de hoy. En suma, Pirlipat mordió realmente al canciller en el dedo y el país, encantado, supo que en el cuerpecillo de Pirlipat, tan bello como el de un ángel, moraban el espíritu, la presencia de ánimo y el sentido común. Como he dicho, todos estaban contentos, tan sólo la reina estaba muy temerosa e intranquila, nadie sabía por qué. En especial llamó la atención que vigilara con tanto cuidado la cuna de Pirlipat. Además de los centinelas en todas las puertas, y aparte de las dos cuidadoras junto a la cuna, había otras seis sentadas a su alrededor noche y día. Pero lo que parecía aún más disparatado, y lo que nadie podía entender, era que cada una de esas seis cuidadoras tenía que tener un gato en el regazo y rascarlo durante toda la noche, para obligarlo continuamente a ronronear. Es imposible que los niños puedan averiguar por qué la madre de Pirlipat tomó todas esas medidas, pero yo sí que lo sé y os lo voy a contar enseguida.
Ocurrió una vez que en la corte del padre de Pirlipat se reunieron muchos reyes excelentes y simpáticos príncipes, por lo que se_celebraron muchas fiestas y torneos, comedias y juegos de pelota. El rey, para demostrar que no le faltaba oro y plata, quiso recurrir al tesoro de la corona y organizar algo especial. Por consiguiente, como había sabido por el maestro cocinero que el astrónomo de la corte había anunciado el tiempo de matanza, ordenó un gran banquete de salchichas, se metió en el coche e invitó a todos los reyes y príncipes tan sólo a una cucharada de sopa para así darles una alegre sorpresa. Poco después habló muy amablemente con su esposa, la reina, y le dijo:
—Ya sabes, querida, cómo me gustan las salchichas.
La reina ya sabía lo que quería decir, no era otra cosa que ella, como había hecho en otras ocasiones, debería dedicarse al provechoso negocio de hacer salchichas. El tesorero tuvo que suministrar la gran marmita de oro y las cacerolas de plata; se encendió un gran fuego con madera de sándalo, la reina se puso su mejor delantal de seda y al poco tiempo comenzó a salir de las cacerolas el dulce y aromático olor de la sopa de salchichas. Este agradable olor penetró hasta en el consejo de Estado; el rey, entusiasmado, no se pudo resistir.
—¡Discúlpenme, señores! —exclamó, se levantó rápidamente y se fue a la cocina, abrazó a la cocinera, removió algo en una cacerola con el cetro de oro y regresó entonces, tranquilizado, al consejo de Estado. Precisamente se llegaba al momento importante en que el tocino, cortado en taquitos, se tenía que freír hasta dorarse. Las damas de la corte se retiraron, pues la reina quería realizar ella sola esa operación por fidelidad y veneración a su esposo, el rey. En cuanto el tocino comenzó a freírse, se oyó una vocecita susurrante que dijo:
—¡Hermana, dame algo a mí también del tocino! Yo también quiero comer, pues soy reina. ¡Dame algo del tocino!
La reina sabía muy bien que era doña Mauserink la que había hablado. Esta señora vivía ya desde hacía muchos años en el palacio del rey. Ella afirmaba estar emparentada con la familia real y ser ella misma reina en el reino Mausolien, por eso tenía también una gran corte. La reina era una mujer buena y compasiva, y aunque no reconocía a doña Mauserink como reina ni como su hermana, le concedía amablemente que participara del banquete en los días festivos, así que le dijo:
—Salga, señora Mauserink, pruebe algo de mi tocino.
Y la señora Mauserink salió muy deprisa y alegre, saltó al hogar y cogió con sus patitas un trocito de tocino tras otro, que la reina le iba dando. Pero de repente acudieron todos los tíos y tías de la señora Mauserink, incluso sus siete hijos, que eran maleducados y unos tunantes, y que se abalanzaron sobre el tocino. La reina, asustada, no podía contenerlos. Por fortuna llegó el ama de llaves y ahuyentó a los impertinentes huéspedes, de modo que aún quedó algo de tocino, el cual se cortó en taquitos perfectos, siguiendo las instrucciones del matemático de la corte. Resonaron trompetas y timbales, todos los reyes y príncipes presentes se dirigieron con espléndidos trajes festivos, parte en blancos palafrenes, parte en carrozas de cristal, al banquete de salchichas. El rey los recibió con gran amabilidad y se sentó, como soberano, con corona y cetro, a la cabecera de la mesa. Pronto, ya con el plato de morcillas de hígado, se advirtió que el rey cada vez se ponía más pálido, que levantaba los ojos al cielo, dando fuertes suspiros: ¡un gran dolor parecía retorcerse en su interior! Con el plato de las morcillas de sangre se reclinó en la silla, sollozando y gimiendo en voz alta; se ocultaba el rostro con las dos manos y se quejaba. Todos se levantaron de la mesa, el médico se esforzaba en vano por sentir el pulso del infortunado rey, un dolor profundo e innombrable parecía desgarrarle. Por fin, por fin, tras muchas exhortaciones, y tras aplicarle fuertes remedios, como el humo de plumas quemadas y otras cosas similares, el rey comenzó a recuperarse y balbuceó, apenas audibles, estas palabras:
—Muy poco tocino.
La reina se arrojó entonces desconsolada a sus pies y sollozó:
—¡Oh, mi pobre y desgraciado marido! ¡Oh, qué dolor habrás tenido que soportar! Pero mirad aquí a la culpable a vuestros pies, ¡castigadla, castigadla con dureza! ¡Ay, la señora Mauserink con sus siete hijos, sus primos y tíos, se han comido el tocino! —y con esto la reina se cayó de espaldas perdiendo el conocimiento.
El ama de llaves contó todo lo que sabía, y el rey decidió vengarse de la señora Mauserink y de su familia, que se había comido el tocino del banquete. Se convocó al consejo de Estado, se decidió procesar a la señora Mauserink y confiscar todos sus bienes; pero como el rey pensó que mientras tanto podrían seguir comiéndose el tocino, se delegó todo el asunto en el relojero de la corte y experto en ciencias ocultas. Este hombre, que se llamaba como yo, a saber: Christian Elías Drosselmeier, prometió que expulsaría del palacio a la señora Mauserink con toda su familia, por toda la eternidad, valiéndose de una astuta operación estatal. Inventó unas máquinas pequeñas, a las que se ató un hilo con un trozo de tocino frito y que Drosselmeier tendió alrededor de la morada de la señora devoradora de tocino. La señora Mauserink era demasiado lista como para no darse cuenta de lo que planeaba Drosselmeier, pero todas sus advertencias y todas sus explicaciones no sirvieron de nada; atraídos por el olor dulzón del tocino frito, sus siete hijos y muchos, muchos primos y tíos acabaron entrando en la máquina de Drosselmeier, y cuando se disponían a coger el tocino, quedaron apresados al caer repentinamente una reja. Después fueron ejecutados ignominiosamente en la misma cocina. La señora Mauserink abandonó con un grupito el lugar de la tragedia. Su corazón rebosaba de tristeza, desesperación y sed de venganza. La corte se regocijó mucho, pero la reina estaba preocupada, pues conocía el carácter de la señora Mauserink y sabía muy bien que no dejaría de vengarse por la muerte de sus hijos. Y en efecto, la señora Mauserink apareció precisamente cuando la reina estaba preparando a su esposo un solomillo de buey, que le gustaba mucho, y dijo:
—Habéis matado a mis hijos, a mis primos y tíos, ten cuidado, reina, cuida de que la reina de los ratones no parta en dos de un mordisco a tu princesita, ten cuidado.
Y desapareció y ya no se la volvió a ver más, pero la reina se quedó tan asustada que dejó caer el solomillo en el fuego y por segunda vez la señora Mauserink chafó una de las comidas preferidas del rey, por lo cual este se enfadó mucho. Pero por esta tarde ya es suficiente, más adelante contaré el resto.
Por mucho que Marie, a quien la historia le había inspirado sus propios pensamientos, insistió al padrino Drosselmeier para que la continuara, él no se dejó convencer, se levantó y dijo:
—Mucho de una vez no es sano, mañana el resto.
Y cuando el consejero judicial se disponía a salir por la puerta, preguntó Fritz:
—Pero dime, padrino Drosselmeier, ¿es verdad que tú inventaste las trampas para ratones?
—¡Qué pregunta más tonta! —exclamó la madre, pero el consejero judicial sonrió de una manera extraña y dijo en voz baja:
—¿Acaso un hábil relojero como yo no va a ser capaz de inventar trampas para ratones?
Continuación del cuento de la nuez dura
—Así que ahora sabéis, niños —continuó el consejero judicial Drosselmeier la noche siguiente—, ahora sabéis bien por qué la reina vigilaba con tanto cuidado a la bellísima princesita Pirlipat. ¿No tenía que temer que doña Mauserink cumpliera con su amenaza, regresara y matara a mordiscos a la princesita? Las máquinas de Drosselmeier no sirvieron para capturar a la astuta y resabiada doña Mauserink, y tan sólo el astrónomo de la corte, que al mismo tiempo era el astrólogo, pretendía saber que la familia del gato Schnurr sería capaz de mantener apartada de la cuna a doña Mauserink; así pues, cada una de las cuidadoras tenía que mantener en el regazo a uno de los hijos de esa familia, que por lo demás ocupaban en la corte el cargo de secretarios delegación, y con hábiles caricias intentaban hacerles más llevadero ese pesado servicio. Una vez, cuando era medianoche, una de las cuidadoras superiores, de las que se sentaban junto a la cuna, se sobresaltó como si se hubiera despertado de un profundo sueño. Todos a su alrededor estaban dormidos, no se oía ni un ronquido, reinaba un silencio mortal, tan sólo se percibía el rumor de la carcoma. ¡Pero qué susto se llevó la cuidadora al ver ante sí a un ratón enorme y de gran fealdad, erguido sobre sus patas traseras y con la funesta cabeza sobre el rostro de la princesa! Se levantó con un grito de espanto y todos se despertaron, pero en ese mismo instante doña Mauserink (pues nadie sino ella era el gran ratón junto a la cuna de Pirlipat) corrió hacia el rincón de la habitación. Los secretarios delegación se abalanzaron sobre ella, pero fue demasiado tarde, ella había desaparecido por una grieta en el suelo. Pirlipat se despertó por el ruido y lloró lastimeramente.
—¡Gracias a Dios! —gritaron las cuidadoras—, ¡vive!
Pero cuál fue su horror cuando miraron a Pirlipat y se dieron cuenta de lo que había sido de la bella y tierna niña. En vez del rostro angelical con sus rizos dorados había una cabeza gorda y deforme sobre un cuerpo diminuto y contrahecho; los ojitos azules se habían convertido en unos ojos verdes saltones y de mirada rígida, y la boquita se había estirado y alcanzaba de una oreja a la otra. La reina parecía querer deshacerse en lágrimas y en quejas y el despacho del rey tuvo que ser enguatado, pues una vez y otra este arremetía con la cabeza contra la pared y al hacerlo gritaba con voz lastimosa:
—¡Oh, monarca desgraciado!
Podía comprender ahora que habría sido mejor comerse la salchicha sin tocino y haber dejado tranquila a doña Mauserink con toda su ralea, pero el padre de Pirlipat no pensaba en ello, sino que le echó toda la culpa al relojero de la corte y experto en ocultismo Christian Elías Drosselmeier de Núremberg. Por ello impartió la sabia orden de que Drosselmeier fabricara en el plazo de cuatro semanas una princesa Pirlipat en el estado anterior o al menos indicar un medio infalible de lograrlo, en caso contrario moriría ignominiosamente bajo el hacha del verdugo. Drosselmeier se llevó un gran susto, pero pronto confió en su arte y en su fortuna y emprendió de inmediato la primera operación que le pareció de utilidad. Desmontó a la princesita Pirlipat con gran habilidad, desenroscó sus manitas y piececitos e inspeccionó la estructura interna, pero por desgracia encontró que la princesa se haría más deforme cuanto más creciera y no supo que hacer. Volvió a ensamblar cuidadosamente a la princesa y se hundió junto a su cuna, que no podía abandonar, en una profunda melancolía. Ya había entrado en la cuarta semana, era miércoles, cuando el rey se asomó con ojos centelleantes de furia y gritó amenazándole con el cetro:
—¡Christian Elías Drosselmeier, cura a la princesa o morirás!
Drosselmeier comenzó a llorar amargamente, pero la princesa Pirlipat se dedicó a cascar nueces con toda tranquilidad. Por primera vez le llamó la atención al ocultista el inhabitual apetito de Pirlipat por nueces y la circunstancia de que había venido al mundo con dientecillos. De hecho, después de la transformación había gritado hasta que por casualidad dio con una nuez que cascó de inmediato, comiéndose el contenido y tranquilizándose. Desde entonces las cuidadoras no consideraban conveniente que se le trajeran nueces.
—¡Oh, sagrado instinto de la naturaleza, eterna e inescrutable simpatía entre todos los seres —exclamó Christian Elías Drosselmeier—, me muestras la puerta del enigma, llamaré a ella y se abrirá!
Pidió incluso permiso para poder hablar con el astrónomo de la corte, y fue conducido hasta allí con una fuerte escolta. Los dos se abrazaron entre lágrimas, pues eran grandes amigos, se retiraron después a un gabinete secreto y consultaron muchos libros que trataban del instinto, de las simpatías y antipatías y de otras cosas misteriosas. Se hizo de noche, el astrónomo de la corte contempló las estrellas y confeccionó, con la ayuda de Drosselmeier, que también poseía conocimiento en este ámbito, el horóscopo de la princesa Pirlipat. Costó mucho trabajo, pues las líneas se confundían más y más, pero al final, ¡qué alegría!, lograron interpretar que la princesa Pirlipat, para romper el conjuro que la afeaba y para volver a ser bella como antes, no tenía que hacer otra cosa que comer el dulce fruto de la nuez Krakatuk.
La nuez Krakatuk tenía una cáscara tan dura que un cañón de cuarenta y ocho libras de peso podía pasar por encima sin romperla. Ahora bien, esa nuez tan dura tenía que ser mordida ante la princesa por un hombre que no se hubiera afeitado nunca y que nunca hubiera llevado botas, y le debía ofrecer a ella el fruto con los ojos cerrados. Tan sólo después de haber dado siete pasos hacia atrás, sin tropezar, el joven podía volver a abrir los ojos. Tres días y tres noches había trabajado ininterrumpidamente Drosselmeier con el astrónomo, y se sentaba el rey a la mesa para comer un sábado, cuando Drosselmeier, que debía ser descabezado el domingo muy temprano, se precipitó en la sala lleno de alegría y júbilo anunciando el remedio para devolver a la princesa Pirlipat su belleza perdida. El rey le abrazó de todo corazón, le prometió una daga de diamantes, cuatro medallas y dos nuevas levitas de domingo.
—Después de la comida —añadió amistosamente—, nos pondremos manos a la obra; cuide, estimado ocultista, que el joven sin afeitar y con zapatos esté disponible con la nuez Krakatuk, y no le deje beber nada de vino antes para que no tropiece cuando dé los siete pasos hacia atrás como un cangrejo, que después beba lo que quiera.
Drosselmeier se quedó consternado con las palabras del rey, y no sin temblar y vacilar, balbuceó que el remedio se había encontrado, pero lo que aún quedaba por encontrar era la nuez Krakatuk y al joven que pudiera morderla, y era muy improbable que se pudieran encontrar alguna vez la nuez y el cascanueces. El rey blandió el cetro con furia sobre su cabeza coronada y gritó con una voz de león:
—¡Pues lo de decapitarle sigue en pie!
Para el espantado Drosselmeier fue una suerte, sin embargo, que al rey le hubiese gustado la comida de ese día, y que por esa razón estuviera de buen humor y dispuesto a escuchar propuestas razonables, de las que no le faltaron a la bondadosa reina, conmovida por el destino de Drosselmeier. Este hizo acopio de valor y dijo que su tarea había consistido en mencionar el remedio por el cual se pudiera curar a la princesa y que por lo tanto se merecía seguir viviendo. El rey llamó a eso una necia excusa y pura charlatanería, pero al final, tras beberse un licor digestivo, dijo que los dos, el relojero y el astrónomo, se pusieran en camino y que no volvieran a no ser con la nuez Krakatuk en el bolsillo. Al hombre para morderla lo buscarían, como aconsejó la reina, por medio de anuncios en periódicos locales y extranjeros.
El consejero judicial interrumpió aquí su relato y prometió continuar al día siguiente.
Final del cuento de la nuez dura
A la noche siguiente, en cuanto se encendieron las luces, el padrino Drosselmeier volvió y siguió contando su cuento.
Drosselmeier y el astrónomo de la corte ya llevaban quince años buscando sin haber encontrado ni una huella de la nuez Krakatuk. Si quisiera contaros, niños, todas las extrañas aventuras que les acontecieron, tardaría cuatro semanas, pero no quiero hacerlo, sólo os diré que Drosselmeier sentía un gran anhelo por regresar a su querida ciudad natal, a Núremberg. En especial le acometió ese anhelo una vez cuando, con su amigo, fumaba una cesta de pipas en medio de un bosque en Asia.
—¡Oh, bella, bellísima ciudad de Núremberg, quien no te ha visto, por mucho que haya viajado a Londres, a París o Peterwardein, no se habrá alegrado de verdad, siempre te anhelará, a ti, oh, Núremberg, bella ciudad, con tus bellas casas y sus ventanas!
Cuando Drosselmeier se lamentaba con tanta tristeza, del astrónomo se apoderó una profunda compasión y comenzó a llorar tan desconsoladamente que lo pudieron oír en toda Asía. Pero logró sobreponerse, se secó las lágrimas y preguntó:
—Estimado colega, ¿por qué nos sentamos aquí y lloramos?, ¿por qué no regresamos a Núremberg?, ¿acaso no da igual dónde busquemos la funesta nuez Krakatuk?
—También es verdad —replicó Drosselmeier confortado. Los dos se levantaron, limpiaron las pipas y se dirigieron directamente, en línea recta, desde el bosque en medio de Asia a Núremberg. Apenas habían llegado a la ciudad, Drosselmeier se apresuró a visitar a su primo, el fabricante de muñecas, dorador y barnizador Christoph Zacharias Drosselmeier, al que no había visto desde hacía muchos, muchos años. El relojero le contó toda la historia de la princesa Pirlipat, de doña Mauserink y de la nuez Krakatuk, de modo que el otro dio de repente una palmada y lleno de asombro exclamó:
—¡Pero primo, primo, qué cosas tan extrañas son esas!
Drosselmeier le siguió contando las aventuras de sus viajes: cómo había pasado dos años con el rey de los dátiles, cómo le había rechazado con desprecio el rey de las almendras, cómo había preguntado en vano a la sociedad científica de Eichhornshausen, en suma, cómo había fracasado en todas partes y no había logrado encontrar ni una huella de la nuez Krakatuk. Durante este relato Christoph Zacharias había estado retorciéndose con frecuencia los dedos, girando sobre un solo pie, chascando con la lengua y exclamando «¡Hm hm, I, A, O, por todos los demonios!». Al final lanzó gorra y peluca al aire, abrazó al primo con fuerza y gritó:
—¡Primo, primo, te has salvado, te has salvado, pues o mucho me equivoco o yo mismo tengo la nuez Krakatuk!
Trajo deprisa una caja de la que sacó una nuez dorada de mediano tamaño.
—Mira —dijo, mientras le mostraba la nuez—, mira, el caso es el siguiente: hace muchos años vino por Navidad un forastero con un saco lleno de nueces, que él puso a la venta. Precisamente delante de mi taller de muñecas tuvo una riña y dejó a un lado el saco para poder defenderse mejor contra el vendedor de nueces local, que no quería tolerar que el extraño vendiera nueces y que por eso le atacó. En ese mismo momento pasó por encima del saco un carro cargado y se rompieron todas las nueces menos una, que el hombre, sonriendo extrañamente, me ofreció a cambio de una moneda de plata del año 1720. Eso me pareció muy extraño, pero casualmente encontré en mi bolsillo una moneda como la que quería el hombre, así que compré la nuez y la dore, sin saber por qué había pagado tanto por la nuez ni por qué la consideraba tan valiosa.
Las dudas que surgieron sobre si esa nuez del primo sería realmente la buscada nuez Krakatuk desaparecieron como por ensalmo cuando el astrónomo de la corte, a quien habían llamado de inmediato, le quitó el dorado y puso al descubierto la palabra Krakatuk grabada en la cáscara con caracteres chinos. La alegría de los viajeros fue grande, y el primo se consideró el hombre más feliz bajo el sol, cuando Drosselmeier le aseguró que le había tocado la lotería y que a partir de entonces disfrutaría no sólo de una generosa pensión, sino también, gratis, de todo el oro que necesitara para dorar. Los dos, el ocultista y el astrónomo, se habían puesto sus gorros de dormir y se querían ir a la cama, cuando este último, me refiero al astrónomo, dijo:
—¡Querido colega!, si hemos tenido suerte en esto, ¿por qué no en lo otro? ¿No cree que lo mismo que hemos podido encontrar la nuez Krakatuk también podríamos encontrar al joven que la muerda y recupere la belleza de la princesa? ¡Mire al hijo de su señor primo! No, no quiero dormir —siguió entusiasmado—, sino sacar esta misma noche el horóscopo del joven.
Dicho esto se quitó el gorro de dormir y se puso manos a la obra. El hijo del primo era, en efecto, un joven apuesto que nunca se había afeitado y que nunca había llevado botas. Durante su infancia un par de navidades se había disfrazado de arlequín, pero no se le notaba nada, el padre se había esforzado mucho en educarle. En los días de Navidad llevaba un jubón rojo y dorado, una daga, el sombrero bajo el brazo y un bello peinado con redecilla. Así de espléndido se mostró en la habitación del padre y cascaba nueces, por innata galantería, a las jóvenes, por lo que ellas también le llamaban el guapo cascanueces.
Al día siguiente el astrónomo abrazó al ocultista y exclamó:
—¡Él es a quien buscamos, le hemos encontrado! Pero hay dos cosas que hemos de tener en cuenta. Primero, ha de tejerle a su excelente sobrino una dura coleta de madera que se una de tal manera a la mandíbula que esta pueda sobresalir con fuerza; una vez que hayamos llegado al palacio, hemos de callar que hemos encontrado también al hombre que morderá la nuez. He leído en el horóscopo que el rey, si antes hay algunos que se rompen los dientes sin éxito, prometerá conceder al que casque la nuez y recobre la belleza perdida de la princesa, tanto la mano de esta como la sucesión al trono.
El primo fabricante de muñecas se mostró muy satisfecho de que su hijo se casara con la princesa Pirlipat y que fuera príncipe y rey, así que dio su permiso. La coleta que Drosselmeier le hizo al prometedor joven salió muy bien, de modo que comenzó a entrenarse con éxito mordiendo las duras almendras del melocotón.
Una vez que Drosselmeier y el astrónomo informaron en palacio del hallazgo de la nuez Krakatuk, se proclamaron los bandos correspondientes y cuando los viajeros llegaron con el remedio, ya habían acudido jóvenes apuestos, entre ellos hasta príncipes, que, confiando en su buena dentadura, querían intentar romper el conjuro dela princesa. Los viajeros se asustaron mucho cuando vieron de nuevo a la princesa. El cuerpo pequeño con las manitas y los pies diminutos apenas podían soportar la enorme y deforme cabeza. La fealdad del rostro se incrementaba aún más con una barba blanca y algodonosa que le cubría la boca y la barbilla. Y ocurrió lo que el astrónomo había vaticinado. Un barbilampiño con zapatos tras otro se rompieron los dientes y se lesionaron la mandíbula con la nuez Krakatuk sin ayudar en nada a la princesa, y cuando los dentistas se los llevaban medio inconscientes, suspiraban:
—¡Qué nuez tan dura!
Cuando entonces el rey, angustiado, anunció que entregaría la hija y el reino, se presentó el juicioso jovencito Drosselmeier y pidió poder hacer un intento. Ninguno le había gustado tanto a la princesa Pirlipat como el joven Drosselmeier; se llevó su manita a su corazón y suspiró profundamente:
—¡Ay, si fuera él el que realmente cascara la nuez Krakatuk y se convirtiera en mi esposo!
Después de que el joven Drosselmeier hubiese saludado con mucha cortesía al rey, a la reina y a la princesa Pirlipat, recibió del maestro de ceremonias la nuez Krakatuk, se la llevó sin más a los dientes, tiró con fuerza de la coleta y rompió la cáscara krak… krak en varios trozos. Sacó el fruto con habilidad, lo limpió y se lo entregó con una reverencia a la princesa, cerrando los ojos y comenzando a retirarse hacia atrás. La princesa se comió el fruto y, ¡oh, milagro!, desapareció su deformidad, apareciendo un rostro de belleza angelical, como tejido de una seda tan blanca como los lirios y tan roja como las rosas, con los ojos de un azul centelleante y los rizos dorados. Sonaron las trompetas y su sonido se mezcló con los gritos de júbilo del pueblo. Toda la corte, con el rey incluido, se puso a bailar sobre una sola pierna, como cuando nació Pirlipat, y hubo que asistir a la reina con agua de colonia para que no se desmayara de alegría. El gran tumulto que se formó perturbó en gran medida al joven, que aún no había terminado de dar sus siete pasos, pero se dominó, y ya había extendido el pie para dar el último, cuando salió doña Mauserink del suelo siseando y chillando, de modo que Drosselmeier, al querer posar el pie, la pisó y tropezó de tal manera que estuvo a punto de caerse.
¡Oh, qué desgracia! De repente el joven se quedó tan desfigurado como antes lo había estado la princesa. El cuerpo se contrajo y apenas podía sostener la enorme y deforme cabeza con los grandes ojos saltones y el hocico espantosamente abierto. En vez de la coleta le colgaba por detrás una estrecha capa de madera con la cual movía la mandíbula inferior. El relojero y el astrónomo se quedaron consternados del susto, pero vieron que doña Mauserink se retorcía ensangrentada en el suelo. Su maldad no había quedado sin expiar, pues el joven Drosselmeier le había acertado en el cuello con el puntiagudo tacón de su zapato y había quedado herida de muerte. Mientras doña Mauserink agonizaba, no dejaba de chillar lastimosamente:
—¡Oh, Krakatuk, nuez dura, por la que he de morir, hi, hi, pi, pi, elegante cascanueces, pronto morirás, mi hijito con las siete coronas se lo hará pagar al cascanueces y vengará a su madre! ¡Oh, vida, tan dulce y bella, me muero! ¡Quik!
Con este grito murió doña Mauserink y el fogonero real se la llevó. Del joven Drosselmeier no se había preocupado nadie, pero la princesa recordó al rey su promesa y este ordenó de inmediato que se trajese al joven a su presencia. Cuando apareció el infortunado, sin embargo, la princesa se tapó el rostro con las manos y gritó:
—¡Fuera, fuera, que se lleven al repugnante cascanueces!
El mariscal lo cogió entonces por sus estrechos hombros y lo arrojó por la puerta. El rey se enfureció porque se le hubiera querido imponer a un cascanueces como yerno, y lo atribuyó todo a la torpeza del relojero y del astrónomo, expulsándolos para siempre del palacio. Eso no había salido en el horóscopo que había confeccionado el astrónomo en Núremberg, pero no se dio por vencido y continuó observando, y poco después creyó leer en las estrellas que al joven Drosselmeier le iría tan bien que pese a su deformidad sería príncipe y rey. Ahora bien, su deformidad sólo podría desaparecer cuando el hijo de doña Mauserink, que había nacido con siete cabezas después de la muerte de sus siete hijos, y que se había convertido en el rey de los ratones, muriera por su mano y una dama le quisiera pese a su deformidad. ¡Y dicen que se ha visto al joven Drosselmeier en Núremberg durante las Navidades en la casa de su padre, como cascanueces, pero también como príncipe! Éste es, niños, el cuento de la nuez dura, y ahora sabéis por qué la gente dice a menudo: «¡Qué nuez tan dura!», y por qué los cascanueces son tan feos.
Así concluyó el consejero judicial su relato. Marie dijo que la princesa Pirlipat era en realidad un ser abominable y desagradecido; Fritz aseguró, en cambio, que si el cascanueces era valiente, no se andaría con cumplidos con el rey de los ratones y pronto recuperaría su aspecto anterior.
Tío y sobrino
Si alguno de mis estimados lectores u oyentes se ha cortado alguna vez con un cristal, sabrá lo que duele y lo mala que es la herida, pues tarda mucho en curarse. Marie tuvo que quedarse una semana en cama porque se marcaba una y otra vez en cuanto se levantaba. Por fin se puso buena del todo y pudo correr y saltar por la habitación tan alegre como antes. En la vitrina todo se volvía a ver muy limpio y ordenado: los árboles y las flores, las casas y las bonitas muñecas. Pero ante todo Marie volvió a encontrar a su querido cascanueces, el cual, situado en el segundo estante, la sonreía con dientes muy sanos. Mientras contemplaba a su preferido a sus anchas, se angustió de repente al recordar que lo que había contado el padrino Drosselmeier era la historia del cascanueces y de su lucha con doña Mauserink y con su hijo. Ahora sabía que su cascanueces no podía ser otro que el joven Drosselmeier de Núremberg, el simpático sobrino del padrino Drosselmeier, pero por desgracia embrujado por doña Mauserink. Marie no había dudado un instante durante la narración de que el habilidoso relojero en la corte del padre de Pirlipat no podía ser otro que el mismo consejero judicial Drosselmeier. «Pero ¿por qué no te ayudó el tío, por qué no te ayudó?», se quejaba Marie, pues cada vez se hacía más consciente de que en aquella batalla que presenció estaba en juego el reino y la corona del cascanueces. ¿Acaso no eran súbditos suyos todos los muñecos, y no se había cumplido la profecía del astrónomo de la corte y el joven Drosselmeier era rey del reino de los muñecos? Mientras Marie, que era muy lista, reflexionaba sobre todo esto, también pensó que el cascanueces y sus vasallos, desde el mismo instante en que ella los creyera capaces de vivir y de moverse, vivirían de verdad y se moverían. Pero no fue así, todos permanecieron rígidos e inmóviles en la vitrina, y Marie, muy lejos de renunciar a su convicción, lo atribuyó al hechizo de doña Mauserink y de su hijo de siete cabezas.
—Pero —dijo en voz alta al cascanueces— si no está en condiciones de moverse o de decirme una palabra, querido señor Drosselmeier, sé muy bien que me entiende y conoce mis buenas intenciones; cuente con mi ayuda si la necesita. Al menos pediré a mi tío que le apoye con su habilidad en lo que sea necesario.
El cascanueces permaneció tranquilo y en silencio, pero Marie tuvo la sensación de oír un ligero suspiro a través de los cristales, por lo que estos resonaron de una manera apenas audible, aunque con un sonido encantador, y pareció como si una campanilla entonara una canción: «Pequeña Marie, mi ángel de la guarda, seré tuyo, mi Marie». Marie, pese a los escalofríos que la recorrieron, sintió un extraño bienestar. Comenzaba a anochecer, el consejero médico entró con el padrino Drosselmeier y poco después Luisa preparó la mesa para el té. La familia se sentó a ella y comenzó a conversar alegremente. Marie había traído en silencio su pequeña butaca y se había sentado a los pies del padrino Drosselmeier. Cuando todos se quedaron un momento callados, Marie miró fijamente con sus grandes ojos azules al consejero judicial y le dijo:
—Ahora sé, querido padrino Drosselmeier, que mi cascanueces es tu sobrino, el joven Drosselmeier de Núremberg; se ha convertido en príncipe o más bien en rey, cumpliéndose lo que vaticinó tu compañero, el astrónomo; pero ya sabes que está en guerra abierta con el hijo de doña Mauserink, con el feo rey de los ratones. ¿Por qué no le ayudas?
Marie volvió a contar el transcurso de la batalla, cómo ella la había presenciado, y fue interrumpida a menudo por las carcajadas del padre, de la madre y de Luisa. Tan sólo Fritz y Drosselmeier permanecieron serios.
—Pero ¿de dónde ha sacado esta niña todas estas locuras? —dijo el consejero médico.
—¡Ay —dijo la madre—, tiene una fantasía muy viva! En realidad sólo son sueños generados por la fiebre.
—Nada de eso es cierto —dijo Fritz—, mis húsares no son tan cobardes. «Potz Bassa Manelka», como si no lo supiera yo.
El padrino Drosselmeier puso, con una sonrisa extraña, a la pequeña Marie sobre sus rodillas y le habló con más ternura que nunca:
—¡Ay, Marie, a ti se te ha dado más que a mí y que a todos nosotros! Tú eres, como Pirlipat, una princesa de nacimiento, pues gobiernas en un reino bello y puro. Pero habrás de sufrir mucho si quieres ayudar al deforme cascanueces, pues el rey de los ratones lo persigue por todas partes. Pero no soy yo, sino tú la única que le puede salvar, sé fiel y constante.
Ni Marie ni nadie de los presentes supo qué quiso decir Drosselmeier con esas palabras, incluso al consejero médico le resultó tan extraño que le tomó el pulso y dijo:
—Querido amigo, tiene fuertes congestiones en la cabeza, le recetaré algo.
La esposa del consejero médico, en cambio, sacudió pensativa la cabeza y dijo en voz baja:
—Sospecho lo que quiere decir el consejero judicial, pero no puedo expresarlo con claridad.
La victoria
No pasó mucho tiempo hasta que Marie se despertó, en una noche de luna clara, por unos extraños golpes que parecían proceder de un rincón de la habitación. Era como si alguien estuviera arrojando piedrecitas de un lado a otro y haciéndolas rodar, y de vez en cuando se oían silbidos y pitidos.
—¡Ay, vuelven los ratones, vuelven los ratones! —exclamó Marie asustada y se dispuso a llamar a su madre, pero no pudo pronunciar ni un sonido, ni siquiera pudo mover uno solo de sus miembros, cuando vio cómo el rey de los ratones salía por un agujero de la pared y saltaba con ojos y corona centelleantes de un lado a otro, hasta que por fin dio un gran salto y llegó a la mesa que estaba cerca de la cama de Marie.
—¡Ji, ji, ji, me tienes que dar tus bombones y tu mazapán, si no, mataré de un mordisco a tu cascanueces!
Así habló el rey de los ratones, y mientras tanto rechinó y chirrió de manera desagradable con los dientes y luego volvió a saltar y a desaparecer por el agujero. Marie estaba tan asustada por la espantosa aparición que al día siguiente tenía un aspecto muy pálido y, excitada en su interior, apenas fue capaz de decir una sola palabra. Cien veces quiso revelarle a la madre, o a Luisa, o al menos a Fritz, lo que le había ocurrido, pero pensó: «¿Me creerá alguien, no se reirán todos de mí?». No tenía más remedio, si quería salvar al cascanueces, que dar los bombones y el mazapán. Esa noche puso todo lo que tenía ante la vitrina. Por la mañana dijo su madre:
—No sé de dónde salen los ratones en nuestra sala, ¡mira, Marie, han roído tus dulces!
Y así había ocurrido. El mazapán relleno no le había gustado al rey de los ratones, pero lo había roído con sus afilados dientes, así que lo tuvieron que tirar. Marie no pensó más en los dulces, más bien se alegró en su interior al creer salvado a su cascanueces. Pero qué susto se llevó cuando a la noche siguiente oyó un pitido en el oído. ¡Ay, el rey de los ratones había vuelto y sus ojos centelleaban de manera aún más repugnante que en la noche anterior, y sus pitidos aún eran más desagradables!
—Me tienes que dar tus figuras de dulce y de galleta, pequeñuela, de otro modo mataré de un mordisco a tu cascanueces —y de un salto el espantoso ratón volvió a desaparecer.
Marie estaba consternada, a la mañana siguiente fue a la vitrina y miró con la mayor tristeza sus figuras de dulce y de galleta. Y su dolor estaba justificado, porque no sabes, mi atenta oyente Marie, qué encantadoras figuritas de dulce y de galleta poseía la pequeña Marie Stahlbaum. Cogió a un apuesto pastor con su pastora y a todo un rebaño de ovejas blancas como la nieve, con un perrito contento que saltaba a su alrededor; a dos carteros con cartas en la mano y a cuatro parejas jóvenes muy apuestas, vestidas con elegancia, con unas niñas muy limpias que se columpiaban. Tras unos danzantes estaba el granjero, Feldkümmel, con Juana de Orleans, a la que Marie no hacía mucho caso, pero en un rincón se encontraba un niño de mejillas coloradas, el preferido de Marie, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.
—¡Ay —exclamó, volviéndose hacia el cascanueces—, ay, querido señor Drosselmeier, qué no haría para salvarle, pero esto es tan difícil!
Entretanto el cascanueces ofrecía un aspecto tan lamentable que Marie, a quien ya le parecía ver las siete fauces abiertas del rey de los ratones dispuestas a devorar al infortunado, decidió sacrificarlo todo. Situó todos los muñecos de galleta, como el día anterior los otros dulces, ante la vitrina. Besó al pastor y a la pastora, a los corderillos, y por último también cogió a su preferido, el niño de las mejillas sonrosadas hecho de galleta, pero lo puso lo más atrás que pudo. El propietario Felkümmel y la Juana de Orleans tuvieron que ocupar la primera fila.
—¡No, esto es el colmo! —exclamó su madre a la mañana siguiente—. Debe haber un ratón enorme y espantoso que vive en la vitrina, pues todas las figuritas de dulce de la pobre Marie están roídas.
Marie, aunque no pudo contener sus lágrimas, volvió a sonreír y pensó: «Qué más da, si así salvo al cascanueces». El consejero médico, por la noche, cuando la madre habló al consejero judicial del disparate de un ratón en la vitrina que se comía las cosas de los niños, dijo:
—Es repugnante que no podamos librarnos del funesto ratón que hace de las suyas en la vitrina y se come todos los dulces de Marie.
—¡Eh —intervino Fritz muy divertido—, el panadero de abajo tiene un excelente secretario delegación, lo puedo traer! Él acabará pronto con el problema y le sacará al ratón la cabeza de un mordisco, ya sea doña Mauserink en persona o su hijo, el rey de los ratones.
—Y —continuó la madre sonriendo— que salte sobre las sillas y las mesas, tirando copas y tazas y rompiendo otras mil cosas.
—¡Ay, no! —replicó Fritz—, el secretario delegación del panadero es un hombre habilidoso, me gustaría poder ir por el borde del tejado con la misma elegancia con que lo hace él.
—Por favor, nada de gatos por la noche —rogó Luisa, a quien no le gustaban los gatos.
—En realidad —dijo el consejero médico—, en realidad Fritz tiene razón, mientras tanto podemos poner una trampa para ratones. ¿No tenemos ninguna?
—¡El padrino Drosselmeier nos podrá fabricar una muy buena, a fin de cuentas la ha inventado él! —exclamó Fritz.
Todos se rieron. Y cuando la madre dijo que en la casa no había ninguna trampa para ratones, el consejero judicial anunció que él poseía varias y mandó que trajeran una excelente trampa de ratones de su casa. Fritz y Marie recordaron con viveza el cuento de la nuez dura. Cuando la cocinera freía el tocino, Marie se puso a temblar y le dijo a Dora, conmocionada por el cuento y por todas las cosas maravillosas que ocurrían en él:
—¡Ay, señora reina, tenga cuidado con doña Mauserink y su familia!
Fritz había sacado su sable y dijo:
—Sí, que vengan, yo les daré su merecido.
Pero todo permaneció tranquilo y en silencio.
Cuando entonces el consejero judicial ató un trozo de tocino a un hilo y puso la trampa en la vitrina, exclamó Fritz:
—¡Cuidado, padrino relojero, no te la juegue el rey de los ratones!
¡Ay, que mal lo pasó la pobre Marie esa noche! Sintió algo frío y viscoso correr por su brazo, apoyarse en su mejilla y pitar y chillar a su oído. El repugnante rey de los ratones se sentaba en su hombro y babeaba, rojo como la sangre, por los siete gaznates abiertos, sin parar de rechinar con los dientes, siseándole a una Marie rígida por el espanto:
—Siseo, siseo, no vayas a casa, no vayas al banquete, que no te atrapen, y saca y dame, dame tus libros ilustrados, dame tu vestido, de otro modo, has de saberlo, no tendrás paz, tu cascanueces será mordido, ji, ji, pi, pi, quik, quik.
Marie se quedó muy afligida; se la veía muy pálida y conmocionada cuando a la mañana siguiente dijo la madre que el ratón malo no había caído en la trampa, de modo que la madre, creyendo que Marie se apenaba por sus dulces y que además le tenía miedo al ratón, añadió:
—Pero tranquilízate, mi niña, ya verás cómo logramos echar a ese ratón malo. Si las trampas no funcionan, Fritz traerá al espantoso secretario delegación.
Apenas Marie se había quedado sola en la sala, cuando se acercó a la vitrina y sollozando le dijo al cascanueces:
—¡Ay, mi querido y buen señor Drosselmeier!, ¿qué puedo hacer yo, una pobre y desgraciada niña, por usted? Si le diera al espantoso rey de los ratones todos mis libros ilustrados, incluso el bonito vestido nuevo que me ha regalado el Niño Jesús, para roerlo, ¿no seguirá exigiendo cosas, hasta que por fin no tenga nada y quiera comerme a mí antes que a usted? ¡Oh, pobre de mí!, ¿qué puedo hacer?, ¿qué puedo hacer?
Mientras Marie se quejaba así, notó que al cascanueces, desde aquella noche, se le había quedado una gran mancha de sangre en el cuello. Desde que Marie sabía que su cascanueces era en realidad el joven Drosselmeier, el sobrino del consejero judicial, ya no lo había llevado más en brazos y tampoco lo abrazaba ni lo besaba más, por cierta timidez ni siquiera quería tocarlo; ahora lo cogió y comenzó a limpiarle la mancha de sangre con su pañuelo. Pero qué susto se llevó cuando de repente sintió que el cascanueces se calentaba en sus manos y comenzaba a moverse. Lo volvió a poner rápidamente en el estante, pero su boca oscilaba de un lado a otro y poco a poco susurró con esfuerzo:
—¡Ay, mi venerada señorita Stahlbaum, excelente amiga, os lo debo todo…, no, nada de libros ilustrados, ningún regalo debéis sacrificar ya por mí! ¡Traedme una espada, una espada, de lo demás ya me ocuparé yo, aunque…! —aquí perdió la voz el cascanueces, y sus ojos, reflejando su profunda tristeza, volvieron a ponerse rígidos e inanes. Marie no se asustó, al contrario, saltó de alegría, pues ahora conocía un medio para salvar al cascanueces sin más sacrificios dolorosos. Pero ¿de dónde sacar una espada para el pequeño? Marie decidió pedirle consejo a Fritz y le contó por la noche, cuando los dos, pues los padres habían salido, se sentaban solos en la sala, frente a la vitrina, todo lo que le había ocurrido con el cascanueces y con el rey de los ratones y de lo que necesitaba para que el cascanueces se salvara. Sobre nada se tornó Fritz más pensativo que sobre el informe de Marie acerca del mal comportamiento de sus húsares en la batalla. Preguntó de nuevo muy serio si realmente había ocurrido así, y después de que Marie se lo asegurara dando su palabra, Fritz se acercó corriendo a la vitrina, pronunció ante sus húsares un solemne discurso y les cortó, a uno tras otro, como castigo por su cobardía y egoísmo, el distintivo de su gorro y les prohibió que tocaran, durante un año, la marcha de la guardia de húsares. Una vez concluido el castigo, se volvió a Marie, diciéndole:
—En lo que toca al sable, puedo ayudar al cascanueces, pues ayer jubilé con pensión a un viejo coronel de los coraceros que, en consecuencia, ya no necesitará su bello y afilado sable.
La pensión concedida por Fritz había relegado a dicho coronel al último rincón del tercer estante. De allí lo sacó Fritz, le quitó su bonito sable plateado y se lo colgó al cascanueces.
Esa noche Marie no podía dormir del miedo que tenía. A medianoche le pareció como si oyera en la sala un extraño rumor, un tintineo y un murmullo. De repente se oyó ¡quik!, y Marie gritó:
—¡El rey de los ratones! ¡El rey de los ratones!
Se levantó aterrorizada de la cama. Todo permaneció en silencio; pero al rato se oyeron unos golpecitos muy, muy bajos en la puerta y una vocecilla dijo:
—Venerada señorita Stahlbaum, consolaos, tengo una buena noticia.
Marie reconoció la voz del joven Drosselmeier, se puso una bata por encima y abrió la puerta. El cascanueces estaba fuera, con la espada ensangrentada en su mano derecha y con una vela en la izquierda. En cuanto vio a Marie, posó una de sus rodillas en el suelo y dijo:
—¡Vos, señora, habéis sido quien ha dado fuerza a mi brazo y me ha dado valor para vencer al orgulloso que osó burlarse de vos! ¡Vencido yace el traicionero rey de los ratones y se revuelca en su sangre! ¿Queréis aceptar, señora, el signo de la victoria de la mano de vuestro caballero, fiel hasta la muerte?
Y el cascanueces le ofreció las siete coronas de oro del rey de los ratones, que Marie aceptó con gran alegría. El cascanueces se levantó y continuó así:
—¡Ay, mi venerada señorita Stahlbaum, qué de cosas espléndidas podría enseñaros, ahora que mi enemigo ha sido vencido, si tenéis la bondad de seguirme un par de pasos! ¡Oh, venid conmigo, señora, venid!
El reino de los muñecos
Creo, niños, que ninguno de vosotros habría dudado ni un instante en seguir al honrado y bondadoso cascanueces, que no tenía ninguna mala intención. Marie lo hizo tanto más segura, pues sabía muy bien lo agradecido que estaba el cascanueces y estaba convencida de que mantendría su palabra y que le enseñaría cosas espléndidas. Por eso le dijo:
—Voy con usted, señor Drosselmeier, pero no puede ser ni muy lejos ni mucho tiempo, pues apenas he podido dormir algo.
—Escogeré entonces —respondió el cascanueces— el camino más cercano, aunque sea algo difícil.
Avanzó, siguiéndole Marie, hasta que se detuvo ante el viejo y pesado armario ropero del pasillo. Marie se dio cuenta para su asombro de que las puertas de ese armario, que siempre estaban cerradas, ahora estaban abiertas, de modo que podía ver el abrigo de piel de zorro del padre, que colgaba por delante. El cascanueces trepó con gran habilidad por los salientes de la madera hasta que pudo coger la gran borla que, pegada a un cordón, colgaba por la parte de atrás de esa piel. En cuanto el cascanueces tiró de esa borla, a través de la manga de la piel cayó una elegante escalera de madera de cedro.
—Subid por aquí, querida señorita —le dijo el cascanueces. Marie lo hizo, pero apenas había subido por la manga y salido por el cuello, cuando quedó cegada por una luz deslumbradora. De repente pudo abrir los ojos y vio que se encontraba en una fragante pradera, de la que brillaban millones de chispas como si fueran piedras preciosas.
—Ahora nos encontramos en la pradera de caramelo —dijo el cascanueces—, pero hemos de pasar por esa puerta.
Fue entonces cuando Marie descubrió la bella puerta que se levantaba pocos pasos por delante, en la pradera. Parecía haber sido edificada con mármol salpicado de los colores blanco, caramelo y pasa, pero cuando Marie se aproximó más, se dio cuenta de que el material constaba de almendras garrapiñadas y pasas, por lo cual, como le dijo el cascanueces mientras pasaban por ella, se la conocía como la puerta de almendras y pasas. Algunos la llamaban de manera muy inapropiada la puerta de los frutos secos. En una cornisa de esa puerta, al parecer de azúcar, seis monos vestidos con jubones rojos tocaban la más bella música de jenízaros que se puede oír, de modo que Marie apenas se daba cuenta de que seguía avanzando por multicolores losetas de mármol, pero que no eran otra cosa que tabletas de chocolate. Pronto quedaron rodeados por los olores más dulces, procedentes de un maravilloso bosquecillo que se abría por los dos lados. En el oscuro follaje dominaba una claridad tan brillante que se podía ver cómo colgaban de las ramas frutos dorados y argénteos, y cómo se habían ornado los árboles de flores, al igual que novios felices y alegres invitados a la boda. Y cuando los olores a naranja se expandían como céfiros, las ramas y las hojas rumoreaban y el oropel crepitaba y crujía, sonando como música jubilosa a cuyo ritmo saltaban y bailaban las brillantes lucecitas.
—¡Ah, qué bonito es todo esto! —exclamó Marie encantada.
—Estamos en el bosque de la Navidad, querida señorita —dijo el cascanueces.
—¡Ah, si pudiera quedarme aquí un rato más, todo es tan bonito!
El cascanueces dio una palmada y al instante aparecieron pastores y pastoras, cazadores y cazadoras, que eran tan tiernos y blancos que casi se podría haber creído que eran de puro azúcar, y a los que Marie, pese a que hacía un rato que paseaban por el bosque, aún no había percibido. Trajeron una butaca dorada, pusieron en ella un cojín blanco de regaliz e invitaron con gran cortesía a Marie a que se sentara en él. En cuanto se hubo sentado, los pastores y las pastoras ejecutaron un baile muy bonito, mientras los cazadores tocaban sus instrumentos, y luego desaparecieron en la espesura.
—Disculpad —dijo el cascanueces—, disculpad, señorita Stahlbaum, que el baile se haya tenido que interrumpir de esta manera, pero todos ellos pertenecen a nuestro ballet de títeres y no saben otra cosa que repetir siempre lo mismo; y que los cazadores hayan tocado tan soñolientos y flojos, eso también tiene un motivo. La cesta de azúcar cuelga sobre sus narices en los árboles de navidad, pero algo alta. Pero ¿no queréis pasear un poco más?
—¡Ah, a mí me ha parecido todo muy bonito y me ha gustado mucho! —dijo Marie mientras se levantaba y seguía al cascanueces, que la precedía. Caminaron a la orilla de un murmurador arroyo, del cual parecían emanar los más espléndidos aromas que llenaban todo el bosque.
—Es el arroyo de las naranjas —dijo el cascanueces respondiendo a la pregunta de Marie—, pero, salvo por el fragante aroma, no se puede comparar en tamaño y belleza con el río de la limonada, que desemboca, como él, en el mar de la leche de almendras.
Y, en efecto, al rato percibió Marie un fuerte rumor y chapoteo y vio el ancho río de la limonada, que serpenteaba con orgullosas olas de color isabelino entre arbustos de un verde esmeraldino. De las aguas venía un aire reparador para los pulmones y el corazón. No muy lejos corrían con esfuerzo unas aguas de color amarillo oscuro que, sin embargo, emanaban unos aromas extremadamente dulces y a cuyas orillas se sentaban niños muy guapos que pescaban peces pequeños y gordos para comérselos de inmediato. Al acercarse, Marie comprobó que los peces se parecían a nueces. A cierta distancia, a sus orillas, había un pueblecito muy simpático, con sus casas, su iglesia, su casa parroquial, sus graneros, todo era de color marrón oscuro, aunque adornado con tejados dorados, y muchos muros estaban pintados de tantos colores como si hubieran pegado en ellos pepitas de limón y almendras.
—Eso es Pfefferkuchheim —dijo el cascanueces—, que está a orillas del río de la miel, allí viven muchas personas apuestas, pero están muy fastidiadas, ya que padecen mucho de dolor de muelas, así que es mejor que no vayamos.
En ese instante Marie vio una pequeña ciudad compuesta de casas multicolores y transparentes y que tenía un aspecto muy bonito. El cascanueces se dirigió directamente a ella y Marie oyó un gran y alegre alboroto. Cuando miró, vio a miles de personitas encantadoras que se dedicaban a inspeccionar y a desempaquetar carros muy cargados que se detenían en el mercado. Lo que sacaban parecía ser papel coloreado y como tabletas de chocolate.
—Estamos en Bonbonhausen —dijo el cascanueces—, acaba de llegar un envío de Papirolandia y del rey del chocolate. Los pobres habitantes de Bonbonhausen vuelven a estar amenazados por el ejército del almirante de los mosquitos, por eso cubren sus casas con los regalos de Papirolandia y levantan obras de fortificación con las tabletas que les envía el rey del chocolate. Pero, querida señorita Stahlbaum, no vamos a visitar todas las ciudades y pueblos de este país, ¡vayamos a la capital, a la capital!
El cascanueces avanzó con rapidez y Marie, llena de curiosidad, le siguió. No pasó mucho tiempo hasta que se elevó un espléndido aroma a rosas y todo se vio como rodeado de un suave resplandor rosáceo. Marie comprobó que eso era provocado por el reflejo de una corriente de agua de un color rosa brillante, cuyas suaves olas de un rosa argénteo pasaban ante ella emitiendo sonidos y melodías encantadores. En esas amenas aguas, que se iban ensanchando más y más hasta formar un gran lago, nadaban cisnes de una blancura cegadora con collares dorados en sus cuellos y que cantaban entre ellos, como si fuera en una competición, las canciones más bonitas, durante lo cual pececillos diamantinos saltaban en las rosadas aguas como en una alegre danza.
—¡Ay —exclamó Marie entusiasmada—, este es el lago que el padrino Drosselmeier me quiso hacer una vez, y yo soy la niña que jugará con los bellos cisnes!
El cascanueces sonrió con el gesto más burlón que Marie le había visto nunca y dijo:
—Algo así jamás logrará fabricarlo el tío; más bien vos, querida señorita Stahlbaum, pero no pensemos en eso, embarquémonos en el lago de las rosas para llegar a la capital.
La capital
El cascanueces volvió a dar una palmada con sus manitas y el lago de las rosas comenzó a agitarse, las olas se elevaron y Marie percibió cómo se aproximaba desde la lejanía un carruaje formado con conchas que parecían refulgentes piedras preciosas y que era tirado por dos áureos delfines. Doce moros de lo más encantadores, con gorritos y delantales tejidos de brillantes plumas de colibrí, saltaron a la orilla y primero montaron en la carroza a Marie y luego al cascanueces, flotando suavemente sobre las olas, para después navegar por el lago. Qué bonito le pareció todo a Marie, allí en el carruaje de conchas, rodeada de aroma de rosas y llevada por rosáceas olas. Los dos áureos delfines alzaron sus cabezas y salpicaron con rayos cristalinos que cayeron como arcos relucientes, entonces pareció como si cantasen dos voces argénteas: «¿Quién nada por el lago de las rosas? ¡Las hadas! ¡Mosquitos! Bim, bim, pececillos, sim, sim, ¡cisnes! ¡Pajarillos dorados!, ¡trara, aguas ondulantes, agitaos, sonad, cantad, soplad, hadita, hadita, ven, arco de rosa, agita, enfría, baña!». Pero los doce moritos, que habían saltado a la parte trasera del carruaje, parecían tomarse muy mal los cantos de los surtidores de agua, pues agitaron tanto sus parasoles que crujieron las hojas de palmeras de las que estaban hechos, y mientras tanto daban pisotones con un ritmo muy extraño y cantaban: «¡klap y klip y klip y klap, abajo y arriba, el corro de los moros no puede callar; moveos, peces; moveos, cisnes; zumba carruaje, klap y klip y klip y klap y arriba y abajo!».
—Los moros son gente muy alegre —dijo el cascanueces algo perplejo—, pero terminarán logrando que se rebele todo el lago.
Y en efecto, de repente se produjo un aturdidor estruendo de voces que parecían flotar en el agua y en el aire, pero Marie no prestó atención a eso, sino que contemplaba las aromáticas olas rosáceas, desde las cuales le sonreía un simpático y bello semblante infantil.
—¡Señor Drosselmeier! Allí abajo está la princesa Pirlipat, y me sonríe con afecto. ¡Ah, mire, señor Drosselmeier!
Pero el cascanueces suspiró casi con aflicción y dijo:
—¡Oh, mi querida señorita Stahlbaum, esa no es la princesa Pirlipat, es usted y sólo usted, siempre su propio y encantador rostro que sonríe desde cada ola!
Marie retiró entonces deprisa la cabeza, cerró los ojos con fuerza y se avergonzó mucho. En ese mismo instante los doce moros del carruaje la cogieron y la llevaron a tierra. Se encontraba en una arboleda que era casi tan bonita como el bosque de Navidad, así brillaba y resplandecía todo en ella, pero ante todo eran dignos de admirar los extraños frutos que colgaban de todos los árboles y que no sólo eran de los colores más raros, sino que también olían de una manera maravillosa.
—Estamos en la arboleda de la mermelada —dijo el cascanueces—, pero allí está la capital. ¡Qué espectáculo! ¡Por dónde, niños, podría comenzar a describiros la belleza y el esplendor de la ciudad, que ahora se ofrecía en toda su amplitud a los ojos de Marie tras un prado florido! Y no sólo era que los muros y las torres resplandecían con los colores más vivos, sino que también, en lo que concierne a la forma de los edificios, no se podía encontrar nada parecido en la tierra. En vez de tejados las casas tenían coronas elegantemente tejidas y las torres se coronaban con el más colorido y delicado follaje que se pueda ver. Cuando atravesaron la puerta, que parecía haber sido construida de almendrados y frutas confitadas, soldados de plata presentaron armas y un muñeco con una bata brocada abrazó al cascanueces con las palabras:
—¡Bienvenido, querido príncipe, bienvenido a Konfektburg!
Marie no se asombró poco al darse cuenta de que el joven Drosselmeier era reconocido como príncipe por un hombre tan distinguido. Pero en ese momento escuchó tal confusión de vocecillas, tantos gritos de júbilo y tantas risas que no pudo pensar en otra cosa y preguntó enseguida al cascanueces qué significaba todo eso.
—¡Oh, mi querida señorita Stahlbaum! —contestó el cascanueces—, no es nada especial, Konfektburg es una ciudad alegre y populosa, esto es así todos los días, pero venga conmigo.
Apenas habían avanzado unos pasos cuando llegaron a la plaza del mercado, que les ofreció la vista más espléndida. Todas las casas de alrededor habían sido construidas con terrones de azúcar superpuestos, en el centro de la plaza se erigía una tarta en forma de obelisco y a su alrededor cuatro fuentes lanzaban surtidores de naranjada, de limonada y de otras bebidas dulces; en las pilas se acumulaba crema, que uno hubiese querido comer de inmediato con una cuchara. Pero más bonito que todo eso eran los simpáticos habitantes, todos muy pequeños, que se apretaban en la plaza y reían y gritaban y bromeaban y cantaban, en suma, producían ese confuso tumulto que Marie ya había oído en la lejanía. Había damas y caballeros vestidos con gran elegancia, armenios y griegos, judíos y tiroleses, oficiales y soldados, predicadores, pastores y bufones, cualquier tipo de gente que se pueda encontrar en el mundo. En una esquina el tumulto era mayor, el gentío abrió paso, pues el Gran Mogol se hacía llevar en un palanquín, acompañado de noventa y tres grandes de su reino y de setecientos esclavos. Pero ocurrió que en el otro extremo, el gremio de pescadores, compuesto de quinientas personas, celebraba su procesión, y para colmo, al gran señor turco se le había ocurrido salir a pasear a caballo por la plaza con tres mil de sus jenízaros, a lo que se sumó la gran procesión de la «interrumpida fiesta de sacrificio», que con música y cantos, «¡levántate, da las gracias al sol poderoso!», precisamente en ese momento se dirigía al obelisco. ¡Qué de apreturas, empujones y gritos! Pronto se oyeron también quejidos, pues un pescador, en el tumulto, había dado un golpe en la cabeza a un brahmán y le había quitado el turbante, y el Gran Mogol casi se vio pisoteado por un bufón. El ruido se fue haciendo cada vez más confuso, y comenzaban todos a darse fuertes empujones y a pegarse, cuando el hombre con la bata brocada que había saludado al cascanueces en la puerta de la ciudad, se subió al obelisco y después de tocar tres veces una resonante campana, gritó tres veces:
—¡Confitero! ¡Confitero! ¡Confitero!
El tumulto cesó de repente, cada uno intentó ayudarse como pudo y después de que se hubiesen desenredado las distintas comitivas, se hubiese cepillado al Gran Mogol y el brahman hubiese recuperado su turbante, el divertido tumulto anterior comenzó de nuevo.
—¿Qué significa eso del confitero, señor Drosselmeier? —preguntó Marie
—¡Ah, mi querida señorita Stahlbaum! —contestó el cascanueces—, aquí se llama confitero a un poder desconocido, pero espantoso, del que se cree que de los hombres puede hacer lo que quiere; es la fatalidad que gobierna sobre este pequeño pueblo alegre, y lo temen tanto que por la mera mención de su nombre se puede acallar el mayor tumulto, como lo acaba de demostrar el señor alcalde. De repente cada uno ya no piensa en nada terrenal, en empujones o chichones, sino que se conciencia y dice: «¿Qué es el hombre y qué va a ser de él?».
Marie no pudo contener un grito de admiración, mas aún, del mayor asombro, cuando se encontró delante de un palacio, rodeado por un resplandor rosado, con cien altísimas torres. De sus muros surgían ramos de violetas, narcisos, tulipanes, cuyos colores ardientes incrementaban el blanco resplandeciente, tendente a rosa, del fondo. La gran cúpula del edificio central, así como los tejados en forma de pirámide de las torres, estaban sembrados de brillantes estrellitas de oro y plata.
—Bueno, aquí estamos ya ante el palacio de mazapán —dijo el cascanueces.
Marie se quedó atónita contemplando el palacio mágico, pero no se le escapó que el tejado de una gran torre faltaba por completo, y que hombrecillos, subidos a un andamio construido con palitos de canela, parecían tratar de repararlo. Antes de que pudiera preguntar al cascanueces, este continuó:
—Hace poco tiempo a este bello palacio lo amenazaba la destrucción, incluso la completa ruina. El gigante Leckermaul vino por aquí, le dio un mordisco al tejado de esa torre y comenzó a roer la gran cúpula; pero los ciudadanos le pagaron como tributo todo un barrio, así como una parte considerable de la arboleda de la mermelada, con lo que se dio por satisfecho y siguió su camino.
En ese instante se dejó oír una música muy agradable, las puertas del palacio se abrieron y salieron doce pequeños pajes con clavos aromáticos en sus manitas, encendidos como si fueran antorchas. Sus cabezas constaban de una perla, los cuerpos de rubís y esmeraldas, y caminaban sobre pies de oro de ley. Los seguían cuatro damas, casi tan altas como la Clarita de Marie, pero tan limpias y tan bien vestidas que Marie no pudo ignorar que se trataba de princesas de nacimiento. Abrazaron al cascanueces con gran ternura y mientras exclamaban entre tristes y alegres:
—¡Oh, mi príncipe, mi querido príncipe! ¡Oh, mi hermano!
El cascanueces pareció muy conmovido, se secó a menudo las lágrimas de los ojos, cogió a Marie de la mano y dijo con gran solemnidad:
—Ésta es la señorita Marie Stahlbaum, la hija de un distinguido consejero médico, y que ha salvado mi vida. Si ella no hubiese arrojado su zapatilla en el momento apropiado, si no me hubiese proporcionado el sable del coronel jubilado, ahora mismo estaría en la tumba, roído por el maldito rey de los ratones. ¡Oh, la señorita Stahlbaum! ¿Se parece acaso a Pirlipat, aunque esta sea una princesa de nacimiento, en belleza, bondad y virtud? ¡No, digo que no!
—¡No! —exclamaron todas las damas. Y abrazando a Marie, dijeron con sollozos:
—¡Oh, noble salvadora de nuestro querido hermano, excelente señorita Stahlbaum!
Las damas acompañaron a Marie y al cascanueces al interior del palacio, a una sala cuyas paredes constaban de cristales de colores. Pero lo que más le gustó a Marie fueron las encantadoras sillas, mesas, cómodas, secreteres, que estaban alrededor y que habían sido construidos con madera de cedro o de palo del Brasil, adornados con flores doradas. Las princesas invitaron a Marie y al cascanueces a que se sentaran y dijeron que prepararían enseguida algo de comer. Trajeron una gran cantidad de platillos y vasijas de la más fina porcelana japonesa, cucharas, cuchillos y tenedores, cacerolas, ralladores y otros enseres de cocina de oro y de plata. A continuación trajeron las más bellas frutas y los mejores dulces que había visto Marie, y con sus pequeñas manitas, blancas como la nieve, se pusieron a exprimir, a cortar y a rallar, comprobando Marie cuánto sabían las princesas de cocina y qué deliciosa comida le esperaba. Con la sensación de saber también mucho sobre eso, deseó en secreto participar en la preparación de la comida. La hermana más bella del cascanueces, como si hubiese adivinado el deseo secreto de Marie, le entregó un pequeño mortero de oro con las palabras:
—Amiga mía, querida salvadora de mi hermano, muele un poco de este caramelo.
Cuando Marie se puso a moler con gran ánimo, sacando sonidos encantadores, como si del mortero surgiese la más bonita cancioncilla, el cascanueces comenzó a contar con gran prolijidad cómo se había llegado a la espantosa batalla entre su ejército y el del rey de los ratones, cómo había sido derrotado por culpa de la cobardía de parte de sus tropas, cómo el repugnante rey de los ratones quería matarle a mordiscos y Marie, en consecuencia, tuvo que sacrificar a varios de sus súbditos, etcétera. Marie tuvo la sensación, mientras oía el relato, de que sus palabras, incluso sus golpes en el mortero, se tornaban cada vez más lejanos e imperceptibles, de repente vio surgir una niebla plateada, como vaporosas nubes, en la que comenzaron a flotar las princesas, los pajes, el cascanueces, incluso ella misma; se oyó un extraño siseo y murmullo que parecía proceder de la lejanía, y Marie se elevó más y más, como si fuese llevada por olas ascendentes.
Final
¡Prr… puff… así siguió subiendo! De repente Marie cayó de una altura inconmensurable. ¡Menuda caída! Pero abrió los ojos y se encontró en su cama, ya era de día, y su madre estaba delante de ella diciendo:
—¡Pero cómo se puede dormir tanto, el desayuno ya está listo hace rato!
Ya ves, venerado público, que Marie, aturdida por todas las cosas maravillosas que había visto, al final se había quedado dormida en la sala del palacio de mazapán y que los moros o los pajes o las princesas mismas la habían llevado a casa y la habían acostado.
—¡Oh, mamá, querida mamá, si supieras adónde me ha llevado el joven señor Drosselmeier esta noche, y todas las cosas bonitas que he visto!
Y le contó todo con gran exactitud, como lo he contado yo, y la madre se quedó asombrada. Cuando Marie hubo concluido, dijo la madre:
—Has tenido un sueño muy largo y muy bonito, querida Marie, pero quítate todo eso de la cabeza.
Marie insistió con tozudez en que no había sido un sueño, sino que todo había ocurrido de verdad, entonces la madre la llevó a la vitrina, sacó al cascanueces, que como siempre estaba en el tercer estante, y dijo:
—¿Cómo puedes creer, niña tonta, que este muñeco de madera de Núremberg puede vivir y moverse?
—Pero, querida mamá —la interrumpió Marie—, sé muy bien que el pequeño cascanueces es el joven señor Drosselmeier de Núremberg, el sobrino del padrino Drosselmeier.
Tanto su madre como el consejero médico soltaron entonces una sonora carcajada.
—¡Ay! —continuó Marie saltándosele casi las lágrimas—, te burlas de mi cascanueces, querido padre, y ha hablado muy bien de ti, pues cuando llegamos al palacio de mazapán y me presentó a sus hermanas, las princesas, dijo que eras un consejero médico muy distinguido.
Las risas resonaron con más fuerza, y tanto Luisa como Fritz se unieron a ellas. Marie se fue corriendo a otra habitación, cogió rápidamente de su estuche las siete coronas del rey de los ratones y se las entregó a su madre con las palabras:
—Éstas son, querida mamá, estas son las siete coronas del rey de los ratones, que ayer por la noche me entregó el joven señor Drosselmeier en señal de su victoria.
Su madre contempló asombrada las pequeñas coronas, trabajadas con gran esmero en un metal completamente desconocido, pero muy brillante, como si manos humanas hubiesen sido incapaces de semejante labor. Tampoco el consejero médico podía dejar de contemplar las coronas, y los dos, padre y madre, insistieron a Marie para que confesara de dónde había sacado esas coronas. Pero ella no podía hacer otra cosa que mantener lo que había contado, y cuando entonces el padre llegó a censurarla como una pequeña mentirosa, ella comenzó a llorar con fuerza y se lamentaba:
—¡Ay, pobre de mí, pobre de mí! ¿Qué tengo que decir?
En ese momento se abrió la puerta y entró el consejero judicial, que exclamó:
—¿Qué pasa aquí? ¿Qué pasa aquí?
El consejero médico le informó de todo lo ocurrido mientras le mostraba las coronas. Pero apenas las vio el consejero judicial, se rió y dijo:
—¡Qué de disparates!, ésas son las coronitas que llevé durante muchos años en la cadena de mi reloj y que le regalé a Marie cuando cumplió dos años. ¿No os acordáis?
Ni el consejero médico ni su esposa podían recordarlo, pero cuando Marie percibió que los rostros de sus padres volvían a ser amistosos, corrió hacia el padrino Drosselmeier y le dijo:
—¡Ay, tú lo sabes todo, padrino Drosselmeier, di tú mismo que mi cascanueces es tu sobrino de Nuremberg y que él me ha regalado las coronas!
El consejero judicial, sin embargo, puso una cara sombría y murmuró:
—Qué disparate tan tonto.
El consejero médico puso a Marie ante sí y le habló con seriedad:
—Escucha, Marie, deja ya esas imaginaciones y locuras, y si vuelves a decir que el tonto y deforme cascanueces es el sobrino del señor consejero judicial, tiraré por la ventana no sólo al cascanueces, sino también a todas tus muñecas, incluida Mamsell Clarita.
La pobre Marie ya no pudo hablar de todo aquello que había visto y podéis imaginaros que eran cosas, las que le ocurrieron a Marie, que no se pueden olvidar. Incluso, estimado lector u oyente Fritz, incluso tu camarada Fritz Stahlbaum le daba la espalda de inmediato a su hermana cada vez que quería hablarle de ese reino maravilloso en el que había sido tan feliz. Hasta se dice que llegó a murmurar una vez entre dientes «¡qué gansa más tonta!», pero yo no puedo creerlo de un carácter tan bueno como el suyo, cierto es, sin embargo, que como ya no creía en nada de lo que le contaba Marie, rehabilitó en un desfile a sus húsares de la injusticia cometida con ellos, y en vez de las divisas perdidas, les puso bonitos penachos de pluma de ganso y les volvió a permitir que tocaran la marcha de la guardia de húsares. ¡En fin, nosotros sabemos de sobra cuál fue el valor mostrado por esos húsares cuando las feas balas comenzaron a ensuciar sus uniformes!
Marie ya no podía hablar de su aventura, pero las imágenes de ese maravilloso reino de hadas la envolvían en una dulce embriaguez y en encantadores sonidos; lo volvía a ver todo en cuanto pensaba en ello y así ocurrió que, en vez de jugar como antes, se sentaba quieta y en silencio y se ensimismaba, por lo cual se echó fama de ser una soñadora. Ocurrió que el consejero judicial reparaba una vez un reloj en la casa del consejero médico, y Marie se sentaba junto a la vitrina y contemplaba, sumida en sus ensoñaciones, al cascanueces. De repente dijo, saliéndole del alma:
—¡Ah, querido señor Drosselmeier, si realmente viviera, yo no haría como la princesa Pirlipat, no le rechazaría porque hubiese dejado de ser un apuesto joven por amor a mí!
En ese momento exclamó el consejero judicial:
—¡Eh, eh, menudo disparate!
Pero al mismo tiempo se produjo un fuerte chasquido y una violenta sacudida, de modo que Marie cayó inconsciente de la silla en que estaba sentada. Cuando recobró el conocimiento, su madre estaba con ella y dijo:
—¿Cómo te has podido caer de la silla, una niña tan grande como tú? Ha venido de Núremberg el sobrino del señor consejero judicial, así que pórtate bien.
Ella levantó la mirada, el consejero judicial se había vuelto a poner su peluca y su levita amarilla, sonreía muy satisfecho, tenía cogido de la mano a un jovencito pequeño, pero muy apuesto. Su tez era sonrosada, llevaba una espléndida chaquetilla de rojo y oro, medias de seda blancas y zapatos, tenía una flor en el ojal, estaba muy bien afeitado y muy limpio, y detrás, por la espalda, le colgaba una bonita trenza. La pequeña daga que llevaba al costado parecía engastada con piedras preciosas, tal era su brillo, y el sombrerito bajo el brazo estaba tejido con borras de seda. Lo bien educado que estaba lo demostró el jovencito enseguida, pues había traído a Marie muchos juguetes, pero ante todo las más bonitas figuras de mazapán y otras que eran las mismas que había roído el rey de los ratones; a Fritz le había traído un sable espléndido. En la mesa cascó nueces para todos los comensales, no se le resistieron ni las más duras, las introducía en la boca con la mano derecha, con la izquierda tiraba de la coleta y, krak, la nuez caía en trozos. Marie se sonrojó mucho cuando vio al joven y aún se sonrojó más cuando, después de comer, el joven Drosselmeier la invitó a que fuera con él a la sala, a la vitrina.
—Jugad juntos, niños, no tengo nada en contra ahora que todos mis relojes van bien —dijo el consejero judicial. Pero en cuanto se quedó solo el joven Drosselmeier con Marie, flexionó una de sus rodillas y dijo:
—¡Oh, mi maravillosa señorita Stahlbaum, aquí a vuestros pies tenéis al afortunado Drosselmeier, a quien en este mismo lugar salvasteis la vida! ¡Hablasteis con gran bondad al decir que no me rechazaríais, como la antipática princesa Pirlipat, si por amor a vos me volviera feo! De inmediato dejé de ser un indigno cascanueces y recobré mi forma anterior, no del todo desagradable. ¡Oh, excelente señorita, concededme vuestra querida mano, compartid conmigo mi reino y mi corona, reinad conmigo en el palacio de mazapán, pues allí soy ahora rey!
Marie levantó al joven y habló en voz baja:
—¡Querido señor Drosselmeier! ¡Usted es una persona buena y afable, y como además gobierna un país alegre con gente contenta, le acepto como novio!
Desde ese momento Marie fue la prometida de Drosselmeier. Cuando terminó el año se dice que la recogió en una carroza de oro tirada por caballos de plata. En su boda bailaron veintidós mil figuras de lo más espléndidas, adornadas con perlas y diamantes, y Marie ahora debe ser la reina de un país en el que se pueden ver por todas partes brillantes bosques de Navidad, palacios transparentes de mazapán, en suma las cosas más estupendas y maravillosas, si se tiene ojos para ellas.
Éste ha sido el cuento del cascanueces y del rey de los ratones.
Fin
E.T.A. Hoffmann. Escritor y músico alemán, nació en Könisberg el 24 de enero de 1776. Está considerado uno de los grandes escritores del romanticismo alemán, de gran influencia en generaciones posteriores de escritores. Su labor como compositor, sin embargo, quedó eclipsada por su carrera literaria, dedicada principalmente al género fantástico y al horror.
De entre sus obras destacan sus relatos, reunidos en Piezas fantásticas, con obras como Vampirismo o Los autómatas. También hay que mencionar Los elixires del diablo (1815), una exquisita obra maestra de lo grotesco. Como dramaturgo, Hoffman escribió Ondina, ópera considerada precedente de la corriente operística romántica.
E.T.A. Hoffman murió en Berlín el 25 de junio de 1822.