Narración III – El heptamerón
De cómo el rey de Nápoles, después de abusar de la mujer de un hidalgo, lleva luego él mismo los cuernos
-Señoras -dijo Saffredant-, dado que me siento envidiado compañero de fortuna de aquél cuya historia quiero contaros, diré que, en la villa de Nápoles, en tiempos del rey Alfonso, cuya lascivia era el espectáculo de su reinado, había un hidalgo, tan honrado, apuesto y agradable, que por sus perfecciones un anciano caballero le otorgara a su hija, que en nada desmerecía de su marido por su belleza y buenas prendas. El cariño entre ambos era grande, hasta un día de carnaval en que el rey fue, vestido de máscara, por las casas, esforzándose todos por hacerle la mejor acogida posible. Y cuando llegó a la de nuestro hidalgo, aún fue agasajado mejor que en ningún otro lugar, tanto en confituras como en canciones, y disfrutó de la compañía de la más bella mujer que el rey había visto hasta entonces. Y, al fin del festín, cantó con su marido una canción con tal gracia, que su belleza aumentó.
El rey, viendo dos perfecciones en un cuerpo, no halló placer en el dulce acuerdo que existía entre ambos esposos, sino que dio en pensar cómo podría romperlo. Y la dificultad que encontraba era el gran cariño que veía entre los dos. Por lo que conservó esta pasión en su corazón lo más encubierta posible. Pero, alimentándola en parte, mandó hacer fiestas a todos los caballeros y damas de Nápoles, en las que no eran olvidados el hidalgo y su mujer. Y como quiera que el hombre cree gustoso lo que quiere creer, al rey le pareció que la dama le miraría con mejores ojos si la presencia del marido no pusiera impedimentos. Y, para comprobar si su pensamiento era cierto, envió al marido en comisión a un viaje a Roma para unos quince días o unas tres semanas.
Y así que estuvo fuera, su mujer, que hasta entonces no se separara de él, manifestó una gran pesadumbre, de la que fue consolada por el rey con la mayor asiduidad posible, con sus dulces persuasiones, con presentes y regalos, de manera que no sólo se sintió consolada, sino incluso contenta de la ausencia de su marido; y antes de trascurridas tres semanas en que éste debería estar de regreso, tan enamorada estuvo del rey que lamentaba el regreso de su marido tanto como lamentó la ida.
Y, no queriendo perder el favor del rey, entre ambos acordaron que cuando su marido fuera a sus fincas campesinas, ella lo haría saber al rey, que seguramente podría ir a verla en secreto de modo que el hombre (a quien ella temía más que a su propia conciencia), no se sintiera herido. En esta esperanza se mantuvo contenta la dama; y cuando su marido llegó, le dispensó tan buena acogida que, por mucho que él había escuchado durante su ausencia que el rey la requería, no pudo llegar a creerlo.
Mas, al paso del tiempo, este fuego tan difícil de ocultar comenzó poco a poco a mostrarse, de modo que el marido bien pronto se malició la verdad y se mantuvo al acecho hasta que estuvo convencido. Pero, en el temor de que aquel que lo injuriaba no le hiciera mayor mal, se hizo el desentendido, forzándose a disimular, ya que estimaba en más vivir mohíno que arriesgar su vida por una mujer que tan poco lo amaba.
No obstante, en su despecho, pensó devolver la moneda al rey, si ello le era posible, y sabiendo que el amor asalta principalmente a aquellas personas que tienen el corazón grande y generoso, tuvo la audacia un día, hablando con la reina, de decirle que sentía gran pesar de ver que no era amada por su marido todo lo que ella merecía. La reina, que oyera hablar de la amistad entre el rey y su mujer, le contestó:
-No puedo tener el honor y el placer al mismo tiempo; sé bien que tengo el honor, y en esto reside mi placer; en cambio, aquella que tiene el placer, no tiene el honor que yo tengo.
Él, que bien supo a quién se referían sus palabras, respondió:
-Señora, el honor ha nacido con vos, que sois de casa principal, y ni siquiera siendo reina o emperatriz se podría aumentar vuestra nobleza; pero vuestra belleza, gracia y honestidad son tan de estimar que, quien quiera que os arrebata lo que os pertenece comete mayor falta que vos; porque, por una gloria que torna en vergüenza pierde todo el placer que vos o cualquier dama de este reino pudiera tener; y puedo deciros, señora, que si el rey no portara la corona sobre su cabeza, bien seguro que no tendría ninguna ventaja sobre mí para contentar a mujer alguna; y estoy cierto de que para satisfacer a tan honorable persona como vos sois, bien quisiera él cambiar la constitución de su. cuerpo por la del mío.
La reina, riendo, le respondió:
-Por más que el rey sea de complexión más delicada que vos, el amor que le tengo me contenta tanto que lo prefiero a ninguna otra cosa.
El hidalgo le dijo:
-Señora, si fuera así, no me tendríais piedad, porque bien sé el contento que tan honesto amor produciría a vuestro corazón si encontrara en el rey un amor semejante; pero Dios os tiene bien guardada a fin de que, no encontrando en aquél lo que pedís, no hagáis de él un dios en la tierra.
-Os confieso -respondió la reina- que el amor que le profeso es tan grande que en ningún corazón que no fuera el mío se podría encontrar otro semejante.
-Perdonad, señora -contestó el hidalgo-, pero vos no habéis sondeado el amor en todos los corazones y yo puedo aseguraros que hay quien os ama tanto, con un amor tan grande y tan insufrible, que no desmerecería junto al que vos sentís; y tanto más crece y aumenta cuando ve el amor que os asalta por el rey que, si vos lo quisierais, os compensaría de todas vuestras pérdidas.
La reina, tanto por sus palabras como por su continente, comenzó a darse cuenta de que lo que decía nacía del fondo de su corazón, y a recordar que desde hacía tiempo buscaba él ponerse a su servicio con tal afición que había llegado a estar melancólico; y lo que ella pensara con anterioridad que era a cuenta de su mujer, creía ahora firmemente que era por amor de ella misma. Y de esta forma, la virtud del amor, que se deja sentir cuando no es fingido, le dio la certeza de lo que estaba oculto para todo el mundo. Y mirando al hidalgo, que era bastante más amable que su marido, y viendo que estaba tan desasistido de su mujer como ella del rey, presa de despecho y celos de su marido, y sintiendo inclinación por el amor del hidalgo, comenzó a decir, suspirando y con lágrimas en los ojos:
-¡Dios mío! ¡Tendría que ser la venganza la que consiguiera de mí lo que ningún amor pudo hacer!
El hidalgo, comprendiendo el sentido de sus palabras, respondió:
-Señora, la venganza es dulce para quien, en lugar de dar muerte a su enemigo, da vida al perfecto amigo. Me parece que es tiempo que la verdad os haga desechar el fútil amor que profesáis a quien no os ama, y un amor justo y razonable expulse de vos el temor, que nunca se debe dar en un corazón grande y virtuoso. ¡Ea!, pues, señora, dejemos a un lado nuestra condición y consideremos que somos el hombre y la mujer más burlados del mundo, y traicionados por aquellos a quienes más entrañablemente amábamos. Tomemos la revancha, señora, no tanto por darles lo que merecen como por satisfacer al amor, que por lo que a mí respecta no puedo soportar más sin morir de él. Y pienso que, a no ser que tengáis el corazón más duro que guijarro o diamante alguno, es imposible que no advirtáis ninguna chispa del fuego que crece en mí, por más que quisiera disimularlo. Y si vuestra piedad por mí, que muero por vuestro amor, no os incita a amarme, al menos la de vos misma os debe violentar el que, siendo tan perfecta y merecedora de poseer el corazón de todos los hombres honestos del mundo, seáis despreciada y abandonada de aquél por quien habéis desdeñado a todos los demás.
La reina, al oír estas palabras, se sintió tan enajenada que, miedosa de mostrar por su continente la turbación de su espíritu, y apoyándose en el brazo del hidalgo, fue a un jardín cercano a su cámara, donde paseó largo tiempo sin poderle decir palabra. Pero el hidalgo, viéndola medio vencida, cuando estuvieron al otro extremo de la avenida, donde nadie podía verlos, le declaró finalmente el amor que durante tanto tiempo ocultara; y, consintiendo los dos en él, gozaron de la venganza, de la que fuera nacida su pasión.
Y allí decidieron que, siempre que él fuera a sus alquerías y el rey desde su castillo a la ciudad, volvería él a encontrarse con la reina; así, engañando a los burladores, se reían cuatro participando en el placer que dos querían tener para ellos solos.
Hecho el acuerdo, regresaron, la dama a su habitación y el caballero a su casa, ambos con tal contento que olvidaron todas sus penas pasadas. Y del temor que tenían cada uno de ellos de la cita entre el rey y la dama, se tornó en deseo, que hacía ir al hidalgo, más a menudo de lo que tenía por costumbre, a su alquería, que no llegaba a distar media legua. Y así que el rey lo sabía no dejaba de ir a ver a la dama, mientras que el hidalgo, en llegando la noche, se dirigía al castillo a hacer junto a la reina las veces del rey, tan secretamente que nunca se apercibiera nadie de ello.
Esta vida duró largo tiempo; pero el rey, siendo personaje público, no podía disimular tan bien su amor de forma que nadie se enterara. Y todas las gentes de la comarca hacía cuernos a sus espaldas, en señal de burla, de lo cual bien que se daba cuenta. Pero esta burla le placía de tal forma que llegó a estimar los cuernos tanto como la corona del rey, el cual, junto con la mujer del hidalgo, viendo un día una cabeza de ciervo colocada en casa de aquél, no pudo contener la risa delante de él, diciendo que aquélla adornaba mucho en aquella casa. El hidalgo, que no tenía mejor entraña que él, vino a escribir sobre la cabeza:
“Io porto le corna, ci ascun lo vede; ma talle porta chi no lo crede”.
El rey, cuando en otra ocasión volvió a la casa, encontró la leyenda recientemente escrita, y preguntó al hidalgo su significado, diciéndole éste:
-Si el secreto del rey está oculto al ciervo, no hay razón para que el del ciervo sea conocido del rey. Pero contentaos con saber que no todos los que llevan cuernos van sin birrete en la cabeza, que algunos son tan tiernos que no destocan a nadie , y hay quien los lleva con tanta holgura que no le importa tenerlos.
El rey supo inferir de estas palabras que aquél conocía algo de su asunto, pero nunca sospechó de la amistad entre la reina y él, con lo que la reina tanto más contenta estaba de la vida de su marido cuanto más fingía estar triste.
Y así vivieron largamente de una y otra parte en amor y compañía, hasta que la vejez vino a poner orden en todo ello.
FIN