«Como negros, esos poderes pertenecen
malhumoradamente al hombre; atentos a su amo
superior; mientras sirven, planean su venganza.»
«El mundo es apoplético con la vida lujosa de
la ambición; y la apoplejía tiene su caída.»
«Buscando conquistar una libertad más amplia,
el hombre no hace más que extender el
imperio de la necesidad.»
De un manuscrito privado
En el sur de Europa, cerca de una antes lozana capital, hoy con el húmedo moho gangrenando su esplendor, en el centro de una llanura, se alza lo que, desde la distancia, parece el negro y musgoso tocón de algún inconmensurable pino, caído, en días olvidados, con Anak y el Titán.
Como en todas partes donde cae un pino, su disolución deja un musgoso montículo…, la última sombra arrojada por el tronco que ha perecido; nunca alargándose, nunca encogiéndose; insensible a las aleteantes falsedades del sol; una sombra inmutable, y una auténtica medida que procede de la postración…, así que, hacia el oeste, de lo que parece el muñón, una recia lanza de ruina llena de líquenes cruza la llanura.
Desde la copa de ese árbol, qué nidada de extraños pájaros campanilleó con sus plateadas gargantas. Un pino de piedra; un aviario metálico en su copa: el Campanario, erigido por el gran mecánico, el profano expósito, Bannadonna.
Como la de Babel, su base se aposentó sobre una elevación de tierra renovada, subsiguiente al segundo diluvio, cuando las aguas de las Eras Oscuras se secaron y el verdor apareció de nuevo. No es extraño que, después de una inmersión tan larga y profunda, la jubilosa expectación de la raza flotara, como los hijos de Noé, hacia la aspiración de Shinar.
En su firme resolución, ningún hombre de aquel período fue más allá que Bannadonna en Europa. Enriquecido por el comercio con el Levante, el Estado donde vivía votó disponer del más noble Campanario de Italia. Su reputación hizo que fuera asignado como arquitecto del mismo.
Piedra a piedra, mes tras mes, se alzó la torre. Alta, más alta; con lentitud de caracol en su paso, pero antorcha o cohete en su orgullo.
Después de irse los albañiles, el constructor, de pie a solas en la siempre ascendente cima, al cierre de cada día, observaba que cada vez dominaba desde más arriba muros y árboles. Permanecía allí hasta altas horas de la noche, envuelto en planes de otros y aún más encumbrados empeños. Aquéllos en torno a los cuales se reunirían las multitudes los días de precepto —colgándose de los bastos postes del andamiaje, como marineros en las velas, o abejas en las ramas, sin importar el polvo y el barro, ni las esquirlas de piedra que caían—, en un homenaje que le inspiraría aún más hacia su autoestima.
Y, finalmente, llegó la fiesta de la Torre. Al sonido de las violas, la última piedra se elevó lentamente en el aire y, en medio de los disparos de ordenanza, fue depositada en el nicho final por las propias manos de Bannadonna. Luego, subiendo sobre ella, se mantuvo erguido, solo, con los brazos cruzado contemplando las blancas cimas de los azules Alpes de tierra adentro, y las aún más blancas crestas de los Alpes aún más azules junto a la orilla…, un espectáculo invisible desde la llanura. Invisible también desde allí desde el momento en que volvió sus ojos hacia abajo cuando, como el resonar de cañones, llegó hasta él el estallido de los aplausos de la gente. Lo que más les había agitado había sido ver con qué serenidad el constructor permanecía de pie allí, a cien metros altura, sobre una percha sin ninguna protección. Aquello, nadie excepto él se había atrevido a hacerlo. Pero él había hecho mismo a cada estadio de la construcción, mientras la roca crecía bajo sus pies…, y esa disciplina había dado ahora su último fruto.
Ya poco quedaba excepto las campanas. Éstas, en todos sus aspectos, tenían que corresponder a su receptáculo.
Las más pequeñas fueron fundidas sin problemas. Les siguió una altamente adornada, de singular construcción, prevista para ser colgada de una manera desconocida hasta entonces. La finalidad de aquella campana, su movimiento rotatorio, y su conexión con la maquinaria del reloj, ejecutada también al mismo tiempo, serán mencionados más adelante.
En la erección, campanario y torre del reloj se unieron en una sola cosa, aunque, antes de aquel período, tales estructuras habían sido comúnmente construidas separadas, como atestiguan el Campanile y la Torre de L’Orologio de San Marcos.
Pero era en la gran campana ceremonial donde el fundidor deseaba reunir su más atrevida habilidad. En vano le previnieron algunos de los menos entusiastas magistrados, diciendo que aunque realmente la torre era titánica, debía señalarse un límite al peso de sus masas oscilantes. Sin dejarse amilanar, preparó su gigantesco molde, dentado con figuras mitológicas; alimentó sus fuegos de pino balsámico; fundió su estaño y su cobre; y, arrojando en ellos mucha plata, contribuida por el espíritu público de los nobles, soltó la marea.
Los metales liberados aullaron como jaurías. Los trabajadores se echaron hacia atrás. A través de su alarma, se temió un daño fatal para la campana. Valiente como Sadrac, Bannadonna, corriendo hacia el resplandor, golpeó con fuerza al principal culpable con el poderoso cucharón de la colada. De la parte herida saltó una astilla, que fue a parar a la bullente masa, donde se fundió inmediatamente.
Al día siguiente fue descubierta cuidadosamente una parte del trabajo. Todo parecía correcto. La tercera mañana, con idéntica satisfacción, fue descubierta hasta un poco más abajo.
Al final, como si fuera algún antiguo rey de Tebas, toda la masa enfriada fue desenterrada. Todo estaba bien excepto en un extraño punto. Pero, como no permitía que nadie le ayudara en estas inspecciones, ocultó la imperfección con una preparación que nadie mejor que él sabía cómo hacer.
El vaciado de una masa tan enorme significaba un triunfo no pequeño precisamente para el vaciador; uno, también, que el estado no desdeñaba en compartir. El homicidio fue pasado por alto. Caritativamente, fue imputado a un repentino transporte de pasión estética, no a una cualidad infame. Una coz de un corcel árabe; ningún signo de maldad, solo sangre.
Rechazada su felonía por el juez, recibida la absolución por el sacerdote, ¿qué más hubiera podido desear nunca la conciencia más enfermiza?
Honrando la torre y a su constructor con otra fiesta, la República fue testigo de la colocación de las campanas y el reloj entre una pompa y un espectáculo superiores al anterior.
Siguieron por parte de Bannadonna algunos meses de soledad más acentuada que lo habitual. No era desconocido que se dedicaba a algo para el campanario, quería completarlo, hacer algo superior a todo lo que se había hecho hasta entonces. La mayoría de la gente imaginó que el diseño implicaría un vaciado como las campanas. Pero aquellos que se creían poseedores de más perspicacia agitaban la cabeza, señalando que no por nada mantenía el mecánico tan en secreto el asunto. Mientras tanto, su reclusión hacía que su trabajo se viera rodeado más o menos por ese tipo de misterio perteneciente a lo prohibido. Al cabo de poco tiempo, hizo que un pesado objeto fuera subido al campanario, envuelto en un saco o tela oscuro…, un procedimiento que empleaba a veces en el caso de una elaborada pieza de escultura o estatua que, pensada para adornar la fachada de un nuevo edificio, el arquitecto no deseaba exponer a los ojos críticos hasta instalarla, todo terminado, en su lugar correspondiente. Ésa misma era la impresión ahora. Pero, a medida que el objeto ascendía, los que estaban presentes observaron, o creyeron hacerlo, que no era enteramente rígido, sino que, en cierta manera, se doblaba. Finalmente, cuando el oculto objeto alcanzó su altura final y, visto imprecisamente desde abajo, pareció casi entrar por sí mismo en el campanario, como si necesitara poca asistencia de la cabria, un viejo y taimado herrero que estaba presente aventuró la sospecha de que no era otra cosa que un hombre vivo. Aquella suposición fue considerada estúpida, mientras el interés general no conseguía hallar otra.
No sin reparos por parte de Bannadonna, el magistrado jefe de la ciudad, con un asociado —ambos viejos—, siguieron a lo que parecía una imagen torre arriba. Pero, llegados al campanario, tuvieron poca recompensa. Amparándose plausiblemente detrás de los misterios concedidos de su arte, el mecánico se negó a dar ninguna explicación. Los magistrados miraron hacia el envuelto objeto que, para su sorpresa, parecía haber cambiado ahora su actitud, o quizás ésta había quedado oculta antes por el violento soplar del viento. Ahora parecía sentado
sobre alguna especie de armazón, o silla, contenida dentro del dominó. Observaron que cerca de la parte superior, en una especie de cuadrado, el entramado de la tela, ya fuera por accidente o a propósito, tenía su doblez parcialmente caído, y por el cruce asomaban algunos hilos aquí y allá, como si formaran una especie de entramado propio. Si era a causa del ligero viento que se agitaba a través de la piedra o no, o solo sus propias imaginaciones perturbadas, es inseguro, pero creyeron discernir una especie de tembloroso movimiento, como de muelles, en el dominó. Nada, ya fuera incidental o insignificante, escapaba a sus intranquilos ojos. Entre otras cosas, descubrieron, en un rincón, un tazón de barro, medio corroído y parcialmente incrustado, y uno susurró al otro que aquel tazón era como el que uno ofrecería, burlonamente, a los labios de alguna estatua de bronce, o quizás aún peor.
Pero, al ser interrogado, el mecánico dijo que el tazón era usado simplemente en sus fundiciones, y describió su finalidad; en pocas palabras, un tazón para probar las condiciones de los metales en fusión. Añadió que había ido a parar al campanario por pura casualidad.
De nuevo, y de nuevo, contemplaron el dominó, como si lucra alguna sospechosa incógnita…, una máscara veneciana. Se vieron agitados por todo tipo de vagas aprensiones. Incluso llegaron a temer que, cuando ellos descendieran, el mecánico, aunque sin ningún compañero de carne y hueso con él, no quedará solo a sus espaldas.
Afectando una cierta alegría ante su inquietud, el mecánico les suplicó que le disculparan, y extendió una burda tela de lona entre ellos y el objeto.
Mientras tanto, trató de interesarles en su otro trabajo; y, ahora que el dominó estaba fuera de su vista, ya no permanecieron insensibles a las maravillas artísticas que yacían a su alrededor; maravillas vistas ya anteriormente, pero en un estado aún no terminado; porque, desde la instalación de las campanas, nadie excepto el fundidor había entrado en el campanario. Era un rasgo característico suyo el que, incluso en los detalles, no permitiera que otra persona hiciera lo que podía hacer él sin demasiada pérdida de tiempo. Así, durante las últimas semanas, había dedicado todas las horas que no empleaba en su secreto diseño a elaborar las figuras en las campanas.
La campana del reloj, particularmente, atrajo ahora su atención. Bajo un paciente cincel, la latente belleza de sus adornos antes oscurecidos por la incidencia enturbiadora del vaciado de aquella belleza en su más tímida gracia, había sido ahora revelada. Rodeando toda la campana, doce figuras de alegres muchachas con guirnaldas, cogidas de la mano, danzaban en un anillo coral…, las propias horas encarnadas.
—Bannadonna —dijo el jefe—, esta campana supera a todas las demás. Nada podría ya mejorarla. ¡Hey! —oyendo un ruido—. ¿Fue eso el viento?
—El viento, Excellenza —fue la tranquila respuesta—. Pero las figuras no dejan de tener sus fallos. Todavía necesitan algunos retoques. Cuando ésos les hayan sido dados y… el bloque de allá —señalando hacia la lona—, cuando Haman, así es como le llamo…, ¿le?; lo, quiero decir…, cuando Haman sea colocado en este altivo árbol, entonces, caballeros, me sentiré enormemente feliz de recibiros de nuevo aquí.
La equívoca referencia al objeto causó un cierto regreso de la inquietud. Sin embargo, por su parte, los visitantes eludieron cualquier otra alusión a ello, no deseosos, quizá, de dejar que el expósito viera lo fácilmente que podía, con su arte plebeyo, agitar la plácida dignidad de los nobles.
—Bien, Bannadonna —dijo el jefe—; ¿cuánto falta para que estéis preparado para poner en marcha el reloj, de modo que suenen las horas? Nuestro interés en vos, no menos que en el propio trabajo, hace que nos sintamos ansiosos por asegurar vuestro éxito. La gente también…, observad, están gritando ahora. Decid la hora exacta en que estaréis preparado.
—Mañana, Excellenza; si escucháis…, o aunque no lo hagáis, no importa…, oiréis una extraña música. Al golpe de la una sonará por primera vez la campana —señaló la campana adornada con las muchachas y las guirnaldas—, y el golpe será dado aquí, donde la mano de Una sujeta la de Dua. El golpe de la una incidirá sobre este amoroso contacto. Mañana, pues, a la una en punto, mientras el golpe incide aquí, exactamente aquí —adelantándose y apoyando su dedo sobre el lugar exacto este pobre mecánico se sentirá una vez más enormemente feliz de rendir vasallaje a su audiencia, en ésta su desordenada tienda. Adiós hasta entonces, ilustres magníficos, y estad atentos al primer golpe de vuestro vasallo.
Ocultando en su inmóvil y volcánico rostro el ardiente resplandor que brillaba dentro de él como una fragua, avanzó con ostentosa deferencia hacia la trampilla, como para escoltar su salida. Pero el magistrado más joven, un hombre de buen corazón, turbado ante lo que le parecía un cierto desdén sardónico que asomaba acechante debajo del porte humilde del expósito, y con su simpatía cristiana más inquieta por él que por sí mismo, imaginando nebulosamente lo que podía ser el destino final de aquel cínico solitario, no quizás influenciado por lo extraño en general de todas las cosas que le rodeaban, aquel buen magistrado miró tristemente de reojo, apartando la vista del otro, y su ojo captó la expresión del inalterable rostro de la Hora Una.
—¿Cómo es esto, Bannadonna? —preguntó modestamente—. Una parece distinta de sus hermanas.
—En el nombre de Cristo, Bannadonna —saltó impulsivamente el jefe, atraída por primera vez su atención hacia la figura por la observación de su ayudante—. El rostro de Una se parece exactamente al de Débora, la profetisa, tal como fue pintada por el florentino Del Fonca.
—Seguramente, Bannadonna —siguió diciendo modestamente el otro magistrado—, vos teníais la intención de hacer que las doce horas exhibieran el mismo aire de alegre abandono. Pero ved, la sonrisa de Una parece más bien fatal. Es diferente.
Mientras su afable ayudante hablaba, el jefe miraba, inquisitivamente, de él al fundidor, como si se sintiera ansioso por averiguar cómo era explicada la discrepancia. Mientras, su pie rozaba la trampilla de salida.
Bannadonna dijo:
—Excellenza, ahora que, siguiendo vuestro inquisitivo ojo, contempló el rostro de Una, percibo de hecho alguna pequeña diferencia. Pero mirad en torno a toda la campana, y no descubriréis dos rostros que se correspondan exactamente. Porque hay una ley en el arte…, pero el frío viento se está levantando; esta celosía es una pobre defensa. Permitidme, oh magníficos, que os conduzca, al menos, durante parte de vuestro camino. Aquellos que se ocupan del bienestar del público deben ser cuidadosamente atendidos.
—Respecto a la expresión de Una, estabais diciendo, Bannadonna, que había una cierta ley en el arte —observó el jefe, mientras los tres descendían ahora por la escalera de piedra—. Por favor, decidme, entonces…
—Perdón; en otra ocasión, Excellenza…, la torre es un lugar húmedo.
—No, descansaremos un poco aquí, y quiero oírlo. Aquí hay un descansillo amplio y, pese a estas rendijas a sotavento, no hay aire, y sí bastante luz. Habladnos de vuestra ley; y detalladamente.
—Puesto que insistís, Excellenza, sabed que hay una ley en el arte que prohíbe la posibilidad de duplicados. Hace algunos años, puede que lo recordéis, grabé un pequeño sello para vuestra República, que llevaba, como divisa principal, la cabeza de vuestro propio antepasado, su ilustre fundador. Puesto que era necesario, para el uso normal, tener innumerables impresione para balas y cajas, grabé toda una placa, que contenía un centenar de esos sellos. Aunque, por supuesto, mi intención era hacer ese centenar de cabezas iguales, y me atrevo a decir que la gente piensa que lo son, si las examináis atentamente veréis que ninguno de estas cinco veintenas de rostros, puestos lado a lado, son exactos. El aspecto es grave en todos ellos, pero también diverso. En algunos, benévolo; en otros, ambiguo; en dos o tres, tras un atento escrutinio, incipientemente maligno, sin que sea necesario más que la variación de la sombra de unos pelos en torno a la boca para conseguir eso. Ahora, Excellenza, transmutad la gravedad general en alegría, y limitad esas variaciones a las doce que he descrito, y decidme: ¿No tendréis aquí mis horas, y una será una de ellas? Pero me gustaría…
—¡Hey! ¿No ha sido eso… una pisada arriba?
—El mortero, Excellenza, a veces cae al suelo del campanario de la arcada, de allá donde la sillería no ha sido revestida. Tendré que ocuparme de ello. Cómo iba a decir: Por una parte me gusta esta ley que prohíbe los duplicados. Evoca espléndidas personalidades. Sí, Excellenza, esa extraña y, para vos, incierta sonrisa, y esos ojos de Una que miran a lo lejos, encajan muy bien con Bannadonna.
—¡Hey!… ¿Estáis seguro de que no queda ningún alma arriba?
—Ningún alma, Excellenza, podéis estar seguro, ningún alma… De nuevo el mortero.
—No cayó mientras nosotros estuvimos allí.
—Oh, en vuestra presencia, Excellenza, sabía muy bien cuál era su lugar —sonrió suavemente Bannadonna.
—Pero Una —dijo el otro magistrado— parecía miraros intensamente; hubiera jurado que os había elegido a vos, de entre nosotros tres.
—Si lo hizo, posiblemente debió ser debido a su delicada percepción, Excellenza.
—¿Cómo, Bannadonna? No os comprendo.
—No importa, no importa, Excellenza…, pero el viento ha cambiado, y está soplando a través de las aberturas. Permitidme que os escolte un poco más; y luego, os suplico perdón, pero el trabajador tiene que volver a su trabajo.
—Puede que sea estúpido, signor —dijo el magistrado más joven mientras, desde el tercer rellano, iniciaban su descenso sin escolta—, pero, de algún modo, nuestro gran mecánico me emociona de una forma extraña. Bien, hace apenas un instante, cuando respondió de una forma tan arrogante, su expresión parecía la de Sísera, el miserable enemigo de Dios en el cuadro de Del Fonca. Y esa joven Débora esculpida, también. Ah, y ese…
—¡Vamos, vamos, signor! —replicó el jefe—. Un simple capricho. ¿Débora? ¿Dónde está Jael, por favor?
—Ah —dijo el otro, mientras salían de la torre—. Ah, signor, veo que habéis dejado tras de vos vuestros temores junto con el frío y la penumbra; pero los míos, incluso en este soleado aire, permanecen. ¡Hey!
Se había producido un sonido justo detrás de la puerta de la torre de donde habían emergido. Se volvieron, y vieron que se cerraba.
—Se ha deslizado detrás de nosotros y nos ha encerrado fuera —sonrió el jefe—. Pero ésta es su costumbre.
Se hizo la proclama de que al día siguiente, a la una después del mediodía, el reloj golpearía por primera vez y —gracias al poderoso arte del mecánico— con inhabituales acompañamientos. Pero cuáles serían ésos era algo que nadie podía decir todavía. El anuncio fue recibido con vítores.
Para aquellos que decidieron acampar en torno a la torre toda la noche, hubo luces brillando a través de la celosía del campanario en la parte superior, que solo desaparecieron con la llegada del sol matutino. Se oyeron también extraños sonidos, detectados por aquellos que, observando ansiosamente, no se dejaron trastornar mentalmente…, sonidos no solo de resonar de herramientas sino también —al menos eso se dijo— gritos y lamentos medio reprimidos, como los que podían brotar de alguna máquina fantasmal sobrecargada.
El día vino lentamente; parte de la concurrencia pasaba el tiempo con canciones y juegos, hasta que, al fin, el gran sol rodó impreciso, como una pelota de fútbol, sobre la llanura.
Al mediodía, la nobleza y los principales ciudadanos acudieron en cabalgada de la ciudad, y también una guardia de soldados con música, para mejor honrar la ocasión.
Solo una hora más. La impaciencia creció. Los hombres sujetaban febrilmente sus relojes entre sus manos, mirando atentamente sus esferas, luego echando el cuello hacia atrás y mirando hacia el campanario, como si el ojo pudiera predecir lo que solo sería captado por el oído; porque todavía no había ninguna esfera en el reloj de la torre.
La manecilla de las horas de un millar de relojes convergía ahora hacia la cifra 1, de la que solo la separaba el grosor de un cabello. Un silencio, como la expectativa de algún Shiló, invadía la hormigueante llanura. De pronto, un apagado e impreciso sonido —parecido a un campanilleo; apenas audible, de hecho, a los círculos exteriores de la gente— descendió pesadamente del campanario. Al mismo momento, cada hombre miró inexpresivamente a su vecino. Todos los relojes se alzaron. Todas las manecillas de las horas estaban en —habían pasado ya— la cifra 1. Ningún sonido de campanas llegó desde la torre. La multitud se volvió tumultuosa.
Tras aguardar unos instantes, el magistrado jefe, después de ordenar silencio, llamó al campanario, para saber qué cosa imprevista había ocurrido allí.
Ninguna respuesta.
Gritó de nuevo, y luego una tercera vez.
Todo siguió en silencio.
A su orden, los soldados abrieron por la fuerza la puerta de la torre; después, estacionando guardias para defenderles de la ahora excitada multitud, el jefe, acompañado de su anterior asociado, ascendió por las retorcidas escaleras. A media ascensión, se detuvieron para escuchar. Ningún sonido. Subieron más aprisa, y alcanzaron el campanario; pero, en el umbral, se sobresaltaron ante el espectáculo que se ofreció a sus ojos. Un spaniel que, sin que ellos se dieran cuenta, les había seguido hasta allí, permanecía estremecido junto a sus pies, como si se hallara delante de algún acechante monstruo desconocido: o, más bien, como si hubiera husmeado unos pasos que conducían a algún otro mundo. Bannadonna estaba allí tendido, postrado y sangrante, en la base de la campana que había adornado con muchachas y guirnaldas. Estaba al pie de la hora Una; su cabeza coincidía, en línea vertical, con su mano izquierda, unida a la de la hora Dua. Con el rostro abatido cerniéndose sobre él, como el de Jael sobre el de Sisera en su tienda con la estaca clavada en la sien, estaba el dominó; ahora ya no envuelto.
Tenía piernas, y parecía de arcilla escamosa, lustrosa como la quitina de un escarabajo dragón. Estaba amanillado, y sus brazos, juntos, estaban alzados, como si, con sus manillas, en vez del golpeador fuera la víctima golpeada. Uno de sus pies, algo adelantado, estaba inserto debajo del cuerpo muerto, como en el acto de apartarlo de un puntapié.
La incertidumbre se extiende sobre lo que ocurrió a continuación.
Sería natural suponer que los magistrados, en un primer momento, retrocedieran eludiendo un inmediato contacto personal con lo que estaban viendo. Al menos, por un tiempo, debieron permanecer inmóviles en una involuntaria duda, quizás en una más o menos horrorizada alarma. Lo cierto es que de abajo fue llamado un arcabucero. Y algunos añaden que su subida fue seguida por un feroz zumbido, como el repentino liberar de un potente muelle, junto con un sonido acerado, unió si un montón de espadas hubieran sido dejadas caer sobre el pavimento, y que esos sonidos, entremezclados, resonaron por toda la llanura, atrayendo todos los ojos hacia el campanario, de donde, a través de la celosía, brotaron pequeñas volutas de humo.
Algunos aseguraron que fue el spaniel, enloquecido por el miedo, el que recibió el disparo. Otros lo negaron. Lo cierto es que el spaniel no volvió a ser visto nunca; y probablemente, por alguna razón desconocida, compartió la sepultura del dominó que ahora se relatará. Porque, fueran cuales fuesen las anteriores circunstancias, una vez pasado el instintivo pánico inicial, o eliminados todos los fundamentos para un miedo razonable, los dos magistrados, con sus propias manos, envolvieron de nuevo la figura en el sudario caído a sus pies que antes lo había albergado. Aquella misma noche, fue bajado secretamente al suelo, trasladado subrepticiamente a la playa, llevado hasta mar abierto, y hundido allí. Sin que posteriormente, ni siquiera en las horas de más alegre camaradería, ninguno de los dos hombres revelara jamás todos los secretos del campanario.
La solución popular al insondable misterio del destino del fundidor implicaba más o menos algún elemento sobrenatural, pero algunas mentes menos acientíficas pretendieron hallar una cierta dificultad en aceptar esto. En la cadena de acontecimientos circunstanciales trazada, puede haber, o tal vez no, algún eslabón ausente. Pero, como la explicación en cuestión es la única que la tradición ha conservado de forma explícita, a falta de una mejor, aquí queda expuesta. Pero, en primer lugar, es de requisito presentar la suposición sostenida acerca del motivo y modo, con su origen, del designio secreto de Bannadonna que las mentes arriba mencionadas creyeron penetrar tanto en el alma como en el acontecimiento. La revelación implicará indirectamente referencia a asuntos peculiares, ninguno de ellas muy claro, más allá del tema inmediato.
En aquel período, ninguna gran campana había sido hecha sonar de otro modo distinto a como hasta el presente, por agitación de un badajo en su interior, mediante cuerdas, la percusión desde el exterior, ya fuera por medio de una complicada maquinaria o fuertes hombres, armados con pesados martillos, estacionados en el campanario o en garitas de centinela al aire libre, según la campana estuviera expuesta o resguardada.
Fue observando estas campanas al aire libre, con los hombres de guardia en el campanario que las hacían sonar, que el fundidor derivó, se opinaba, la primera sugerencia de su esquema. Perchada sobre un gran pilón o espira, la figura humana vista desde abajo, se ve afectada por una reducción tal del tamaño aparente que sus rasgos inteligentes resultan borrados. No refleja ninguna personalidad. En vez de reflejar volición sus gestos se parecen más bien a los automáticos brazos de un telégrafo.
En consecuencia, meditando acerca del aspecto puramente de Polichinela de la figura humana contemplada de este modo se le ocurrió indirectamente a Bannadonna el diseñar algún agente metálico, que diera la hora con su metálica mano, con una precisión aún mayor que una mano viva. Y más aún: puesto que el hombre de guardia en el campanario, saliendo de su refugio en los períodos determinados, caminaba hacia la campana con su maza alzada para golpearla, Bannadonna decidió que su invención poseyera también el poder de la locomoción y, junto con ella, la apariencia, al menos, de inteligencia y voluntad.
Si las conjeturas de aquellos que afirmaban conocer las intenciones de Bannadonna eran hasta aquí correctas, su espíritu no habría sido excesivamente emprendedor. Pero no se detenían en este punto; la idea básica era que, efectivamente su diseño había sido promovido en primer lugar por la visión del guardia en el campanario, y confinada a la confección de un sutil sustituto para él; sin embargo, como es a menudo el caso con los creadores de proyectos, por insensibles gradaciones, avanzando desde metas comparativamente pigmeas hasta otras titánicas, el esquema original había alcanzado, en sus finalidades anticipadas, un grado de atrevimiento sin precedentes. Seguía dedicando sus esfuerzos a la figura locomotora para el campanario, pero solo como un tipo parcial de una criatura ulterior, una especie de enorme esclavo, adaptado además, en un grado que difícilmente puede ser imaginado, a las conveniencias y glorias universales de la humanidad; proporcionando nada menos que un suplemento a los Seis Días de Trabajo; proporcionando a la Tierra un nuevo siervo, más útil que el buey, más rápido que el delfín, más fuerte que el león, más astuto que el mono, más industrioso que la hormiga, más feroz que la serpiente, y sin embargo, en paciencia, otro mulo. Todas las excelencias de las criaturas surgidas de las manos de Dios y que servían al hombre iban a ver allí una mejora, y además verse combinadas todas en una. Talus iba a ser el nombre del esclavo para todo. Talus, el esclavo de hierro de Bannadonna y a través suyo, del hombre.
Aquí puede pensarse que, si estas últimas conjeturas acerca de los secretos del fundidor no eran erróneas, entonces debían estar irremediablemente infectadas por las más locas quimeras de aquella época; yendo más allá de Alberto Magno y Cornelio Agripa. Pero se demostró lo contrario. Pese a lo maravilloso de su diseño, pese a trascender aparentemente no solo los límites de la invención humana, sino también los de la creación divina, los medios propuestos para ser empleados se supone que se hallaban confinados dentro de las sobrias formas de la sobria razón. Se afirmaba que, hasta un grado que iba más allá del escéptico desdén, Bannadonna no había mostrado la menor
simpatía por ninguna de las vanamente gloriosas irracionalidades
de su tiempo. Por ejemplo, no había llegado a la conclusión, con los visionarios entre los metafísicos, de que entre las más delicadas fuerzas mecánicas y la más ruda vitalidad animal podía descubrirse algún germen de correspondencia. Esta idea compartía poco del entusiasmo de algunos filósofos naturales, que esperaban, mediante inducciones fisiológicas y químicas, llegar al conocimiento de la fuente de la vida, y así se calificaban a sí mismos como aptos para fabricarla y mejorarla. Mucho menos tenía algo en común con la tribu de los alquimistas que buscaban, a través de una especie de encantamiento, evocar alguna sorprendente vitalidad a partir del laboratorio.
Como tampoco había imaginado, siguiendo la corriente de algunos esperanzados teósofos, que, a través de la fiel adoración del Altísimo, algunos de sus poderes pudieran descender hasta el hombre. Bannadonna, un materialista práctico, había apuntado hacia lo que debía alcanzarse no por la lógica, no por el crisol, no por los conjuros, no por los altares, sino por los simples martillos y banco de trabajo. En pocas palabras, resolver la naturaleza, robarle algo, intrigar más allá de ella, procurarse algo que la atara a su mano… No; ésos, de una vez por todas, no habían sido sus objetivos; sino, sin pedirle favores a ningún elemento ni ningún ser, por sí mismo, rivalizar con la Naturaleza, ganarla y dominarla. Avanzaba hacia su conquista. Con él, el sentido común era teúrgia; la maquinaria, milagro. Prometeo, el nombre heroico para el maquinista; el hombre, el auténtico Dios.
Sin embargo, en este paso inicial, en lo que al autómata experimental para el campanario se refería, se permitió jugar un poco; o, quizá, lo que parecía juego no fuera más que una utilitaria ambición extendida colateralmente. En su figura, la criatura para el campanario no debía ser modelada según los esquemas humanos, ni los de ningún animal, ni siquiera según los ideales, por alocados que fueran, de las antiguas fábulas sino igualándolo en aspecto al hecho de que cualquier organismo es un producto original; cuanto más terrible de contemplar, mejor.
Ésas, pues, eran las suposiciones respecto al esquema actual y sus reservadas intenciones. Cómo, en el umbral de todo ello las cosas se desarrollaron hacia la catástrofe que lo estropeó todo, o mejor dicho, cuál fue la conjetura ahí, es lo que veremos a continuación.
Se creía que el día anterior a la fatalidad, una vez se marcharon sus visitantes, Bannadonna había desembalado la imagen en el campanario, la había ajustado, y la había colocado en el lugar previsto: una especie de garita de centinela en un rincón del campanario; en pocas palabras, durante la noche y parte de la siguiente mañana, se había dedicado a arreglar todo lo relativo al dominó: la salida de la garita cada sesenta minutos; deslizarse a lo largo del sendero señalado, que formaba como un riel; avanzar hacia la campana del reloj, con las manillas alzadas; golpear en una de las doce uniones de las veinticuatro manos; luego dar la vuelta, rodear la campana, y retirarse a su puesto, donde debería aguardar otros sesenta minutos antes de repetir el mismo proceso; la campana, mientras tanto, a través de un hábil mecanismo, giraría sobre su eje vertical, a fin de presentar a la maza que descendería sobre ella las manos unidas de las dos figuras siguientes, cuando ésta debiera golpear las dos, las tres, y así sucesivamente, hasta el final. La musicalidad de aquella campana había sido tratada de tal modo en la fusión, mediante algún ignoto arte, que había perecido con su originador, que cada uno de los golpes sobre las veinticuatro manos emitiría su propia resonancia.
Pero el mágico y metálico extranjero nunca llegó a dar más de un golpe sobre el mágico metal en el cual Bannadonna había dejado clavada su ambiciosa vida. Porque, después de haber introducido la criatura en la garita del centinela, ajustándola para que, a partir de entonces, saliera de ella a las horas previstas, ésta no debería emerger de ella hasta la una, pero entonces emergería infaliblemente; y, después de aceitar diestramente el camino por el que debería deslizarse, se supone que el mecánico se apresuró hacia la campana, para dar los últimos toques a sus esculturas. Como cualquier auténtico artista, allá quedó absorto; y su ensimismamiento se vio intensificado, parece ser, por su deseo de eliminar aquella extraña expresión en Una, que ante los demás había tratado con tal despreocupación, pero que en secreto, posiblemente, debía estar desgarrando su alma.
Y así, en el intervalo, olvidó a su criatura; la cual, sin olvidar su deber, y según los dictados de su creación y el exacto desenrollar del resorte de su mecanismo, abandonó su puesto en el momento exacto; se deslizó silenciosa por su bien aceitado camino hacia su objetivo; y, apuntando a la mano de Una, para desgranar una clamorosa nota, golpeó sordamente el cerebro de Bannadonna que se hallaba interpuesto en su camino, vuelto de espaldas a ella; los amanillados brazos volvieron a alzarse instantáneamente a su posición anterior, listos para el segundo martillazo cuando llegara su momento. El cuerpo caído interrumpía el camino de regreso la criatura; así que allí se quedó, inmóvil, medio inclinada sobre Bannadonna, como si estuviera susurrando algún terror post mórtem. El cincel yacía caído de la mano, pero al lado de la mano; el frasco de aceite estaba derramado a través del camino de hierro.
Ante aquel desgraciado final, consciente del raro genio del mecánico, la República decretó para él un solemne funeral. Se decidió que la gran campana —cuya fundición se había visto comprometida por la timidez del desgraciado trabajador— sonara en el momento de la entrada del ataúd en la catedral, hombre más robusto de la región recibió el encargo de hacerla sonar.
Pero mientras los porteadores del féretro entraban en el porche de la catedral, lo único que llegó a sus oídos, proceden de la torre, fue un sonido roto y desastroso, como el de algún desprendimiento alpino. Luego, solo silencio.
Mirando hacia atrás, vieron que la parte superior del campanario se había hundido parcialmente de un lado. Después se supo que el fuerte campesino que tenía a su cargo la cuerda la campana, deseando probar toda su gloria, había dado a la cuerda un concentrado tirón. La masa de estremecido metal demasiado poderosa para su anclaje, y extrañamente débil en alguna parte en su extremo superior, se había soltado de sus ataduras, había reventado un lado del campanario, y ha caído dando vueltas sobre sí misma por un lado de la torre y todos los cien metros hasta el blando césped de abajo, enterrándose boca arriba hasta la mitad.
Tras ser desenterrada, se vio que la fractura principal se había iniciado en un pequeño punto junto a su corona; el cual al ser raspado, reveló un defecto, engañosamente diminuto, en la fundición; un defecto que posteriormente había sido empastado con algún producto desconocido.
El refundido metal pronto volvió a su lugar en la superestructura reparada de la torre. Durante un año, el coro metálico de pájaros cantó musicalmente por entre las esculpidas celosías y tracerías del campanario. Pero en el primer aniversario de terminación de la torre —a primera hora de la mañana, apenas amanecido, antes de que la multitud la rodeara—, se produjo un temblor de tierra; se oyó un fuerte y sordo ruido. El pino de piedra, con toda su nidada de metálicos pájaros cantores, yacía derribado sobre la llanura.
Así el ciego esclavo obedeció a su amo cegador; pero, en obediencia, lo mató. Así el creador fue muerto por la criatura. Así la campana fue demasiado pesada para la torre. Así la principal debilidad de la campana fue allá donde la sangre del hombre le había salpicado su imperfección. Y así el orgullo se derrumbó en la caída.
FIN