Desde que comenzaron a recortarle

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Desde que comenzaron a recortarles las patas a todo lo que hay en la casa ya no pasamos tantos trabajos como antes. No es que lo hubiéramos pedido nosotros, ni que nos hubiéramos quejado de la aparente inalcanzable altura que parecían tener todos los muebles. Después de tantos años se puede decir que hemos encontrado el modo de subir hasta la mesa del comedor o de llegar hasta nuestras camas o de alcanzar el álbum inmenso que está sobre el escritorio del cuarto del Padre y en el cual se guarda gráfica y celosamente la historia de la familia. Subir al escritorio fue siempre lo más fácil: abrir la primera gaveta en toda su extensión, luego, montados sobre sus bordes, abrir la segunda un poco menos y luego la tercera y la cuarta y la quinta y la sexta, y así sucesivamente hasta formar como una escalera para llegar a la tabla final desde la que saltábamos, sin gran esfuerzo, a la superficie inmensa y brillante ocupada por la gran hoja de papel secante verde, libretas de cuentas, el tintero labrado y la pluma con su forro de hilos que decía de un lado “Ciénaga. Colombia” y del otro “Don J. García Correa.” Y debajo del nombre, “1938”. En un extremo como si no formara parte de las cosas propias del escritorio, estaba el álbum lleno de retratos de la familia. La gran mayoría amontonados entre las páginas negras y gruesas, separadas unas de otras por finísimas hojas lechosas que al mirarlas a contra-luz se llenaban de óvalos dentro de los cuales se leía la palabra “Bremen”, como si no hubieran tenido tiempo de enmarcarlos dentro de los plateados triángulos engomados. Aunque allí estaban perpetuados, a veces en actitudes más ridículas que solemnes, todos los miembros de la familia, por más que nos buscábamos entre los montones de retratos, nunca pudimos encontrar ninguno que se pareciera ni remotamente a nosotros. Por esto, y siempre con la esperanza de descubrirnos en alguno de los innumerables grupos con los cuales la familia parecía conmemorar matrimonios, fiestas, velorios y primeras comuniones, hicimos de las excursiones al escritorio una tarea cotidiana. De esta experiencia adquirimos la práctica indispensable para que todas las otras necesarias ascensiones se nos hicieran fáciles y seguras. A la mesa del comedor nos subíamos por medio de una intrincada maniobra que nos llevaba más de medid hora porque si la primera etapa era relativamente sencilla, pues para llegar hasta el asiento solo teníamos que escalar por los travesaños de las patas de las poltronas, la subida por el espaldar era casi a pulso entre los bolillos labrados verticales. Aunque a primera vista esto pueda parecer peligroso, en realidad no lo era, pues si llegábamos a resbalar, cosa que sucedía muy raras veces, rebotábamos suavemente contra la paja templada del fondo sin hacernos daño alguno. Lo más difícil siempre fue llegar hasta nuestras camas, aunque era lo más divertido pues nunca nos tomábamos el trabajo de descender desde la mesita de noche, que fue la ruta que escogimos definitivamente después de ensayar otras posibilidades, sino que desde allí nos aventábamos como desde un trampolín y caímos sobre los edredones afelpados con gran estrupicio de resortes y estremecimiento de largueros.

Aunque ahora, después de que le han recortado las patas a todos los muebles de la casa, y aún al escritorio no le han dejado sino la tabla de extensión a ras del suelo al quitarle las gavetas, es verdad que tenemos menos trabajo, también es verdad que nos divertimos menos. La culpa es, claro está, de Juana. Después de tantos años de estar haciéndolo todos los días no nos explicamos cómo pudo equivocar la distancia entre la mesa de noche y su cama. La mesa de noche separa su cama de la mía, así como la de Rebeca separa la suya de la de Isidoro, y la de Quique de la de Gabriel, y así las de todos nosotros, simétricamente dispuestas alrededor del gran salón donde dormimos. Todos saltamos y caemos perfectamente sobre nuestras camas. Algo le pasó a Juana pues yo, que duermo al lado de ella, oí primero que nadie el sonido sordo y hueco de su cuerpo al reventarse contra las baldosas verdes del piso. Por esto, por culpa de Juana, se dieron cuenta y han mandado a recortar las patas de todos los muebles de la casa.

FIN

Álvaro Cepeda Samudio emerge en la literatura colombiana como un espíritu rebelde y visionario. Nacido en Barranquilla el 30 de marzo de 1926, este escritor y periodista marcó el pulso cultural de su país con una pluma audaz y un compromiso inquebrantable con la realidad social. Desde muy joven, a los dieciocho años, se adentró en el periodismo con una columna en El Heraldo, en la que abordaba temas políticos y sociales con una aguda mirada crítica y una voz que resonaba en el alma de su nación.

A lo largo de su carrera, Cepeda Samudio se distinguió por su versatilidad y pasión por la cultura. Con colaboraciones en El Nacional, The Sporting News y la innovadora revista Crónica, compartió su visión junto a figuras icónicas como Gabriel García Márquez, Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor. Su labor en el Diario del Caribe, donde fungió como editor de 1961 a 1972, evidenció un compromiso profundo con el periodismo y la transformación cultural, convirtiéndolo en un referente clave de la escena mediática colombiana.

Como escritor, su obra se caracteriza por un estilo original, urbano y profundamente Caribe, que rompió con el tradicional costumbrismo para abrir paso a una narrativa renovada y vibrante. Obras como Todos estábamos a la espera y La casa grande se han erigido como pilares de la literatura del siglo XX, posicionándolo entre los padres del boom latinoamericano. Su pertenencia al Grupo de Barranquilla consolidó su papel como un transformador de la narrativa colombiana, dejando un legado imborrable que sigue inspirando a nuevas generaciones.