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El almirante ha desaparecido

Foto de Hansjörg Keller en Unsplash

I

Los hechos son los hechos, y todos los razonamientos del mundo no pueden nada contra ellos. En vano la gente de la pequeña población repetía, a propósito de la desaparición del almirante:

—¡Es imposible!

La verdad era que el almirante había desaparecido, en plena calle, en pleno día y, por así decirlo, a la vista de todo el mundo. Y el almirante no era uno de esos tipos delgaduchos, capaces de trepar por un canalón del tejado o de pasar a través de un tragaluz, sino un personaje de panza exuberante y que pesaba sus buenos noventa kilos.

Sería peligroso revelar el nombre de la población a causa de las susceptibilidades locales, pero puede indicarse que es una de las pequeñas ciudades soleadas de la Provenza, situadas en el cuadrilátero Aviñón, Aix, Marsella, Nimes.

Una de esas ciudades en las que todo el mundo se conoce y donde, cuando alguien se arriesga a cruzar la caldeada acera con el panamá en la cabeza, se oye murmurar detrás de las persianas:

—¡Mira! El señor Taboulet que se va a la estación a buscar a su mujer. Menos mal que lleva un sombrero de copa alta para ocultar lo que le brota de la frente…

Casas blancas. Postigos verdes. Un paseo sombreado por unos cuantos plátanos. Cortinas de abalorios en las puertas para impedir el acceso a las moscas.

El acontecimiento acaeció el miércoles, 25 de junio, cuando más fuertes eran los calores porque hacía un mes que no había soplado el mistral. La mayoría de los señores habían sacado sus trajes de hilo o de alpaca, y hasta se veía al recaudador y a otros varios luciendo el casco colonial.

Al dar las cinco de la tarde, como cada día, el almirante salió del restaurante La Mejor Brandade —brandade es un bacalao a la provenzal guisado con leche—, situado justo en el cruce de la carretera nacional y la calle Jules-Ferry.

Hay que saber que la carretera nacional pasa un poco alejada del centro de la población, por la parte alta. La calle Jules-Ferry avanza en pendiente y conduce al paseo, donde se encuentran la estafeta de correos y el Banco de Francia.

A los sesenta y ocho años, el almirante se mantenía aún en toda plenitud. Su tez era florida, su barba sedosa y, al revés de los hombres de hoy, no solo no se avergonzaba de su barriga, sino que la lucía con cierto orgullo. Quizás debido al grosor de sus muslos, caminaba con las piernas algo separadas, a pasitos majestuosos.

—¡Mira! Ahí va Marius —exclamó un día un parisino que pasaba por su lado en compañía de mujeres bonitas.

El almirante no se ofendió. ¡Muy al contrario!

—¿Apuestas a que es Tartarín? —soltó un muchacho que no era de la población.

Y el almirante tampoco se enfadó. No era Marius, ni Tartarín, ni mucho menos almirante. Pero en su juventud navegó mucho como pinche de cocina a bordo de varios paquebotes, y desde entonces siguió llevando una gorra de oficial de marina.

Él fue quien fundó el restaurante La Mejor Brandade. Luego, cuando cumplió sesenta y más años, se lo cedió a su sobrina, que había contraído matrimonio con un hombre del Norte, un lionés, y vivió con ellos.

A las cinco, pues, el almirante bajaba a pasos menudos por la calle Jules-Ferry. Dicha calle no tiene más de trescientos metros, y acerca de lo que ocurrió en menos de diez minutos solo se poseen declaraciones bastante vagas.

—Eran las cinco en punto. Había mirado el reloj del almacén cuando pasó el almirante —afirmó el señor Pichon, el sombrerero, cuyo almacén, situado en la calle Jules-Ferry, está al lado del restaurante.

De modo que no cabía error acerca del comienzo de aquel raro paseo, porque nadie puso jamás en duda la palabra del señor Pichon, exteniente de alcalde y regidor municipal, presidente del Comité de Fiestas de la ciudad.

¿Y después?… Tres casas más allá está el quiosco, regentado por la vieja Tatine. Es, al mismo tiempo, mercería y establecimiento distribuidor de diarios. Aquel día, hallándose Tatine en plena crisis de reuma, era su hijo Polyte quien cuidaba de la tienda.

—El almirante entró unos minutos después de las cinco, como cada día. Cogió el diario y su paquete de cigarrillos y dijo:

«—¡Buen tiempo, muchacho! Eso me recuerda Madagascar».

Porque tanto si llovía como si hacía viento o la temperatura era tórrida, ello recordaba siempre al expinche de cocina a algún país lejano.

Al final de la calle, exactamente donde empezaba el paseo, la partida de bolos estaba en su apogeo. Aquel era, precisamente, el objeto del paseo del almirante , que todos los días iba a plantarse, sin decir nada, cerca de los jugadores, esperando una discusión de la que fatalmente sería nombrado árbitro.

Cerca de la pista de juego se hallaba el reloj eléctrico de Correos, de manera que cada cual tenía, por decirlo así, delante de los ojos la hora que era. Pues bien, el señor Lartigue, el pescatero, que acababa de lanzar el bolo y que lo juzgaba demasiado desviado, al paso que su contrincante pretendía que la tirada era regular, levantó la cabeza hacia la calle Jules-Ferry.

—¡Lástima que el almirante esté demasiado lejos en la calle! —observó.

Y cuatro por lo menos fueron los que vieron al almirante barrigón que se encontraba en aquel momento a la mitad del camino, exactamente frente al tercer farol de gas.

Eran las cinco y cinco. La partida continuó. El señor Lartigue, que era un regatón como pocos, hizo otra tirada dudosa, buscó al almirante con la mirada y se sorprendió:

—¡Atiza! Ha desaparecido.

En efecto, la calle Jules-Ferry estaba vacía, mitad en sombra y mitad en sol, sin que hubiese literalmente ni un gato en la calzada.

Es de notar que ninguna otra calle ni callejón desembocaba en la calle de Jules-Ferry. El almirante no había llegado al extremo de esta. ¡Y tampoco había vuelto atrás!

Cuando el Doctorcito se apeó frente a La Mejor Brandade estaba cubierto de sudor, de polvo, de aceite y de grasa de ruedas, porque había tenido ciertas dificultades con Ferblantine, que no era ya muy joven.

De momento, en la sala del restaurante solo vio a una criadita andaluza de ojos negros que, al parecer, lo examinaba con audaz ironía.

—¿Se puede obtener una habitación?

—Voy a llamar al señor Juan.

El señor Juan era el dueño, que salió en chaqueta y gorro blancos. Era un mocetón de treinta y cinco años, más bien delgado, que no respiraba precisamente alegría.

—Me han dicho que desea una habitación, ¿para varios días?

El Doctorcito, agresivo, replicó:

—¿Cómo sabe usted que es para varios días?

—Yo no sé nada. Lo he dicho por decir algo. ¿Quiere subir ahora a asearse?

La criada, que se llamaba Nine, lo condujo al segundo piso, y el Doctorcito siguió encontrándole un talante irónico que no le gustaba del todo.

¿No había cometido un error abandonando una vez más a su clientela de Marsilly para aceptar un reto algo ridículo? Porque nadie lo había llamado. Solo estaba al corriente de aquel asunto por los diarios, los cuales no habían dicho gran cosa. Sin embargo, en su correo del día anterior, había encontrado una carta anónima que decía:

«Apuesto a que, a pesar de lo astuto que usted se cree, es incapaz de encontrar al almirante».

¡Qué hotel más raro! Era cosa de preguntarse de qué vivían los dueños, porque en él no se veía un solo cliente. No obstante, había ocho mesas preparadas para la cena, como si se esperara público.

A la derecha de la sala del restaurante, había un saloncito más pequeño, un café-bar en el que tampoco se veían consumidores.

Finalmente, ante la caja, estaba la señora Ángela, como Nine la llamaba, es decir, la mujer del dueño, la sobrina del almirante.

—¿Hay manera de beber una copa en esta casa?

El señor Juan en persona fue a servirla.

—¿Un pastís¹? No sé si usted es aficionado a él, pero este es del bueno. A su salud.

El señor Juan también se había servido un pastís y autoritariamente trincaba con su desconocido cliente. Pero la opalina bebida no lo puso más alegre; suspiró mirando hacia su terraza, sombreada por un toldo color naranja y rodeada de laureles plantados en toneles verdes.

—¿Siempre tiene usted tanta gente como ahora? —preguntó el Doctorcito, bromeando, y deseoso de desquitarse del calor y de las variadas molestias que Ferblantine le había causado.

—A veces menos —replicó el señor Juan, vivamente—. A veces también más. En tiempos pasados, en tiempos del viejo, las cosas daban gusto. Los autos no iban tan aprisa, y a cada momento se tenían que parar. Ahora van a cien por hora y no se toman la molestia de detenerse.

—¿Hace tiempo que tomó el negocio por su cuenta?

—Desde que nos casamos; hará unos seis años.

Dollent frunció el entrecejo, interesado por la mirada que su interlocutor acababa de lanzar a su joven esposa, que estaba ante la caja.

—¡Mira por dónde! —pensó—. He aquí un caballero que no parece ser muy feliz con su mujer.

—En suma —dijo en voz alta—, usted lamenta el haberse instalado aquí.

—Lo lamento y no lo lamento. Sin esos disgustos que tenemos desde hace una semana… ¿No ha leído en los diarios…?

—No.

—El viejo, que vivía con nosotros, ha desaparecido… Fui a avisar a la policía. Si no quiere creerme no me crea, pero lo cierto es que no me tomaron en serio y apenas aparentaron abrir una investigación.

—Señor Juan —me declaró el comisario, así como suena—: según las estadísticas, cada año desaparecen en Francia treinta mil personas que luego se vuelven a encontrar. Por lo menos nueve de cada diez. Crea usted que si la policía tuviera que ocuparse de esas treinta mil personas que no se encuentran bien en donde tendrían que estar y que se largan sin la menor explicación…

—¿Acaso su tío no era feliz aquí?

—¡Como perita en tabaque, señor!

¿Por qué dijo eso con aquel acento tan lúgubre?

—Contrariamente a lo que se podría insinuar (siempre hay vecinos malintencionados), él fue quien hizo un buen negocio. Porque, cuando su sobrina se casó conmigo, el señor Fignol, a quien todo el mundo llamaba el almirante, estaba casi arruinado. Pero eso no lo sabe la gente. Había arriesgado su fortuna en extrañas inversiones que hubieran debido producirle el treinta por ciento y que le comieron todas las perras. Este establecimiento estaba hipotecado. Yo redimí la hipoteca y me comprometí a quedarme con el viejo y a mantenerlo mientras viviera. Hasta le daba un poco de dinero para sus cigarrillos y sus partidas de cartas.

—¿No posee dinero personal alguno?

—¿Cree usted que para un hombre de su edad, que ya no tiene pasiones, veinte francos por semana no son suficientes? ¿Otro vasito de pastís? Es mi ronda… ¡En fin! Ahora ha desaparecido, y lo malo es que hay una continuación.

—¿Qué continuación?

—Usted no es de la comarca, ¿verdad? Si no, lo sabría. En menos de una semana nos han asaltado el hotel dos veces. Y que no se me hable de la banda de marselleses que, según parece, piratea por la región. ¿Cómo podían los marselleses conocer tan bien la casa para entrar, ir y venir, abrir las puertas y los armarios sin que se les oyera?

—¿Se llevaron mucho?

—Todos los efectos de mi tío. Trajes viejos, maletas usadas y que no valían cuatro chavos, una cartera en la que guardaba su correspondencia y yo qué sé…

—¿Y la segunda vez?

—Eso fue la segunda vez. La primera no se llevaron nada. Se contentaron con registrar la habitación. Entonces creí que la policía iba por fin a tomarse en serio el asunto. ¡Pues no! ¡Al contrario!

»—Ya ve usted —me respondieron— que su tío no está muerto, puesto que ha vuelto a buscar sus cosas.

»Tenga en cuenta que el almirante, con sus noventa kilos, no podía subir las escaleras sin hacer crujir todos los peldaños. Además, a juzgar por lo que he visto, el ladrón, o los ladrones, entraron por una ventana del primer piso trepando por el tronco de una parra.

»De modo que lo que digo, señor —aunque ignoro quién es usted—, es que si pagamos tantos impuestos para tener una policía tan holgazana no vale la pena ser contribuyentes franceses y… ¡A su salud!

»Afirmo, señor, que el almirante ha sido asesinado, porque si viviera ya hubiera sido encontrado, tanto más cuanto que la calle Jules-Ferry no es muy larga y todos los que en ella viven se conocen.»

—¿No hubiera podido ser raptado en auto?

—¡En auto! —exclamó el señor Juan, compadecido—. ¿Acaso cree, pero sin duda es usted de París, que todo el día pasan autos por la calle Jules-Ferry? Aparte el panadero, por la mañana, y el agente de seguros que vive en el número 32 y que posee un coche… ¡No, señor! No pasó ningún auto aquella tarde.

—¡Juan! —llamó una voz femenina.

El Doctorcito se volvió hacia la caja y vio a Ángela, la mujer del dueño, que manifestaba un verdadero terror. Cerca de ella esperaba un chiquillo de aspecto avispado.

—¿Me permite usted? ¡Otra vez mi mujer, que no puede pasarse sin mí! Si pudiera atarme con una cadena…

Se dirigió a regañadientes hacia la caja. La pareja estuvo hablando en voz baja. El señor Juan cogió el sobre que le tendían.

—¡Ah! Pero ¿qué esperas para darle una propina a ese chiquillo y que se vaya?

Y sin ocuparse más de su mujer volvió al encuentro del Doctorcito.

—¡Trucos! —refunfuñó—. Ahora va a resultar que mi tío me escribe. Y lo más extraordinario es que la letra es, en efecto, la suya.

Queridos Juan y Ángela:

No se inquieten por mí. Me he ido al campo. Volveré dentro de unos días.

Marius Fignol

—¿Ha sido el niño quien ha traído esa carta?

—Sí. Es el hijo del cartero. Probablemente, al distribuir el correo, su padre habrá reconocido la letra del almirante y nos ha enviado a su chico enseguida para ganar tiempo.

—¿Qué dice el matasellos de la estafeta?

—La carta fue echada al buzón de la misma estafeta, en el paseo.

Desde hacía rato el Doctorcito observaba insistentemente al señor Juan y luego miraba hacia la caja. Pero no era Ángela el objeto de sus miradas, sino un tintero en el que se veían churretes de tinta violeta.

—Oiga —dijo de repente, sacando una carta de su bolsillo.

—¿Qué?

—¿Por qué me ha hecho venir?

—¿Yo?

—Sí, usted. Confiese que fue usted quien me dirigió esta carta y que si me ha contado todo lo que me ha contado era porque sabe perfectamente quién soy.

El hotelero vaciló un instante. Se había sonrojado. Cogió su copa, con mano temblorosa.

—No comprendo lo que quiere decir.

—¡Lea! ¿Quiere enseñarme una muestra de su letra? ¿Es que quiere que haga intervenir a un perito calígrafo?

—No… No es necesario. Le pido perdón, doctor. Quise que usted se ocupara de este asunto porque he oído hablar mucho de usted. Pensé que, si le contaba las cosas como son, usted no aceptaría.

Volvió la cabeza y declaró:

—Me dije, también, que un hombre célebre como usted me pediría el oro y el moro. Yo no soy rico. Entonces…

—Entonces encontró la manera de obtener gratuitamente mi colaboración.

—Claro que no le cobraré la habitación ni las comidas. ¡Ni siquiera las copas! Podrá beber tanto como quiera. Y, si encuentra a mi pobre tío, yo sabré encontrar también uno o dos billetes de mil.

¡Ah, ya! ¡Un avaro! ¡Evidente! Pero no era solo un avaro, sino también un tipo lo bastante astuto, lo bastante complicado, como para encontrar la estratagema de la carta anónima.

—Se quedará, ¿verdad? Le presento mis excusas por lo que he hecho. Estaba como loco…

—¿Me permite que cambie unas palabras con su mujer?

Una nube ensombreció los ojos del señor Juan.

II

—Preferiría que me dejara solo con ella, señor Juan. Supongo que usted tendrá trabajo en la cocina.

El Doctorcito se había acodado en el pupitre de la caja y miraba muy de cerca a Ángela, que, pese a su evidente juventud, no respiraba más alegría que el dueño.

—La letra de esta carta es, efectivamente, de su marido, ¿no es verdad?

—Sí.

La mujer estaba asustada y trataba de comprender.

—Me hizo venir aquí valiéndose de ese medio para que me ocupara de su tío. ¿Le sorprende eso?

—Yo… no sé…

—Supongo que ustedes tres se entendían bien.

El Doctorcito sabía que era todo lo contrario. ¡Bastaba solo con mirarla!

—Sí; nos entendíamos —suspiró la mujer.

—Salvo cuando se disputaban.

—Ellos se disputaban a veces.

—¿Por qué?

—En primer lugar porque a mi tío no le gustan los lioneses y afirmaba que mi marido era «agudo» en el hablar, cosa que en el Midi es malo para la clientela. ¡Pero Juan no tiene la culpa de no poseer nuestro acento! Luego, la brandade, en la que mi marido no ponía bastante ajo. Y otros muchos pequeños detalles.

—Su marido, por su parte, debía reprochar al almirante que le costaba demasiado caro… ¿No es así?

—Algo hubo de eso.

—¿Tuvieron lugar entre ellos escenas violentas?

—Violentas, no… pero sí escenas. Sobre todo a causa de la caja.

La mujer se volvió para asegurarse de que Juan no la estaba escuchando por la rendija de la puerta de la cocina.

—Al principio los gritos fueron para mí. Entre semana no viene casi nadie, pero los domingos a veces servimos veinte y hasta treinta cubiertos. Es dinero que entra.

—¿Y solía faltar?

—¿Cómo lo sabe usted? Faltaba casi todos los domingos, y siempre era un billete de cien francos. Primero mi marido, que es terriblemente celoso, creyó que yo cogía ese dinero para dárselo a un amante. ¡Yo, que, por así decirlo, nunca salgo de casa! Aunque quisiera…

Un profundo suspiro. ¡Decididamente, el matrimonio no era feliz! Quizás a la joven señora Ángela no le hubiera desagradado consolarse con un buen mozo del país.

—Una tarde sorprendió a mi tío deslizando la mano en el cajón.

—¡Me imagino la escena!

—Mi pobre tío no se atrevió a responder. ¡Él, a quien todo el mundo respeta en la población, estaba avergonzado como un niño sorprendido en plena travesura y no decía nada!

—¿No sabe usted lo que hacía con aquel dinero? Voy a hacerle una pregunta delicada. ¿Era el almirante lo suficientemente tenorio para correr tras las mozas? ¿Me comprende?

—¡Oh! No. Hace ya tiempo que se le pasó. Comer, beber, jugar a la manilla y hacer de mirón en la partida de bolos, sí. Pero, por lo demás…

—¿Es suya la letra de la carta que acaba de recibir? ¿Está segura de que no es una imitación?

—No se hubiera podido imitar tan bien.

En aquel instante, Nine, la criadilla, puso en marcha el aparato de radio, con el que, sin duda, esperaban atraer clientes. Pero Ángela frunció el entrecejo. El aparato, en efecto, no emitía más que sones cacofónicos y penetrantes silbidos.

—¡Nine! Ya le tengo dicho que no haga funcionar la radio hasta que la hayan reparado. ¿No ha venido aún el electricista?

La criada suspiró, contrariada. En aquella casa todos parecían dominados por el aburrimiento.

—Hoy hace quince días que el electricista tenía que venir a reparar el aparato, y no se le ha visto todavía. En cambio, se pasa las tardes jugando a los bolos en el paseo. ¡Nine!… Atienda la terraza.

Una pareja que se había apeado de un tándem acababa de sentarse en la terraza; la mujer había sufrido una insolación que daba a su cara el ardiente color de un tomate maduro.

—¡Dos limonadas!

—Diga, señora… ¿Desde la desaparición del almirante no ha habido más desfalcos en la caja?

—No.

—¿Tenía su tío amigos en esta calle?

—Solo el boticario señor Befigue. Pero hace ya tres semanas que este señor, a causa de un accidente de auto, está internado en una clínica de Marsella.

—Así, pues, el almirante no tenía razón alguna para entrar en una casa de la calle Jules-Ferry, ¿verdad?

—Salvo en el quiosco. No hacía más que entrar y salir. Sabía que en el paseo lo esperaban. Hacia las cinco y media, se celebra allí todos los días la gran partida, la de los campeones. Y mi tío la arbitraba. Era secretario de la «Sociedad bolichera de los mozos alegres».

La mujer seguía mirando con inquietud a su alrededor. Su marido, cansado de esperar, salió de la caldeada cocina secándose el sudor del rostro con una servilleta.

—¿Le ha comunicado cosas interesantes? ¿Sabe usted qué es lo que más me desconcierta? Pienso en ello desde que volví a mis fogones. A propósito, esta noche tendrá usted una alosa rellena… Lo que más me desconcierta es esa carta. Diríase que el asesino lo vio llegar a usted, o supo que usted vendría, y que ha tratado de que vuelva. Si mi tío está realmente en el campo, a donde no iba nunca, ¿cómo hubiera sido posible que la carta, expedida con fecha de hoy, hubiese sido echada en el buzón del paseo? ¿Eh? Responda a eso.

Se volvió vivamente. Alguien entró y se sentó cerca de un ventilador, en un sitio que se adivinaba era el suyo.

—¡Ah! ¿Es usted, comisario? Todavía pretenderá que todo son fantasías mías, ¿verdad?

El comisario vestía un traje de alpaca, llevaba sombrero de paja y fumaba una larga pipa de tubo delgado.

—Todavía no he dicho nada. Y para empezar quisiera tomar un pastís bien fresco. No del que está en el anaquel, ¿eh?, sino del otro, del que guarda debajo del mostrador.

O, dicho sea en otras palabras, del pastís prohibido por la ley.

—¿Es cierto que ha recibido usted una carta del almirante?

—¿Cómo lo sabe?

—¿Acaso nuestro oficio no es el de saberlo todo? Incluso las cosas que los demás ignoran aún. Por ejemplo, que se han encontrado los efectos y las maletas del almirante en el río.

Ángela se sobresaltó.

—¿Ahogaron a mi tío?

—No he hablado de su tío, sino de las maletas y de las ropas que desaparecieron de su habitación unos días después que él.

—¿Y la ropa que llevaba puesta?

—Aún no ha sido encontrada —replicó cínicamente el comisario de policía—. ¡Sin duda la lleva encima todavía! Pero debo prevenirles. Llevo treinta años en la carrera. Dentro de dos he de retirarme. Pues bien, todavía no ha nacido quien pueda burlarse de mí.

¿Una amenaza? Hubiera podido creerse. ¿A quién se dirigía? Eso era lo que el Doctorcito trató de adivinar, sin lograrlo.

—¡No veo por qué nadie se ha de burlar de usted! —suspiró el señor Juan.

Entonces Dollent prefirió irse a tomar el aire, sobre todo porque el reloj marcaba las cinco, hora a la que, una semana antes, el almirante había salido de su casa.

El Doctorcito avanzó por la acera soleada. Contempló un instante el enorme clac rojo suspendido en el aire y que servía de insignia al sombrerero; en la tienda vio a un hombre bajito, con perilla, al cual no podía pasar desapercibido nada de lo que ocurriese en la calle.
Seguían tres casas particulares. Luego el estrecho escaparate de la mercería, en la que se vendían tabaco y diarios. Entró:

—Un paquete de Gitanes².

Por contraste con la calle, la tienda era oscura como un sótano. Un joven alargó el brazo y alcanzó un paquete amarillo. En torno suyo, la decoración era la tradicional: semanarios ilustrados, diarios colgados de alambres, cajas con carretes de algodón para bordar, ovillos de lana, el mostrador enrejado que contenía el tabaco, los sellos, los décimos de la lotería nacional y, en un rincón, chupones de azúcar y bombones baratos para los niños.

—Le sobran treinta céntimos.

El joven buscó en el cajón y puso el cambio encima del mostrador.

Cinco casas más lejos, una placa de cobre. «Seguros». Luego, al lado, el escudo de un ujier.
Al parecer, en aquella calle todo el mundo dormía.

Una fachada negra, una vasija verde a la derecha, otra amarilla a la izquierda y una puerta en el centro: la farmacia Befigue, especialidad en recetas.

Pese al accidente del señor Befigue, que seguía en Marsella, la farmacia estaba abierta. De ella salían bocanadas de música que manaban de un aparato de radio.

En el umbral, un joven de unos veinte años, con gafas de concha, parecía muy orgulloso de su blusa blanca, que le daba el aspecto de un médico en una clínica.

Ningún recodo en la calle. Ninguna empalizada, ningún predio baldío. Casas y más casas, la tienda de un zapatero que manejaba su lezna junto al portal, y una droguería en la que también vendían legumbres.

Finalmente, a cien metros del paseo, donde las blancas camisas de los jugadores destacaban sobre la azulada sombra, una construcción un poco más importante: «Destilería provenzal».

Cinco minutos más tarde, el Doctorcito, fumando un cigarrillo tras otro, parecía seguir con marcada atención la partida de bolos, de la que no entendía nada.

El miércoles precedente, el almirante no había llegado hasta allí. La calle Jules-Ferry no era larga, y, no obstante, él no llegó hasta su extremo.

¡Ningún lugar a propósito para esconderse! Era imposible pasar inadvertido, sobre todo un hombre conocido de toda la población.

Y, a pesar de todo…

Con sus sectores de luz brillante y su sombra casi violeta, con los claros troncos de los plátanos y el leve estremecimiento de las hojas, el brillo de las camisas y aquella especie de vida relentecida que el calor impone, la pequeña población, vista desde donde el Doctorcito estaba, parecía un decorado de Carmen.

III

La ventana daba al patio. Era un espacio claro y alegre, lleno de macetas que lucían la policroma alegría de las flores; desde los primeros resplandores rosados de la aurora, se oía el canto de los pájaros agrupados en las ramas de un tilo que se vislumbraba detrás de la casa.

No era por la naturaleza por lo que el Doctorcito se interesaba aquella mañana. Otro espectáculo acaparaba su atención. Al saltar de la cama se abrió una ventana situada aproximadamente frente a la suya, dejando ver, por una habitación en desorden, una cama deshecha y, sobre todo, dejando ver a Nine, la criadita, entregada a sus abluciones. Aproximadamente en el mismo momento, el señor Juan bajó al patio. Iba desaliñado, con los pies desnudos enfundados en unas chanclas; echó unos cuantos puñados de grano a las gallinas y a las tórtolas y permaneció allí con las manos en los bolsillos, en la actitud de quien espera.

Ese algo era Nine, que no tardó en bajar. Se la oyó moler café, atizar el fuego, y luego se la vio atravesar vivamente el patio con un jarro en la mano y penetrar en una especie de cochera.

Un instante después, el señor Juan, como si no tuviese nada mejor que hacer, se deslizó también, silenciosamente, en la cochera.

El Doctorcito sonrió sin abandonar su puesto de observación. Nine salió en primer lugar, desgreñada, con el jarro lleno de vino blanco y el semblante más animado que de costumbre. En cuanto al hotelero, se quedó dentro todavía unos minutos y, para justificarse salió con algunos leños en los brazos.

Entretanto, y en otra habitación, Ángela se vestía, pero el Doctorcito la distinguía mal porque la mujer no había abierto la ventana.

Pasos en la escalera. Llamaron a la puerta.

—Entre.

Era Nine, que llevaba una bandeja con el desayuno.

—Creo que no he llamado —protestó Dollent—. ¿Cómo sabe usted que estoy levantado?

Ella sonrió, maliciosa.

—Lo he visto detrás de las cortinas. Entonces se me ha ocurrido que es el mejor momento para hablarle sin que la dueña nos escuche.

Rara muchacha, viva, descarada, que llevaba todavía el pelo en desorden y que esparcía como un perfume de amor. Bajo su delantal de tela se adivinaba que apenas iba vestida, y el Doctorcito volvió la cabeza suspirando.

—¿Qué edad tiene usted? —le preguntó al tiempo que echaba azúcar en el café.

—Dieciocho años. Pero no se trata de mí, sino de la zorra…

—¿Eh?

—La que está vistiéndose ahí enfrente. Mire, desde aquí la veo empolvarse su hocico de comadreja. Tengo interés en prevenirlo porque con sus aires de mosquita muerta es capaz de enredarlo. Toda su calma y toda su resignación no son más que hipocresía. Antes de casarse era ya una pájara de la peor especie; era terreno fácil para todos, incluso para los casados.

Resultaba difícil contener la risa al evocar la escena de la cochera que el Doctorcito acababa de presenciar.

—Creo que fue por eso que su tío dio enseguida su consentimiento para que se casara. El pobre tenía miedo de que el mejor día fuese tarde. ¿Me comprende? Además de todo eso es tan falsa como un ochavo moruno. Ya la ha visto usted. El año pasado se entendía con el tocinero de la calle Alta. Este año, con el practicante de farmacia.

—¿El de la farmacia Befigue?

—Sí, ese, un mal sujeto; Tony, como le llaman, y que corre juergas con Polyte, el del quiosco. Pues bien, ella, que está al frente de un establecimiento como este, no se avergüenza de correr tras de Tony… ¡Porque es ella la que le va detrás! Con cualquier excusa se larga rápidamente a la farmacia a buscar un comprimido o unas pastillas contra el dolor de garganta.

—¿Lo sabe su marido?

—¡Claro que lo sabe! De no ser por el negocio, haría ya tiempo que se hubieran divorciado.

—Y que usted sería la mujer del dueño, ¿no es verdad?

La chica no pestañeó. Por un momento se preguntó por qué el Doctorcito había sido tan categórico. Pero miró por la ventana, vio la puerta de la cochera entreabierta aún y sonrió.

—¿Nos ha visto? No hay ningún mal en ello. Desde el momento en que fue ella la que empezó… Voy a decirle más. Estoy segura de que el viejo almirante no era el único que cogía dinero de la caja. Es verdad que él cogía, porque yo también lo vi varias veces. Pero ¡cuánto no debe de hurtar la dueña para regalar corbatas y zapatos blancos de gamuza a su chulo! Si no fuese que el almirante ya no poseía fortuna alguna, no estaría yo lejos de creer que…

—¿Qué la dueña y su practicante de farmacia son los que lo han hecho desaparecer?

—Chitón… Mírela, ahora baja. Yo también tengo que irme abajo. En cuanto a lo que le he contado, haga usted de ello el uso que quiera.

Y el Doctorcito se quedó solo, bañado por un rayo de sol, delante de su café con leche.

¡De modo que el señor Juan era el amante de Nine y parecía deseoso de casarse con ella!
Ángela era la querida del ayudante de farmacia después de haberlo sido de un montón de gente: ¿Entreveía también ella la perspectiva de un casamiento?

¿Qué papel desempeñaba en aquel embrollo el almirante desaparecido? ¿Qué interés podía tener en su muerte una de las dos parejas?

El almirante no poseía ya fortuna alguna y se veía reducido, como un joven malcriado, a robar de la caja billetes de cien francos. Ni el restaurante ni la casa le pertenecían ya. Tampoco tenía autoridad alguna, y se le trataba como a un huésped molesto.

¿Era el señor Juan tan avaro que había llegado a hacerlo desaparecer para no seguirlo alimentando durante unos cuantos años más y para economizar los veinte francos que cada semana le otorgaba para sus pequeños gastos?

Aquello era lo que tanto le gustaba al Doctorcito. Veinticuatro horas antes no sabía nada de aquella casa, y he ahí que ahora la casa cobraba vida en su presencia, que él estaba allí escudriñando los más recónditos rincones, adivinando las intrigas y hasta los más insignificantes secretos de cada cual.

La tarde anterior, en una taberna cercana al paseo, después de la partida de bolos, el pescatero con quien Dollent había entablado amistad le declaró, ofreciéndole un aperitivo:

—Ese señor Juan no tiene nada bueno, ¡ni siquiera es de aquí!

En su boca, aquello casi equivalía a una condena.

Una vez hubo terminado su desayuno, bajó y encontró al dueño que arreglaba la sala del café. No estaba más alegre que el día anterior. Trabajaba sin brío, como el hombre que tiene una pena secreta.

—¿No lo han visitado los ladrones esta noche?

El señor Juan se aseguró de que su mujer no estaba al alcance de su voz.

—¿Qué le ha contado la chica? —preguntó entonces—. No hay que hacer mucho caso de lo que diga. Es joven, ¿comprende? Los jóvenes se figuran cosas…

El señor Juan observaba el rostro del Doctorcito, el cual refrenaba sus ganas de sonreír.

—Ello no impide que usted esté en buenas relaciones con ella, ¿eh?

—Si es a esto a lo que se refiere… Ya sabe usted lo que es eso. La cosa no trae consecuencias…

—¿Y las relaciones de su mujer con el practicante de farmacia?

—Ya sospechaba yo que ella vaciaría el buche. No pretendo que la cosa sea falsa, pero no hay pruebas de ello. Ella suele verlo… Eso no tiene relación alguna con la desaparición del tío. ¡Mire!… Vea lo que han hecho.

Y enseñó al Doctorcito un diario local en el que la fotografía de Dollent encabezaba dos columnas de la primera página. La foto había sido tomada la víspera, mientras él asistía a la partida de bolos.

«Un célebre detective en busca del almirante».

—Tenga en cuenta —insistió el señor Juan—, que yo no les he hablado de nada. Es inaudito cómo aquí todo el mundo se entera de las noticias. Y, entretanto, nuestro pobre tío… Entre nosotros, doctor, ¿qué opina usted? ¿Está muerto o no lo está?

Dollent se volvió y vio a Ángela, que había entrado sin hacer ruido y los estaba escuchando.

—Le contestaré esta tarde —dijo—. Tengo que ir a comprar cigarrillos y luego a la farmacia a tomar un comprimido… Tengo jaqueca.

—Yo —anunció el señor Juan— voy a salir de compras. ¿Qué le parecería si este mediodía le sirviese un buen ajiaceite?

—¡Doctor!…

La voz de Ángela detuvo a Dollent en el momento en que se disponía a salir. El marido había ya traspuesto el umbral. Nine fregaba el suelo en la cocina.

—¿Qué le han dicho?

—Nada. Me han hablado de todo un poco.

—De mí, ¿verdad? Ambos me detestan, hasta el punto que a veces me pregunto si no era a mí a quien querían hacer desaparecer.

Decididamente, si aquella casa era, a ciertas horas, la mansión del amor, también lo era del odio.

—Mi marido se casó conmigo solamente porque creía que mi tío era más rico de lo que en realidad era. Cuando comprendió que aparte del restaurante no había otros bienes, se puso furioso y poco le faltó para manifestar que lo habían engañado. En cuanto a esa moza, hace tiempo que Juan le ronda las sayas.

Vaciló y luego bajó la mirada.

—Apuesto a que le han hablado de Tony. Si le han dicho que había algo entre nosotros, han mentido. Tony es un buen muchacho y me quiere. Pero, mientras yo sea una mujer casada, él es demasiado respetuoso para atreverse ni siquiera a darme un beso… ¡cosa que a los otros no les gustaría poco! Les daría la ocasión de pedir el divorcio a mi costa y me pondrían en la calle sin un céntimo.

¡Uf!… El Doctorcito empezaba a estar hastiado de aquella encantadora familia y de las pequeñas combinaciones, más o menos sucias, que parecían formar parte integral de la vida de la casa.

—Pienso que todo su interés se cifra en deshacerse de mí, doctor… Mi tío tal vez les molestaba…

¡Por favor! Dollent sentía una urgente necesidad de aire y de sol, de reintegrarse a la vida verdadera. Salió. Inmediatamente se sintió envuelto por la tibia atmósfera de la mañana y por los ruidos familiares, tranquilizadores, de una pequeña población.

Su primera visita fue para el quiosco; detrás del mostrador vio a Polyte que no se había lavado todavía. Tenía el rostro descompuesto, y alrededor de sus pupilas lucían las ojeras características del pollo que no se acuesta temprano y que está familiarizado con los excesos.

—Así, pues, parece que es usted quien va a encontrar al viejo, ¿no? —le soltó, no sin ironía, mostrándole el diario de la mañana.

—Lo estoy tratando —respondió el Doctorcito modestamente—. Usted lo conocería bien, puesto que venía aquí cada día.

—Yo era quien no estaba aquí todos los días. Si usted cree que vender sellos, dos reales de tabaco, cintas y décimos de lotería es oficio para un hombre… Si no fuese porque mi tía está enferma… ¿Qué desea? ¿Cigarrillos, como ayer?

—Gitanes, sí… Supongo que su tía estará en la trastienda.

—Está arriba, en su habitación. Tiene las piernas demasiado hinchadas para subir y bajar las escaleras.

—Debe de aburrirse si se pasa todo el día sin salir de aquí.

—Lee novelas de amor. Parece mentira la cantidad de ellas que las solteronas pueden llegar a devorar.

—¿Cierran ustedes temprano?

—A las ocho. Más tarde ya no hay ni un gato por las calles.

—En una población pequeña como esta faltan distracciones nocturnas.

—Yo me voy a Aviñón en moto, con un amigo.

—¿Con Tony?

—Eso es. Tiene una moto vieja. Yo me siento detrás.

—¡Y viva la gran vida! —bromeó el Doctorcito.

Iba a salir, pero cambió de pensamiento.

—Oiga… con usted se puede hablar más francamente que con la familia. ¿Usted no cree que el almirante tenía algún vicio?

Polyte se rascó la cabeza, repitiendo desconcertado.

—¿Un vicio?

—Me pregunto qué podía hacer con su dinero. Porque algunas semanas gastaba doscientos y hasta trescientos francos. Dado que no bebía y que su edad no le permitía andar tras las faldas…

—Es curioso —murmuró Polyte.

—¿Está usted seguro de que gastaba tanto dinero como dice? ¡Oiga! ¿No jugaría a las apuestas de caballos sin ir al hipódromo?

El sombrerero estaba en el umbral de su puerta, justo bajo el gigantesco clac que le servía de insignia, y saludó al Doctorcito con el deseo evidente de entablar conversación. Toda la población lo conocía ya gracias al diario que había publicado su retrato en primera página.

—Hermoso día, ¿verdad? No tardará en hacer calor. ¿De modo que parece que va usted a encontrar al bueno del almirante? ¿No quiere ponerse a la sombra un momento?

En algunas investigaciones, lo más difícil para el Doctorcito era convencer a la gente para que hablara. En esta, en cambio, llegó un momento en que pensó que el trabajo sería hacerlo callar. ¿Cuántas personas más lo pararían en su descenso por la calle Jules-Ferry?

—¿Un vasito de vino blanco, doctor? Porque usted, al parecer, es médico, ¿no? ¡Hay algo que yo no hubiera confiado a nadie más que a usted, porque aquí la gente tiene una lengua tan suelta…! El almirante y yo éramos buenos amigos. En invierno, cuando hacía mal tiempo, entraba aquí y conversábamos, como usted y yo conversamos ahora…

»—Me guardan rencor porque ya no tengo dinero —me dijo una vez hablando de quien usted puede suponer—. Pero un día u otro muy bien podrían tener una sorpresa… Entonces, se le harán carantoñas al anciano tío en vez de mirar lo que se sirve en su plato o lo que se vierte en su copa…

»Eso es lo que me dijo, doctor. Yo pensé que tal vez esperaba una herencia. O que tenía intereses en las colonias, de las que siempre hablaba.»

En aquel instante el Doctorcito vio a Polyte que pasaba todavía despeinado y con su descuidada indumentaria de mañana. Se asomó para ver adónde iba y vio que el joven entraba precipitadamente en la farmacia.

Dollent siguió escuchando las confidencias del sombrerero y luego reemprendió la marcha calle abajo, cruzándose con Polyte que volvía a su casa y que lo saludó familiarmente. El Doctorcito entró a su vez en la oficina del señor Befigue. El practicante parecía estar esperándolo.

—¿Qué piensa usted de todo eso, doctor? ¿No es verdad que es una desgracia que en una pequeña población como la nuestra no se pueda vivir tranquilo?

Como Polyte, tenía la tez de papel mascado, cosa que no era de extrañar si ambos tenían la costumbre de pasar una parte de la noche en Aviñón.

—¿Vive usted en la casa? —preguntó el Doctorcito.

—No. Por la noche cierro y, en ausencia del señor Befigue, a quien la señora Befigue ha ido a buscar a Marsella, la casa permanece vacía. Tengo una habitación un poco más abajo, en casa del zapatero que usted debe de haber visto al pasar.

—¿Entraba a menudo en la farmacia el almirante? ¿Tenía la costumbre de tomar medicamentos?

—Jamás. Se burlaba, y usted perdone, de los médicos y de los vendedores de purgas, como él decía. Y en la ausencia del señor Befigue yo nunca lo vi franquear esta puerta.

No valía la pena disimular ni andarse con rodeos. Dollent entró en casa del zapatero.

—Sé lo que va a preguntarme. Mi amigo el comisario me hizo ya la misma pregunta. No, no recuerdo haber visto pasar al almirante el pasado miércoles. La mayoría de las veces yo levantaba la cabeza cuando él pasaba por la acera, porque sabía que era su hora. Sin embargo… en otras ocasiones estoy demasiado ocupado.

—¿La habitación de Tony está en la planta baja? ¿Tiene una salida particular?

—Véala usted mismo. Solo tiene que cruzar la cocina. En la pieza de la izquierda. Para entrar y salir hay que pasar por la tienda.

La habitación estaba vacía y en desorden. La mujer del zapatero estaba ocupada en remover los colchones de la cama, en medio de una nube de polvo.

Era necesario volver a la única verdad absoluta; el miércoles, 25 de junio, a las cinco, el almirante había salido de La Mejor Brandade y había emprendido, como cada día, su paseo por la calle Jules-Ferry.

El sombrerero le había visto pasar. El almirante había entrado en el quiosco y Polyte le había despachado.

Después, el farmacéutico también había visto pasar al antiguo pinche de cocina. Desde el extremo de la calle, los jugadores de bolos lo habían vislumbrado a la altura de la farmacia.
Y eso era todo.

Ahora bien, el almirante que no parecía tener necesidades, solía meter mano en la caja.

Mientras cruzaba el paseo con las manos en los bolsillos y soportando con aire de superioridad la curiosidad de todo el mundo, el Doctorcito tuvo algunas sospechas de que se preparaba una segunda desaparición.

IV

—¡No, señor!, suspiró con fastidio el dueño del bar que recogía las apuestas para los caballos. Su almirante no solo era demasiado desabrido para apostar en las carreras de caballos, sino que ni siquiera ponía los pies aquí, dado que pertenecía a la parte alta de la ciudad.

¡La una! El Doctorcito estaba ahora sentado en el comedor donde, él aparte, no había más que cuatro consumidores, una pareja con dos niños.

—Ponte bien. No comas con los dedos. Te prohíbo que cojas la carne de tu hermanito.

La letanía habitual. Calor… Un ajiaceite que no estaba mal y un clarete que se subía a la cabeza.

De vez en cuando el señor Juan, cubierta la cabeza con el gorro blanco, se asomaba por la puerta de la cocina. Nine, vestida de negro y con delantal blanco, se contoneaba al andar, recordándole al doctor la escena de la mañana. En cuanto a Ángela, ante la caja, tenía los ojos irritados, como si hubiese llorado.

¿En qué momento exacto ocurrió el hecho? A decir verdad, Dollent no la vio levantarse ni salir de la sala, porque miraba más a Nine y…

Era la hora en que, en toda población del Mediodía de Francia que se respete, las persianas que dan a las ardientes calles están cerradas; la hora en que el suelo parece despedir vapor.

—¿Tomará usted café, doctor?

—Claro que sí. Naturalmente…

Incluso estaba bastante decidido a hacer la siesta, como todo el mundo. No esperaba que en el momento en que saboreaba su café vería surgir al señor Juan preguntando a la sirvienta:

—¿Dónde está la señora?

Y mucho menos esperaba el zafarrancho consiguiente. En efecto, Ángela había desaparecido. En vano se registraron todas las piezas de la casa. En vano se buscó por las calles vecinas.

No solamente había desaparecido, sino que además no se había llevado nada, ni su sombrero, ni su bolso de mano.

El sombrerero dormitaba bajo la higuera de su pequeño patio. El quiosco estaba cerrado; Polyte contestó por la ventana del primer piso.

Los postigos de la farmacia no estaban cerrados, pero un rótulo de cartón colgado de la puerta, cuya empuñadura había sido retirada, indicaba que el despacho no se abriría hasta las dos y media.

A través del cristal se veía a Tony, que, sentado en la rebotica, comía apaciblemente leyendo un diario. Al ver gente ante el establecimiento se levantó, sorprendido, cruzó la farmacia y entreabrió la puerta.

—¿Qué pasa?

—¿Ha visto a mi mujer? —preguntó el señor Juan, conteniéndose.

—¿Su mujer? ¿Y por qué he de haber visto a su mujer, yo? ¡Ya estoy harto de oír hablar siempre de su mujer!

Hubiera podido creerse que ambos hombres iban a llegar a las manos, pero no fue así: el uno entró en su antro, donde reinaba un fresco claroscuro; el otro se fue hacia el paseo llevándose consigo al Doctorcito.

—¿Ha visto a mi mujer?

¿Acaso alguien en el restaurante pensaba aún en servir a la familia de los dos niños? Indudablemente no. Abordaban a la gente por la calle:

—¿Ha visto a mi mujer?

Nadie la había visto; sin embargo, ella había desaparecido de veras, como su tío el almirante.

—Oiga, doctor, ¿cree usted que…?

El señor Juan se volvió, sorprendido de no ver a nadie a su lado; el Doctorcito estaba parado ante un viejo cartel colocado en el escaparate de un quiosco de la calle de los Osos.

—Creo que… —empezó Dollent, con la frente fruncida.

Y, animado de una rara excitación, añadió súbitamente:

—¡Creo que debemos actuar aprisa, pardiez! Su mujer… su mujer… Guíeme rápidamente hacia la Comisaría.

Se agitaba como un muñeco. No andaba; corría. A veces pronunciaba frases a medias, en voz baja.

—Si llegaron a encontrarle… ¿Faltaba mucho aún?

—La primera calle a la izquierda. Me pregunto… Afortunadamente, el comisario vive en el piso de arriba. Estará haciendo la siesta, pero lo despertaremos.

Y ocurrió tal como el señor Juan había previsto.

—¿Qué quieren ustedes? ¿Qué mosca les ha picado para despertar a la gente a estas horas? ¡Ah! ¿Es usted, señor detective? ¿Ha encontrado al almirante?

—Sí.

—¿Eh?… ¿Cómo?

—Es decir… Creo que vamos a encontrarlo. Pero tenemos que darnos prisa… Porque dudo de que viva todavía. Venga con varios agentes. Tres, cuatro o cinco. Todos los que pueda.

—No dispongo más que de cuatro y uno de ellos no está de servicio.

—No importa. Vamos.

Dollent se puso al frente de la pequeña tropa, en dirección al restaurante La Mejor Brandade.

El cartel oficial ante el que se había quedado suspenso anunciaba:

Lotería Nacional. Serie del Yachting. Hoy, 25 de junio. Sorteo a las 3.

El sorteo se celebraba en Dieppe.

—¿Adónde vamos? —se inquietó el comisario—. ¡No va a decirme que el almirante se esconde en su casa!

¡No! La prueba estaba en que el Doctorcito pasó por delante del restaurante y se detuvo un momento frente al quiosco:

—Deje un hombre aquí. Que impida que nadie salga, sea quien sea…

Y siguió bajando por la calle Jules-Ferry.

V

A través de los cristales de la cerrada farmacia, se veía al practicante en la rebotica, leyendo su diario ante la mesa.

—O el almirante y su sobrina están aquí —dijo el Doctorcito, febril— o me cubro de ridículo y hago la promesa de no entregarme nunca más a una investigación.

Desconfiado, el comisario golpeó el cristal. Tony, sorprendido, se acercó, buscó el puño de la puerta, lo puso en su sitio y preguntó:

—¿Qué ocurre ahora?

—Quisiera echar una ojeada por la casa.

El practicante lanzó al señor Juan una malévola mirada que significaba:

«Otra vez has sido tú quien ha ido a contar chismes, ¿verdad?».

Pero en voz alta dijo:

—Visiten todo lo que quieran. La casa no es mía. Ya se las compondrán ustedes con el dueño cuando venga, y creo que eso no producirá poco ruido.

Concienzudo, el comisario había iniciado ya la inspección de las diversas piezas, en tanto que Tony, con mirada despreciativa, permanecía en la oficina fingiendo que ordenaba los frascos en los estantes.

El Doctorcito vaciló un momento, pero se encogió de hombros. Él era descifrador de enigmas, como le gustaba repetir, pero no detective ni mucho menos policía. Su oficio no era, pues, el de…

¡Peor para el comisario, si no tomaba suficientes precauciones!

—Y esta puerta, ¿qué le parece?

Se encontraban en una bodega abovedada y habían llegado hasta una puerta provista de sólida cerradura.

—Creo —declaró el Doctorcito— que es el lugar donde el farmacéutico encierra los productos peligrosos, como, por ejemplo, las bombonas de ácido sulfúrico.

—No tenemos la llave. Cabo: vaya a preguntar al practicante si tiene la llave de esta pieza.

El Doctorcito había previsto lo que sucedería. El practicante de la farmacia se había largado silenciosamente. Por lo menos había llegado hasta la casa del zapatero, porque enseguida puso en marcha la más ruidosa de las motos y se lanzó por la carretera nacional.

—Traiga a un cerrajero, cabo. Al hombre ya lo alcanzaremos. Pero me parece que ahí dentro se mueve algo…

Algo se movía, en efecto, puesto que unos minutos más tarde, una vez forzada la cerradura, se vieron dos seres humanos: el almirante, atado de pies y manos y amordazado, pero con los ojos muy vivos, y Ángela, que parecía estar desmayada.

—¿Cree usted que está muerta?

—Llévela al patio.

No estaba atada ni amordazada, pero un olor característico delató al Doctorcito que había sido cloroformizada.

—¿Usted entiende esto, doctor?

—Sí —respondió Dollent simplemente.

—¡No irá usted a decirme que sabía lo que encontraríamos aquí!

—Sí.

—¡De modo que quiere hacernos creer que en veinticuatro horas, solo con beber pastís con unos y otros, usted ha…!

—¡Claro que sí, comisario! Podía equivocarme. Ya se lo dije. No obstante, ¡había tantas probabilidades de que mi razonamiento fuese bueno…! ¿Sabe usted qué fue lo que me preocupó? El hecho de que el receptor de radio de La Mejor Brandade estuviera estropeado.

***

Triunfar es siempre un placer, pero ese placer hubiera sido mucho mayor si Dollent hubiese tenido a su lado personas capaces de apreciar; gente como el comisario Lucas, por ejemplo.
Se hallaban todos reunidos en la sala de café de La Mejor Brandade, y el almirante, para reponerse, había bebido tantas copas que estaba soñoliento. En cuanto a Ángela, que había vuelto en sí hacía mucho rato, estaba pálida y evitaba mirar a la gente cara a cara.

Polyte estaba también allí. El agente se le había echado encima en el momento en que el sobrino de la quiosquera, al oír la moto de su camarada, trató de salir a la calle y de derribar al representante de la autoridad.

En cuanto a Nine, se mantenía en la última fila dirigiendo miradas suplicantes al Doctorcito.

—Averigüen —decía este— lo que un hombre de cierta edad, que ya no tiene pasiones, puede procurarse con cien francos. ¡No juega! ¡No bebe! Ya no se interesa por el llamado bello sexo. No obstante, siente la periódica necesidad de coger de la caja billetes de cien francos.

»Tengan en cuenta que ese hombre se arruinó arriesgando su dinero en empresas audaces.

»Tengan también en cuenta que le dice a su amigo, el sombrerero, que un día u otro podrá ser rico otra vez.

»La respuesta es sencilla: el almirante, sabiendo que nunca hará fortuna de otro modo, compra regularmente, a escondidas de su sobrina y del marido de esta, participaciones de la Lotería Nacional.

»Las compraba en el quiosco vecino, al mismo tiempo que sus cigarrillos, y las escondía Dios sabe dónde.»

¿Por qué Nine empezó a dirigirle signos imperiosos? ¿Qué significaban aquellos signos? El Doctorcito prosiguió:

—Pero aquel miércoles, día del sorteo, la radio no funcionó en el restaurante.

»Además, desde hacía algunas semanas, no era la vieja mercera la que despachaba en su quiosco, sino el mal sujeto de su hijo, que jamás hizo nada bueno.

»Él fue quien vendió el billete al almirante.

»En su casa, la radio funcionaba…

»A las cinco, sabía que el almirante había ganado un premio importante… ¿De cuánto, Polyte?»

—¡Un millón! —gruñó este de mala gana, mirando las esposas que rodeaban sus muñecas.

—Un millón. La idea de apoderarse de ese millón… El almirante no sabe nada aún… Entra, como de costumbre… Sin duda, sabiendo que en la casa tienen radio, pregunta: «¿He ganado algo?».

»Era imposible actuar en aquella tienda tan pequeña, demasiado próxima al restaurante. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la mercera, desde el primer piso, podría oírlo todo.

»—No lo sé —responde Polyte—. No he podido escuchar el reportaje de la radio. Pero mi amigo Tony, el practicante de la farmacia, está escuchándolo. Si quiere ir a preguntárselo de mi parte…

»—Los dos jóvenes, que pasan juntos la mayoría de las noches en los lugares malfamados de Aviñón y de Marsella, se han puesto de acuerdo.

»El Almirante entra…

»—Por aquí. Tengo la lista en la rebotica…

»En el momento en que el Almirante se agacha para leer el papel, le aplican el cloroformo.

»Los dos libertinos esperan que llevará el billete encima. En ese caso, la solución es sencilla. Lo matarán. Lo harán desaparecer definitivamente. Irán a cobrar el millón a París y pasarán la frontera con dinero suficiente para darse la gran vida durante cierto tiempo.

»Pero el billete no está en los bolsillos del anciano.

»Lo encierran en la bodega. Lo interrogan. Lo aterrorizan. Y él se niega a revelar su secreto.

»He aquí la razón de los dos robos: encontrar un pedazo de papel que vale un millón.»

En aquel momento, el almirante levantó la cabeza y miró a su sobrino con expresión retadora. Nine, por su parte, dirigió nuevos signos al Doctorcito. Pero este no hizo caso y prosiguió:

—Vean, pues, señoras y caballeros, la lucha que se desarrolló durante una semana en una bodega. Por una parte, un anciano decidido a callarse. Probablemente comprendió que, una vez en posesión del billete, los otros no tendrían más remedio que matarlo.

»Luego se asustaron. Son libertinos, es cierto, pero no pasan de aficionados, y los aficionados siempre pecan por torpeza. Para poner fin a las investigaciones, creyeron que sería inteligente arrancar a su prisionero una carta anunciando que estaba en el campo. Quisieron también desembarazarse de las maletas robadas y de los trajes que se llevaron de la habitación, arrojándolos al río, que los devolvió enseguida.

»Pilluelos sin envergadura…

»¡Y seguían sin tener el billete!»

El Doctorcito sintió sobre sí el peso de las miradas de Ángela y del señor Juan.

—Una mujer, como consecuencia de las conversaciones que tuvimos los dos, lo adivinó todo. Llegó a adivinarlo antes que yo mismo… y se precipitó a la farmacia. Quiso impedir un asesinato, obligar a Polyte a que soltara a su tío. Porque esa mujer es la señora Ángela… Podría añadir que…

No. Dollent prefirió callarse. Era inútil explicar que la gente no es nunca ni tan buena ni tan mala como se la cree. Ángela era, quizá, capaz de tener un amante, pero no lo era de dejar matar a su tío por ese hombre.

Tony, por su parte, era capaz de cortejarla, pero incapaz de renunciar a la fortuna por sus bellos ojos.

—¡La cloroformizó para ganar tiempo! —afirmó el Doctorcito, abreviando audazmente—. Y el billete, el famoso billete que valía un millón, seguía sin poder ser encontrado.

»Sin duda, ese par de malvados iba a tener que matar a dos personas sin provecho alguno.

»He ahí, señores, el estado del problema a las dos de la tarde, cuando me he detenido frente a un cartel que anunciaba el último sorteo de la Lotería Nacional.

»Un tendero poco cuidadoso lo había dejado en su escaparate, y gracias a esa negligencia…»

Todo el mundo se volvió hacia el almirante que exhalaba sordos gruñidos y acabó por articular:

—Lo más terrible es que no pueda acordarme… ¡Un millón…! Y pensar que un millón se perderá si…

Y se cogía la cabeza con ambas manos.

—Yo solía esconder los billetes debajo del armario. Esta vez… ¿Qué puede haber ocurrido esta vez?

Nine reclamaba desesperadamente la atención del Doctorcito, el cual acabó por volverse hacia ella. Su actitud era idéntica a la de una niña que en la escuela levanta un dedo para pedir permiso.

—¿Puedo subir un instante a mi habitación? —preguntó.

—A condición de que yo vaya con usted.

—Venga, si quiere.

Subieron la escalera en silencio. La cama estaba por hacer. La muchacha levantó el colchón, metió la mano por debajo del mismo y sacó un libro.

—Creo que está aquí dentro —declaró—. Vi algo parecido a un billete de la Lotería Nacional, pero no le presté atención.

La chica se le acercaba, coqueteaba.

—He de confesarle una cosa. El almirante traía siempre libros… ¿cómo diré?… libros muy ligeros. Y yo me los llevaba a veces a mi cama para leer por la noche. Cuando usted ha hablado de un billete de lotería me he acordado del último libro que cogí. ¡Tenga!… Aquí está. Sin duda, el almirante lo colocó como registro y se olvidó…

¡Era verdad! ¡El millón estaba allí, en forma de un pedazo de papel vulgar, mal impreso!

Al practicante de farmacia lo detuvo la gendarmería de Carcasona, y lo más curioso fue que si no hubiese contravenido las leyes de circulación por exceso de velocidad con su moto, hubiera pasado inadvertido.

El almirante cobró el millón.

Y el Doctorcito fue muy mal visto en aquella casa donde en el momento del drama todos se habían apresurado a hacerle confidencias.

El señor Juan se mostró, súbitamente, como un marido y un yerno modelo.

Su mujer le sonreía, y sonreía más aún a su tío.

Nine ya no era sino una criadita que hacía su trabajo conscientemente, y, si aún se encontraba con el dueño en la cochera, lo hacía con mayor recato.

¿Quién robaría ahora billetes de la caja?

Hasta la mercera volvió a ocupar su sitio tras el mostrador, a pesar de sus hinchadas piernas.
Se celebró un gran banquete en La Mejor Brandade para homenajear al nuevo millonario. Los jugadores de bolos tomaron parte en él, con el sombrerero y todo el barrio alto.

Pero nadie insistió en retener al Doctorcito, que se alejó melancólicamente, conduciendo su vieja Ferblantine. Apenas si se le dieron las gracias, y aún de mala gana.

Sabía demasiadas cosas… Se había convertido en un personaje molesto.

—¿Sabe usted? —trató de explicar el señor Juan—. En momentos tales… Cuando se vive nervioso… Se exagera… Se habla a tontas y a locas…

Cuando se celebró el banquete, estaba ya Dollent lejos. Después del nuevo millonario, fue el comisario de policía quien ocupó el lugar de segundo héroe.

—Puesto que tenemos la suerte de que la policía de nuestra ciudad la dirija un hombre cuyo olfato… cuya sangre fría… cuyo valor profesional…

No se puede exigir todo; los goces internos y las satisfacciones de la popularidad significan demasiado.

—¿Algún enfermo grave? —se contentó con preguntar Juan Dollent a Ana, al volver a tomar posesión de su casa de Marsilly y de su clientela.

—Dos partos de noche…

—¡Mejor! ¡Yo no estaba aquí!

Había vuelto tostado por el sol de ese bendito Midi de Francia.

FIN

1. Pastís: Bebida alcohólica, a base de anís, típica de la región francesa de Provenza, que suele consumirse mezclada con agua.

2. Gitanes: Marca de cigarrillos franceses.

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