El Buen Dios de Chemillé, que no está a favor ni en contra
El párroco de Chemillé iba a llevar al Buen Dios a un enfermo. Realmente, daba pena pensar que alguien pudiera morirse en un día tan hermoso de verano, en pleno Ángelus de mediodía, en el momento de la vida y de la luz. Daba pena también pensar que aquel pobre párroco se había visto obligado a ponerse en camino nada más terminar de comer, a la hora en la que de costumbre iba -con el breviario entre las manos- a echarse una pequeña siesta bajo su cenador de viña, al fresco y al reposo de un bonito huerto lleno de melocotones maduros y de malvarrosas.
-Te ofrezco este pequeño sacrificio -pensaba el santo hombre suspirando y, subido en su asno gris, con el Buen Dios delante de él cruzado sobre la albarda, seguía un camino a la mitad del repecho entre la roca roja cubierta de musgos en flor, y la pendiente de guijarros y de altos matorrales que descendía hasta las praderas.
Igualmente el asno, el pobre asno suspiraba: «Señor, te lo ofrezco» y suspiraba a su manera, levantando unas veces una oreja, luego la otra, para espantar las moscas que lo atormentaban. Es que son endiabladas y zumbantes las moscas de mediodía; además de eso, la cuesta que había que subir, y el párroco de Chemillé que pesaba tanto, sobre todo al terminar de comer…
De vez en cuando, los campesinos pasaban a su lado y se echaban un poquito a la orilla para dejar sitio al Buen Dios, con ese toque de sombrero característico de los campesinos de Turena; la mirada maliciosa y el saludo respetuoso, mirada que parece burlarse del gesto. A cada uno de ellos el señor párroco le devolvía el saludo en nombre del Buen Dios, de forma muy educada, pero sin saber muy bien lo que hacía porque, sin duda, empezaba a poderle el sueño.
El tiempo era caluroso, la senda blanca. Al pie del cerro, detrás de los álamos, las pequeñas olas de Loira parecían escamas de plata deslumbrantes. Toda aquella luz repartida, el zumbido de las abejas que levantaban el polen de las flores junto al camino, el canto de los zorzales en las viñas, un canto feliz de pequeño animal goloso y saciado, acababa por adormecer al cura, ya bastante aturdido por un buen almuerzo de vino blanco y estofado de cerdo.
He aquí que, pasado Villandry, allí donde la roca se hace más alta y la cuesta más estrecha, el párroco de Chemillé fue sacado bruscamente de su sueño por los ¡Dia! ¡Hue! de un carretero que venía hacia él, con un gran carro de heno que se balanceaba a cada vuelta de rueda. El momento era crítico. Aunque se apretaran lo más posible contra las rocas, no había sitio para los dos en el camino… ¿Regresar hasta la carretera? El párroco no podía hacerlo, pues había tomado aquel sendero para llegar más rápido sabiendo que su enfermo estaba muy grave. Eso fue lo que intentó explicarle al carretero; pero el patán no quería comprender.
-Lo siento mucho, señor cura, -dijo sin retirar la pipa de los labios- pero la jornada es demasiado calurosa como para que regrese hacia Azay por el atajo. En cambio usted, que va tan tranquilamente sobre su asno…
-Pero, desgraciado, ¿no has visto pues lo que llevo aquí? Es el Buen Dios, mal cristiano, el Buen Dios de Chemillé que llevo a un enfermo.
-Yo soy de Villandry -rió tontamente el carretero-… El Buen Dios de Chemillé no me interesa… ¡Dia! ¡Hue! -Y el pagano lanzó un latigazo a su atalaje para hacerle avanzar, con riesgo de enviar el asno y todo lo que éste llevaba encima a rodar hasta el pie del cerro, hasta los pastizales.
Nuestro cura sólo era paciente lo justo. «¡Ah! ¡Así es la cosa! Pues bien, ¡espera!». Y, saltando abajo de su animal, depositó delicadamente el Buen Dios de Chemillé al borde del camino, sobre un macizo de serpol, entre las giniestas doradas y las lucérnulas blancas, auténtico mantel de altar florido y perfumado, como no se encuentra ni siquiera en la catedral de Saint-Martin de Tours. Luego, el santo hombre se arrodilló e hizo esta breve oración:
-Buen Dios de Chemillé, ya ves lo que me sucede y que este descreído va a obligarme a hacerle entrar en razón. Para hacerlo, no necesito a nadie, pues tengo puños robustos y el derecho de mi parte… Quédate pues aquí tranquilo contemplando nuestra batalla y no te pongas ni a favor ni en contra. Su asunto estará rápidamente resuelto.
Una vez concluida su oración, se levantó y comenzó a remangarse, lo que permitió ver después de sus manos, sus hermosas manos de cura suaves y pulidas por las bendiciones, dos muñecas de panadero fuertes como troncos de fresno. ¡Vlin! ¡Vlan! Del primer golpe, el carretero tuvo la pipa rota entre los dientes. Del segundo se encontró tendido en el fondo de la cuneta, avergonzado, molido, inmóvil. Después de lo cual el párroco hizo retroceder la carreta, la colocó cuidadosamente a lo largo del talud, la cabeza del caballo a la sombra de una morera, y se fue al trotecillo hacia su enfermo, que encontró sentado entre dos cortinas de indiana, repuesto de su fiebre como por milagro y abriendo una vieja botella de Vouvray espumoso, para volver a la vida. Les dejo pensar si nuestro párroco le ayudó en la operación.
A partir de entonces, el Buen Dios de Chemillé es muy popular en Turena, y es a Él al que todos los tureneses invocan en sus disputas: «Buen Dios de Chemillé, no te pongas ni a favor ni en contra…». Es el auténtico Dios de las batallas, el Dios de Chemillé que no favorece a nadie y deja a cada uno triunfar de acuerdo con su fuerza y su recto derecho. Por lo que cuando luzca el día -ya saben amigos míos, lo que quiero decir- no es al viejo Sabaoth, el sanguinario amigo de Augusta y de Guillaume, ese Sabaoth al que se convence con Te Deum y misas cantadas, ¡no! No es a ése al que hay que dirigir nuestras oraciones sino al Buen Dios de Chemillé, y he aquí lo que le diremos:
ORACIÓN
«Buen Dios de Chemillé, los franceses te imploran. Ya sabes lo que esas gentes de allí nos han hecho… Ahora la hora de la revancha ha llegado… Para tomarla, no necesitamos ni a Ti ni a nadie, dado que esta vez tenemos buenos cañones, botones en todas nuestras polainas y el derecho de nuestra parte. Quédate pues ahí bien tranquilo mirando nuestra batalla, y no te pongas ni a favor ni en contra. El asunto de esos bellacos estará rápidamente resuelto. Amén».
FIN
Alphonse Daudet. (1840-1897), el destacado escritor francés conocido por su aguda observación de la sociedad de su tiempo, dejó una huella perdurable en la literatura del siglo XIX. Nacido en Nimes el 13 de mayo de 1840, Daudet recibió su educación secundaria en Lyon y luego trabajó como secretario del influyente Duque de Morny durante el Segundo Imperio. Sin embargo, la súbita muerte del duque en 1865 marcó un punto de inflexión en la vida de Daudet, impulsándolo a dedicarse por completo a la escritura.
Daudet no solo se desempeñó como cronista en el periódico Le Figaro, sino que también incursionó en la novela y la narración. Tras un viaje a Provenza, comenzó a escribir los relatos que se convertirían en la obra "Cartas desde mi molino" (Lettres de mon moulin, 1866), que evocaba su Provenza natal.
La autorización del director de L'Événement le permitió publicar estos relatos como folletines en el verano de 1866, bajo el título de "Crónicas provinciales". Algunos de los relatos de esta colección, como "La cabra de M. Seguin" (La chèvre de M. Seguin), "Las tres misas menores" (Les trois messes basses) o "El elixir del reverendo padre Gaucher" (L’élixir du révérend père Gaucher), se han convertido en parte integral de la literatura francesa.
En 1867, Daudet contrajo matrimonio con la escritora Julia Daudet, y juntos formaron un vínculo literario duradero. La primera novela que escribió como tal, "Poquita cosa" (Le petit chose, 1868), fue una semiautobiografía que evocaba su tiempo como maestro de estudios en el colegio d’Alès.
A lo largo de su carrera, Daudet exploró temas de costumbres contemporáneas en sus novelas, como "Fromont hijo y Risler padre" (Fromont jeune et Risler aîné, 1874), "Mujeres de artistas" (Les femmes d'artistes, 1874), "Jack" (1876), "El nabab" (Le nabab, 1877), "Los reyes en el exilio" (Les rois en exil, 1879), "Numa Roumestan" (1881), "El evangelista" (L'Évangéliste, 1883), "Sapho" (1884) y "El inmortal" (L'inmortel, 1883).
Además de su labor como novelista, Daudet incursionó en el teatro, escribiendo obras como "El último ídolo" (La dernière idole, 1862) y "Los ausentes" (Les absents, 1863). No obstante, nunca dejó de lado su vocación de narrador y publicó cuentos en "Cuentos del lunes" (Les contes du lundi, 1873), una colección de relatos inspirados por la guerra franco-prusiana y el género de los cuentos fantásticos.
Daudet también dejó un legado en forma de dos libros de memorias, "Recuerdos de un hombre de letras" (Souvenirs d’un homme de lettres) y "Treinta años de París" (Trente ans de Paris). Además, fue miembro de la Academia Goncourt de 1874 a 1880.
El 16 de diciembre de 1897, Alphonse Daudet falleció en París, dejando una marca indeleble en la literatura francesa con su capacidad para retratar la sociedad y la vida de su época con una aguda y sensible pluma.