IRMA no parecía una bruja.
Era menuda y bien proporcionada, con el aspecto de un melocotón en almíbar, con los ojos azules, con un fantástico cabello rubio ceniciento. Después de todo, sólo tenía ocho años.
—¿Por qué joroba tanto esta niña? —suspiró miss Pall—. Será porque tiene esa manía de decir que es una pequeña bruja…
Sam Steever recostó su gran espalda en la chirriante silla giratoria y dejó caer sus grandes manos sobre su regazo. Su cara gorda de abogado era una máscara inexpresiva, pero realmente estaba angustiado.
Una mujer como miss Pall no debería suspirar lloriqueante. Sus gafas grandes, su fina nariz respingona, las arrugas enrojecidas de sus párpados y su cabello duro se le desordenaban por completo.
—Tranquilícese, por favor —le rogó Sam Steever tratando de ganársela—. Quizá si habláramos de todo esto tranquilamente…
—¡No puedo! —se lamentó miss Pall, de nuevo lloriqueante—. Y no volveré a esa casa. No puedo soportarlo. Además, no hay nada que yo pueda hacer. Se trata de su hermano y la niña es la hija de su hermano. No es responsabilidad mía. Ya he tratado suficientemente de…
—Ya sé que lo ha intentado —dijo Sam Steever sonriendo bondadoso, como si miss Pall fuera la presidenta de un jurado—. La comprendo perfectamente… Pero aún no entiendo por qué está usted tan atacada, mi querida señora.
Miss Pall se quitó las gafas y enjugó unas lágrimas de sus ojos con un pañuelo estampado de flores. Después lo metió hecho una bola empapada en su bolso, cerró el bolso, se puso las gafas otra vez y se irguió tensa.
—De acuerdo, Mr. Steever —dijo—. Le diré cuál fue la razón de que aceptara el empleo que me ofreció su hermano —suspiró antes de seguir diciendo—: Acudí a John Steever hace dos años después de leer un anuncio en el que pedía un ama de llaves, como ya sabe usted. Cuando supe que además tendría que hacerme cargo de una huérfana de seis años me asusté, no sabía nada de cómo cuidar niños.
—John tuvo contratada una niñera durante seis años —asintió Sam Steever—. Ya sabe usted que la madre de Irma murió en el parto.
—Lo supe entonces y por eso acepté —dijo miss Pall muy peripuesta—. Naturalmente, me volqué de todo corazón con aquella niña solitaria y maleducada… Estaba terriblemente sola, Mr. Steever; si la hubiera visto por los rincones de esa casa tan grande, vieja y fea…
—La vi —respondió Sam Steever rápido, intentando atajarla—. Y sé muy bien cuánto ha hecho usted por Irma. Mi hermano tiende a la introspección, incluso en las cosas que más directamente le afectan. Él no comprende…
—Su hermano es cruel —dijo miss Pall con una vehemencia insólita—. Cruel y malvado. Aunque se trate de su hermano, le diré que no sería un buen padre para ningún niño. Cuando vine aquí, la niña tenía los bracitos llenos de moratones, y los sigue teniendo… Su hermano se quita el cinturón y…
—Lo sé… Muchas veces he pensado que mi hermano no ha podido superar la muerte de su esposa… Por eso me alegré tanto de que la contratara a usted para cuidar de la niña, mi querida señora. Estoy seguro de que usted puede ayudarla mucho y controlar la situación.
—Lo he intentado —volvió a suspirar miss Pall—. Bien sabe usted que lo he intentado. Nunca he levantado la mano contra esa niña en dos años, por mucho que su hermano me haya recomendado que lo hiciera. «Dele unas tortas a esa pequeña bruja, todo lo que necesita es una buena paliza», suele decir él, y entonces la niña corre a esconderse tras de mí y me pide que la proteja… Pero nunca llora, Mr. Steever… Puede que no lo crea, pero le digo que nunca la he visto llorar.
Sam Steever se sentía vagamente irritado y un poco molesto. Deseaba que aquella vieja gallinota, sin embargo, dejara de crear problemas, así que sonrió para engatusarla.
—Bien, ¿cuál es realmente su problema, mi querida señora? —preguntó.
—Cuando llegué a la casa todo fue bien. Nos entendíamos perfectamente los tres. Comencé a enseñar a leer a Irma, y realmente me sorprendió que aprendiera tan pronto y tan bien. Su hermano decía al principio que él también me ayudaría a enseñar más cosas a la niña, pero luego se pasaba el tiempo en la planta de arriba, tirado en un sofá con un libro. «Igual que ella», decía refiriéndose a Irma. «Esa pequeña bruja mal nacida no juega con los demás niños… Sí, es una pequeña bruja». Eso decía, Mr. Steever, como si la niña fuese una especie de… no sé qué… Pero la niña era dulce, tranquila y tan guapa… ¿Quiere saber qué leía? Yo quise que leyera lo mismo que yo había leído a su edad, pero nunca supuse… Bien, no sabe usted cuán chocante me resultó verla un día leyendo un volumen de la Enciclopedia Británica. «¿Qué lees, Irma?», le pregunté, y me mostró lo que leía. Era el artículo dedicado a la brujería… ¿Ve usted qué pensamientos tan morbosos ha inculcado su hermano a esa pobre criatura? Le aseguro que siempre he hecho las cosas lo mejor que he podido. Le compré juguetes, pues ya sabe usted que no tenía ni uno, ni siquiera una muñeca. ¡Y no sabía jugar con ellos! Intenté igualmente que conociera, que se interesara por las demás niñas del vecindario, y nada… La verdad es que no la entendían y que Irma tampoco las entendía… Incluso hubo algunas escenas que… Los niños son crueles, ya lo sabemos. El caso es que el padre de Irma no quería que fuese al colegio. Era yo quien la enseñaba esas pocas cosas que sabe… Por ejemplo, a modelar el barro. A Irma le gustaba eso. Se podía pasar horas y horas modelando caras en barro. Para tener seis años poseía un talento realmente grande. Juntas hacíamos muñecas, para las que yo cosía vestiditos… Aquel primer año fue realmente feliz, a pesar de todo, Mr. Steever. Sobre todo durante los meses en que su hermano estuvo fuera, en Sudamérica… Pero cuando regresó… Bueno, prefiero no hablar de eso…
—Por favor —intervino Sam Steever—, comprenda que John no es un hombre feliz. La pérdida de su esposa, después el hundimiento de su negocio… Y la bebida… Qué le voy a decir que no sepa usted.
—Sólo sé que odia a Irma —miss Pall se echó a llorar tras decirlo—. La odia, sí. En realidad quiere que Irma sea mala para poder castigarla. «Si usted no impone disciplina a esa pequeña bruja tendré que hacerlo yo», me dice. Y sube la escalera, se quita el cinturón y azota a la pobre criatura… Tiene usted que hacer algo, Mr. Steever, o de lo contrario me veré obligada a acudir a las autoridades.
Sam Steever pensó que aquella vieja loca podría ser capaz de cumplir su amenaza. El único remedio, más tacto, tratar de engatusarla como fuese.
—Bien, en cuanto a Irma… —comenzó a decir.
—Ha cambiado mucho —lo interrumpió miss Pall—, sobre todo desde el regreso de su padre… Ya no juega conmigo, incluso me mira casi con asco… Es como si pensara que no la protejo suficientemente de ese hombre, Mr. Steever… Y encima… cree realmente que es una bruja.
Loco. Estaba a punto de volverse loco. Sam Steever tenía que hacer verdaderos esfuerzos para mantener el tipo, no paraba de moverse en su silla chirriante.
—No me mire así, Mr. Steever… La niña seguramente le contará todo lo que yo le he dicho, si va a visitarla.
Sam Steever captó el reproche que había en las palabras de aquella mujer, pero se limitó a asentir con aire despreciativo.
—Mire, no hace mucho me dijo la niña que si su padre quería que fuese una bruja, lo sería… Y creo que si no juega ya conmigo, ni quiere hacerlo con nadie, es porque está convencida de que las brujas no juegan. El último Halloween me pidió una escoba… La verdad es que sería gracioso, si en el fondo no fuera todo tan trágico. Esta pobre niña está perdiendo la razón… Pero hace unas semanas me sorprendió al pedirme que la llevara el domingo a la iglesia, lo que me hizo creer por un momento que cambiaba para bien. «Quiero ver un bautizo», me dijo. Imagínese, una niña de ocho años interesándose por el bautismo, algo sobre lo que había leído bastante. Bien, fuimos a la iglesia e Irma se mostró todo lo dulce que realmente es, con su vestido azul nuevo, de mi mano todo el rato… Me sentía muy orgullosa de ella, Mr. Steever, realmente orgullosa… Pero una vez salimos de la iglesia volvió a meterse en su concha. De nuevo se pasaba el día vagando por la casa, leyendo, paseando por el jardín cuando empezaba a oscurecer y hablando en voz alta consigo misma… Creo que su actitud se debía a que su hermano, Mr. Steever, se negó a comprarle una mascota. La niña le pidió un gato negro, y cuando él le preguntó por qué, le respondió: «Porque todas las brujas tienen un gato negro». Entonces la condujo a la planta superior. No pude impedir que la golpeara, imagínese… También la golpeó una noche en que se fue la luz y no encontramos las velas… Su hermano dijo que la niña las había robado… Ya ve usted, acusar a una niña de ocho años de robar velas… Ése fue el principio del fin… Y cuando encontró el cepillo para el pelo…
—¿Quiere decir que también la golpea con el cepillo para el pelo?
—Sí. La niña admitió que lo había cogido para peinar a su muñeca…
—Pero ¿no decía usted que no juega con muñecas?
—Ella misma se hizo una… Estoy segura de que la hizo ella misma, sí… Yo no la he visto… No nos la ha enseñado. Ni la lleva a la mesa para hablar con ella… Es una muñeca pequeña, lo intuyo porque no se la ve cuando la lleva en sus brazos, y porque dijo que había cogido el cepillo para peinarla cuando él le preguntó dónde estaba. A su hermano, Mr. Steever, le dio un auténtico ataque de locura, la verdad es que se había pasado toda la mañana en su habitación, bebiendo sin parar. La niña le dijo sonriente que ya podía peinarse con su cepillo para el pelo, y que ella misma se lo traería después de peinar a su muñeca… Se levantó, fue a su cuarto y regresó con el cepillo, en el que observé que había cabellos. Nada más verlo, él se lo arrebató y comenzó a golpearla con el cepillo en los hombros, y en los brazos, y entonces… —miss Pall se hundió en su asiento, entre sollozos que le agitaban el pecho.
Sam Steever se inclinó sobre ella como un elefante sobre un canario herido.
—Eso es todo, Mr. Steever —siguió un poco después miss Pall—. Tenía que decírselo a usted. No volveré a esa casa ni para recoger mis cosas… No podría soportar ni un momento más ver cómo la golpea, ni comprobar que la niña no llora, sino que ríe y ríe y ríe mientras la golpea… A veces he llegado a pensar que realmente es una bruja, la bruja en que la ha convertido su padre.
SAM Steever levantó el auricular. La llamada de teléfono había roto el silencio en que se hallaba tras la marcha de miss Pall.
—Hola, Sam…
Reconoció de inmediato la voz de su hermano, la voz de alguien que estaba bebido.
—Sí, John, dime.
—Supongo que ese viejo murciélago habrá estado ahí, soltando la lengua…
—Si te refieres a miss Pall, sí, la he visto.
—No le prestes atención. Puedo explicártelo todo.
—¿Quieres que vaya a verte? Hace mucho que no te visito, hace meses…
—Bueno, ahora mismo no… Tengo una cita con el médico esta tarde.
—¿Algo va mal?
—Me duele un brazo. Reumatismo o algo así. He debido de coger frío. Te llamaré de nuevo mañana y hablaremos sobre todo eso.
—De acuerdo.
Pero John Steever no llamó a su hermano al día siguiente. Fue Sam quien llamó a la hora de la cena.
Para su sorpresa, Irma descolgó el teléfono. Su voz suave sonó encantadora y dulce a oídos de Sam.
—Papá está arriba, durmiendo… No se encuentra bien.
—Vale, entonces no le llames… ¿Es su brazo?
—No, ahora es la espalda… Va a ir al médico otra vez.
—Dile que le llamaré mañana… Eh… ¿Todo va bien, Irma? ¿Está contigo miss Pall?
—No, se ha ido y estoy muy triste… Es una estúpida.
—Ya comprendo… Llámame si necesitas algo, ¿de acuerdo? Espero que tu papá se ponga bien pronto.
—Te llamaré si necesito algo —dijo Irma echándose a reír y colgó el auricular.
No había risas la tarde siguiente, cuando John Steever llamó a Sam a su despacho. Su voz era la de un hombre sobrio. Sobrio y dolorido.
—Sam, ven a verme, por el amor de Dios… Me está ocurriendo algo…
—¿Qué te pasa?
—Tengo un dolor… que me mata… Tengo que verte cuanto antes.
—Estoy con un cliente, pero iré en cuanto acabe, será cosa de unos minutos… ¿Por qué no llamas al médico?
—Ese inútil no puede ayudarme. Me mandó unas pastillas para el brazo y ayer me dio las mismas para la espalda…
—¿No te aliviaron?
—Al principio, sí; desapareció el dolor, pero ahora lo siento de nuevo y más fuerte… Es un dolor que me oprime el pecho y no me deja respirar.
—Podría ser pleuresía… Deberías llamar al médico.
—No es pleuresía, ya me examinó y dijo que no era eso… Dice que mi pecho suena como un dólar… Sé que no es nada orgánico, pero no puedo decirle la causa real…
—¿La causa real?
—Sí, los alfileres… Los alfileres que esa pequeña bruja clava en su muñeca… En el brazo, en la espalda… Sólo Dios sabe cómo lo hace…
—John, no querrás decir…
—¡Vale ya de palabras! No me puedo mover de la cama por su culpa, estoy en sus manos… No puedo levantarme y detenerla, ni quitarle su maldita muñeca. Y lo peor de todo es que nadie me creería… Pero te aseguro que se trata de la muñeca que hizo con cera de velas y con los cabellos que tomó de mi cepillo para el pelo… Sí, ya sé que es duro decirlo, pero esta niña es una pequeña bruja… Es una malvada. Sam, prométeme que harás algo, lo que sea, para quitarle esa maldita muñeca… Quítasela, por favor…
MEDIA hora después, a las cuatro y media de la tarde, Sam Steever llegaba a la casa de su hermano.
Irma le abrió la puerta.
A Sam le produjo un gran impacto verla allí, sonriente e imperturbable, con su pelo rubio bien peinado que realzaba el óvalo delicioso de su carita. Era como una pequeña muñeca… Una pequeña muñeca…
—Hola, tío Sam.
—Hola, Irma… Tu papá me ha llamado, ¿no te lo ha dicho? Dice que no se siente muy bien…
—Ya lo sé. Pero está bien ahora. Está durmiendo.
Algo sintió Sam Steever. Como si una gota de agua helada le recorriese la espalda.
—¿Que está durmiendo? —preguntó con la voz algo quebrada—. ¿Arriba?
Antes de que la niña pudiese abrir la boca para responder, ya estaba él subiendo los peldaños de la escalera que llevaba a la planta superior de la casa, para ir rápido a la habitación de John.
John estaba en la cama, dormido, sólo dormido… Sam Steveer vio que respiraba normalmente, pero así y todo se inclinó sobre el pecho de su hermano para comprobarlo. John tenía el rostro en calma, relajado.
A Sam se le evaporó aquella gota helada que le recorría la espalda; sonrió y se dijo que todo aquello era una tontería; respiró profundamente y se dispuso a bajar.
Mientras descendía por la escalera fue haciendo planes. Unas vacaciones de seis meses para su hermano, eso que llaman «una cura». Y un orfanato para Irma; había que darle a la niña la oportunidad de abandonar aquella casa tan vieja, todos esos libros tan mórbidos…
Se detuvo en mitad de la escalera. Inclinándose sobre la balaustrada vio a Irma en el sofá; parecía la niña una pequeña bola blanca, de tan replegada sobre sí misma como estaba. Hablaba con algo que tenía en sus brazos, a lo que mecía.
Así que aquello era su muñeca…
Sam Steever siguió bajando los peldaños despacio, sin hacer ruido, y se dirigió a Irma.
—Hola —dijo.
La niña se levantó de golpe. Cubrió por completo con sus brazos aquello que acunaba. Sonrió taimada y sorprendida apretándolo más contra su pecho.
Sam Steever pensó que acabaría metiéndose la muñeca en el pecho, de tanto como la apretaba.
Irma estaba de pie ante él, su cara era una máscara de inocencia. En la penumbra de la casa su cara parecía realmente una máscara. La máscara de una niña que ocultaba… ¿Qué ocultaba?
—Papá está mejor, ¿no? —dijo Irma en voz baja.
—Sí, mucho mejor.
—Estaba segura de que se pondría bien.
—Pero me temo que va a tener que irse una temporada, para descansar… Necesita un largo descanso.
Una sonrisa iluminó la máscara.
—Bien —dijo Irma.
—Claro que —siguió diciendo Sam— no vas a quedarte aquí sola… Estaba pensando… Quizá deberíamos mandarte a un colegio, o a una casa en la que…
Irma se echó a reír.
—No tienes que preocuparte por mí —dijo recostándose de nuevo en el sofá mientras Sam tomaba asiento frente a ella, muy cerca.
Los brazos de la niña se abrieron con aquel movimiento y Sam Steever pudo ver entre ellos un par de piernecitas que descansaban en un codo de la pequeña. Aquello tenía puesto unos pantaloncitos y unos trocitos de piel a modo de zapatos.
—¿Qué tienes ahí, Irma? ¿Una muñeca? —preguntó Sam.
Lentamente extendió la mano hacia ella.
La niña se echó hacia atrás.
—No puedes verla —dijo.
—Me gustaría —dijo Sam—, miss Pall me dijo que hacías unas muñecas muy bonitas.
—Miss Pall es una estúpida. Y tú también… Lárgate.
—Por favor, Irma, déjame verla…
Mientras hablaba, Sam intentaba por todos los medios ver aquello; lo consiguió a medias, al moverse la niña para cubrir mejor su muñeca con el cuerpo. Sam llegó a ver una cabeza muy bien hecha, una cara muy blanca sobre la que caía algo de pelo… A pesar de lo fugaz de la visión, a pesar de la penumbra, consiguió ver igualmente unos ojos, una nariz, una barbilla, cosas que reconoció perfectamente.
Tenía que insistir.
—Dame esa muñeca, Irma —ordenó a la niña—. Sé qué es… Sé quién es…
Por unos momentos se borró de la cara de Irma la máscara y Sam Steever vio que aquel rostro desnudo de la niña expresaba miedo.
Ella lo sabía… Sabía que él lo sabía.
Pero de inmediato volvió a aparecer la máscara en su carita.
Irma era una niña dulce, buena, aplicada… que sonreía con ojos maliciosos.
—Tío Sam —dijo riéndose—, eres tan tonto… Esto no es una muñeca de verdad.
—¿Qué es? —inquirió él.
Irma se echó a reír de nuevo mientras se erguía en el sofá.
—Sólo es… un caramelo —dijo.
—¿Un caramelo?
Irma asintió. Luego, lentamente, se metió en la boca la cabeza de aquello.
Y se lo comió.
Arriba se dejó sentir un grito desgarrador.
Cuando Sam Steever subió aprisa la escalera, la pequeña Irma, masticando aún, salió por la puerta de la casa para perderse en la oscuridad incipiente.
Fin