Hay una fatalidad, un sentimiento tan irresistible e inevitable
que casi posee el poder de una sentencia y que, casi invariablemente,
obliga a los seres humanos a frecuentar como fantasmas, sin poder
separarse de ellos, aquellos lugares donde algún acontecimiento
señalado y grande dio color a su vida; sentimiento tanto más
irresistible cuanto más sobrio es el tinte que lo entristece.
La letra escarlata, Nathaniel Hawthorne
Tendido así, inmóvil —piensa Alberto—, el cuerpo cubierto por algo que semeja un hábito religioso, vestido de negro, su cuerpo parece distinto, es casi irreconocible. Mira luego a Efraín, su amigo de infancia, tal vez de la misma edad suya y calcula que tal vez esté pensando las mismas cosas o, por lo menos, algo relacionado con el pasado que ahora los une en esta ceremonia. Por la extraña pero explicable razón de ese cuerpo muerto y esa atmósfera de luto que los arroja al respetuoso recogimiento de ahora. Pero no obstante —sigue pensando, hablándole al difunto— usted seguirá siendo para nosotros lo que quiso ser cuando íbamos al colegio, entre los doce y los quince años, algunos eran mayores pero no andábamos con ellos. Recordaba entonces que regresábamos a la ciudad y recorríamos sus calles, siempre húmedas, siempre feas, y mirábamos las fachadas de las casas de madera y el cinc oxidado de los techos y el calor más insistente y penetrante, piensa. Y mira a Efraín. Ahora, en la posición de su cuerpo, en su muerte misma, hay algo que se levanta del polvo, algo que nos aclara el pasado, como si nuestra presencia allí no fuera otra distinta a la fidelidad a recuerdos comunes. Evoco, piensa, el primer día, cuando entramos por primera vez a la tienda.
Alberto se acerca a Efraín: se limita a inclinar en silencio la cabeza a cuanta persona llega, a decir “mi sentido pésame” a quienes ve o cree ver más compungidos. Tienen que ser sus familiares, piensa Efraín y eso es suficiente para pronunciar aquella frase-fórmula inmodificable. “Sentido pésame”. Y le parece que los dolientes llegan por montones: la sala, grande por cierto, empieza a verse más pequeña y el aire parece hacerse más denso. Alberto y Efraín se limitan a estar juntos y cada uno a pensar a su manera en don Pacho. Poco les importa pensar cosas distintas en ese momento, aunque podían recordarlas juntos y encontrarles semejanzas. Por ejemplo: las disputas en el colegio, el barrio en donde vivían, los padres que tenían, cosas que bien podían conformar un mundo que precisamente era el que se escapaba de la memoria en aquellos momentos.
Qué desorden tenía aquel sitio en donde usted había pasado gran parte de su vida, recuerda. Y se dice: recuerdo que papá alguna vez habló de usted con palabras muy duras. Pero qué importa la impresión de papá ahora si es el día aquel, cuando lo conocí, el que viene más claro ahora: usted empezaba mostrando las postales de mujeres desnudas, midiendo nuestras reacciones, a veces entrando un momento al fondo de la tienda o saliendo a la puerta que daba a la calle para cerciorarse de la reacción del muchacho que seguía mirando las estampas, midiendo cada reacción, como si de ellas dependiera todo y dele a fijar la vista en el rostro del muchacho que tenía en frente y a bajarla después por el cuerpo, deteniéndose en el bulto de la entrepierna, se dice y es como si se lo estuviera diciendo al cadáver.
Alberto mira a Efraín pero este sigue en silencio. No puede dejar de pensar en el silencio de su amigo. Entonces sigue hilando los acontecimientos: viene aquel fulgor enfermo en los ojos de don Pacho, viene aquella respiración fuerte, marcando el ritmo creciente, vuelve el pequeño espacio en el que habitualmente se paraba don Pacho, al lado del muchacho del día, con la vista clavada en aquellas postales, y vuelve, también, el temor o más bien el presentimiento de que eso pasaría de la simple mirada de las postales a algo tal vez repugnante. Pero ni Efraín ni Alberto ni nadie podían resistir. Estaban allí por voluntad propia y por la misma recompensa. Alberto pensó en resistir alguna vez, pero fue solo un instante, como el ruido de algo que cae para morir luego en una nada sin huellas. Todo ese tiempo, suficiente apenas para llamarse tiempo en toda su brevedad, resurge en Alberto y seguramente resurgirá en Efraín el momento en que visitaron por primera vez a don Pacho. Alberto no se explica el silencio de su amigo aunque le conoce la costumbre de tragárselo todo, razón suficiente para recordarlo en las clases del colegio y el ambiente de misterio que solía rodear al amigo, quien ahora, ante el féretro, ve pasar a los dolientes y dice “sentido pésame ”. De la simple, vaga impresión, pasa a la impresión casi física: es como si algo físico irrumpiera de pronto. La sensación de una mano que empieza a bajar por el vientre, la voz que dice incoherencias. Simultaneidad desconcertante producida en segundos, impresión borrosa que se hace más concreta en su memoria. Es la mano de don Pacho alcanzando la bragueta del pantalón y desabrochando los botones con una habilidad que hablaba del ejercicio y la repetición del mismo acto. Es su voz gruesa y distorsionada y su sonrisa nerviosa —temblor del labio superior y pestañeo incesante— lo que recuerda de él ahora que está frente al cuerpo cubierto, pues son estas las imágenes que se fijaron en su memoria y producen sonrisas de complicidad que salen al mirarse los dos jóvenes. Es como si aquel cuerpo estuviera produciendo un santo-y-seña capaz de mover cuerdas-móviles-extrañas de la memoria. Usted restituye episodios de una vida que podríamos haber olvidado, piensa Alberto. Y teme que Efraín logre agarrar cada palabra, la totalidad de sus frases y decirle: tú siempre haciendo frases, como en el colegio, pero nada le impide reconstruir, como lo está haciendo, el vínculo con el difunto. Es como si lo viera vivo: su cara, a pesar de los cuarenta años, sin una sola arruga. Su rostro fuerte y cuidado. Su cuerpo, efectivamente gordo, como si el estómago hubiese corrido la suerte de sus abusos. Sus manos cuidadas y hasta algo esmaltadas las uñas. Pero sus ropas de colores oscuros y a veces camisas descuidadas. Su forma de mirar, queriendo penetrar en un mundo inescrutable, en nuestro mundo, más allá de lo que nuestros rostros eran capaces de expresar o de ocultar cuando, ante su mirada, teníamos que retirarle la vista. Sí, don José Francisco Sánchez, usted recobra una importancia grande ante nosotros. Todo el vecindario menciona su nombre y no sé, de estar vivo, si podría acordarse de nosotros.
Efraín señala de vez en cuando a algún conocido que llega. Alberto mueve la cabeza y dice algo, generalmente monosílabos. La primera frase larga que le escuchó a Efraín fue en el momento en que llegó una mujer gorda, vestida de negro. ¿La recuerdas?, quisiera preguntar Alberto al amigo. Era la mujer que le aseaba la tienda, recuerda. No envejece. Alberto la mira un rato y piensa, conteniendo la risa: un día dizque agarró a don Pacho mamándosela a uno de mi clase. Efraín sonríe. Alberto —por momentos— parece estar oyendo su voz propia, la de su amigo, retumbando en la clase o en el barrio, sí, puta madre con tu joda, esta noche hay pachanga, hermano, y establece la diferencia entre su forma de hablar y la que muchas veces fue objeto de bromas y reproches, sí, “eche que te estás volviendo marica, hermano”, no vas a fiestas, puta madre si fueras y vieras el agarre tan verraco con la vieja esa, como alquilando una sola baldosa, no jodas con tu álgebra, que ahora es a gozá, y se distrae mirando de soslayo el rostro de Efraín que le parece algo envejecido, pero entiende que, a pesar de sus diferencias, siempre fueron los mejores, los de-andar-siempre-juntos-para-todas-partes, y es por eso que ahora los une una solidaridad que los años han vuelto más grande. Piensa que sería mejor escuchar la voz de Efraín relatando el día que entró a la tienda, claro que sí, acuérdate que entramos juntos y, no joda, ahí estaban ya las postales con las viejas desnudas, ahí estaba la mano de don Pacho buscando en la entrepierna de la joven visita, evoca, pero Efraín guarda silencio y el cuerpo de don José Francisco Sánchez, inmóvil, sigue envuelto en los rezos y en los llantos y en la regularidad de los vestidos de luto, el hablehable- sin-parar, el-jode-jode-sin-parar, el gime-jode-jode-rece-gime, la atmósfera que se vuelve más insoportable y ellos ahí, detenidos por algo, no digamos un afecto ambiguo, digamos mejor una disección del pasado —como diría Alberto empleando el lenguaje que ha perfeccionado y le ha añadido un crédito mayor a su nombre, como Efraín le dijo en público, en una clase del colegio: no joda que habla lindo el malparido, parece pico de oro—, recuerda. O como un profesor le dijera, con su voz afectada: magnífico, Alberto, magnífico, deje su trabajo en mi mesa cuando salga, tiene cinco. A Alberto, a veces, le gustaría oír la voz de su padre relatando la vida de don José Francisco Sánchez, como en esa ocasión, cuando sostenía que llegó con una sola mecha y a punta de esfuerzos, vendiendo cacharros, luego dulces, contrabandeando, fue parando su negocio, hasta llegar a lo que es hoy, para que no digan que ha sido robando, que aunque digan que es dañado eso no tiene nada que ver con la plata que ha ido haciendo con el puro sudor, que harto derecho tiene uno para hacer con su ganancia lo que le da la gana, pero lo que vale para Alberto es el recuerdo de oscuros episodios de jóvenes, la sensación de haber significado algo en la vida de un hombre muerto, algo que ahora acepta como un episodio grotesco. Alberto mira, escucha las voces vecinas. Le suenan vacías. Piensa: había que verlo cuando se entregaba a la oración, no faltaba a una misa y un tipo tan ocupado como él siempre estaba listo para confesarse y comulgar los primeros viernes.
Alberto desvía la atención hacia Efraín que sigue inquieto en su sitio, inquisitorio a veces, examinando el trasero de las mujeres jóvenes que llegan envueltas en vestidos negros ajustados, distraído mirando las piernas cruzadas de las mujeres o la falda que muestra la blanca piel de una arriba de las rodillas y parte de un muslo que deja ver el comienzo del liguero. Entonces piensa, no puede evitarlo, que el condenado de Efraín ha de estar imaginándose cochinadas, como siempre, claro, no joda, que les queda mejor el vestido negro, cómo arrecha eso, es que se dan cuenta las muy putas y lo hacen adrede, cuando se sientan, va la madre que lo hacen para que uno se caliente y sufra, piensa Alberto al imaginar las expresiones groseras del amigo, pero Efraín tiene en esos momentos la vista en el cuerpo de don Pacho y es como si oyera su voz, muchas veces distorsionada, cuando decía: estas postales japonesas las compré en un barco, muchachos, y miren cómo están de sabrosas, mejor que las otras, fíjense en esas tetas, vean esa mata de pelos en la chucha, y es cuando, al evocar la voz de don Pacho, Alberto siente que en ese recuerdo vuelve a estar la mano resbalándose por su entrepierna, a escuchar la respiración honda, las palabras sin sentido que deja salir mientras examina las manos del muchacho que repasa las postales, bonitas, eh, mira esta: no hay igual en el mundo muchacho, no te muevas, las compré en un barco gringo, no, gringo no, en un carguero alemán, ahora lo recuerdo, a uno flaco él, uno que según un muellero no era gringo sino un marino de Hamburgo, claro que está buena, no te muevas muchacho: te mato si te mueves, qué caliente, como recién hervido, qué espeso, no te muevas, y se distorsiona la imagen y la voz y Alberto siente la necesidad de borrar de la memoria aquello y de hablar con Efraín. Se acerca a su lado: ¿Qué hubo? Y oye la voz quejosa del amigo: esto es la embarrada, a estas viejas no se las aguanta nadie llorando, dice y Alberto cambia la conversación sabiendo que Efraín recordará también aquello guardando el pudor que sentía al llegar a la tienda de don Pacho, él solo o en grupos de tres que esperaban la oferta del hombre: ¡Ey, muchachos, me llegaron unas japonesas! O como cuando daba los billetes metiéndolos discretamente en el bolsillo de la camisa del muchacho, plata que luego servía para pagar el cine matinal, pues entonces daban Invasión a Mongo, Sansón y Dalila y las películas de Resortes y Emilio Tuero. Recuerdo Quinto Patio, parece decir Efraín, y entonces todo se solucionaba, la falta de plata, digo, piensa Efraín, con las visitas al viejo cacorro de la tienda, a veces un pequeño robo mientras se ocupaba de hacérsela o mamársela al muchacho de turno, como cuando uno de los amigos de Alberto logró sacarse dos relojes de pulso y luego lo contaba jactancioso, la paja más cara de su vida, dijo entonces ante sus amigos, sí, ahora es cuando todos los recuerdos saltan al presente, ahora que el locutor de la emisora local ha de estar diciendo con voz condolida: falleció en la ciudad de Buenaventura en las horas de la mañana de hoy una de nuestras más prestantes personalidades. Se trata de don José Francisco Sánchez, vecino, durante treinta años, de esta población y una de las personas que mayores servicios ha prestado al progreso de la comunidad. Por medio de este programa hacemos llegar a sus familiares y allegados nuestra sincera voz de condolencia. Las exequias se realizarán mañana a las diez de a mañana en el Cementerio Municipal. Y ahora, estimados radioyentes, sigan gozando de esta tarde sabatina con la guapachosa Sonora Matanceraaaaa. ¿Lo imagina? ¿Lo oye Alberto? Imagina que la voz condolida se quebrará en tono pretendidamente alegre, y el tono de la condolencia hará cerrar los ojos a quienes no saben de la muerte de don Pacho y hará recordar a quienes como Efraín y Alberto tuvieron alguna vez algo con el difunto: por la mano de don Pacho han pasado dos generaciones, dijo Efraín un día. Y ya no es la visión de don Pacho en su tienda y ellos mirando las postales y permitiendo el movimiento de la mano que les busca la verga, sino otra imagen, la de los días en que él y Efraín y los demás de la barra iban a jugar fútbol cuando la marea comenzaba a bajar dejando la playa grande donde ellos se reunían y permanecían desnudos toda la tarde, hasta que la marea empezaba a subir y el agua a darles por los tobillos y tenían que atravesar el agua hacia la otra orilla con la ropa levantada en una mano, evoca Alberto, una diversión gratuita cuando no había para el cine, aunque se había vuelto ley la frase de Efraín dicha mientras salían del colegio: es mejor que nos la haga don Pacho pagándonos que hacérnosla gratis en el baño.
Alberto ve el tumulto de los cuerpos en la funeraria, siente el roce de las ropas femeninas, oye los murmullos, intuye los llantos en el cuarto cuya puerta han cerrado hace horas, presiente el llanto que emitirá la mujer al evocar el tiempo pasado, le fastidia la aglomeración y se pone de pies, mirando la actitud de Efraín —cabeza inclinada, no en una piadosa inclinación, sino cogido por el sueño, resistiéndolo, haciéndose la idea de una obligación o de una asistencia impostergable—. Está luego la imagen exterior de la tienda con sus avisos en inglés:
English Spoken
Exchange Money
Welcome to Buenaventura
y una imagen abstracta, indefinida y algo difuminada en su memoria, de las gentes subiendo por la calle, vestidos blancos de los hombres y colores chillones de las mujeres. Piensa entonces que era increíble que esas mujeres pudieran posar de esa manera, abriéndose el coño, mostrando el ojo del culo, tocándose ellas mismas las tetas. Don Pacho gozaba descubriéndolas a la vista de los visitantes a medida que bajaba la mano y preguntaba: ¿Ya se te paró muchacho? Y hablaba como lo hacen aquí en el velorio, sin descanso, las mujeres distribuidas en la sala de velación, sentadas en los rincones, dando a la atmósfera un olor particular de ropas amontonadas y secadas por el tiempo, de ropas desordenadas y desodoradas con alguna loción.
Alberto oye luego las condolencias y el sollozo de alguien que no cesa de llorar. Has abusado de tu cuerpo —recuerda la voz del padre Ruiz en el confesionario— y debes arrepentirte, hijo mío. Evita toda tentación: la oración fortalece. Esos hombres son gentes puestas al servicio del demonio para servir a sus propósitos y tentar a las criaturas de Dios. Sé fuerte y no caerás en pecado, hijo mío, y no caerás en pecado. Reza diez avemarías y diez padrenuestros como penitencia, resuena el eco. Mira a Efraín, que parece dormido, pero de pronto ve el sobresalto de su cuerpo ocasionado por el coro que responde a una oración. ¡Ah! —piensa Alberto—, acabo de escuchar el parlante de la iglesia cuando venía para el velorio y la voz de alguien que llamaba a los feligreses a rezar por el alma de don José Francisco Sánchez muerto en la gracia de Dios, y este pensamiento lo lleva hasta la puerta de la funeraria: respira fuerte, desabrocha dos botones de su camisa y, tomándola por los bordes, se sacude, como metiendo aire en el pecho, en el vientre y en las axilas que sudan.
A su alrededor, los rosarios terminan y vuelven a empezar: saludos de pésame dados a la hermana —inconsolable la pobre— y ruidos afuera, ruidos de muchachos que juegan a tipos y bandidos con pistolas de madera. Iguales a las nuestras, piensa Alberto, pero alguien hace callar a los niños de la calle porque perturban la paz. Váyanse a jugar lejos, ¿no ven que hay un muerto?, se oye decir y Alberto imagina la retirada de los niños entre risas y simulacros de disparos en este primer día del novenario, apenas el comienzo. Después vendrán más conocidos y desconocidos, gente que jamás tuvo que ver con don Pacho. Se beberán el café, se fumarán los cigarrillos y, al tercer día, con chistes verdes, romperán la devoción, la quietud, pues ya el cuerpo del difunto reposa en el cementerio. Alberto sacude a Efraín y este, enseguida, se incorpora diciendo monosílabos, restregándose los ojos con los nudillos de los dedos. Era cuando estaba Rolando Laserie en su apogeo y cuando Benny Moré no pasaba de moda y la Billo’s Caracas Boys no le llegaba ni al tobillo a la Sonora, aunque tenían a Manolo Monterrey que era el hombre, ha de estar pensando Efraín cuando Alberto le hable de esos tiempos. “Te acordás hermano/ qué tiempos aquellos”, pensará Efraín. Íbamos a la Pilota y nos emborrachábamos con la plata que nos daba don Pacho, recuerda. A su lado alguien habla de las cualidades de don Pacho y lleva una mano hasta sus ojos para limpiarse, con el dorso, muy discretamente, la lágrima que se ha escurrido. Qué duro es ver morir a la gente buena y honrada: Dios lo tenga en su sagrado reino, dice la mujer gorda a la hermana del difunto y se santigua varias veces. Y entonces, la ciudad, afuera, parece detenerse, parece, mejor, detenida. Alberto podrá decir: la misma vaina, esto no cambia. Y estará ahí el mismo cansancio, como las oraciones que parecen haber continuado sin ninguna progresión, en la monotonía, como girando sobre el mismo espacio, gastándose, ennegreciéndose, arrugándose, como la ciudad. Los misterios que vamos a contemplar son los gloriosos, rezará una mujer y el coro responderá un avemaría, entonado con desgano, gangosamente. No está lejos el día —pensará Alberto— en que todo parecerá haberse detenido e hinchado por dentro y el cuerpo de las cosas estalle en una deprimente monstruosidad. Dentro de algunos días ya no serán las oraciones sino los gritos y los corrillos del corrinche. Se escuchará a los hombres peleándose una carta o una ficha de dominó. A otro con ese mico, esa no es la doble tres, dirá el hombre de vestido blanco. Yo quiero un tinto, dirá una mujer. Y la quietud se convertirá en trifulca y el ritual del silencio dará paso al ritual del escándalo. Todos habrán olvidado el nombre completo de quien han estado velando y todos dirán, sencillamente, el finado Pacho Sánchez, o no mencionarán siquiera su nombre. Allí en donde creció un cuerpo, fortuna y prestigio, habrá algo distinto: solo habrá algo que los días irán desfigurando hasta llevar a la desaparición.
Carajo, ya empieza la puta lluvia, dice Efraín y Alberto hace un gesto de silencio con un dedo sostenido sobre los labios. Se despiden de la hermana y esta los conduce hasta la puerta del salón. Los mira. Son distintos, debe de haber pensado. Ya se hicieron mayores, los ha visto crecer pero no sabe los nombres de los muchachos que visitaban al hermano muerto. Todo flota y flotará en la densidad de los cuartos, internándose en las paredes: hormigas —sí—; atmósfera-hormigas, briznas de algo que vuela y se deshace: el ritual, el velorio ritual. Muerto que se olvida. Sangre que se pierde. Oración que se agota. Nombre que se oxida. Ardor, quemante pasión del dolor que perecerá una vez se eche sobre la cruz algo más de llanto y sobre la puerta de la casa donde vivió, algo de resignación.
Fin