El bistec de oso
Llegué a la casa de Postas de Martigny hacia las cuatro de la tarde.
Cuando entré, los viajeros estaban ya sentados a la mesa; eché una ojeada rápida e inquieta sobre los comensales; todas las sillas estaban unidas y todas estaban ocupadas. ¡No tenía sitio!…
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo; me volví para buscar a mi hostelero. Estaba detrás de mí. Encontré en su cara una expresión mefistofélica. Se sonreía.
-¿Y yo? -le dije-, ¿y yo, desgraciado?
-Mirad -me dijo, indicándome con el dedo una mesita aparte; ahí tenéis vuestro sitio; un hombre como usted no debe comer con todas esas gentes.
-¡Oh ¡El buen hombre! ¡Yo que había sospechado de él!…Estaba maravillosamente servida mi mesita. Cuatro fuentes formaban el primer servicio y en medio estaba un bistec, con un aspecto como para avergonzar a un bistec inglés… Mi hostelero vio que él absorbía toda mi atención. Se inclinó misteriosamente a mi oído:
-No habrá otro semejante en todo el mundo -me dijo.
-¿De qué es, pues, ese bistec?
-¡Un filete de oso! ¡Nada menos que eso!
Yo hubiera preferido que me dejase creer que era un filete de vaca. Miré maquinalmente aquel manjar tan alabado, que me recordaba a esos desgraciados animales que de pequeño yo había visto, rugiendo, llenos de barro, con una cadena colgada de la nariz y un hombre sujetando el extremo de la cadena, bailar pesadamente a caballo sobre un bastón. Oía el ruido sordo del tambor sobre el cual golpeaba el hombre, el sonido agudo del octavín que tocaba, y todo ese recuerdo no me daba una simpatía muy decoradora por la carne tan elogiada que tenía ante mis ojos. Había puesto el bistec en mi plato y había sentido, por el modo triunfal con que mi tenedor se había plantado en él, que al menos era tierno. Sin embargo, seguía vacilando, le volvía y revolvía por sus dorados lados, cuando mi hostelero, que me miraba sin comprender nada de mi vacilación, me determinó con un último «Pruebe usted eso y me dirá su opinión».
En efecto, corté de él un trozo del grueso de una aceituna, le unté con tanta manteca como era capaz de absorber, y separando los labios lo llevé a la boca más bien por vergüenza que con esperanza de vencer mi repugnancia. Mi hostelero, en pie detrás de mí, seguía todos mis movimientos con la benévola impaciencia de un hombre que se satisface con la sorpresa que se va a experimentar. La mía fue grande, lo confieso. Sin embargo, no me atreví a manifestar de repente mi opinión; temía haberme engañado; volví a cortar silenciosamente un segundo trozo, de un volumen aproximadamente doble del primero, le hice tornar el mismo camino, con las mismas precauciones, y cuando me lo hube tragado:
-¡Cómo! ¿Es oso? -dije.
-Oso.
-¿De verdad?
-Palabra de honor.
-Pues bien, es excelente.
En el mismo momento llamaron a la mesa redonda a mi digno hostelero, quien tranquilizado por la certeza de que iba a hacer honor a su manjar favorito, me dejó frente a frente con mi bistec.
Tres cuartas partes habían ya desaparecido cuando volvió, y reanudando la conversación donde la había interrumpido, me dijo: “Es que el animal con quien os las habéis era un hermoso ejemplar». Aprobé con un signo de cabeza.
-Pesaba ¡trescientos veinte kilos!
-¡Hermoso peso! -yo no perdía bocado.
-No se apoderaron de él sin trabajo, os respondo de ello.
-¡Lo creo! -me llevé el último trozo a la boca.
-Ese pícaro se comió la mitad del cazador que le había matado.
El trozo de carne salió de mi boca como expulsado por un resorte.
-¡Que el diablo os lleve! -dije, volviéndome de su lado- por gastar semejantes bromas a un hombre que está comiendo.
-Yo no bromeo, señor; es cierto lo que os digo.
Sentía revolverme el estómago.
-Era -continuó mi hostelero-un pobre aldeano del pueblo de Fouly, llamado Guillermo Mona. El oso, del cual no queda más que ese trocito que tenéis en vuestro plato, venía todas las noches a robarle sus peras, porque para esos animales todo es bueno. Sin embargo, se dirigía con preferencia a un peral cargado de bergamotas. ¿Quién iba a sospechar que un animal como ese tuviese los gustos del hombre y fuera a elegir en un huerto, justamente, las peras de agua? Ahora bien, el aldeano de Fouly prefería también, por desgracia, las bergamotas a los demás frutos. Al principio creyó que eran niños los que venían a hacer daño en su cercado; tomó, en consecuencia, la escopeta, la cargó con gruesos granos de sal gorda y se puso al acecho. Hacia las once, un rugido resonó en la montaña. ¡Toma!, dijo, hay un oso en los alrededores; diez minutos después, un segundo rugido se hizo oír, pero tan potente, tan cercano, que Guillermo pensó que no tenía tiempo de ganar su casa y se arrojó al suelo, boca abajo, no teniendo más que una esperanza: que era por sus peras y no por él por lo que el oso venía. Efectivamente, el animal apareció casi en seguida en la esquina del huerto, avanzó en línea recta hacia el peral en cuestión, pasó a diez pasos de Guillermo, subió con presteza al árbol, cuyas ramas crujían bajo el peso de su cuerpo y se puso a hacer tal consumo de ellas, que era evidente que dos visitas parecidas harían inútil la tercera. Cuando quedó harto, el oso descendió lentamente, como si tuviera pena de dejar alguna, volvió a pasar cerca de nuestro cazador, a quien la escopeta, cargada de sal, no podía serle en esta circunstancia de gran utilidad, y se retiró tranquilamente a la montaña. Todo esto había durado una hora poco más o menos, durante la cual el tiempo había parecido más largo al hombre que al oso.
Sin embargo, el hombre era un valiente… y había dicho en voz baja, viendo irse al oso: está bien, vete; pero esto no quedará así: nos volveremos a ver. Al día siguiente, uno de sus vecinos, que vino a visitarle, le encontró ocupado en serrar en lingotes los dientes de una horca. ¿Qué haces ahí?, le dijo. Me entretengo, respondió Guillermo.
El vecino cogió los trozos de hierro, los volvió y revolvió en su mano, como hombre entendido en ello, y después de haber reflexionado un instante:
-Mira, Guillermo -dijo-, si quieres ser franco, confesarás que esos trocitos de hierro están, destinados a horadar una piel más dura que la de un gamo.
-Quizás -respondió Guillermo.
-Tú sabes que soy un buen muchacho-respondió Francisco. Este era el nombre del vecino-. Pues bien, si tú quieres, para los dos el oso: dos hombres valen más que uno.
-Eso según -dijo Guillermo-; y continuó serrando su tercer trozo de hierro.
-Mira -continuó Francisco-, te dejaré la piel para ti solo y no nos repartiremos más que la prima y la carne.
-Prefiero todo -dijo Guillermo.
-Pero no puedes impedirme que busque la huella del oso en la montaña, y si la encuentro, que me ponga al acecho a su paso.
-Eres libre.
Y Guillermo, que había acabado de serrar sus tres lingotes, se puso, mientras silbaba,a medir una carga de pólvora doble de la que se pone de ordinario en una escopeta.
-Parece que tomarás tu escopeta grande-dijo Francisco.
-¡Sin duda! Tres trozos de hierro son más seguros que una bala de plomo.
-Eso estropea la piel.
-Eso mata más rápidamente.
-¿Y cuándo piensas hacer la caza?
-Te lo diré mañana.
-Por última vez. ¿No quieres?
-No.
-Te prevengo que voy a buscar el rastro. Di ¿para los dos?
-Cada uno para sí.
-¡Adiós, Guillermo!
-¡Buena suerte, vecino!
Y el vecino, al marcharse, vio poner a Guillermo la doble carga de pólvora en su escopeta, meter en ella sus postas y colocar el arma en un rincón de su tienda. Por la tarde, al volver a pasar por delante de la casa, vio en el banco que estaba cerca de la puerta a Guillermo, sentado y fumando tranquilamente su pipa. Fue a él de nuevo.
-Mira -le dijo-, yo no tengo rencor; he encontrado el rastro de nuestro animal, así que no tengo necesidad de ti. Sin embargo, vengo a proponerte por última vez hacerlo entre los dos.
-Cada uno para sí -dijo Guillermo.
Es el vecino quien me ha contado esto anteayer-continuó mi hostelero, y me decía-: ¿Concibe usted, capitán-porque yo soy capitán en la milicia-, concibe usted a este pobre Guillermo? Aun le veo en su banco, delante de su casa, con los brazos cruzados, fumando su pipa, como yo os veo. Y cuando pienso, ¡en fin!…
-¿Y después? -dije, interesado vivamente por este relato, que despertaba todas mis simpatías de cazador.
-Después -continuó el hostelero-, el vecino no puede decir nada de lo que hizo Guillermo por la tarde.
A las diez y media, su mujer le vio coger su escopeta, enrollar un saco de tela gris bajo su brazo y salir. No se atrevió a preguntarle dónde iba, porque Guillermo no era hombre para dar cuentas a una mujer.
Francisco, por su lado, había verdaderamente encontrado el rastro del oso; lo había seguido hasta el momento en que se metía en el huerto de Guillermo, y no teniendo derecho a ponerse al acecho en las tierras de su vecino, se colocó entre el bosque de abetos que está a media ladera de la montaña, y el jardín de Guillermo.
Como la noche estaba bastante clara, vio salir a éste por la puerta trasera. Guillermo avanzó hasta al pie de una roca grisácea que había rodado de la montaña hasta la mitad de su cercado y que se encontraba a veinte pasos, todo lo más, del peral; se detuvo allí, miró a su alrededor si alguien le espiaba, desenrolló su saco, se metió dentro, no dejando salir por la abertura más que la cabeza y los dos brazos, y apoyándose contra la roca, se confundió bien pronto de tal manera con la piedra, por el color de su saco y la inmovilidad de su persona, que el vecino, que sabía que estaba allí, no podía ni siquiera distinguirle. Así transcurrió un cuarto de hora en espera del oso. Al fin, un rugido prolongado lo anunció. Cinco minutos después Francisco le divisó.
Pero, sea por astucia, sea porque hubiese descubierto al segundo cazador, no seguía su camino habitual; había, por el contrario, descrito un círculo, y en lugar de llegar a la izquierda de Guillermo, como había hecho la víspera, esta vez pasaba a su derecha, fuera del alcance del arma de Francisco, pero a diez pasos todo lo más del extremo de la escopeta de Guillermo. Guillermo no se movió. Se hubiera podido creer que no veía ni aun al animal salvaje que había venido a acechar y que parecía desafiarle al pasar tan cerca de él. El oso, que tenía mal viento, pareció, por su parte, ignorar la presencia de un enemigo y continuó con presteza su camino hacia el árbol; pero en el momento en que enderezándose sobre sus patas traseras abrazó el tronco con las delanteras, presentando a descubierto el pecho que sus pesados hombros no protegían ya, un surco rápido de luz brilló de repente sobre la roca, y el valle entero resonó con el disparo de fusil cargado con doble carga y con el rugido que dio el animal, mortalmente herido.
No hubo, quizás, una sola persona en todo el pueblo que no oyese el disparo de Guillermo y el rugido del oso.
El oso huyó, volviendo a pasar, sin verle, a diez pasos de Guillermo, que había metido de nuevo los brazos y la cabeza en el saco y que se confundía de nuevo con la roca.
El vecino miraba esta escena, apoyado sobre sus rodillas y sobre su mano izquierda, oprimiendo la escopeta con la mano derecha, pálido y reteniendo el aliento. Sin embargo, es un atrevido cazador. ¡Pues bien!, me ha confesado que en aquel momento le hubiera gustado más estar en la cama que al acecho.
Lo peor fue cuando vio al oso herido, después de haber descrito un círculo, tratar de tomar el rastro de la víspera, que le conducía derecho a él. Se aseguró que su escopeta estaba montada. El oso no estaba más que a cincuenta pasos de él, rugiendo de dolor, deteniéndose para revolverse y morderse el flanco en el sitio de la herida, reanudando después la carrera.
Continuaba acercándose; no estaba ya más que a treinta pasos. Dos segundos más y tropezaría con el cañón de la escopeta del vecino, cuando se detuvo de repente, aspiró ruidosamente el viento que venía del lado del pueblo, dio un rugido terrible y volvió a entrar en el huerto.
-Ten cuidado, Guillermo, ten cuidado-exclamó Francisco, lanzándose en persecución del oso y olvidando todo para no pensar más que en su amigo, pues comprendió que si Guillermo no había tenido tiempo de volver a cargar la escopeta estaba perdido; el oso le había olfateado.
No había dado diez pasos cuando oyó un grito. Aquél era un grito humano, un grito de terror y de agonía, a la vez, un grito donde el que lo daba había reunido todas las fuerzas de su pecho, todas sus plegarias a Dios, todas las súplicas de socorro a los hombres.
-¡A mí!…
Después nada; ni una queja sucedió al grito de Guillermo.
Francisco no corría, volaba; la pendiente del terreno precipitaba su carrera. A medida que se aproximaba, distinguía más claramente la monstruosa bestia que se movía en la sombra, hollando con las patas el cuerpo de Guillermo y desgarrándole en jirones.
Francisco estaba a cuatro pasos de ellos y el oso estaba tan encarnizado con su presa, que parecía no haberle advertido. No se atrevía a tirar por temor de matar a Guillermo, si no estaba muerto, porque temblaba de tal manera que no estaba seguro de su disparo. Cogió una piedra y la arrojó al oso.
El animal se volvió furioso contra el nuevo enemigo; estaban tan cerca el uno del otro, que el oso se enderezó sobre sus patas traseras para ahogarle; Francisco le sintió tapar con su pecho el cañón de la escopeta. Maquinalmente apoyó el dedo sobre el gatillo, y el tiro salió.
El oso cayó boca arriba; la bala le había atravesado el pecho y roto la columna vertebral.
Francisco le dejó arrastrarse aullando sobre sus patas delanteras y corrió hacia Guillermo. Ya no era un hombre, no era ni siquiera un cadáver; eran huesos y carne magullada; la cabeza había sido devorada casi por entero.
Entonces, como viese por el movimiento de las luces que pasaban detrás de las ventanas que varios habitantes del pueblo estaban despiertos, llamó repetidas veces, indicando el sitio dónde estaba. Algunos aldeanos acudieron con armas, porque habían oído los gritos y los tiros. Bien pronto todo el pueblo se reunió en el huerto de Guillermo.
Su mujer vino con los demás. Fue una escena horrible. Todos los que estaban allí lloraban como niños.
Se hizo, para ella, en todo el valle del Ródano una colecta que produjo seiscientos francos. Francisco renunció a la prima e hizo vender a favor de ella la piel y la carne del oso. En fin, cada cual se apresuró a ayudarla y a socorrerla.
FIN
Alejandro Dumas. (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870) fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como Los tres mosqueteros (1844) o El conde de Montecristo (1845). Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir Enrique III (1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.
Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.
Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter hedonista le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta se vio obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.