A Abelardo Díaz Alfaro
Don Rafa era un tipo repugnante: bajito, ventrudo y cabezón. Sobre las mejillas siempre mal afeitadas se entreabrían apenas los ojitos aviesos y sanguíneos; entre la nariz aplastada y roja y la boca sensual, de gruesos labios manchados por el tabaco, se alborotaba la pelambre del bigote cimarrón.
Vestía siempre de kaki: camisa y pantalón de montar, con botas. Un Cok de cañón largo y cabo nacarado no abandonaba nunca su cintura. Un panamá de alas anchas completaba la indumentaria.
Petulante el hombrecito.
En sus correrías eróticas por aquellos campos, don Rafa había formado un serrallo de jibaritas núbiles, casi todas arrancadas del hogar con lujo de violencia. El padre o el hermano que se atrevía a protestar amanecía un día cualquiera en medio de un callejón, balaceado por los espalderos del sátiro. Si la víctima había sabido defenderse con bravura, don Rafa añadía humillación al crimen y sufragaba los gastos del entierro.
Tal era el jefe político de la comunidad. El cacique.
Mi abuelo era el líder local del partido contrario al de don Rafa. Era un anciano íntegro, de los de la “vieja cepa”. Cada cuatro años, en época de elecciones, nuestra vieja y amplia casona familiar se convertía en centro de operaciones de la colectividad.
Yuyo Morales era la mano derecha del viejo. Era un mulato corpulento, recio, honrado a carta cabal. Se había criado en la casa “dende quera deste tamaño”. Casado a los treinta años con la joven y taciturna lavandera de la familia, enviudó sin descendencia a los cuarenta y nunca se le volvió a conocer mujer.
Llegado el día de los comicios cuando yo acababa de cumplir los catorce años, los alrededores de la casa hervían de gente. La peonada aguardaba los camiones que debían conducirla a las casillas electorales. Yuyo se movía entre todos, agitando sus brazos (largos como aspas de molino, me decía yo, que ya era capaz de evocar lecturas) sobre las cabezas de los jíbaros.
De pronto, un peón de una finca vecina y correligionaria entró corriendo por la tranquera del corral. Venía sudoroso y demudado. Buscó a Yuyo con la mirada y avanzó hacia él. Se explicó con frases entrecortadas, a causa del jadeo. Don Rafa había aparecido en la finca a media mañana, acompañado de sus matones, y había encerrado a los peones en los ranchos para que no pudieran votar. A él no le echaron mano porque le metió la cabeza a un cañaveral a tiempo. Sin embargo, oyó algunas balas zumbar como abejorros entre las cañas.
Yuyo casi musitó, sin parpadear, unas preguntas. Escuchó las respuestas con la mirada puesta en los pies del otro y después salió al camino compensando la falta de premura con la longitud de sus zancadas. El peón -pasicorto- lo siguió con dificultad.
A la hora de abrir las casillas no faltó un solo votante de la finca vecina. Poco más tarde, dos jíbaros que regresaban a sus ranchos encontraron a don Rafa a la orilla de una pieza de cañas. Con ambas manos trataba de contenerse el tripero que se le salía por una herida desde el ombligo hasta el nacimiento del sexo. Exhalaba gemidos roncos y ya había empezado a voltear los ojos. Los peones se apresuraron a llevarlo a la casa más cercana, que era la de mi abuelo.
Yo vi cuando lo trajeron. Popular venía detrás, lamiendo las gotas de sangre que caían en el camino. Un movimiento brusco de los peones, al hacer que el herido se ladeara, lo vació como un saco descosido. El intestino cayó pesadamente al suelo, espantando al perro que retrocedió unos pasos. El cadáver se desmadejó en seguida como un grotesco pelele desarticulado.
Mi abuelo, atraído por los gritos del mujerío, llegó corriendo junto al muerto. Yuyo también se allegó, dejó caer una mirada dura sobre el difunto, y se recostó en la tranquera, silencioso. El anciano se acercó a él lentamente. Lo miró a los ojos, con una interrogación ansiosa en la mirada. El mulato bajó la vista. Mi abuelo casi sollozó:
-¡Yuyo!
FIN