De un cuento conocido
Panchito el tartamudo era en la estancia objeto de continuas bromas. Su padre, don Ambrosio Lara, viejo ya y casi inútil para el trabajo, arrastraba sus últimos años a lomos de un lobuno zarco, de huesos salidos y sobrepaso.
Hacían la recorrida juntos; pues eran, en caso de necesidad, más útiles los doce años del muchacho que la experiencia del viejo: fuera para un tiro de lazo, la operación de un enfermo o, cosa más frecuente en esa época, para la cueriada de algún encardao que, hinchado hasta la exageración, levantaba dos patas al cielo en un esfuerzo póstumo.
Natividad, la segunda mujer de don Ambrosio (que sabe Dios si lo era), manejaba estos dos semihombres sin que su mulata obesidad le impidiera estar alerta a todo.
—Ambrosio —gritaba riñendo al viejo— no has desatao la mula e la noria, y dejuro se estará redamando el agua.
—Güeno, güeno —contestaba el anciano meneando la cabeza con vaga sonrisa de bondad. —Ave María, ni que se hubiera distraído el cura en misa. —Y se alejaba lentamente; la lonja del rebenque barriendo el suelo, las piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.
La silueta del viejo paisano desaparecía entre los paraísos, y en breve el muchacho, rastreando sus pasos, tomaba la misma ruta. Así se iban por muchas horas.
Doña Natividad pasaba el tiempo en soltar la majada, alimentar las gallinas, preparar la comida y dar patadas a los perros, siempre metidos en la cocina.
Se comía en silencio, y sólo las largas mateadas traían, tiempo a tiempo, sus conversaciones. Motivo eran los sucesos recientes del pueblo que algún charlatán contara a su manera. Casamientos, carreras, y, sobre todo, peleas traían sus extensos comentarios de parte de los viejos ante la presencia invariablemente muda del muchacho, huraño hasta con los padres.
Algunas veces, cuando la ocasión lo hacía inevitable, empezaba a trastabillar sobre una letra. “Cantá, cantá”, decía la madre; y sobre melodía plañidera, sin sentido, se arrastraban las palabras con un lloriqueo nasal, mientras el semblante conservaba su habitual expresión de empaque.
Un día, a hora inesperada, el estrépito de una carrera llamó a doña Natividad en dirección al palenque. El semblante de Panchito traía una expresión de dolor.
Hizo señales desesperadas. “¡Cantá, muchacho”, gritó la madre, ansiosa; pero fue inútil.
Obedeciendo a los signos repetidos y recobrando en un momento de angustia la agilidad de sus jóvenes años, la anciana trepó en ancas de su hijo.
Era cerca de la bebida.
Caballo y jinete yacían en grupo de vieja flacura. El lobuno tentó levantarse, pero fue vano su deseo. Sentía en el lomo un vacío que le pesaba, y todo su esfuerzo alcanzó a esbozar una mirada hacia su amo, tirado unos pasos más lejos, la cabeza sobre el borde del abrevadero, una herida incolora ceñida en la frente, a flor de hueso.
Una espuela desaparecía enterrada en el suelo, y el negro chiripá, volcado en pliegues desordenados, envolvía el cadáver como un crespón de luto.
Así había muerto don Ambrosio —de viejo quizás—, arrastrando en su caída al caballo impotente, cuyo ojo zarco no reflejaría más, en claro brillo, su alma de esclavo bondadoso.
El hijo miraba todo aquello, sacudido el torso por pequeños estremecimientos nerviosos, como si el llanto hubiera tartamudeado en su garganta.
Y a pesar de los ruegos de su madre, que exigía detalles, Panchito no cantó ese día.
FIN
Ricardo Güiraldes. Nacido el 13 de febrero de 1886 en Buenos Aires, fue un novelista y poeta argentino cuya obra ha dejado una marca indeleble en la literatura hispanoamericana. Criado en una familia aristocrática, Güiraldes absorbió desde temprano el amor por el arte y la cultura. Su padre, Manuel Güiraldes, influyó en su educación artística, mientras que su madre, Dolores Goñi, le legó una profunda conexión con San Antonio de Areco, la cuna de muchas de sus historias.
Desde muy joven, Ricardo mostró aptitudes lingüísticas notables, hablando francés y alemán tras vivir en Europa durante su infancia. Fue en San Antonio de Areco donde se empapó de la vida campestre y los mitos gauchescos, experiencias que más tarde plasmaría en su obra cumbre, Don Segundo Sombra, inspirada en el gaucho Segundo Ramírez. Esta novela, publicada en 1926, es una de las piezas fundamentales de la literatura argentina y refleja su profunda conexión con la tierra y la vida rural.
Güiraldes no tuvo una trayectoria académica destacada y abandonó sus estudios en arquitectura y derecho. Sin embargo, encontró su verdadera vocación en la escritura. En 1910, viajó por Europa y Oriente, donde decidió dedicarse seriamente a la literatura. Su vida social en París, rica y frenética, fue una fuente de inspiración, aunque también lo distrajo de sus proyectos literarios.
A su regreso a Argentina en 1912, se casó con Adelina del Carril y comenzó a publicar sus primeras obras. Su colección Cuentos de muerte y de sangre y la novela Raucho marcaron el inicio de su carrera literaria. Aunque inicialmente no tuvo éxito, perseveró y eventualmente fue reconocido por su estilo único y evocador.
Durante sus viajes a Europa, Güiraldes se relacionó con importantes escritores y se interesó por la teosofía y la filosofía oriental, lo que influyó en su poesía y en su búsqueda espiritual. En Buenos Aires, apoyó a los movimientos vanguardistas y cofundó la revista Proa en 1924 junto a Jorge Luis Borges y otros intelectuales, contribuyendo al desarrollo de la literatura moderna en Argentina.
En 1927, enfermo de cáncer, realizó su último viaje a Francia, donde falleció en París el 8 de octubre. Sus restos fueron trasladados a Buenos Aires y enterrados en San Antonio de Areco, el lugar que inspiró muchas de sus obras. Ricardo Güiraldes es recordado no solo por su magistral Don Segundo Sombra, sino también por su contribución al movimiento de vanguardia y su influencia en la literatura argentina del siglo XX.